1604-1608
Atravesando Inglaterra al galope en el fondo de la vieja carroza de los Atkinson, la "persona sin honor" del Taburete del Arrepentimiento ya no estaba tan segura de querer su propia desgracia. En el caso de un ser bueno y serio de diecisiete años, las resoluciones ceden a veces ante la curiosidad. De aquel periplo, que prometía ser la gran aventura de su existencia, Will no conservó ningún recuerdo. Apenas el de las cortinas de cuero negro que crujían contra las portezuelas, los gritos de los postillones y los malos olores. Su insensibilidad no obedecía tanto a su estado de ánimo como a la atmósfera que reinaba en el carruaje. El padre de John Atkinson los había puesto a los dos bajo la custodia de un Reiver arrepentido y atolondrado que los transportaba a un ritmo endiablado, como si se tratara de dos muchachas a las que hubiera raptado. Tenían prohibido acercarse a la ventanilla, estirar las piernas y beber una jarra de cerveza en la taberna. La reclusión total era un medio eficaz para prevenir los encuentros desagradables. Los ladrones acechaban a los viajeros en las estaciones de posta y en los patios de las posadas. Evaluaban su riqueza en los caballos, en las habitaciones que ocupaban y en las comidas que pedían… El acompañante conocía bien su oficio. Encerrando a su grey, protegía el peculio que sir John Atkinson debía entregar al maestro que administraría sus finanzas en la universidad durante tres años.
Gentilhombre de nacimiento, Atkinson no entraba en el Christ's College como sizar, sino como alumno de segunda categoría que pagaba generosamente sus estudios. Will le haría la cama, le limpiaría las botas y llevaría a cabo todas las pequeñas tareas que un pensionado podía requerir de su sizar. La diferencia patrimonial entre los dos compañeros había determinado la elección de Bainbridge: equilibrada la pobreza de uno con el dinero del otro. El tándem era indisociable. Sin embargo, los dos muchachos no corrían el peligro de que los confundieran.
Atkinson era bajito. Con el cabello fino y de un rubio ceniciento, el rostro mofletudo y sonrosado, y la nariz pequeña y puntiaguda, parecía estar siempre de buen humor. No era ni guapo ni feo, pero sabía agradar. La amplitud de sus conocimientos, cuando no temía mostrarse curioso, y la vivacidad de su mirada lo hacían incluso bastante atractivo. En cuanto a sus cualidades intelectuales, el maestro afirmaba sinceramente que había sido el primero de la clase durante diez años. Su inteligencia no era tan brillante como la de Petty, desde luego. No tenía su capacidad de concentración, pero tampoco sus defectos. Ni tormentos ni ausencias. Trabajaba con regularidad. Atkinson transpiraba salud por todos los poros de su piel; Petty, conflicto.
Aquella diferencia se manifestaba ahora en sus costumbres. Atkinson había cambiado sus harapos de campesino por el jubón del escudero. No vestía lujosamente, ni siquiera con elegancia, pero sí con decoro. No se podía decir lo mismo de Will, más miserable que nunca con los calzones que le había dado Bainbridge, el pelo desgreñado y un aspecto salvaje.
Petty era alto y se mantenía tan delgado como siempre, pero había perdido su aspecto de niño que ha crecido demasiado deprisa. Su actividad en la granja y luego en la escuela de Bainbridge lo había fortalecido. La severidad de su mirada acentuaba la impresión de fuerza que se desprendía de toda su persona.
Atkinson tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el rincón. Su padre lo había prevenido tan terriblemente contra los peligros de la carretera que no volvería a la vida hasta que no traspasara los muros del recinto del Christ's. En realidad, después de la Semana Maldita y del episodio del muro, Atkinson había cambiado. El miedo lo había vuelto callado y receloso.
A pesar de los terribles recuerdos, sus labios conservaban la misma amable sonrisa. Este rasgo, más un tic que un estado anímico, era característico de Atkinson: en cualquier circunstancia mantenía cierta afabilidad y simpatía. Su expresión satisfecha en aquel momento era encomiable, dadas las circunstancias. El mal olor que había alrededor hacía el aire irrespirable. Sin embargo, como los días anteriores, pasaría la noche sentado en la carroza de su padre sobre un vertedero de animales: un osario demasiado inmundo para que los humanos, bandidos o no, pensasen en frecuentarlo.
- ¿No podríamos descansar en otra parte? -sugirió Will-. Hace tres días que estos pobres caballos pacen hierba impregnada de carne putrefacta.
Atkinson abrió los ojos.
- ¿Tienes lengua? Me hace feliz que sepas utilizarla todavía.
Aquella apostilla podía provocar una disputa. Petty escogió el regreso al silencio, pero Atkinson, con su eterna sonrisa en los labios, parecía incontenible.
- Se ve que no se trata de tu dinero. Si temieras por tu oro, Will, no propondrías detenerte en medio del bosque.
Mucho más que su aspecto y expresión, lo que distinguía a los dos estudiantes era la voz: Bainbridge no sólo se había jugado su reputación con la capacidad intelectual de sus elegidos. Ofrecía al Christ's dos formidables tesituras. En una época en la que cada uno de los dieciséis colegios de Cambridge podía elaborar con libertad su reglamento y era financieramente autónomo, la competencia para atraer a los mejores alumnos se extendía a todos los campos. Al nacimiento y a los méritos sin duda, pero también a las dotes musicales de los nuevos inscritos. Según Bainbridge, uno de los protegidos estaba dotado de una magnífica voz de bajo. La voz de Will, cálida y profunda, resonaba en efecto con una intensidad no exenta de dulzura. Una rareza. Perfecta para lecturas en el atrio, las conferencias y los debates. La voz de Atkinson también resultaba muy atractiva. Era una voz de contralto: alta, como si el muchacho no la hubiera mudado, y aguda; tenía la pureza de la inocencia y la seducción de la juventud. Ideal para la capilla del Christ's y para los coros de chantres por los que Cambridge era famosa.
- Tienes la nariz muy delicada -aseguró Atkinson-. No imaginaba que a alguien como tú pudieran molestarle este tipo de cosas.
- El hedor de la carroña no me molesta.
- ¡Vamos, anda! Desde que has dejado el muladar de Soulby que no soportas el olor del estiércol. Estoy contento de que reacciones así. Tu sensibilidad ante los pequeños sinsabores me reconforta. Temía que la filosofía estoica te hubiera vuelto indiferente al favor de ser aceptado en la universidad.
Desde su partida, no se habían producido muestras de hostilidad.
Jamás habían aludido al libro sustraído, a la ira de Bainbridge o al castigo del muchacho expulsado de la escuela por un delito que no había cometido. Will se había negado obstinadamente a azotar al inocente, sin por ello señalar al culpable.
No volverían a evocar aquel episodio que ratificaba la culpa de Atkinson y la muerte simbólica de Petty: sus vergüenzas respectivas. John no se había abastecido en la biblioteca, y Will no lo había visto hacerlo.
Sin embargo, cada uno de ellos sabía sobre el otro lo que el otro hubiese querido ocultarle: Atkinson, que Petty había sufrido la humillación suprema; Petty, que Atkinson era un ladrón y un cobarde.
Con su amabilidad habitual, Atkinson concluyó:
- Creo que antes de llegar a nuestro destino deberíamos habituarnos al tratamiento de vos… A nuestra edad, no es correcto que nos llamemos por nuestro nombre de pila.
Will miró burlonamente a su compañero.
- ¿Y cómo deseas que te llame?
- Bueno, no sé…
Los tumbos del carruaje les cortaron un instante la palabra.
- ¿No lo sabes?
Algo en el tono de Petty hizo echarse atrás a Atkinson. Se encogió de hombros.
- Como quieras.
- ¿Vuestra alteza?
- Te crees muy gracioso, ¿no?
- ¿Vuestra Gracia?
John desvío la mirada.
- Señor Atkinson será suficiente.
- Es un poco simple -se burló Will-. «Milord baronet de Atkinson de Appleby de mi trasero» sería preferible. ¿Y yo?
- ¿Tú?
- Sí, yo. ¿Cómo me llamareis, señor Atkinson?
- Por tu nombre, supongo.
- Es decir…
- Te llamaré como me digan que lo haga, eso es todo. En este sentido, mi padre, como máster Bainbridge, ha sido categórico: «En Cambridge, haz como los demás.»
Nuevamente cayó el silencio.
Con la nariz tapada y la boca cerrada, tardaron menos de cinco días en atravesar el país. A pesar de la eterna sonrisa de un y la impasibilidad del otro, al término de aquella breve conversación cualquier residuo de simpatía reciproca cedió el paso a una total execración.
Observando el río que serpenteaba bajo los arcos de los puentes, los letreros de las librerías de lance, las pastelerías y las tabernas que abundaban en la prospera y pequeña ciudad de Cambridge, descubrieron el mundo. Y cuando la carroza se detuvo delante de la puerta del colegio, compartieron la misma estupefacción.
¡Recibieron una gran impresión!
Will se sintió aturdido por el carrillón de las campanas de Pascua, por los repiques rápidos, violentos e ininterrumpidos que salían de St. Andrew, St. Benet, St. Botolphe, St. Edward y St. Mary, de las diez iglesias de la ciudad y de las dieciséis capillas de los colegios, una selva de flechas cuyos encajes de piedra estallaban en el cielo. Sin embargo, lo observó todo, el aire azul, saturado, que parecía vibrar entre las almenas de las dos torrecillas del pórtico, y las chimeneas rojizas, un alto oquedal de ladrillos sobre los tejados del Christ's, a lo largo de la calle. Vio incluso la estatua de la fundadora que se alzaba con la Biblia en la mano, en un nicho por encima del portón. Presente en la memoria y en las oraciones, Lady Margareth Beaufort no era la única mujer que había reinado en la universidad. Casi todos los atrios, los dormitorios y las escalinatas, casi todos aquellos edificios poblados de muchachos habían nacido del sueño de una mujer. La condesa de Pembroke había fundado Pembroke College; Lady Clare, el Clare's College; las reinas Margarita de Anjou e Isabel de Woodville, el Queen's College. Los meandros del rió, las flores a orillas del agua, la suavidad del aire e incluso los encajes y la blancura de la piedra hablaban de Cambridge en femenino.
Will se haría estas reflexiones unos meses después, al descubrir la ternura de las muchachas y las delicias del amor. Por el momento, intentaba orientarse, aunque en vano.
Atravesó un patio cuadrado, que el alto muro cubierto de vid virgen y las vidrieras de la capilla cerraban a la izquierda. En el centro, los apartamentos nobles y el aula magna. A la derecha, la biblioteca y los dormitorios. Ante la amplitud y la solemnidad del conjunto, perdió de repente el dominio de sí mismo. Ya no veía ni sentía nada; sólo el terror de penetrar en semejante universo, sin tener la menor idea de cómo sobrevivir en él.
- El reglamento es, sin embargo, sencillo, señor Petty. Os levantareis a las cuatro y, poco después, despertareis al señor Atkinson.
El hombre que hablaba con Will en la modesta sala de estudio de la planta baja podía tener cuarenta años. Se llamaba William Ames, pero firmaba "Amis" y hacía preceder su nombre del título al cual le daba derecho su diploma: doctor William Amis. Era D. D., Doctor en Teología, la calificación más alta en la jerarquía de los profesores, los sacrosantos fellows. Durante los tres años siguientes, el primer cometido del doctor Amis sería encargarse de la tutoría del señor Atkinson y de Will Petty. Supervisor de estudios, consejero en educación, arrendatario, garante del trabajo y guardián de la moralidad, el tuto actuaba in loco parentis. En lugar de los padres. Will era huérfano, así que la autoridad del doctor Amis sobre su persona física, moral y espiritual no conocería ningún límite.
El doctor Amis velaba, además, por otra docena de muchachos de todas las edades y condiciones sociales, a los cuales impartía lecciones particulares y clases colectivas, e infligía castigos corporales. Únicamente era indulgente con los pensionados, cuyas familias enriquecían el colegio: la pasión del doctor Amis por las barreras que delimitaban su horizonte lo inducían a mostrarse débil con los adinerados y los nobles. Con el resto, era incorruptible.
