1. Soulby, una aldea entre Escocia e Inglaterra, en el condado de Westmorland 1587-1597
Mientras la Reina Isabel descabezaba el partido católico y en el patio de la prisión de Fotheringhay el verdugo enarbolaba la cabeza cercenada de María Estuardo, en la frontera entre Escocia e Inglaterra un campesino ofrecía devotamente a su último hijo a la misericordia divina.
«Bautizado este día, William, hijo de William, él también hijo de William Petty de Bonny Gate Farm, en la aldea de Soulby.»
Los registros de la parroquia de Kirkby Stephen, el burgo más próximo, dan fe de muchos otros bautismos entre los William Petty de Soulby. Pertenecían a una familia numerosa cuyos miembros se casaban entre sí y poblaban la región. Primos, tíos y cuñados habitaban las aldeas de Ravenstonedale, Warcop, Witton y Brough, así como varias granjas fortificadas. Esos torreones cuadrados, que ocupaban los Petty más acomodados, surgían en la landa, lúgubres y solitarios, sin otra puerta de entrada que la del establo, sin ventanas, ni siquiera escalera. Sólo una escala que se tiraba desde el interior, a través de trampillas, de un piso al otro. En la parte superior, como un patíbulo en medio de las almenas, se alzaban los dos montantes de una enorme campana, que se tocaba a rebato para dar la alarma. Al lado de la campana, el montón de leña de la hoguera. Desde allí se enviaban señales de peligro, nubes de humo que indicaban a las restantes torres en la lejanía los movimientos de las hordas de bárbaros.
Aquellos saqueadores, que aterrorizaban el condado hasta el punto de que el miedo a sus ataques había modificado la arquitectura de la región, eran conocidos con el nombre de "Reivers"
Bandidos llegados de Escocia -vaqueros o campesinos como sus víctimas-, los Reivers cruzaban la frontera para asolar las tierras de los granjeros ingleses. La eficacia de sus ataques dependía de la rapidez de su asalto y de una veloz retirada con el botín. Esta táctica implicaba la incursión nocturna y el ataque por sorpresa. Desaparecían en las brumas de su país con las primeras luces del día. En el mismo momento, los bandidos ingleses galopaban en dirección opuesta hasta alcanzar sus guaridas con el rebaño robado en Escocia: éstos mataban a los vaqueros de las Highlands. En teoría.
Porque, en la práctica, los Reivers, tanto los ingleses como los escoceses, asesinaban con el mismo salvajismo a los campesinos de su propio país.
Las generaciones se multiplicaban en la granja de Bonny Gate, una torre quemada más de una vez y reducida a la planta baja, en el lindero norte de la aldea de Soulby. Los William Petty de Soulby habían prosperado poco: vivían de nuevo en la paja de aquella casucha, que parecía más un granero que la mansión de un antiguo linaje. En primer lugar, el abuelo, William Petty senior. Después, el hijo, William junior, y su mujer, Ellen, una viuda que había llevado consigo la mísera dote -tres ovejas, dos gallinas, varios panes de avena y un queso- y una chiquilla del primer matrimonio. De su unión habían nacido otras cuatro hijas. Después, un varón: George.
En aquel invierno de 1587, el nacimiento de un segundo muchacho, William, llamado "Will" para diferenciarlo de su padre y de su abuelo, parecía un buen auspicio. El benjamín conservaría la granja y permanecería unido a la tierra. Nunca lo dejarían acercarse al carro tirado por bueyes que aparecía todas las mañanas en la puerta de la aldea para recoger a los hijos varones.
Aquel pesado vehículo, tirado por dos animales, atravesaba fatigosamente las tierras yermas a la luz de la luna. Se divisaba de lejos. Allí, nada obstaculizaba la mirada. Lo veían subir por las masas negras de las colinas y desaparecer en las quebradas de los pequeños valles para volver a resurgir. El viento azotaba la inmensidad, retorciendo a ras del suelo los matorrales y las zarzas. Pero, con cada rotación de las ruedas, se oía como un piar de pájaros. Sólo se sentían los chillidos de los cuervos, los dardabasíes y los búhos. Sin embargo, cualquiera que escuchara con atención habría reconocido quizá, mezcladas con un silbido de cierzo, las voces claras de los muchachos.