- … Os presentareis con el señor Atkinson en la capilla para el oficio de las seis, antes de asistir a las clases magistrales de máster Bainbridge junior y senior -Cuthbert Bainbridge y Thomas Bainbridge-, primos de vuestro antiguo maestro y titulares de las cátedras de latín y griego. Seguiréis a continuación las conferencias ordinarias del colegio. La campana para la comida suena a mediodía en el vestíbulo. Incluso cuando sirváis la mesa, os presentareis con la toga: no llevareis nunca otra prenda; por lo tanto, espero que la mantengáis limpia y en el estado en que os la entrego… Dado que el señor Atkinson no ha considerado traerse consigo un servidor, es de vuestra incumbencia cuidar de su ropa. Os encargareis, además, de dar cuerda al reloj de la capilla y de recoger leña para el fuego en las tardes de invierno. En cuanto al resto, ya habéis oído el discurso del decano: cualquiera que se bañe en el río será puesto en la picota del refectorio. Los juegos de azar, las cartas y los dados están formalmente prohibidos, aquí dentro y en la ciudad. Si el señor Atkinson es descubierto contrayendo deudas, seréis personalmente responsable de su falta: me veré obligado a azotaros y a descontaros tres peniques de su pensión. Por lo que respecta a las necesidades del señor Atkinson, os agradecería que me tuvierais al corriente de ellas, a fin de adquirir lo que desee: libros, papel o tinta. Os recuerdo de paso que durante el primer año no estáis autorizado a salir del colegio, excepto conmigo una vez por semana, el domingo, para escuchar el sermón en St. Mary, la parroquia de Cambridge. Casi todas las predicas de los señores del Emmanuel College son escandalosas, así que antes de dirigirnos allí examinamos la religión del predicador… en cuanto a vuestras relaciones con los alumnos de los restantes colegios, os agradecería que las redujerais al mínimo. La cosa no presenta dificultad, visto que no estáis autorizados a salir de este recinto. Insisto en el hecho de que no debéis aceptar jugar a fútbol con nadie que no pertenezca al Christ's. Los partidos se disputan entre nuestros equipos y en nuestro green. ¿Me he explicado con claridad?
Will hizo un esfuerzo por asentir con la cabeza. Con el rostro cubierto de sudor frío, temía que su interlocutor notara lo difícil que le resultaba seguir su discurso. Sentía vacilar las piernas. Amplios círculos negros le nublaban la vista. No había comido nada en las últimas veinticuatro horas y la violencia de las contradictorias emociones, el largo tiempo pasado de pie durante los discursos de bienvenida en el atrio, el sermón del decano, de los supervisores y de los trece profesores, la interminable procesión de alumnos hasta la capilla y ahora aquella avalancha de informaciones espetadas en latín agravaban su desconcierto. Dominándose, Will se obligó a alzar los ojos. Su mirada se cruzó con la de su interlocutor.
Con las extremidades y el torso ocultos entre los largos pliegues negros de la toga, el doctor Amis parecía un cuervo. Tenía de él el pico, la delgadez y la mirada dura y vidriosa.
- … Finalmente, la cuestión del alojamiento, que parece ser la mayor preocupación de todos. Como habréis podido constatar, tenemos un espacio limitado y nuestras salas están divididas en pequeñas estancias, incluso en el desván. Algunos de nuestros estudiantes de tercer curso deben alojarse en el Brazen George, el hotel de la calle St. Andrews. ¡Es una situación deplorable, totalmente contraria al reglamento! Pero, en tanto que vuestras familias no se decidan a construirnos un nuevo edificio, aunque sea de madera, en el segundo patio, el escándalo seguirá. Esto, obviamente, no atañe a los sizars, que duermen donde pueden pero cuento en gran medida con la ayuda de los pensionados. El señor Atkinson se alojará en mi casa, en este apartamento de la planta baja. En consideración a su condición, os autorizo a dormir en su cuarto.
El orador no parecía evaluar lo lejos que se encontraba la mente del muchacho de tales preocupaciones. Will no había visto nunca nada tan amplio y solemne como aquellas estancias cuya exigüidad estaba siendo disculpada. La blancura resplandeciente de las paredes, el olor de las vigas y de los revestimientos de madera, y la pavimentación de piedra negra encarnaban a sus ojos todo el lujo del mundo. Su nuevo maestro había olvidado evidentemente la emoción que había experimentado él, hacía ya casi un cuarto de siglo, al presentarse allí.
Sin embargo, Will reconocía en Amis el acento de los Borders. El Christ's College era considerado el cuartel general de los nativos del norte de Inglaterra. Se decía incluso que, al margen del patrimonio, haber nacido en uno de los cuatro condados de la frontera constituía la mejor recomendación para ingresar allí: los sizars originarios de otros condados se lamentaban amargamente del favoritismo de que gozaban los que arrastraban las erres. Además de los dos profesores Bainbridge, también el decano había crecido en Westmorland: le gustaba compartir la mesa con fellows de su región. El que estaba dirigiendo a Will seguramente había nacido no lejos de Soulby.
Vivía parcamente. La minúscula habitación donde parloteaba no estaba adornada con ninguna inscripción. No había ni una cita latina, contrariamente a las costumbres de sus colegas, que pintaban sus divisas en los marcos de las ventanas. Tampoco se veían versículos de la Biblia, ni siquiera los escudos de armas de los nobles que tenía a su cargo. Y, por supuesto, ningún crucifijo ni imágenes de santos. E doctor Amis mantenía las paredes desnudas: su modesta habitación recordaba la celda de un monje de un convento católico. Esta observación le había indignado.
Miembro de la iglesia reformada, Amis consideraba los ritos de la antigua fe como obra del demonio. Sin embargo, iba a la caza de las huellas de la idolatría, denunciaba los restos y el resurgimiento del papismo, y echaba pestes todos los domingos contra el uso del birrete universitario. Aquel birrete cuadrado, que no se adaptaba a la forma natural del cráneo, era contrario a la voluntad del Creador. Amis sostenía su origen romano, tomado de los sacerdotes de Baal. "¡Sacrilegio!". Lo mismo ocurría con el traje de encaje blanco, la infame sobrepelliz que los alumnos y los profesores lucían durante los oficios en la capilla.
Las imprecaciones de Amis no gustaban a todo el mundo.
Otros dos directores de estudio del Christ's, que envidiaban su reciente ascenso al título de Doctor en Teología, replicaban a su vez que la sobrepelliz, aquel "oropel", como lo llamaba su extraviado colega, era «la armadura luminosa que había prescrito Pedro, el príncipe de los apóstoles.»
También entre los protestantes -los que habían protestado contra la autoridad del Papa en 1542-, era la guerra. En las iglesias nacidas del cisma se habían multiplicado las escuelas, las tendencias, las variantes y los matices que intentaban acercarse a la Verdad y se enfrentaban entre sí.
La facción puritana, a la que pertenecía Amis, parecía la más rigorista. Ligada a la letra de las Sagradas Escrituras, no reconocía ningún intermediario entre el hombre y Dios. Ningún jefe espiritual, ni prelados, ni alto clero. Ninguna jerarquía eclesiástica. Ni ceremonias, ni órganos. En todos los aspectos, los puritanos se oponían a los anglicanos, cuya Iglesia tenía como jefe infalible… al rey de Inglaterra. Se trataba de Jacobo I, monarca por derecho divino, que nombraba a los obispos y a los arzobispos. Finalmente, más próximos a los católicos, los arminianos, que rechazaban el dogma de la predestinación, una secta a la que los puritanos y anglicanos acusaban de felonía y de entendimiento con Roma.
Puritanos, calvinistas, luteranos, anglicanos, arminianos…, todos se acusaban de traicionar el Verbo, se ponían recíprocamente en la picota y se auguraban las torturas del infierno. Las amenazas en las que apuntalaban sus sermones no eran sólo figuras retoricas. Al atacar la sobrepelliz, Amis daba muestras de una gran valentía: arriesgaba mucho, para empezar la cabeza. Afirmar que la sobrepelliz recordaba "la casulla de los secuaces de Satán", exigir que fuera quemada públicamente, significaba cuestionar el ceremonial religioso impuesto por el rey. Los tribunales eclesiásticos de Jacobo I cortaban la nariz y las orejas por mucho menos.
Will acababa de aterrizar en aquel laberinto, un universo en el que los profesores enarbolaban su ortodoxia como un instrumento de poder.
- Ahora, quitaos los calzones.
Pensó que no había comprendido bien, y la sorpresa hizo que no reaccionara.
- ¿No me habéis oído? Os he dicho que me dejéis ver el trasero -se impacientó Amis.
- ¿Por qué?
- Para enseñaros la humildad, señor, y para ver qué tipo de alumno sois. La piel de vuestro trasero, lisa o curtida por el bastón de vuestros antiguos maestros, me indicará, mejor que sus recomendaciones, el respeto que sentís hacia los profesores.
- Con el doctor Amis te ha tocado lo peor -comentó un sizar de tercer curso, que espiaba a Will mientras éste salía, turbado, al pasillo de la planta baja-. Un demonio que intentará despojarte del amor del Señor y de todos los consuelos… Sígueme. Te conduciré a la antecocina, donde el dispensero nos entregará la parte de pan que nos corresponde. Después te enseñaré a poner las mesas en el refectorio.
Will lo acompañó. Aquélla era la primera muestra de simpatía que recibía de un compañero desde hacía tiempo.
Atravesaron el patio. El aire lo vigorizó. Más que el viento primaveral, lo que hizo que le latiera la sangre en las venas fue la vista de sus sombras proyectadas en el césped. Los dos caminaban con el mismo paso, similar al de los demás. La toga de lana oscura que cubría el cuerpo de Will hasta los pies, la amplia capucha que le colgaba en la espalda y el gorro negro y redondo de los alumnos no diplomados lo habían convertido en un estudiante de Cambridge. Aquella repentina y fugaz sensación de pertenencia lo envolvió en una bocanada de alegría. La impresión duró poco, pero fue suficiente para embriagarlo.
El refectorio, con el largo techo, las ventanas ojivales, los contrafuertes y el campanil, parecía, desde el exterior, una pequeña iglesia. Esta semejanza inducía a los forasteros a confundirlo con la capilla. Poco importaba. Toda la vida del colegio giraba en torno a aquellos dos edificios.
Con paciencia, el sizar del último curso enseñó a Will cómo instalar, perpendicularmente a estrado que ocupaba el fondo de la sala, los tres largos caballetes y los nueve bancos, donde se colocarían el centenar de estudiantes. Le explicó la manera de disponer las bandejas de plata sobre la mesa principal, los aguamaniles y los saleros para los profesores y los nobles que se sentaban por encima de los alumnos.
- ¿Te ha pedido Amis que te quites los calzones? -le preguntó con pasión-. No se lo permitas. ¡Es un reprobó que se ha colocado la máscara del bien para desesperación de la humanidad!
A pesar de sus estímulos para que se confiara a él, Will no le reveló sus primeras impresiones. Lacónico como de costumbre, no hizo ningún comentario. Fue una buena idea: las paredes tenían oídos.
A los dos días de su encuentro, el 4 de mayo de 1604, la efigie de su nuevo amigo ardía en la plaza pública.
El fuego abrasó su toga, sus libros, su crucifijo y sus medallas. El registro efectuado por el doctor Amis había revelado que ocultaba, además, varios rosarios entre sus efectos personales. La pira devoró también una gran caja negra, que simbolizaba su ataúd.
Los estudiantes de primero no asistieron a aquel auto de fe organizado en la ciudad para los burgueses de Cambridge y los nobles de los colegios. Pero todos aseguraron que el muchacho había conseguido escapar y que volvía al seminario de Saint-Omer en Francia… ¡Un papista infiltrado en el Christ's para pervertir a sus condiscípulos!
«De todos los estudiantes antiguos, ¿el único que me ha mostrado simpatía era un traidor que pretendía convertirme?» De aquella primera experiencia en Cambridge, Will aprendió a ser desconfiado, lo que contribuyó en gran medida a su aislamiento.
En cuanto a Atkinson, la idea de que su sizar hubiera escogido a un agente del Papa para iniciarlo lo divirtió mucho. «Ese bendito Petty no durará mucho tiempo en el Christ's. Otro paso en falso y será quemado. Es el momento de decírselo», pensaba con su habitual sonrisa.
En aquel momento, Atkinson todavía ostentaba su sonrisa. Después, raramente recurría a ese movimiento de labios que tanto le favorecía.
Will recordaría los tres años pasados e Cambridge como si se tratara de tres vidas distintas. ¡Imposible reunir en una misma aventura experiencias tan contradictorias!
El primer periodo fue tan doloroso que le permitió expiar de golpe todos sus errores pasados. El rigor de los estudios, la pesadez de los oficios, los delirios del tutor y las pequeñas crueldades de Atkinson hicieron muy ardua la prueba. La mayor dificultad derivaba del descubrimiento de su angustia en medio de los más humildes, los hijos de los campesinos y los pastores. Sus semejantes. Todos habían crecido con la obsesión por el pecado, con el miedo al demonio, con el terror a Roma y con los múltiples odios que alentaban sus profesores. La mayoría de ellos estaban destinados a la Iglesia desde su infancia. Sabían que sólo el solideo y el cuello duro les proporcionarían una buena posición y seguridad. Sin embargo, por el momento, la precariedad de la condición de estudiantes universitarios los hacía ser crueles unos con otros y serviles con los maestros. El fanatismo religioso, una de las formas que asumía la emulación, revelaba en ocasiones una inteligencia tan escasa y unos conocimientos tan limitados que Will, en compañía de ellos, se sentía embargado por la duda. «Se parecen a Finch -pensaba-. Tienen las mismas certezas, la misma ignorancia y la misma brutalidad.»
No los despreciaba. El sentimiento de su diferencia era mucho más pernicioso que el desdén, que la antipatía, que la piedad misma. Esta impresión le impedía compartir nada con ellos.
El auténtico desafío consistió, pues, en llevar la misma existencia que ellos, sin pertenecer a su hermandad y sin pretender la protección de ninguna otra casta. Ni sizar, ni pensionado, ni fellow commoner. Una apuesta absurda, imposible de mantener, en un sistema educativo comunitario basado en el respeto a la jerarquía y en la capacidad de vivir en grupo. Los alumnos comían, rezaban, leían y dormían juntos. Incluso los exámenes, que consistían exclusivamente en una serie de debates orales, eran públicos. El ritmo de aquella vida en común no dejaba margen para que un muchacho solitario conquistara su libertad. Además, las relaciones individuales eran severamente reprimidas: estaba prohibido charlar en la mesa con el vecino, aunque fuese en latín. Durante las comidas, un sizar, de pie detrás del atril, leía los salmos en voz alta.
Will tuvo que recurrir a sus métodos de antaño, de la época de las escenas y los golpes de su padre: la evasión en los textos antiguos. Contra toda previsión, no experimentó ninguna dificultad para reconciliarse con los autores de los que había renegado durante su etapa de abatimiento en la escuela de Appleby. El vinculo amoroso se restableció instintivamente y de una manera aún más apasionada por haber estado interrumpido. Se sumergió en los relatos de Heródoto y de Tucídides, en los poemas de Homero y de Virgilio, en el estudio solitario de la Biblia y de las Sagradas Escrituras. Su empeño en el estudio pareció tener un resultado satisfactorio. Adquirió cierta independencia.
A excepción del señor Amis, que reconocía en su aislamiento el espíritu rebelde y orgulloso del Maligno, los profesores lo tenían por aplicado, disciplinado, sobrio y serio. Sus compañeros desconfiaban de él. Les parecía distante y competitivo. Y tenían razón. Will había comprendido el mensaje de Bainbridge: las horas pasadas en la biblioteca representaban la salvación. Eran el remedio contra la pobreza, la puerta abierta al mundo. No olvidaba lo que debía a su antiguo profesor. El afecto y la gratitud que profesaba a Bainbridge eran inmensos: lo empujaban a mostrarse digno de él, a no traicionar a la única persona a la que se sentía unido.
Éste fue su estado de ánimo durante el primer año.
- Señor Petty, Aristóteles afirma que el hombre que se complace en la soledad es un animal o un dios. ¿En qué categoría situaríais a un patán triste y taciturno como vos?
El muchacho que se dirigía a Will de esta manera se llamaba Robert d'Oyly. Tenía catorce años y un rostro de querubín. Pertenecía a la clase de nobiles. John Atkinson había conseguido atraérselo. Honraba a Atkinson esa necesidad de elevarse frecuentando sólo a los compañeros superiores por el linaje y la riqueza. Superaba, sin embargo, a su noble amigo en dos aspectos: la inteligencia y la edad. Era cuatro años mayor que él.
Hijo menor de Lord Edmund d'Oyly, que enviaba a todos sus vástagos al Christ's, el joven Robert acompañaba a Cambridge a su hermano mayor, Lord Charles d'Oyly. Del prestigio y la munificencia de los grandes aristócratas dependía el futuro colegio: por lo tanto, se los aceptaba cualesquiera que fuesen sus aptitudes y su madurez. Lo más importante era que conservaran un buen recuerdo de su paso por el colegio. Para los hermanos D'Oyly, el decano había escogido un director de estudios que los hacía felices. En aquel año de 1605, el preceptor en cuestión era el doctor William Power. Jefe del partido anglicano, el doctor Power se oponía punto por punto, y en todos los aspectos doctrinales, al doctor Amis. Interesado por la pompa del ceremonial religioso, no desdeñaba las liturgias cantadas. Compartía con sus pupilos de alto rango el gusto por el fasto, al que la educación recibida los había habituado. A aquellos jóvenes, futuros generales, el doctor Power no les prohibía los ejercicios físicos. No condenaba ni la natación, ni el juego de pelota, ni los bolos, a condición de que sus alumnos no disfrutaran de los placeres del cuerpo fuera de su estricta vigilancia. No mostraba aversión por las cartas y los dados, ni antipatía por en vino tinto, siempre que el juego y la botella corrieran a cargo de su grey. El doctor Power no tenía preferencias por los lugares en los que dispensar su saber ni prejuicios en cuanto a la erudición de su auditorio: en ningún sitio era más brillante que en la taberna o, quizá, en un burdel.
Esto fue lo que descubrió Will al comienzo del segundo curso: ¡inconcebible revelación! En los patios del Christ's, la vida tenía dos caras: por una parte, el ayuno, los Salmos y la observancia del descanso dominical; por otra, la francachela, las chicas, la cerveza y las cartas.
¿Cómo conciliar serenamente las dos experiencias? ¿Cómo combinar estas vivencias opuestas en la vida cotidiana y en el ámbito espiritual? En el otoño de 1605, la perplejidad de Will se condensaba en estos dos interrogantes.
El día de su llegada, había entrevisto los centenares de letreros que se balanceaban en el fondo de las callejuelas, rótulos de pasteleros, libreros de lance, posadas, garitos, teatros y mancebías que llegaban hasta los muros del recinto. Sin embargo, lo había impresionado tanto la solemnidad del colegio, la capilla, el aula magna y la biblioteca, que había borrado de su memoria la primera impresión de la ciudad.
Después, con la cabeza inclinada sobre los libros, no había sospechado que la vida en Cambridge obedecía a otras leyes, tan reales y palpables como las reglas expuestas por Amis. Y que, junto a los blancos corredores y las escaleras negras, existía un dédalo de otra naturaleza.
En septiembre lo comprendió.
Estaba resumiendo un texto en un escaño de la biblioteca cuando oyó un estrépito de voces en St. Andrews Street. Eran voces de mujeres. Dejó la pluma, levantó la cabeza y escuchó. Se increpaban a pocos pasos de él, detrás del muro del recinto; gritaban, reían y cantaban en la noche. Parecían ebrias. Acuciado por un violento deseo de verlas, se subió al banco. Pero las ventanas no daban a la calle: se abrían al patio. El viento apagó la llama. Enfiló rápidamente el estrecho pasillo que dividía la biblioteca por la mitad, tropezó con los atriles y mapamundis, atravesó el vestíbulo y sacudió la puerta al pie de la escalera. Como todas las tardes a las ocho, los vigilantes le habían echado el cerrojo. De la ciudad subía un rumor de muchedumbre alborozada, que planeaba sobre los grandes árboles, se aferraba a las chimeneas de los tejados y a las torres blancas de las capillas, e invadía el cielo del Christ's.
¡Y con razón!
Cambridge no era sólo una ciudad universitaria. Todos los años, al comienzo del otoño, el burgo se convertía en el mercado más importante de la Inglaterra central: varios miles de comerciantes convergían hacia el real de la feria.
Entre el día de San Bartolomé, el 24 de agosto, y el de San Miguel, el 29 de septiembre, las abarrotadas posadas vertían el exceso de clientes sobre los adoquines de las callejuelas. Vendedores, compradores, saltimbanquis y prostitutas, de pie, con una jarra en la mano, hacían sus tratos. La cerveza espumeaba en los vasos, el clarete corría a mares, y la noche giraba en una bacanal.
Desde sus orígenes, la riqueza y la animación del célebre mercado desencadenaban un conflicto entre los burgueses y los profesores, dos grupos que pretendían el control de la feria. Sin embargo, aunque la Town y la Gown, la Ciudad y la Toga, se disputaban las prerrogativas de un poder económico y moral, sus incesantes luchas sobrepasaban con creces la temporada de los intercambios comerciales.
Finalmente, después de innumerables batallas, las dos facciones habían encontrado un modus vivendi.
La ciudad y sus ediles dirigían con gran pompa la ceremonia de apertura de la feria en los años pares. El privilegio tornaba a la universidad en los años impares. Esta división de los honores se extendía al reparto de las riquezas. Así, un nobilis como Lord Charles d'Oyly -el hermano mayor de Robert, el nuevo amigo de Atkinson- donaba al Christ's una esplendida copa cincelada, pieza de orfebrería de plata maciza. También soltaba una jauría de galgos, en terreno municipal, para deleite del pueblo; y su primo, Henry d'Oyly, poseía un oso que luchaba todos los jueves contra los perros de los hijos de los notables. Estos espectáculos proporcionaban a los organizadores hasta ciento cincuenta libras por representación. Por no hablar de los beneficios a los apostantes. ¡Un mana!
La ciudad y los colegios fingían condenar estos juegos que endeudaban a unos, enriquecían a otros y terminaban indefectiblemente en riñas. A intervalos regulares, el reglamento de la universidad reiteraba la prohibición absoluta, para todos los alumnos sin excepción, de poseer perros, caballos, toros, osos o gallos; de frecuentar los anfiteatros y los garitos; de llevar el cabello largo, y lucir cintas, puños de encaje y zapatos con lazos. Los burgueses, por su parte, se lamentaban a voz en grito de los vicios de la juventud dorada que descarriaban a sus hijos. Sin embargo, las autoridades se guardaban de intervenir. Town y Gown cerraban los ojos si los promotores de los disturbios dispensaban su munificencia con equidad entre las partes. A este precio, la impunidad de los nobles se extendía hasta sus protegidos…
Hasta Atkinson, en concreto. Era un gentilhombre, pero no se lo consideraba un aristócrata. No gozaba de ninguna prerrogativa particular, aparte de los servicios de su sizar. No estaba autorizado a presentarse en las salas de juego de pelota, dos edificios que recibían el nombre de "tenis" y de los que sólo los nobiles poseían la llave. No obstante, esta prohibición no le impedía disputar todos los días un partido. La amistad del pequeño Lord Robert d'Oyly le procuraba este placer, entre otros muchos.
Will recogía las pelotas de mala gana. No había nada que detestara tanto como aquellos momentos en compañía de los dos muchachos.
- ¿Un animal o un dios? -repitió el joven Lord, devolviendo con la raqueta el proyectil blanco, que fue a estrellarse contra la pared, revocada toda ella de negro para que la pelota resultara visible-. ¿En qué categoría aristotélica situaríais a un patán de vuestra especie, señor Petty?
- Los patanes, señor mío, lanzan su mierda a la cara de los que los están husmeando. Esto es, al menos, lo que dice Aristóteles.
- ¿Dice eso Aristóteles?
- En cuanto a los dioses, se la dan a comer a los mortales que los joroban. ¿En qué categoría deseáis que me sitúe?
- Es un animal orgullosamente quisquilloso -lo excusó Atkinson con voz de falsete.
- Creo, señor Petty, que os colocaría en una tercera categoría, la de los que se pudren en la jaula de los ajusticiados, en el cruce de camino entre Cambridge y Caxton.
- No vale la pena, milord -intervino Atkinson, conciliador-. Will teje él solo la cuerda que lo ahorcará.
El tono era característico de Atkinson. Fingía sosiego para provocar una trifulca. No participaba en ello, sino que dejaba a un tercero la tarea de enfrentarse al adversario. Un año de vida en común le había inspirado miedo a Will, miedo de su desdén y de sus burlas, así que intentaba quitárselo de encima. Pero no se atrevía a pedir ayuda al joven d'Oyly para hacer que lo expulsaran. En cuanto a recurrir al arbitraje de Amis, significaba asumir un riesgo excesivo. En este sentido, Will y Atkinson estaban de acuerdo. Las reacciones del tutor eran impredecibles porque respondían a una sola lógica: la ausencia total de lógica. Atkinson atacaba, pues, a su sizar a golpe de florete; pero, aunque perdía la pelota y se dejaba ganar por Lord Robert, raramente fallaba con Will. Éste se zafaba habitualmente con una réplica aún más ofensiva o con una pirueta. Sin embargo, la llegada de Robert d'Oyly al juego de Atkinson lo ponía en un serio peligro. Atreverse a replicar constituía una falta grave. La vulgaridad de la respuesta era un crimen que podía causarle el castigo con el que Lord Robert lo había amenazado: la jaula de los ajusticiados en el cruce de caminos.
- ¡Tengo un gran deseo de hacerlo azotar!
- ¿Todavía? ¡Pobre Will! Quitarse de nuevo los calzones, a su edad, ante Amis… Observad que está tan confuso que, si pudiera escoger, no sé qué preferiría: enseñarnos las nalgas o compartir con nosotros un trago de clarete en buena camaradería.
- ¡Sois generoso, Atkinson! ¿Vino a nuestro sizar? ¡Es como echar margaritas a los cerdos!
A pesar de sus catorce años, Lord Robert bebía mucho. Su rango le confería ese privilegio. Se emborrachaba en la mesa principal y en las posadas. Atkinson no le iba a la zaga, aunque nunca volvía ebrio a casa del doctor Amis. La compañía del joven Lord, junto al cual fingía representar el papel de escolta, le evitaba la reprimenda de los vigilantes. Pero si conseguía sorprender a Will con el cubilete en la mano, ya no tendría necesidad de explayarse con sus quejas personales para hacer que lo echaran. Una vez, sólo una, era suficiente. La expulsión sería inmediata. Despedido de su servicio y expulsado de Cambridge. Sí, que Will los acompañase a la ciudad, al menos una vez. Que aferrase, al menos una vez, la raqueta. ¡Que cediese, al menos una vez, a cualquier placer!