Los adolescentes del Westmorland no debían aquel periplo cotidiano a la barbarie de los Reivers; tal vez era lo único que no les debían. Se plegaban a la tiranía póstuma de Lord Thomas Wharton, el más codicioso de sus señores feudales. Éste, después de haber oprimido a sus padres y a sus abuelos durante veinticinco años, se había regalado una conciencia y un lugar en el paraíso fundando, en su lecho de muerte, una escuela en el burgo de Kirkby Stephen.
La instrucción pública para los varones con edades comprendidas entre los siete y los doce años, la llevaba a cabo un maestro formado en una de las dos grandes universidades de Inglaterra, un único profesor investido de un poder ilimitado sobre todos los muchachos de un condado: la creación de las famosas escuelas iba a convertirse en una de las piedras angulares del esplendor de la reina Isabel. La escuela de Lord Wharton se diferenciaba, no obstante, de otros colegios. Era obligatoria. Un regalo, desde luego; pero envenenado. El carro, que llegaba hasta la puerta de las granjas para recoger a los hijos en edad de trabajar, privaba a los campesinos de los brazos que necesitaban para subsistir.
Ninguno de ellos poseía la tierra que trabajaba. Arrendaban a los señores los eriales, los graneros, las casas y el campo que no tenían la libertad de abandonar. Si se alejaban un solo día del terreno que cultivaban, lo perdían. Adscriptus glebae, "Adscrito a la gleba"… Un residuo de la servidumbre.
Sin embargo, les quedaba un orgullo, un bien: sus hijos varones. Tenían muchos: de media, seis varones por familia. La mayoría desaparecían en la primera infancia. Los tenaces supervivientes se convertían en robles que las mordeduras del viento y la violencia de las costumbres robustecían aún más. Si no habían acabado con ellos las incursiones o la peste, morían de viejos.
Desde hacía veinte años, un gran número de ellos sabían leer. Le debían su educación a aquel dichoso carro que todas las mañanas realizaba una larga carrera recorriendo los cuatro kilómetros de landa que separaban la aldea de Soulby de la escuela de Kirkby Stephen… Y, desde hacía veinte años, los granjeros oponían resistencia a aquel transporte escolar escondiendo a sus hijos. Ello no estaba exento de riesgos y de peligros: sabían que irían los arqueros a llevárselos a la fuerza y que, por ejemplo, la milicia de Lord Wharton mataría a algunos. Con el paso de los años, incluso los más testarudos habían acabado cediendo. Sin embargo, en cada asamblea, reiteraban su inquietud y sus objeciones. Los niños permanecían con el maestro hasta que caía la noche de modo que nadie guardaba las ovejas en las colinas del Eden Valley. Nadie defendía las vacas y los caballos contra los repetidos asaltos de los Reivers. ¡Éstos no se paseaban en carros! Los Reivers viajaban ligeros y rápidos, apoderándose del ganado, los víveres y las herramientas, violando, matando, cortando piernas y manos, y desfigurando rostros.
El saqueo de los escasos cultivos, pisoteados por sus caballos, y la destrucción de las últimas provisiones por parte de los soldados del gobierno, que intentaban hacer padecer de hambre a los bandidos quemando lo que todavía no habían cogido, todo ello contribuía a mantener a los campesinos en un estado de terror. Y de indigencia.
Sin embargo, eso no significaba siempre la miseria; aunque sólo se alimentaran a base de leche, queso y pan de avena, comían lo suficiente. Cada aldea dependía únicamente de su producción y vivía en situación de autarquía. Se compartían herramientas y trabajaban los campos comunitariamente. La lectura de la Biblia acompañaba el ritmo de las estaciones y se ofrecían a Dios oraciones por la salvación del grupo. ¡Pobre del que no obedeciera las leyes de la colectividad! La supervivencia descansaba en el respeto a los códigos tribales. Sobre los que infringían las reglas se abatía el castigo del clan, con frecuencia más ciego, más cruel e injusto que el producido por la arbitrariedad de una tiranía.
A los cuatro años, el pequeño Will detestaba sobre todo permanecer encerrado entre las paredes de un corral. Independiente, obstinado y travieso, presentaba ya todos los rasgos que lo caracterizarían en la edad adulta y obraba a su antojo. A pesar de las órdenes que le prohibían acercarse al carro, soñaba con seguir por la landa a George, su hermano mayor. ¿Cómo resistir la tentación de embarcarse con sus primos mayores en aquella aventura que los llevaba lejos?
Ningún canto de gallo, ningún grito de corral saludaba la breve parada del carro ante el recinto de Bonny Gate Farm. Pero el pequeño, tendido en la paja, lo acechaba y lo oía llegar. Corría a retirar las barras de hierro del portón para dejar pasar a George, que se deslizaba fuera.
Los bueyes reemprendían su lenta marcha, de aldea en aldea, trepando por los eriales, siempre adelante.
Una mañana, Will no pudo aguantar más, y aprovechando la oscuridad, subió a la carreta.
Al reclutar a un muchacho tan joven, el señor Finch, el maestro, contravenía el reglamento. Sólo debía aceptar alumnos capaces de escribir su nombre y de descifrar la Biblia. El aprendizaje de la lectura correspondía a los padres de familia que podían recitar de memoria los Salmos, gracias a los esfuerzos de su predecesor. El maestro se reservaba la responsabilidad de iniciar a los niños en la historia griega, de instruirlos en el cálculo, y sobre todo, de enseñarles latín. Grabar en la mente de los hombres el latín, la lengua universal, la de Dios, y la de los "autores morales", constituía la misión de la escuela.
Las protestas de la comunidad de Soulby por la captura del hijo más pequeño de los Petty fueron inútiles: el señor Finch era un misionero concienzudo, diligente y afanoso. Confundía la ciencia del bien y del mal con las reglas de la gramática latina, y domeñaba las almas inculcándoles las declinaciones. Se apoderó con voracidad de aquel pequeño ser caído en su escarcela.
A partir de ese momento, Will abandonaba Bonny Gate a las cuatro de la mañana, como los demás. Acudía a la escuela seis días a la semana provisto de papel, tinta, un mendrugo de pan y una vela. Llevaba también un arco, flechas y un guante para entrenarse en el tiro, el deporte que se practicaba en el patio.
El edificio, de una planta y adosado a la iglesia, se componía de una sola aula. En la tierra batida, una treintena de alumnos de todas las edades y de todas las condiciones se sentaban con las piernas cruzadas a los pies del maestro, y sostenían con la mano izquierda la vela que daba luz durante la lección.
Finch, ayudado por el más pobre de los alumnos mayores, un suplente armado con un látigo, dirigía los ejercicios caminando entre las filas.
Aprender de memoria. Recitar juntos. Discutir en latín, de dos en dos, algún aspecto de gramática o de teología. Desarrollar el argumento antes de que los otros hubieran tenido tiempo de contar hasta diez. Tales eran los principios de la pedagogía ordinaria.
A pesar de su pasión y de sus efectivos conocimientos, Finch era un pésimo maestro. Los Petty de Bonny Gate, como todos los hombres de la landa desde hacía veinte años, sólo conservaban de su enseñanza el recuerdo del garrote. Habituado como ellos a la violencia de los Borders, Finch estaba siempre encolerizado y basaba su autoridad en el terror. De la paliza a la autoflagelación; de la puesta en la picota en el patio de la escuela a los mea culpa en el coro de la iglesia, el castigo era su método. Mantenía a sus alumnos en tal estado de pánico que provocaba en algunos la parálisis de todas las facultades mentales. Los campesinos salían de la escuela llenos de odio y de miedo, y más salvajes e ignorantes que sus mayores.