Por eso, Atkinson lo provocaba a través del joven d'Oyly, que repetía lo que aquél quería que dijera. Se mofaban de sus pretensiones intelectuales, de su seriedad y de su soledad. Fingían creer que Will, con aquella ostentosa sobriedad, intentaba impartirles una lección de moral y los empujaba al vicio.
- ¡El pecado no existiría sin muchachos como vos, señor Petty! -recitó Lord Robert-. Es culpa vuestra que ahoguemos la melancolía en la botella: bebemos para olvidarnos y para apartarnos del mortal tedio que despedís… ¿Es cierto lo que me ha dicho el señor Atkinson? ¿Que si probarais una gota de alcohol no podríais pasar sin él? ¿Que lo lleváis en la sangre como vuestros semejantes? Sostiene que vuestra templanza se debe al miedo. ¿Es cierto, señor Petty, que tenéis miedo? ¿Retrocedéis ante vuestras debilidades o teméis ser sorprendido por los vigilantes? ¿Por qué rechazáis participar en las competiciones de natación en el Cam y en los partidos de fútbol en los Backs? ¿Porque una antigua desobediencia os costó tan cara que todavía seguís temblando? Sabed, señor Petty, que el miedo es el defecto de los cobardes…
«¿Esperan que me pierda respondiendo? Negarles ese placer -pensaba Will apretando los dientes-. Aprender a callarse. "Cuanto más cerca de la ira está nuestra impasibilidad, mayor es nuestra fuerza."» A pesar de las frases que se repetía firmemente, las provocaciones de aquel joven imbécil no lo dejaban indiferente. Por suerte, encontraba compensaciones en otra parte.
La belleza de su voz cuando leía sus imitaciones de Ovidio le procuraba cierto éxito entre sus compañeros. Los estudiantes, los profesores, todo Cambridge componía versos. Incluso los decanos escribían interminables odas en la lengua de los antiguos, elegías, baladas, sonetos a la gloria de Dios y del rey, que circulaban oficiosamente de un colegio a otro: un frenesí que todos se tomaban muy en serio. Se podían contar con los dedos de una mano los que escribían con talento. Will había descubierto, sin embargo, que varios sizars del Christ's lo igualaban, cuando no lo superaban, en este campo. En particular, un tal Joseph Mead y dos hermanos, llamados James y Francis Quarles. Las conversaciones con esos pocos amigos le procuraban un placer intelectual que lo alejaba de la huida de la realidad de los primeros tiempos. Admiraba su erudición, respetaba la sinceridad de su fe. Desde luego, las difíciles relaciones con el doctor Amis y el tirante trato que mantenía con d'Oyly eran motivo de tensión. Sin embargo, había empezado a relajarse y a expresar sus sentimientos. Podía mostrarse simpático. Los alumnos que frecuentaba apreciaban su compañía demasiado rara. Sus profesores reconocían sus aptitudes. Comenzaba a encontrar su sitio y a hacerse popular.
Atkinson veía en este anuncio de bienestar los primeros signos de rendición. Según él, era cuestión de días o de horas que Will cediera a la llamada de las sirenas.
En aquellos últimos días de septiembre de 1606, las voces de las mujeres y las risas de las prostitutas que celebraban la apertura de la feria ya no lo sorprendieron en la biblioteca: desde principios del mes de agosto las escuchaba con la oreja pegada al muro del recinto, entre las colmenas donde zumbaban las abejas y la ropa que se secaba al fondo del jardín, aguardando sus canciones nocturnas.
Los restantes alumnos habían regresado a casa de sus padres, hacendados o campesinos, para ayudarlos en la cosecha mientras que él había pasado el verano trabajando en el colegio. La ausencia de Atkinson y de d'Oyly le había permitido relacionarse con los sirvientes exteriores del Christ's. Afanándose en la leñera, en la bodega y en la huerta, había tenido la oportunidad de apropiarse de los mil secretos del servicio doméstico. Sabía en particular dónde se ocultaban las cuerdas y las escaleras.
Sin embargo, aquella tarde, Atkinson regresaba al apartamento de Amis… Compartirían nuevamente la habitación, la mesa y alguna vez incluso la cama. Otro año así… La proximidad intensificaba la urgencia de la huida. Aquel día podía vivir su primera y última noche de libertad. ¿Por qué no se había aprovechado antes? Aquella noche o nunca.
Como en la época en que había robado los caballos de Soulby para dirigirse al muro de Adriano, la decisión de Will fue tan repentina como definitiva.
Se quitó la toga, la enrolló, la ocultó en un macizo y saltó el muro.
Al término de un recorrido sin ningún desmerecimiento y de diez trimestres consecutivos en Cambridge, se perdía sin experimentar remordimientos. Había escogido el momento más arriesgado para su primera locura. Debía pasar el examen de Bachiller de Letras a finales de marzo. ¡Un suicidio!
El asunto merecía la pena.
No necesitó ir muy lejos. Como había atravesado la ciudad algunos domingos con el doctor Amis, el trayecto le resultaba familiar. La posada La Enseña de la Biblia se encontraba en Cury, a pocos pasos del Christ's. Siempre estaba cerrada cuando pasaba delante del zaguán en el día del Señor. Pero siempre había una sirvienta en el umbral. La había visto sentada delante de la taberna, con la espalda apoyada en el marco, los pies desnudos en los zuecos, las piernas separadas bajo la falda e inclinada sobre las legumbres que desgranaba o pelaba, según la estación. Durante el descanso dominical, preparar la comida era la única ocupación licita, y la actividad de la sirvienta no resultaba escandalosa. Pero ¡pobre de ella si se atrevía a levantar los ojos hacia los estudiantes de Amis! Sin embargo, los miraba con insistencia y los examinaba entre las mechas de sus cabellos rojizos que le caían sobre el rostro. Uno por uno. Su mirada se había detenido varias veces en el mismo muchacho, un sizar más alto que los demás, taciturno, serio, que parecía ahogarse en la toga, demasiado estrecha. Will se había sentido observado, y había respondido a las miradas con imperceptibles señales de saludo, tratando de vislumbrar, bajo el pañuelo, el contorno de los altos senos que en verano se cubrían de pecas y de sudor.
A las voces femeninas que cantaban detrás del muro había asociado la imagen de los senos, de los muslos y de los brazos rosados y regordetes de la muchacha.
La noche de su primera escapada no tenía una idea muy precisa de lo que iba a hacer en La Enseña de la Biblia.
Atravesó la sala atestada sin sentarse, buscando un rostro en la cortina de humo que subía de las pipas y de las pésimas velas. Divisó una puerta abierta al fondo de la sala que daba a un patio. La muchacha estaba fuera, bajo el árbol, sirviendo cerveza en las mesas de los clientes. Era alta y robusta, con el cabello pelirrojo y los pechos firmes, tal como la recordaba. No experimentó ningún atisbo de timidez cuando lo miró. Fue derecho hacia ella. La mujer dejó en la mesa las jarras de cerveza, fingiendo que no lo veía. Pero, por encima del hombro, como si lo conociera de muy antiguo y su llegada respondiera a algo convenido, le soltó: «Espérame allí abajo.»
Con la barbilla señaló las cuadras.
La esperó en el pasillo central, entre los boxes de los caballos. La sangre le latía en las venas… ¿Iría de verdad? Esta perspectiva lo excitaba y lo hacía palpitar de impaciencia. ¿Era a él a quien se había dirigido? La eventualidad de que se hubiese equivocado lo espantó de tal manera que se quedó sin respiración. Durante un instante, tuvo que apoyarse en la pared de paja…
En su rostro, grave y tenso, nada revelaba la naturaleza de su fiebre. Recobraba el hilo del sueño que otras veces lo había atraído hacia las figuras femeninas, hacia las amigas de sus hermanas durante las cosechas, hacia la pequeña Mary y las primas Buffield. Aquellos impulsos procedían del horror de la Semana Maldita, la destrucción de Soulby y la vergüenza del Taburete del Arrepentimiento.
Después, cualquier deseo había muerto.
La puerta de la cuadra se abrió. Ella se acercó, empapada en sudor, como la había visto la primera vez. «Pensaba que vendrías a buscarme antes», dijo, pegándose a él. Rio porque percibía cuánto la deseaba. Rodaron en la paja. La muchacha seguía riendo: «Aquí no hay cama, ¿me perdonas?» Will pensó que seguramente lo estaría tomando por un estudiante rico, e intentó confesarle que no tenía dinero. Ella pegó la boca a la de él y su lengua ya le resultaba familiar. Olvidó lo que quería decirle y cedió al encanto de las enérgicas manos que lo estaban desnudando.
Una vez que hubieron retozado satisfactoriamente, ella se levantó, se arregló la falda y se quitó el polvo al tiempo que decía burlonamente:
- Así, ¿no era la primera vez para ti?
- Ni la tuya -contestó elusivamente él, con una sonrisa.
- ¿Cuántas mujeres has tenido?
- ¿Cómo te llamas?
- Jenny.
- Ven, acércate.
- Debo volver a las mesas -se lamentó.
Sin escucharla, la sujetó por la muñeca y la atrajo hacia sí. Ella se dejó caer en el heno, riendo todavía.
- ¡Te gusta esto! ¡Dilo!
Él le tapó la boca con un beso y luego ocultó el rostro entre sus esplendidos senos, firmes y rosados.
Cuando estuvieron nuevamente satisfechos, ella lo miró a los ojos.
- Contigo es, como quien dice, o todo o nada -murmuró, jadeante y agitada-. Nunca lo hubiera creído… Cochinillo mío, ¡lo haces muy bien! ¿Cuántos años tienes?
- Diecinueve.
- ¡Pareces más joven! Entonces, tienes experiencia…
Una vez más, Will prefirió eludir la pregunta.
- ¿Y tú, cuántos años tienes?
Ella se levantó de golpe y volvió a sacudirse el polvo.
- No se hace esa pregunta a una dama… Bueno, tengo que irme… Espérame aquí y no desaparezcas… Termino a eso de las dos.
Cuando se quedó solo, tardó algún tiempo en recuperarse. Tendido en la paja, respiraba el olor del sudor, de la cerveza y del heno que tenía pegado a la piel. El olor de la vida.
La prudencia le aconsejaba regresar al Christ's. La escalera que había escondido en la calle podía ser descubierta por los guardias que patrullaban por los alrededores los días de mercado con acrecentado celo. Pensó en Atkinson y en Amis, que dormían en el apartamento de la planta baja. Cerró los ojos.
«Una vez más, sólo un instante con Jenny. Después… habrá terminado para siempre.»
Sus decisiones eran siempre drásticas.
¿Después?… Iba a saltar el muro todas las noches.
Por el momento, con los ojos medio cerrados, permanecía tumbado en el heno, contando las diez campanadas que sonaban en St. Mary.
«¿Volverá dentro de… cuatro horas? Hasta entonces… En todo caso, si ese puerco de Atkinson va a denunciarme mañana, más vale aprovechar.»
Siguiendo el Cam, que bordeaba la superficie de la feria, Will se quedó boquiabierto con sus descubrimientos. Había visto muchos mercados, pero aquél no se parecía a ningún otro, ni a la feria de Kirkby Stephen ni a la de Appleby. Las gabarras, las barcazas y los mil pequeños mástiles de una flotilla amarrada a los muelles del río danzaban bajo las estrellas. Los comerciantes llegaban a los muelles del río del mundo para vender sus mercancías. Naturalmente, mercaderes ingleses de trigo, cebada y ganado, pero también mercaderes aventureros que comerciaban en países lejanos y después vendían en Sturbridge Fair las especias que habían adquirido a los caravaneros de Oriente, y en los bazares de Bagdad, Bursa y Esmirna.
En los largos pontones que corrían perpendicularmente a la orilla, delante de la proa de los veleros estibados hasta el centro del río, la tripulación había descargado sacos panzudos, cajas y barriles recubiertos de toldos. Sentados, jugando a los dados, los marineros montaban guardia al pie de aquellas informes mercancías que despedían extraños olores, perfumes dulzones, mareantes y empalagosos, que Will no había sentido nunca. Se acercó arrugando la nariz. Un bosque de carteles, fijados entre aquellas altas montañas, o entre misteriosos montoncitos, surgían ante él: "Nuez de agalla", "Cera", "Escamonea", "Ruibarbo", "Opio", "Aloe", "Atutía", "Gálbano", "Goma arábiga", "Goma adragante", "Incienso", "Cúrcuma"… Permaneció allí, aturdido, repitiendo mentalmente aquellos nombres, respirándolos intensamente, embriagándose con aquel exotismo que suscitaba en él ecos familiares, los relatos de Heródoto, las conquistas de Alejandro, Persia, Grecia, Anatolia, un sueño de sangre, amor y Oriente. Un grupo de jugadores, al observar que aquella alta figura intentaba alzar las telas para descubrir a qué se parecía su mercancía, hizo retroceder al intruso a culatazos desde el pontón hasta la orilla.