El más pequeño de ellos no escapaba de la regla. Will Petty no tenía ninguna afición al estudio y se arrepentía amargamente de aquella primera desobediencia. Mentía con insolencia y devolvía golpe por golpe.
- ¿Dónde está tu hermano pequeño?
Zarandeado en el jergón de paja, George Petty, de trece años, se encogió de hombros y masculló entre sueños:
- Y yo qué sé.
- ¿Se ha quedado en la escuela?
El adolescente, ya completamente despierto, se incorporó.
A pesar de la oscuridad, vio que su padre, arrodillado por encima de él entre el caballo y la vaca, se había puesto el Jack, el grueso chaleco acolchado, entretejido de lana y acero, similar al de los Reivers. Ningún rasgo físico diferenciaba a los granjeros de Bonny Gate de los bandidos que los expoliaban. Cuando no llevaban la boina calada hasta los ojos, lucían el casco español, reliquia de las guerras de comienzos de siglo, puntiagudo, con penachos y con los bordes arqueados: el célebre morrión de los Borders. Se protegían con las mismas botas y los mismos escudos de cuero claveteado. Montaban los mismos ponis, el penco de las turberas, un pequeño animal peludo, robusto y con pie firme, que no requería ningún cuidado. Sin embargo, aunque los Petty de Soulby, al igual que los Reivers, cabalgaban tras sus rebaños todo el año; aunque eran, como ellos, criadores de ganado que recolectaban la avena en septiembre y cazaban furtivamente en invierno, no degollaban sistemáticamente a sus semejantes.
El padre repitió la pregunta con vehemencia:
- ¿Dónde está? ¿En Kirkby?
- Esta tarde Finch lo ha arrastrado de la oreja por toda la clase y le ha golpeado la cabeza contra la pared.
- ¿Por qué?
El muchacho se encogió de hombros en señal de ignorancia.
- Por nada. ¿Quizá porque no se sabía la lección? Finch lo ha vapuleado de tal manera que sangraba como un buey… Cuando lo he dejado, Will tenía la mitad de la cara desfigurada y juraba que nos libraría de Finch de una vez por todas. Por eso se ha quedado en la clase esta noche. Para vengarnos.
- ¿Vengaros de Finch?
Una risa malévola acogió esta perspectiva.
- Le deseo que disfrute con ello.
La mueca desdentada del padre se perdió bajo los pelos del bigote. Su rostro desapareció en la sombra del gran casco de acero. George sólo percibía el temblor de la lanza en su mano, la herramienta de los vaqueros que partían en persecución de los rebaños.
Fuera se oían los ladridos furiosos de los perros, los bloodhounds que seguían el rastro de los ladrones por la landa hasta sus guaridas de Escocia. También se oía a los caballos que piafaban y los lejanos toques de alarma que se respondían unos a otros en la cima de las torres.
- Destripar a ese puerco de Finch: ¡otros lo han intentado antes que el imbécil de tu hermano!
- Se ha jurado que le arrancaría la piel esta noche.
- Si las milicias del Lord de Soulby lo sorprenden lejos de nuestra casa después de la puesta del sol…
George sabía que la ausencia de su hermano equivalía a una falta merecedora del más duro castigo. La supervivencia se basaba en un pacto de ayuda mutua entre las aldeas que pertenecían al mismo amo: ¡pobre del vaquero que no se pusiera el Jack al oír el toque de alarma o del boyero que no montara a caballo al divisar los fuegos! La persecución inmediata de los ladrones hasta sus lejanas guaridas del norte era un deber del clan, un deber que tenía un nombre: the hot trod. De aldea en aldea, el trod arrastraba tras él a todos los hombres. El granjero que se negaba a dejarse llevar por aquel torbellino era considerado un cómplice de los Reivers. Y ahorcado. Los adolescentes, los primeros.
- Will está pidiendo a gritos problemas y golpes -concluyó George con calma-. Finch es más fuerte que él.
- Espera a que lo encuentre: si le gustan los golpes hasta el punto de dormir en la escuela, le haré coger el sueño aquí. Para siempre… ¿Oyes la campana? Suena en el norte. Los Reivers están en Warcop Bridge. ¡Quién sabe si no llegarán hasta la aldea!
- Will cuenta con su ataque para degollar a Finch.
- ¡Qué imbécil! Monta a caballo y ve a buscarlo. ¡Rápido!
Una expresión de terror recorrió el rostro de George.
- ¿Solo? Pero si los Reivers descienden hasta Kirkby y me encuentro con ellos…
El padre lo envolvió con una mirada glacial: decididamente, no sacarían nada de aquel muchacho. Era un cobarde. Sólo el pequeño tenía agallas. Prometía… En el futuro, sabría defender a los suyos.
Admitiendo que Finch no lo hiciese pedazos y que los Reivers no lo degollaran antes de que tuviera edad de responderles, los bandoleros encontrarían pronto la horma de su zapato.
- Reúnete con tus primos -ordenó el padre con desprecio-. Iré yo. Monta el poni de Buffield. Nos veremos en el puente.
Sin añadir ni una palabra más, se puso en pie, montó sobre el caballo, saltó la tapia y desapareció galopando hacia la aldea donde sonaba la alarma.
El techo del edificio contiguo a la parroquia era pasto de las llamas. A lo largo del río, unas sombras cargadas con cubos intentaban impedir que el incendio se propagara a la iglesia.
El jinete tardó sólo un instante en cruzar el puente y penetrar a caballo en la escuela.
La clase estaba vacía. Pero las pavesas que abrazaban el armazón bailaban, alegres, reflejándose en una amplia mancha roja en medio de la tierra aplanada. Había un cuerpo allí, anegado de sangre. Tenía la cabeza cortada. El jinete sólo dedicó una breve mirada al cadáver de máster Finch.
Permaneció en el umbral de la puerta con la lanza en la mano, escudriñando la oscuridad. Entonces percibió la alta silueta de su hijo, liberándose lentamente de la cortina de humo.
A pesar de sus diez años, Will era alto como un adulto. No era rechoncho como los demás muchachos, sino espigado y delgado. No tenía los cabellos de color paja ni los ojos claros. Y aunque el viento le había enrojecido la piel, conservaba la tez mate de su madre, las pupilas oscuras y la cabellera con rizos negros. Sólo el rostro menudo, la imberbe cara tumefacta y la mirada febril, fija en el jinete, revelaban el cansancio y la angustia del niño. Y el cuerpo endeble, como arrastrado desde delante por un peso excesivo. El padre no tuvo la menor duda de que Will sujetaba todavía el arma que había matado a Finch, probablemente un hacha.
- Déjala.
El niño no obedeció. Se volvió hacia la pared. Con la mano libre, tiró furiosamente de algo, una cuerda, una ligadura que no cedía.
- ¡Suelta eso!
- Están atados.
- ¡Salta a la grupa!
- Quieren quemar…
- ¡Te digo que saltes detrás de mí!
El jinete, lanzando brutalmente al animal hacia el niño, distinguió finalmente lo que llevaba en los brazos. Era una pila de libros, sujetos detrás de él a los anaqueles de la biblioteca con anillas y largas cadenas. El padre soltó una risa burlona.
- Después de lo que acabas de hacer, ya no los necesitas.
- Podríamos venderlos en la feria. Cuestan bastante.
- ¿Despojas a tus víctimas, pequeño?
- No estoy robando nada.
- ¿Ah, no?