Lejos de los barcos, el aire olía a salchicha, a grasa, a cerveza y a estiércol, sobre todo a estiércol. Vacas, cerdos, mulas y caballos pacían por todas partes en recintos custodiados por sus propietarios. Susurró los comerciantes de telas habían llevado ocho mil caballos de tiro, que habían arrastrado carros llenos de balas de algodón y de rollos de lana. Los dejaban en el exterior, en los márgenes del área destinada al comercio.
El ferial recordaba una ciudad. En el fango y en la hierba pisoteada, las arterias bordeadas de tiendas y barracas se cortaban en ángulo recto. Las antorchas, fijadas a postes, ardían cada diez metros y formaban largas líneas de fuego que corrían hasta perderse de vista. A aquella hora tardía, los redcoats -la policía de la feria que vestía calzas rojas- habían ordenado el cierre. Sin embargo, en las casetas donde se alojaban los forasteros seguían haciéndose negocios ávidamente. En sus minúsculos refugios atiborrados de sacos y mercancías en depósito, sombras sentadas en círculo en torno a un barril de cerveza discutían, se peleaban o clavaban tablas para hacer catres. Cada oficio tenía su calle, a veces más de una: fabricantes de velas, carboneros, caldereros… La calle de los libreros era la más corta y onerosa; la de los chatarreros, la más larga y asequible. Los vendedores de especias que comerciaban con Oriente acababan de abastecerse allí de acero, cobre, estaño y plomo. Los desechos de las iglesias católicas, que se vendían en piezas separadas en Sturbridge Fair, las campanas rotas y las estatuas pulverizadas, servían para fabricar la aleación que los ingleses vendían a los ejércitos turcos del Imperio Otomano: el bronce con el que el Gran Señor fabricaría sus cañones.
Delante de las casetas donde se apilaban las ostras, el bacalao y los arenques ahumados, muchedumbres compactas hacían cola, se dispersaban y luego se volvían a agrupar bajo las amplias lonas que hacían las veces de tabernas. Allí, entre largos caballetes, barriles y bebedores, deambulaban los comefuegos, los domadores y las bailarinas de danza del vientre compradas a los turcos.
Will se introdujo en la tienda. Todavía prudente, aquella primera vez no se comportó como lo haría más tarde: no se jugó la jarra de cerveza a las cartas, no se excitó delante de una "zorra", no blasfemó como si hubiera crecido en los garitos, no hizo trampas ni se peleó con los que buscaban camorra. Sin embargo, lo que hizo se revelaría infinitamente más peligroso para su futuro: escuchó. Y lo que oyó lo enardeció hasta tal punto que cambió definitivamente la percepción que tenía de Cambridge y sus refinamientos.
- … Cuando un turco quiere honrar a un visitante -contaba un mercader grueso y barbudo a sus compañeros de borrachera-, le ofrece tres cosas…
El tono auguraba tal disfrute que Will no pudo resistir la tentación de sentarse a la mesa.
- Primero, pide que le lleven una taza de cahué, un filtro de amor negro e hirviente, servido con un poco de cardamomo en una porcelana finísima y muy fresca al contacto con los labios. Esta bebida tiene virtudes milagrosas. Facilita la digestión, impide que los humores del estómago suban a la cabeza y los mantiene despiertos toda la noche para satisfacer a las mujeres… A continuación, el turco ofrece el sorbete, un segundo brebaje hecho de azúcar, zumo de limón, almizcle, ámbar gris y agua de rosas. Y por fin… ¡por fin el perfumador! Ah, el perfumador…
Aquellas palabras habrían bastado, sin duda, para excitar la imaginación de Will. Pero el júbilo del mercader suscitó en el joven algunas ideas de las que Jenny sacaría provecho pronto.
- Una joven esclava circasiana os pone en la cabeza una servilleta de seda tibia. Otra lleva un gran incensario que os coloca bajo la barba. La primera retiene el vapor con la servilleta. ¿Qué hace la segunda?… Ah, hijos míos, lo que hace la otra os conduce directamente al paraíso.
Envuelto en aquella nube de fantasías perfumada con especias, el sizar del Christ's corrió a reunirse con la sirvienta de La Enseña de la Biblia. Ella lo esperaba, adormilada en el heno. El despertar de la bella durmiente no defraudó sus esperanzas. Sus primeros abrazos se habían producido apenas unas horas antes; pero la picardía de los juegos del amanecer ya no se parecía a los nerviosos jugueteos de la noche. Jenny había desflorado a un muchacho tenso serio y voraz. Encontró un amante entusiasta, lleno de curiosidad y dispuesto a experimentarlo todo.
Por suerte, Amis y Atkinson también habían dormido fuera. El primero estaba presentando sus respetos a sus protectores de Londres antes de iniciar el sexto año de permanencia continua en el Christ's. El segundo, en vísperas de la reapertura del curso escolar, pasaba la noche en los apartamentos de su mentor d'Oyly. El joven Robert se iba a alojar en adelante, junto con su hermano mayor, en el Brazen George, el lujoso anexo del Christ's fuera del recinto. El azar había deparado que el factótum que dirigía allí la vida de los estudiantes en lugar del tutor, vigilando sus horarios y su moralidad, se llamara Troylus Atkinson. Este pariente pobre de John se guardaría de impedir la presencia del muchacho en casa de señores del rango de los poderosos hermanos d'Oyly.
Will conocía las reglas del juego tan bien como el anciano Troylus: él también había sabido procurarse ciertos apoyos.
Debía su salvación al cielo, que había tenido la clemencia de colocar su jergón bajo una ventana de la planta baja. También, a una red de complicidades tan firmes que habrían hecho sonreír a Atkinson si hubiese tenido conocimiento de ellas. Fueron, sin embargo, los ayudantes de los jardineros, el portero y la señora Nellie, la costurera, quienes le facilitaron los medios para su libertad. La anciana Nellie, escogida por el ecónomo lo más pérfida y contrahecha posible para desalentar cualquier veleidad de seducción entre los alumnos, adoraba a aquel muchacho que la ayudaba a llevar los cestos. No la vejaba con ninguna crueldad y no manifestaba la menor repulsión por sus verrugas. Un edicto real imponía que la servidumbre del sexo débil tuviera una edad mínima de cincuenta años: la costurera satisfacía todos los criterios de vejez, fealdad y maldad. Podía, sin riesgo para su trabajo, hacer que su favorito estuviera inmediatamente presentable. Le limpiaba la toga manchada, y remendaba el único calzón, hecho jirones durante las riñas… De la utilidad de los anónimos, de los hombres oscuros y de las mujeres insignificantes: una lección de estética que recordaría. Por el momento, su preocupación más acuciante seguía siendo la falta de dinero.
Sin embargo, en Cambridge circulaba el dinero. Un penique parecía tan fácil de robar… como de perder. En lugares públicos y en casas privadas, en la universidad, en la ciudad y la feria, en los burdeles y en los garitos; a las cartas, a los dados, a las damas, al ajedrez, al chaquete, a los bolos y a la pelota, por no hablar de los mil pequeños juegos de azar en todas las esquinas de las calles, por todas partes se tentaba a la fortuna: los jugadores apostaban por su propia victoria y el público por los jugadores. Para quien sabia arreglárselas, aquellas costumbres ofrecían sorprendentes oportunidades.
Rápido y astuto, Will Petty no había nacido en las tierras fronterizas y vivido quince años bajo la amenaza de los Reivers en vano: conservaba algunos rasgos de sus orígenes. El atavismo regresaba al galope, sobre todo las astucias, la afición por el riesgo y la práctica del secreto. Por añadidura, parecía dotado de cierto sentido de los negocios.
Con el juego venía el contrabando. En el fondo de avenidas con mala reputación, en la periferia del mercado, reinaba un tráfico de pelotas de tenis, bolos y bolas imantadas. Los estafadores acudían a abastecerse allí de dados trucados: los gords, vaciados por un lado, y los fullans, llenos de plomo. Sturbridge Fair, o la feria del engaño: un comercio floreciente que podía proporcionar enormes beneficios.
En el mes de septiembre de 1606, hizo su aparición en la entrada de las tabernas un manual del vicio, caligrafiado en bella escritura: «¡Jóvenes que tentáis al diablo, tened cuidado!» El opúsculo, escrito por Will, constituyó la fuente de sus primeros ingresos. Allí brindaba, con la bendición de los estafadores, el inventario de los productos ofrecidos y de los servicios prestados: un amplio programa publicitario que, con la excusa de proteger a los inocentes, los invitaba a perderse en los garitos. Vendió su catalogo a un precio elevado a los palomos que hacían la cola para dejarse desplumar: «Vigilad, ingenuos muchachos de los colegios; vigilad las cartas manchadas de grasa; las cartas con un pico recientemente doblado o rayadas con una uña; los suspiros de las chicas, los estornudos, las mil señales que se intercambian con una simple mirada… Tened cuidado sobre todo con las falsas disputas entre auténticos cómplices.» Independientemente de la ironía que rezumaban sus sabios consejos, Will insistía en el único aspecto que le preocupaba: la necesidad para los cheaters y los fingerers, para los tramposos y los chanchulleros, de actuar en comandita. Ahora bien, él no formaba parte de ninguna red en el hampa y trabajaba en solitario.
En aquel frente, Jenny velaba por él. Hábil pedagoga y compañera competente, destacaba en su papel de intermediaria: hacía diez años que servía cerveza en La Enseña de la Biblia, y conocía todos los trucos y a todos los que movían los hilos.
Una compañera ideal, de no ser por los celos…
- ¿De dónde sales? ¿No te basta conmigo?
- Eres la mejor de todas, Jenny, tan deliciosa que…
- ¡Que te abalanzas sobre todo Cambridge!
- ¡Que me has enseñado el placer del amor!
- ¡Canalla!
- ¡Maravilla!
Como marco para sus encuentros amorosos, se contentaban con las cuadras. Pero los placeres más costosos les ocasionaban algunas dificultades financieras.
Al principio, la fortuna había sonreído a Will.
En la época en que todavía no sabía jugar a las cartas, una serie de ganancias inesperadas le habían permitido regalar cintas a Jenny y compartir con ella buenos tragos de clarete. Sin embargo, las necesidades de la vida lo obligaban habitualmente a recurrir a medios menos inocentes. Algunas noches, durante las riñas que coronaban sus victorias, escapaba de la persecución de sus víctimas sólo in extremis.
En caso de necesidad, no dudaba en desenvainar rápidamente el cuchillo y, si era menester, en utilizarlo.
No obstante, nada en su comportamiento hacía imaginar la magnitud del cambio. Pálido, desgarbado y siempre vestido de negro, conservaba el aspecto de los estudiantes serios. De día dormía la borrachera, inclinado sobre los libros como siempre se lo había visto hacer. Por la noche, incluso completamente ebrio, no gritaba demasiado. Si se ponía alegre, hablaba poco y se limitaba a gastar bromas. Su silencio no engañaba al tabernero ni a los encargados de las casas de juego: a aquel muchacho le gustaba empinar el codo y la juerga. Pasaba de la biblioteca a los brazos de las cortesanas sin solución de continuidad. Y aunque no engañaba a sus acompañantes, era temido. Su distanciamiento, que se manifestaba con un imperceptible aire burlón en todas las circunstancias de la vida, particularmente en el exceso de los vicios, le confería cierta autoridad entre sus compañeros. Las borracheras en grupo, las alianzas entre bandas y las trifulcas le interesaban moderadamente. No buscaba las amistades masculinas, sino más bien la compañía de las mujeres, sirvientas o rameras. Ah, por lo que respecta a las prostitutas, sabía observarlas, escucharlas y hacerlas reír. El interés era reciproco. Restituía rápidamente, sin efusiones sentimentales pero con ímpetu, la simpatía de las que lo cortejaban. Eran muchas, lo que desataba la furia de Jenny. Las frecuentaba a todas y prodigaba sus favores sin discriminación de estatura, peso o edad.
La pasión de Will por las prostitutas y la constante amistad que profesaba a las elegidas por su cuerpo se harían pronto proverbiales en los bajos fondos de Cambridge. En aquellos tardíos momentos de indisciplina, recuperaba años del desierto afectivo: de sus amores con Jenny, pero también con Molly, Daisy, Lizzie o Lucy, nacería la infinita ternura de Will Petty con las mujeres. En pocas palabras, cierta forma de ternura… para cierto tipo de mujer.
- ¡Ah, no, querida, esto no! -bromeó, apartando la mano de Jenny, que lo acariciaba.
Tendidos en el heno después de hacer el amor, los dos filosofaban.
- Todo menos eso. La bolsa de los mendigos es sagrada.
Ella rió.
- ¿Predicas para tu parroquia?
- Y para la tuya.
- Fruslerías. Es menos peligroso desplumar a los mendigos que a tus pequeños camaradas. ¡Unos puñeteros, los estudiantes! Chillan como ratas cuando deben escupir dinero…
En este punto no estaban de acuerdo. Ella tenía como único principio atacar a los hijos más modestos del pueblo humilde. Éstos liquidaban sus cuentas en privado, sin llamar a los redcoats. Temían a la milicia más que una pérdida en el juego. Will defendía la teoría contraria. Hacía trampas, ganaba, pero solamente a expensas de los ricos. Si hacía fullerías con los dados y las apuestas, no despojaba a los aprendices ni a los artesanos, y mucho menos a los más pobres. La caridad, la solidaridad y el honor no formaban parte de ese olvido respecto a la plebe. Sólo un deseo de eficacia. «Si haces trampas, hazlo a lo grande.» Ese lema resumía su conducta. Destacaba desplumando a los aristócratas. Desplumaba sin contemplaciones a los fellow commoners con puños de terciopelo que acudían a encanallarse. Era un deporte del que había hecho su especialidad en los anfiteatros.
7. Los anfiteatros de Cambridge, 1607
Allí no valían privilegios. La multitud de campesinos, burgueses, mozos de carnicería y estudiantes aristócratas enfilaba la galería de madera que rodeaba el anfiteatro a cielo abierto, buscando sitio en el banco circular. El espectáculo prometía ser largo. La mayoría lo contemplaría de pie. Tres toros y tres osos iban a luchar contra los perros de tres amos. Seis asaltos en perspectiva. Para entretener la espera del inicio de los juegos, un oso pardo gesticulaba en la pista. Estaba ciego. Le habían roto los dientes a mazazos y los niños podían pellizcarlo sin peligro. Un prologo. Poco después, el animal sería conducido de nuevo a la jaula y sustituido por un monstruo, que los bullmastiffs de Lord Henry d'Oyly -el primo de Charles y de Robert d'Oyly- iban a tener que domar desangrándolo hasta la muerte. A estos perros no les habían limado los colmillos. Aunque tuvieran las entrañas perforadas y el hocico desgarrado, no soltarían a su presa. Se podía apostar sin temor por su obstinación.
Los corredores de apuestas permanecían al pie de los tres escalones que subían a la galería. En medio del bullicio, los apostantes, gritando para hacerse oír, daban su nombre y el de su favorito. Los osos, los toros y los perros tenían todos ellos un apodo. Nadie apostaba a crédito: se pagaba al contado. Will anotaba el montante de las apuestas en una pizarra grande y echaba las monedas en un cofre.
Para no ser reconocido por los jóvenes, a los que podía haber servido la cena en la mesa principal del Christ's, conservaba el sombrero en la cabeza y permanecía sentado, posición que lo obligaba a efectuar algunas contorsiones entre la pizarra y el cofre. El riesgo de un encuentro era mínimo: el Christ's era de obediencia protestante tan estricta que pocos estudiantes, ni siquiera los más libertinos, se aventuraban hasta allí. Esto no valía para los nobiles del King's y del St. John's, a los que veía en el oficio del domingo en St. Mary, la parroquia de Cambridge. Pero los fellow commoners no prestaban ninguna atención a los sizars, a los que consideraban invisibles lacayos. La elevada estatura de Will podía, sin embargo, hacerlo notar en cualquier parte, tanto en la iglesia como en los tugurios. Así, acurrucado en la silla, Will mantenía un perfil bajo.
- Lord Charles d'Oyly: veinte libras a los mastines de mi primo.
No levantó la nariz, pero la sangre se le heló. Conocía bien a Lord Charles. Su arrogancia y su dureza no tenían punto de comparación con los torpes arrebatos de su hermano menor Robert, que intentaba neciamente imitar sus vicios. Además de las carreras y el juego, a Lord Charles le gustaban demasiado los chicos. «La sodomía es el más infame de los pecados.» Su fama de homosexual le habría costado la vida de no haber sido por su dinero y sus títulos. Sin embargo, lo habían sorprendido dos veces en flagrante delito en la posada: un escándalo sin consecuencias para su seguridad personal. La suerte de sus compañeros o de sus víctimas era otro asunto.
Alto, delgado, soberbio, con una boina de terciopelo sobre los ojos y la fusta en la mano, Lord Charles observó a Will mientras registraba su apuesta.
- ¿No eres el criado del favorito de mi hermano? -preguntó, arrastrando las palabras, con ese aire negligente de fatiga y de tedio característico de los aristócratas de alto rango.
- ¡El cielo lo quiera, vuestra excelencia! ¿Hay algún perro en particular al cual…?
- Es curioso. Hubiera jurado que eras un estudiante del Christ's.
- ¡Vuestra excelencia me honra demasiado!
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Billie-the-Tip.
- Will el Buen informante, en efecto… El "señor Petty" de Atkinson.
- Aconsejaré a vuestra excelencia si puedo permitírmelo…
Will se inclinó y murmuró, rápido y conciso:
- Rex y Babington están drogados esta noche, no apostéis nada a los perros de vuestro primo; el oso vencerá en el tercer asalto…
- ¿Compras mi silencio?
- Os ofrezco la victoria.
- ¿Y si me haces perder?
- ¡Sería la primera vez!
En realidad, fue la primera vez que los informes confidenciales de "Billie" permitían a un rico primus del tercer año ganar unas libras. Pero la situación era angustiosa y sólo podía salvarse a ese precio.
Pasó una mala noche y tuvo un sueño agitado. Esperaba lo peor, una reflexión de Lord Charles, la denuncia de Atkinson.
Sus noches, naturalmente cortas, pasaron a ser inexistentes. Se abstuvo de escaparse de noche, se mantuvo tranquilo toda una semana y aprovechó las circunstancias para descansar. No pasó nada. Una vez tranquilizado, retomó la doble vida, evitando los lugares demasiado frecuentados por los estudiantes.
Sin embargo, era un trabajo inútil: ya sabían dónde encontrarlo.
8. En La Enseña del Viejo Halcón, una taberna en la periferia de Cambridge, 1607
- ¿Os molesto tal vez?
Sí, en efecto. Will, sentado a una mesa en un rincón oscuro, había pedido una pipa encendida que se disponía a saborear tranquilamente. Tabaco de Virginia: un gran lujo. Alzó los ojos con pesar. Su interlocutor, que tenía unos cincuenta años, llevaba el cuello elegantemente desabrochado y la gorguera abierta sobre un sobrio jubón de paño. Tenía el cabello corto y gris, la perilla cuadrada, un aro en la oreja y las uñas arregladas.
- ¿Me autorizáis a ocupar este asiento?
La pregunta había sido formulada cortésmente. Will no podía impedir a aquel gentilhombre sentarse a la mesa.
- Como queráis -farfulló con indiferencia.
El forastero dejó la botella que llevaba y se sentó frente a él.
- ¿Me permitís ofreceros este excelente vino de Burdeos? Es triste beber solo.
Will creyó reconocer el acento del norte. Sin esperar la respuesta, el forastero le sirvió un vaso de vino. De toda su persona emanaba cierta nobleza y afabilidad que hacía pensar en un mercader importante. Un comerciante de Sturbridge Fair, sin duda. Del tipo de aquellos a los que Will había oído contar sus viajes bajo la lona.
- ¿Puedo presentarme? Soy Robin Poley, de Kendal, Westmorland.
Un hombre de su país, Will no se había equivocado. El individuo no se parecía, sin embargo, a un Borderer.
Durante una milésima de segundo, Will tuvo la intuición de que Lord Charles d'Oyly le había enviado a aquel personaje. No se puso en guardia. Solamente evitó dar a conocer su propia identidad.
Al principio, su conversación fue bastante banal: los bebedores charlaron sobre el tiempo que hacía en Westmorland y sobre la diferente calidad del vino que servían en Cambridge. El desconocido se acaloraba y su tono se tornaba familiar. En el ardor de la charla, lo llamó por un nombre que se suponía que no conocía:
- Querido, queridísimo señor Petty, apenas nos conocemos, pero me inspiráis una cálida simpatía: me recordáis al muchacho que yo era a vuestra edad… ¿Sabéis que también fui sizar? En mi caso, no pertenecía al Christ's, sino al Clare's. ¡Dios mío, hace ya veinte años! En aquella época, no se fumaba tanto como ahora. Pero en Cambridge no ha cambiado nada. ¡Ni siquiera esa posada donde antaño me daba a la bebida! ¿Puedo hablaros como un amigo? ¿Me consentís que os diga hasta qué punto os equivocáis complaciéndoos en vuestra soledad?
Will, con la pipa en la boca y el rostro impenetrable detrás de la cortina de humo, había retrocedido en la oscuridad. En otras circunstancias, habría concluido secamente la conversación con un sarcasmo, con una amenaza o, si las imprecaciones no imponían silencio, con un directo de derecha. Pero aquel hombre parecía bien informado. Conocía su nombre, su función y su colegio. La prudencia le ordenaba esperar, por lo que permaneció en silencio, aguardando a que continuase.
- … Para un joven con vuestra inteligencia -peroraba enfáticamente el individuo-, son muchos los caminos que conducen a la gloria. Pero todas las vías que llevan al éxito, todas, señor pero, parten de la casa de los protectores a los que sabréis servir; todos os conducirán allí. Vuestro triunfo, querido, depende de la pertenencia al séquito de un gran personaje.
¿Se trataba de un ojeador de Lord Charles? ¿Qué quería aquel charlatán cauteloso cuyos pequeños ojos grises trataban de distinguir sus reacciones en la oscuridad? ¿Iba a hacerle proposiciones deshonestas de parte de su amo? Will intentaba inútilmente comprender el sentido de todos aquellos rodeos. Las frecuentes pausas entre una frase y otra permitían interrumpir al orador en cualquier momento. Will se cuidaba bien de hacerlo. No formulaba preguntas. No daba pie a ello.
Sin embargo, a su pesar, había dejado que la pipa se apagase.
- … Si escogéis el camino de la Iglesia, Will (¿me permitís que os llame Will?), encontrareis cobijo en el círculo del obispo de Canterbury o en el del obispo de Ely: la pertenencia al clero os proporcionará quizá una parroquia… Si conseguís penetrar en los círculos de la pequeña nobleza, probablemente os convertiréis en preceptor, alojado y nutrido, de un vástago de noble familia… Si llegáis hasta los círculos de la corte, podréis obtener sin duda el puesto de secretario particular de un Lord y vivir lujosamente en Londres, en su mansión del Strand… Pero, en el mejor de los casos, en todos los casos, gravitaríais a ras de tierra, lejos de la única esfera a la cual un gentilhombre debe verdaderamente pertenecer…
El tono seguía siendo pedagógico, racional y untuoso. La afectación de neutralidad hacía más inquietantes aquellos lugares comunes.
- … Porque por encima del clero, de la nobleza y de la corte hay un señor, ¡el más grande de todos! Y precisamente vengo a proponeros servir a ese señor. ¡El Rey!
Will no pudo reprimir un gesto de reacción. La sorpresa lo hizo cruzar y descruzar las piernas.
- ¡Su Majestad os reclama, señor Petty! Necesita vuestra mente y vuestra fuerza. Os necesita para su defensa.
¿Se trataba de una broma? ¿Aquel indiscreto se burlaba de él? Después de todo, ¿se trataba de un farsante?
Will empezaba a agitarse y a perder la sangre fría. Su interlocutor tomó buena nota de aquel sobresalto. Parecía que había llegado el momento de entrar por fin en el meollo del asunto.
Expuso su propósito con claridad y firmeza:
- Supongo que sabéis que el rey ha escapado de la más abominable de las conspiraciones, y que su asesinato lo tramaron los católicos. En su infinita misericordia, el Señor, que todo lo ve, hizo un milagro. Los barriles de pólvora que debían hacer saltar por los aires la Cámara de los Lores en el momento en que su majestad abría la sesión fueron descubiertos la víspera del atentado.
Will, así como todos los estudiantes de Cambridge, estaba perfectamente informado del hecho al cual aludía Poley. Las intrigas de la Conspiración de la Pólvora, ampliamente divulgadas por la propaganda del gobierno, habían conmocionado a Inglaterra, desencadenando por todas partes una oleada de fobia antipapista. Desde hacía dos años, por la mañana y por la tarde, los oficios de acción de gracias se sucedían en la capilla del Christ's. No pasaba ningún día sin que Will no agradeciera al Creador la salvación del rey.
- Sin embargo, el peligro no se ha alejado, señor Petty. Los traidores vuelven al ataque: ¡se preparan para consumar su abominable crimen!
El hombre hablaba ahora tan bajo que obligaba a Will a acercarse a él todo lo posible para seguir el informe. La luz de la vela bailaba en su atenta mirada… Primera derrota de Petty. Ventaja de Poley.