Con la punta de la lanza, el padre hojeó los volúmenes.
- ¿No es pillaje esto? -se burló.
El niño no parecía entenderlo. Con la barbilla señaló al muerto.
- Había encontrado el modo de que no saliesen de aquí encadenándolos. Pero perdió la llave del candado.
- ¡Comienzas joven, chaval! No sólo lo mandas al infierno, sino que, antes de degollarlo, le arrebatas el manojo de llaves, la bolsa, el tesoro… ¡Bien hecho! Tarde o temprano, este cerdo debía acabar así. ¡Y esta porquería de escuela con él!
- Por mi honor, le he dado…
- ¿Por tu honor? ¿De veras? ¡Extraña manera de asesinar a la gente!
- Pero…
Comprendió finalmente el sentido del sarcasmo de su padre, el niño exclamó:
- ¡Yo no he matado a Finch!
No tuvieron tiempo de proseguir porque una viga se desplomó. El jinete aferró a su hijo por la cintura, lo obligó a soltar la presa y lo subió detrás de él. Salieron de un salto, en el momento en que el armazón del techo de la escuela se derrumbaba. Los libros se quemaron en medio de las llamas.
- Después de herirlo, los Reivers prendieron fuego…
El padre y el hijo cabalgaban en la noche. Bordeaban los meandros del Eden en dirección a Warcop Bridge. Se oía el ruido de los rápidos más abajo.
- ¿Escoceses?
- Ingleses.
- ¿Cuántos?
- Una veintena… Escaparon remontando el río. Yo estaba escondido fuera, en un orificio de la pared, al fondo del patio. Por allí me escapo con George cuando Finch pega demasiado fuerte… Esperaba mi momento. Contaba con devolverle los golpes que me había dado. Pero cuando lo oí gritar y vi lo que le estaban haciendo…
Con este recuerdo, la voz del niño se quebró. Permaneció en silencio un buen rato, como si el viento le hubiera cortado el aliento. El padre, si lo escuchaba, no manifestó el menor interés. Los Petty hablaban poco. Era un rasgo de familia. Imposible intercambiar con ellos más de diez palabras seguidas. Se expresaban con sus actos. Con la fuerza de un apretón de manos cuando sellaban un acuerdo y con la violencia de su cuerpo cuando se vengaban. Will no constituía una excepción.
Pero esta vez, después de una larga pausa, retomó su relato. Intentaba explicarse, aunque eso era contrario a sus costumbres.
Antes de que cayera de nuevo el silencio, se apresuró a decir:
- cuando lo vi, desangrándose y agonizando, con la garganta cortada, le prometí todo lo que quería. Le prometí salvar sus libros. Y otra cosa más…
Pegado a la espalda de su padre, se abrazaba a su cintura como para impedir que escapase.
- Le prometí que proseguiría en la escuela de Appleby -balbuceó en su oreja-. Iré allí a estudiar con el maestro. Lo juré sobre la Biblia y sobre la cabeza de todos los Petty… Cinco años más.
El padre se abstuvo de responder. Era inútil. Más de diez leguas separaban Soulby de aquel burgo del norte. La palabra dada a un moribundo era sagrada, pero la escuela de Appleby estaba demasiado distante para que Will pudiese cumplir su promesa.
2. Soulby-Appleby, 1598-1603
- ¿Cómo se traslada allí? ¿A caballo, en poni, en mula? ¿Quién le presta una montura? Al primero que pille ayudándolo, lo mato… ¡A pie! Irá a pie. Ida y vuelta.
Los accesos de ira de máster Finch parecían haberse reencarnado en la furia de William Petty padre.
Era el único que estaba descontento.
Desde la noche de Kirkby Stephen, ningún diplomado de Cambridge o de Oxford había acudido a reemplazar a Finch. La municipalidad, contraria a asumir el gasto que suponía la reparación del techo, dejó el puesto vacante. Los archivos dan fe de ello: veinte años sin maestro. El incendio de la escuela había devuelto a las granjas los brazos de todos los muchachos en edad de trabajar.