- … Una carta interceptada por nuestros servicios, pero expedida en Cambridge -cuchicheaba-, informa al general de los jesuitas con residencia en Roma de que un sacerdote se ha infiltrado en la universidad, ha reclutado ya a ocho estudiantes y todos ellos han jurado asesinar al rey… Dos han huido al seminario de Saint-Omer, en Francia. ¿Quiénes son los otros seis?… ¿Y quién es ese sacerdote? Sabemos que se oculta bajo una falsa identidad, que está bien provisto de oro y que dispone de las prerrogativas de un fellow commoner. Pero ignoramos a qué colegio pertenece… Creo que hace tiempo conocisteis a uno de los espías papistas que han escapado a Saint-Omer. Bastaría con que reanudarais relaciones de ese tipo y después os adentrarais un poco más; por ejemplo, fingiendo recibir la comunión de rodillas o profiriendo palabras injuriosas sobre el director de estudios. No demasiado ofensivas. Limitaos a decir, aquí y allá, que a vuestros ojos los protestantes son unos asnos y unos hipócritas. Cantad a voz en grito los Salmos en la capilla y no dejéis de santiguaros cuando se pronuncie el nombre de María… Si les hacéis creer que sois también un católico que se esconde -mal que bien-, tendréis alguna posibilidad de que se os acerque ese sacerdote o alguno de sus cómplices… Además del honor de servir a vuestro país desenmascarando a esos traidores, recibiréis tres libras al mes…
Poley esbozó una sonrisa y prosiguió en un tono familiar y tranquilizador.
- No tendréis que cambiar en nada vuestros hábitos. Continuad escapándoos de noche y frecuentando los locales de mala fama. Raramente se ve en las tabernas a nuestros apocados e insulsos puritanos; pero a los idolatras les gusta el vino, el baile, el juego y las mujeres. Nos haremos cargo de todos vuestros gastos. Pedid a Lord Charles d'Oyly cualquier cosa que necesitéis para llevar a término vuestra misión. No vaciléis… El Conocimiento, Will, el Conocimiento nunca es demasiado caro. Y si las valiosas informaciones que nos proporcionéis sobre vuestros nuevos amigos son importantes, cosa que no dudo, podréis contar con la gratitud de Su Majestad… ¡Sólo Dios sabe adónde os llevará el favor real!
Un largo silencio siguió al término de aquella prometedora exaltación. ¿Cómo la atención de un jefe de red como Poley, que seguramente servía a Robert Cecil, primer consejero del rey, había podido fijarse en un modesto estudiante como él?
Will debía responder rápidamente a esa pregunta.
Estaba atónito y no conseguía razonar… Por tres libras al mes y todos los gastos pagados, ¿qué estudiante no habría contribuido gozosamente a la destrucción de aquella peligrosa facción de conspiradores que eran los católicos? ¡La riqueza! ¿Y a cambio de qué? Algunas informaciones arrancadas a unos traidores… No podía sino aceptar el ofrecimiento de aquel hombre. Y sin embargo, su instinto le aconsejaba huir.
Will seguía esperando para asegurarse de que el soliloquio de Poley había terminado.
- Supongo que debo a la generosidad de Lord Charles d'Oyly el inmenso favor con el que vuestra excelencia tiene la bondad de gratificarme -comenzó a decir con prudencia-. Lord d'Oyly me ha honrado demasiado hablando de mí en términos tan elogiosos que han podido hacer creer que podía llevar a cabo semejante misión. Pero no soy más que un humilde hijo de campesino, un pobre patán de los Borders.
- Conozco vuestros orígenes, Will… Protegido de Lord William Howard de Naworth: ¡un Lord católico! Como podéis ver, llevareis a cabo perfectamente el asunto. Nadie pondrá en duda vuestro juramento de fidelidad al credo de vuestro benefactor.
- Lo comprendo, vuestra excelencia, lo comprendo. Pero un agente, en particular un agente doble, ¿no debe de estar dotado de ciertas cualidades… además de poseer la educación de un gentilhombre? Quiero decir, ¿no debe dar muestras de sangre fría? Dominar el arte del disimulo, de la comedia, de la adulación… ¿Qué sé yo? Cuando me surge un deseo, un antojo o un capricho, cedo al instante, vuestra excelencia: soy incapaz de resistir a la tentación.
- Os consideráis un pez más pequeño de lo que realmente sois -se burló Poley-. Se dice que ningún estudiante de Christ's os supera hablando en latín y escribiendo en griego o en hebreo. ¿No sois tenido por un modelo de seriedad y austeridad? En cuanto a la religión, hasta vuestro temible tutor os avalaría. Nadie sospecha dónde pasáis las noches, ni siquiera vuestro amigo Atkinson. Y vuestra mala conducta dura desde… ¿Desde hace cuánto tiempo, Will? ¿Dos meses? ¿Tres meses? ¡Un record! Domináis el arte de la simulación. Sois el rey de la astucia… Además parece que hacéis trampas en el juego… Y, según mis informadores, robáis con mucha sangre fría.
- Los informadores de vuestra excelencia tienen buenos ojos; ven muy lejos y razonan muy bien. ¡Dicen la verdad refiriéndoos que odio todo lo relacionado con el papado! ¡El papado es la bestia, y Roma, la ramera de Babilonia! Odio a esos perros idolatras que tienen la desfachatez de representar al Señor, que veneran las imágenes y las estatuas como los sacerdotes de Baal adoraban al becerro de oro. ¡Odio su boato supersticioso de relicarios, custodias, agnusdéi y rosarios bendecidos por el Papa! Ésta es la realidad: ¡me repugnan tanto los católicos que jamás podría pasar por uno de ellos! Ahora bien, me parece que para ser un buen espía…
- ¿Quién habla de espionaje, señor Petty? -lo interrumpió fríamente Poley-. ¡Se trata únicamente de servir al rey!
- Me parece que un servidor del rey, para parecer creíble ante los que intenta desenmascarar, debe saber comportarse con naturalidad… Por mi parte, no sería capaz de imitar a un católico. ¡No podría decir que el señor Amis es un monstruo sin saltar para defenderlo! ¡No podría manifestar que los puritanos son hipócritas e imbéciles!
Un resplandor sarcástico atravesó la mirada de Poley.
- Esas cosas se aprenden, señor Petty.
- Señor mío, no se puede engañar a Dios. No sabría venerar un crucifijo ni besar una medalla… Y no sabría recibir la comunión de otro modo que de pie.
- Vuestras deudas, señor Petty, vuestras deudas -se burló su interlocutor-, ¿sabréis pagarlas?
- Oh, no tengo deudas, vuestra excelencia -replicó, burlón-; sólo gastos. Y por lo que respecta a este vino de Burdeos, obviamente sois mi invitado. No, no me lo agradezcáis. Debemos esta botella a la generosidad de Lord d'Oyly. Cuando lo haga participe de nuestra conversación, milord me anticipará sin duda dos o tres peniques…
La irritación de Poley rivalizaba ahora con la cólera.
- Os aconsejo que os calléis, señor Petty. Os sugiero incluso que no habléis con nadie de todo esto. ¡Ni con Lord Charles, ni con nadie!… No obstante -prosiguió en un tono más pausado-, acepto vuestro rechazo. Su Majestad requiere una disponibilidad libremente consentida de los hombres que lo sirven. No dudo que con el tiempo tendréis un juicio mejor sobre vuestra capacidad. Como el amor de Dios, servir al rey es un acto espontaneo. Pensad en ello, señor Petty… Mientras tanto, no nos conocemos.
- Ni que decir tiene: no tengo el gusto de haber conocido a vuestra excelencia. Y vuestra excelencia no me ha visto jamás de noche en una taberna…
Aquella breve conversación tuvo el efecto de volver a Will definitivamente insomne. No porque experimentara la más ligera veleidad de pertenecer a esa red de agentes dobles, triples y provocadores que pululaban por Cambridge, al igual que por cualquier otro lugar de Europa. Pero tomó conciencia de que su vida nocturna desembocaba indefectiblemente en su expulsión del Christ's, en el mejor de los casos. En la prisión por robo, en el peor.
O bien, en su reclutamiento por parte de los servicios secretos.
¿Quién había recomendado su candidatura?
Se agitaba en el jergón de paja, atormentado por esa pregunta. ¿Se trataba realmente de Lord Charles d'Oyly? Milord, al verlo en el anfiteatro, ¿había pensado hacer de "Billie-the-Tip", aquel sizar astuto, libertino, hábil y sin blanca, un espía del gobierno? El propio d'Oyly debía de pagar la práctica de sus vicios al precio, sin duda muy elevado, de suministrar informaciones a las autoridades. «¿Su discreción se explica por la inminencia de mi reclutamiento?» A menos que d'Oyly no se hubiese limitado a avalar una sugerencia más antigua… ¿Quién en el Christ's podía estar lo suficientemente seguro de su discreción y de sus aptitudes para asumir el riesgo de que lo abordara un profesional? ¿Atkinson? Ahora vivía en el Brazen George Hotel, atendido por los criados de Lord Robert, y su sizar no le preocupaba en absoluto… No, Atkinson no tenía nada que ver con el asunto: estaba tan corrompido que habría aceptado la oferta de Robin Poley como un favor… Entonces, ¿Amis? ¿Cómo creer que un hombre como el doctor Amis, en cuya casa seguía viviendo, podía pasar por alto sus escapadas? «Seguramente lo sabe. Está al corriente desde el principio: cierra los ojos voluntariamente. Espera que no pueda salir del avispero en el que estoy metido. Preso en la trampa, acorralaré para él, y con él, a sus bestias negras… ¿Cuántos alumnos del Christ's pertenecen ya a la red anticatólica de Amis? ¿Y cuántos trabajan para la parte contraria? El jesuita infiltrado en Cambridge que mencionó Poley y los católicos que conspiran aquí dentro contra el rey, ¿quiénes son?… ¡Creer en la ceguera del doctor Amis! ¡Durante tres meses! ¿Cómo he podido ser tan ingenuo en este sentido?» Un bobalicón. Un primo. Manipulado como los incautos que él ponía en guardia en sus panfletos contra los dados trucados.
Will se sentía acorralado. Tenía miedo.
Informar a los ministros, denunciar a las personas implicadas, agitar a las masas de acuerdo con las necesidades del Estado…, sólo eso podía protegerlo de los males que lo amenazaban. Y resolver de golpe sus preocupaciones financieras. Era de una lógica indiscutible. ¿Por qué resistir? ¿Qué inconveniente encontraba en esa solución? Otros alumnos, y no pocos, pertenecían a ese ejército en la sombra que trabajaba para la salvación de Inglaterra. ¿No se murmuraba que el rival de Shakespeare, el célebre comediógrafo Christopher Marlowe, había tributado apreciables servicios a la Corona? También era antiguo alumno de Cambridge. Desde luego, Marlowe había sido asesinado con una cuchillada en el ojo. El homicidio se había producido unos diez años antes y se consideraba un accidente. Pero los que habían conocido a Marlowe en la universidad murmuraban que había muerto en una pelea entre agentes. Will ignoraba que Robin Poley, su reclutador, había participado en aquel ajuste de cuentas.
No, Will veía con claridad el inconveniente, el único que había. Atado de pies y manos y cabeza. Para siempre. Al aceptar las tres libras al mes de Poley, vendía su conciencia y su libertad. Se conocía lo suficiente para saber que, aunque no le importara mucho la primera, la segunda, por muy ilusoria que fuese, le había costado ya demasiado cara para que aceptara renunciar a ella sin pelear.
Sus reflexiones terminaron con un repliegue precipitado dentro de los muros del recinto del colegio. Aquella retirada estratégica estuvo acompañada de un notorio fervor religioso. Si los confesionarios, restos de la antigua fe, no hubieran sido quemados, se habría encerrado allí dentro, pegado a las celosías y enclaustrado detrás de la puerta cerrada. Se limitó a pasar largos ratos de pie en la capilla, en íntimo coloquio con el Creador. Aquel retorno a Dios se acompañó de una creciente asiduidad a la biblioteca, a las conferencias ordinarias y extraordinarias, a las prédicas, a los sermones y a todas las manifestaciones del Christ's.
9. Las cuadras de La Enseña de la Biblia, 1607
- Lo sé, me abandonas, es la última vez, lo sé -sollozaba Jenny al término del itinerario de despedida que había conducido a Will a casa de todos sus amigos.
La triste despedida acaba sobre un haz de heno, en las cuadras de La Enseña de la Biblia. Jenny, sentada, como la había visto la primera vez, con las piernas separadas y mostrando los senos, se despedía a su manera:
- … Pero para mí no es lo mismo: ¡no puedo evitar amarte! Además, ¿quieres que te diga una cosa? Voy a echar de menos tu voz. Tiene algo que me calienta el corazón. Es una señal de amor, ¿no? Pero te perdono si me ofreces una cosilla.
- Todo lo que quieras.
Will la estrechaba entre sus brazos. La perspectiva de no volver a tocarla lo devolvía a su tristeza de antaño. Tenía un nudo en la garganta. ¿Cómo iba a resistir la prueba de su reclusión en el Christ's? ¿Cómo soportaría la idea de no volver a reunirse con ella en aquel lugar?
- ¡Te voy a echar tanto de menos! -murmuró, estrechándola contra sí.
¿Qué necesidad lo obligaba a privarse de la presencia que más le llegaba al corazón? Se sublevaba, incapaz de repente de aceptar la separación… ¡Qué gran locura imponerse a sí mismo un sacrificio semejante! ¿Por qué renunciar a Jenny, al tacto de su piel, a su olor y a su risa? ¿Por qué dar voluntariamente la espalda a su complicidad y a su afecto? Podía remediar la inminencia del desastre de una manera más soportable… Limitar los riesgos, espaciar los encuentros, escaparse con menos frecuencia.
Jenny, inconsciente del dilema en el que se debatía su amante, aceptaba la situación. Había sabido siempre que la ruptura era inevitable. Intentaba sonreír y hacer carantoñas a través de las lágrimas.
- ¿Tendré mi regalo de despedida?
- El placer lo merece… Las finanzas no están en buen estado, pero nos las arreglaremos.
- Se trata más bien de un favor…
- Con mucho gusto.
- ¿Lo juras?
- Lo juro.
- ¿Quieres ponerte la toga esta noche y permitirme mirarte dentro de ella?
- Jenny, ¡eso es ridículo!
- Todo desnudo dentro de la toga, por última vez. Con la capucha, el birrete y el pequeño pompón…
Durante un instante se preguntó de dónde había sacado Jenny aquel capricho. ¿Aparecería Poley? ¿Le sorprendería el doctor Amis, en uniforme, acompañado de una muchacha? Ésa era la peor de las faltas catalogadas en el reglamento. ¡Al diablo con aquel recelo! El simple contacto con personajes como Amis y Poley alteraba su percepción del mundo.
«Bah, lo peor que puede ocurrir… seguramente no pasa nunca.»
Con este aforismo puso fin a sus amores: una noche tórrida en el heno, con la toga y el pompón.
Por más que había intentado evitar la renuncia, no encontraba otra salida. La supervivencia le exigía una vida ordenada.
La suerte quiso que en las altas esferas del colegio los problemas se centraran en otro… Y que ese otro fuese Amis.
La reciente elección para una fellowship de un tal Valentine Cary, antiguo diplomado en el Christ's y ex profesor del St. John's, ponía en peligro al doctor Amis. Los dos siempre habían estado enfrentados. Sin embargo, Cary gozaba del prejuicio favorable a la novedad, mientras que Amis había aprovechado los cinco años de permanencia para hacerse odioso. El decano y los profesores a los que no dejaba de hostigar, acusándolos, en distintos grados, de simpatías papistas, aspiraban a librarse de él. Se reagruparon, pues, detrás de su enemigo mejor situado.
Valentine Cary no tuvo ninguna dificultad para convencer al obispo de Londres del evidente desprecio que su colega, un fellow ultraprotestante de Cambridge, manifestaba por la doctrina anglicana. Las opiniones del tal doctor Amis, que le impedían reconocer al rey como su jefe espiritual, amenazaban el principio mismo de la monarquía.
Considerado a partir de ese momento como un puritano cismático, el tutor de Will se encontró expuesto a tales vejaciones que sus amigos lo presionaron para que se exiliara, para que se marchara a la Universidad de Leiden. ¡Incluso aquel mismo invierno!… ¡Antes de su arresto, que parecía inminente! Will no estaba al corriente del peligro que corría Amis. Sólo notó que su tuto parecía ahora más preocupado en resolver sus propios asuntos que en ajustarle las cuentas.
Amis desapareció una mañana de diciembre.
Los ocho alumnos que hospedaba se instalaron en casa del doctor William Chappell, cuya fe no era menos austera que la de su predecesor. No obstante, este cambio revolucionó la vida de Will. Convertido en el sizar personal de Chappell, se esforzó en darle satisfacción. Lo separaban cuatro meses de su título. Cuatro meses para recuperar el terreno perdido.
No más chicas, no más vino, ninguna locura más. ¡Y contra toda previsión, ninguna dificultad para dedicarse al juego de la salvación! El Christ's le parecía la única vía de salvación del abismo. Aceptaba las reglas. Sin restricciones.
Reanudó la relación con sus amigos eruditos, a los que descuidaba desde el verano, y no se vanaglorió de sus calaveradas del trimestre anterior. Sin embargo, algo en su conducta hacía pensar que tenía un conocimiento de la vida del que carecían los demás. Los mayores aceptaron esta sabiduría sin preguntarse por la naturaleza de su superioridad. Los más jóvenes buscaron su comprensión y su apoyo. Los niños lo adoraban. En cuanto a los profesores, consideraron en lo sucesivo al «sizar Petty» como el tipo de alumno que alcanza su pleno desarrollo al final del recorrido: aquel al que llamaban, en el argot de la universidad, una winter pear, una "pera de invierno". Una fruta que tarda en madurar, pero más deliciosa si cabe al degustarla fuera de temporada. Él confirmó su impresión desplegando una energía extraordinaria para montar las obras de Navidad, las famosas Saturnales de la Natividad, tan denostadas por el doctor Amis. Duraban doce noches, entre el 25 de diciembre y la epifanía. Aquel año, gracias a la originalidad de las puestas en escena de Will, todos los estudiantes del Christ's pudieron participar, y los espectáculos conocieron un éxito sin igual entre las autoridades. Un elemento brillante, de que el colegio podía enorgullecerse… Durante los cuatro debates filosóficos que constituían los fundamentos de su acceso al título, los famosos tripos, del nombre griego de los taburetes donde ejercían su dominio los examinadores, defendió con tal habilidad sus propuestas que sus silogismos contra la retórica de su adversario le valieron la mención unánime de optime disputasti, "óptimamente argumentado".
Para colmo de la ironía, la lección de Poley había sobrepasado cualquier expectativa: William Petty de Soulby se había convertido en el más collegeable de los estudiantes de Cambridge.
Aquel tercer periodo de su vida en el Christ's confirmó un rasgo de su carácter que se había mostrado durante sus correrías por los bajos fondos. Cuando Will abandonaba sus hábitos solitarios, cuando dejaba de resistirse a la vida, a la curiosidad y al deseo, podía fundirse con el entorno, modificar su propia manera de pensar e imitar el comportamiento de los demás. Se adaptaba, con una excepcional docilidad, al ambiente que frecuentaba. Estaba dotado para el arte del mimetismo. Nadie se movía tan fácilmente como él por el corazón de los mundos que frecuentaba por placer. O por interés… La impostura, la hipocresía y el engaño no entraban en su metamorfosis: no mentía. Pero se amoldaba a las circunstancias, pasando de una encarnación a otra, sin necesidad de llevar a cabo un profundo cambio interior. Y sin precisar máscara.
Su virtuosismo amenazaba, sin embargo, con hacerlo olvidar el objetivo, la meta de todos los juegos: su futuro.
A distancia, Reginald Bainbridge estaba ojo avizor. En su carta fechada en febrero de 1608, recordaba que pronto llegaría la hora de decir adiós a la biblioteca del Christ's. ¿Había entablado Will relaciones influyentes? ¿Tenía amigos que podían procurarle un empleo? ¿Aprovecharía John Atkinson su intimidad con la familia d'Oyly para conseguirle una parroquia?
Por su parte, el anciano maestro apremiaba a Lord William Howard, que poseía tierras en el Yorkshire. En vista de los buenos resultados de su protegido, su gracia tal vez podría apoyar la candidatura de Will al vicariato de Flamborough, una aldea de pescadores en la cima de un recortado acantilado de la costa oriental. Era un lugar miserable, pero ofrecía dos ventajas: se encontraba a pocos kilómetros de la ciudad de York, sede del obispado más importante de Inglaterra, y de un burgo llamado Beverley, donde Will podría entablar fácilmente buenas relaciones con la municipalidad. Además de dos inmensas iglesias góticas, Beverley tenía una escuela muy reputada, que reclutaba a sus propios profesores exclusivamente en Cambridge. El puesto quedaba libre en la Navidad siguiente. El tiempo apremiaba: ¡debía apresurarse a recibir el diaconato de manos del obispo de York! Poco importaba que no estuviera autorizado, por el momento, a dirigir un oficio religioso ni a distribuir el sacramento de la comunión a sus futuros feligreses de Flamborough. En cuanto hubiera subido el primer peldaño en la jerarquía eclesiástica, podría dar clases. Sólo eso contaba. Continuar la larga cadena de la memoria, tan apreciada por Reginald Bainbridge. Recoger la llama del saber. Transmitir el conocimiento a los muchachos del condado.
En aquellos últimos días de marzo de 1608, los pasos de Will se deslizaban sobre las losas enceradas y brillantes de los patios. Se cruzaba bajo los arcos con las figuras de los nuevos sizars que, impresionados, buscaban en vano su camino. La emoción de aquellos niños le recordaba al desconcierto de su llegada el día de Pascua. Entonces escuchaba aterrorizado el sonido de las campanas del vestíbulo, de la capilla, de la catedral de St. Mary y de todas las iglesias de la ciudad. Ahora, los carrillones que anunciaban las horas le evocaban los años pasados. Cada campana despertaba un vago sentimiento de nostalgia, casi un pesar. Observaba los pozos finamente labrados, cuya sombra horadaba una lluvia fina; las agujas puntiagudas que rasgaban las capas de bruma. Contemplaba los campanarios y las gárgolas como si tratara e fijar aquellas imágenes. Como si viera Cambridge por última vez. Al día siguiente sería bachiller.
La entrega del diploma recibía el nombre de General Admission. La ceremonia, pomposa entronización en el círculo de los eruditos, paso de un mundo al otro, del universo de los alumnos al de los laureados, clausuraba los doce trimestres de su primer ciclo de estudios y lo expulsaba del colegio.
10. La General Admission de marzo de 1608 en Cambridge
Con traje de ceremonia, con el birrete cuadrado en la cabeza y la vara de plata en el hombro, las autoridades del Christ's franquearon el muro del recinto.
El cortejo desfiló bajo la estatua de Lady Margaret Beaufort, que se alzaba, hierática y dorada, en la hornacina del pórtico. En filas de a dos detrás de los profesores, los treinta elegidos marchaban lentamente. Las capuchas de piel blanca, que les caían por la espalda hasta los riñones, estriaban y deformaban los hombros, proporcionándoles un aspecto de animales fantásticos. La procesión serpenteó entre las casas con entramados de madera, se internó por las callejuelas medievales, atravesó la plaza del Mercado y desfiló por toda la ciudad. Se dirigió al Senado, donde el doctor Chappell, tutor de Will y praelector del colegio, iba cogiendo a los postulantes de la mano. Como si se tratara de una presentación en la corte, los conduciría uno a uno hasta el baldaquino donde estaba el vicecanciller de la universidad. El doctor Chappell gritaría entonces su nombre, sin olvidar pronunciar la fórmula latina que garantizaba a la Monarquía, a la Iglesia y a los Representantes del Saber que el señor Atkinson o el señor Petty estaban perfectamente cualificados para recibir aquel diploma, tanto desde el punto de vista académico como en relación con la moralidad y la fe.
En el camino de los honores, el paso de los treinta Bachilleres en Letras se aminoró sensiblemente por una visión que en aquel momento turbaba el decoro. Se trataba de una sirvienta de posada, sentada bajo la enseña, con las piernas escandalosamente separadas, los brazos desnudos a pesar del frío y los senos al descubierto, que trituraba la cebada mientras los observaba.
Normalmente, los estudiantes habrían apartado la mirada. Pero, liberados del temor al futuro y convencidos de la importancia que habían adquirido, se detenían para observar bien a la muchacha, que no apartaba los ojos de ellos. El regordete gregario señor Atkinson, ante aquella insistencia, creyó comprender que ella lo encontraba de su gusto. Halagado, se atrevió a devolverle la atención y gratificó a la joven con la más penetrante de sus miradas. A causa de ello, se perdió el movimiento de cabeza, el guiño y la sonrisa del vecino, su ex sizar de Soulby, que caminaba a su lado. Tampoco vio el saludo que Will dirigió a las nueve ventanas de los tres burdeles del centro. El equívoco de Atkinson sobre la fascinación que suscitaba su aspecto importaba poco. Su carrera parecía asegurada en las Inns of Court de Londres. Y aunque los hermanos d'Oyly, provistos de un diploma de hecho nunca conseguido, habían dejado la universidad en Navidad, Lord Robert esperaba al amigo en sus tierras.
En cuanto a Petty, podía introducirse en aquel momento en una nueva encarnación. Ni William, ni Will, ni Willie, ni Billie-the-Tip, sino Guilielmus Pettaeus. La hoja de papel encerado que iba a entregarle el vicecanciller, un grueso cuadrado ocre, doblado en tres partes y luego por la mitad, estampillado con el sello de la universidad, que colgaría pesadamente del extremo de una correa de cuero, encarnaba su historia. Era testimonio del pasado y promesa de futuro. Guilielmus Pettaeus, ut duodecim termini completi, in quibus lectiones ordinarias audiverit… Un salvoconducto. Una firma en blanco sobre la vida.
Sin ser rico ni noble, Will pertenecería a partir de ese momento a ese círculo de ingleses, a ese club de iniciados, una de las más poderosas cofradías del reino, cuyos miembros se reconocían instintivamente y se respaldaban. En todas partes y en cualquier circunstancia.
El Borderer que caracoleaba sobre el filo de la navaja y las líneas de crestería sabría hacer buen uso de su pertenencia a esa camarilla. Fuera lo que fuese lo que el destino le tenía reservado, siempre sería aquel en el que se había convertido: Mister Petty, B.A., un "ex de Cambridge". Un cambridgeman.