Excepto en Bonny Gate Farm.
George, el primogénito, no era el único capaz de ayudar a su padre. A los trece años, el menor podía dedicarse a las tareas más rudas. Aunque conservaba algunos rasgos distintivos -demasiado moreno, demasiado alto y demasiado delgado-, Will se asemejaba a todos los muchachos de los Borders. Tenía su resistencia, su obstinación y su astucia. Nadie sabía mejor que él tender trampas a los zorros, cambiar una herramienta sin valor por la escalera del vecino, apoderarse astutamente de la vaina que codiciaba, del puñal, del arcabuz. Un superviviente, como los demás. Era reservado, desabrido y taimado; pertenecía por derecho propio a la comunidad de Soulby.
Escapándose para ir a estudiar y negándose a participar en la vida comunitaria, desertaba. Su comportamiento se consideraba una traición. No sólo indignaba a los Petty de Soulby; irritaba a todo el clan.
El garrote se abatía sobre su espalda con una violencia sin igual. No esbozaba ningún gesto de defensa, no gritaba, no protestaba. Lo soportaba con los dientes apretados y los ojos llenos de lágrimas.
Cuando caía ensangrentado en el fango, su abuelo iba a interrogarlo y le transmitía sobriamente su tristeza y su vergüenza. Le mostraba la bajeza de su conducta y lo exhortaba a pedir perdón al cielo por el daño que causaba a los suyos.
- Tu puesto está aquí. Perteneces a Soulby. ¿Por qué te obstinas en desertar?
Will permanecía en silencio boca abajo. No podía decir lo que lo atraía allí, lo que lo retenía… No lo sabía.
- ¿Por qué nos abandonas?
Negaba con la cabeza. No tenía derecho a justificarse. Él también se consideraba culpable y se condenaba.
- ¿No te das cuenta, desgraciado, de que estás desobedeciendo los mandamientos del Creador? «Honrarás a tu padre y a tu madre…» ¡El garrote y las cicatrices en la espalda no son nada en comparación con los castigos que te esperan en el infierno!…No puedes librarte de las leyes más sagradas, Will. ¡Ni tú, ni nadie! En cuanto al honor, el tuyo y el de todos los William Petty de Soulby, no significa perseverar en el mal…
Will sabía que su abuelo era justo y sabio. Sus amonestaciones lo estremecían.
- El Señor, tu Dios, sufre por tu falta. Condena tus traiciones…
El anciano le hablaba entonces de fidelidad. Fidelidad a la palabra dada, pero sobre todo fidelidad al Todopoderoso y al clan.
- ¡No estás solo en la tierra y no eres libre!
… Fidelidad a la tradición, a los principios, al deber.
Al oírlo, Will vibraba en lo más profundo de su ser. Temblaba de remordimientos, tenía miedo y dudaba.
Pero la angustia no modificaba su comportamiento. Apenas restablecido, encontraba el modo de escaparse y desaparecer durante semanas enteras.
- La próxima vez que ese bastardo se quede a dormir en Appleby -gritaba su padre-, no volverá a caminar sobre sus dos piernas: ¡lo juro!
El padre intuía que Will no los abandonaba, a él y a toda la familia, por fidelidad a una promesa. No, no respondía por deber a la llamada en las terribles mañanas de invierno, a pesar de la distancia y las represalias.
Lo hacía por placer.
En la escuela, el muchacho había tenido una especia de flechazo.
Sin embargo, el hombre que reinaba en la escuela no tenía nada de seductor. Desaliñado, con el cabello largo y la barba descuidada, parecía salido de un bosque o de las entrañas de la tierra. Un gnomo o un sabio. La nariz chata, la boca bordeada por unos labios gruesos, la mirada viva y penetrante bajo las enmarañadas cejas. La fealdad del animal inteligente. O del filósofo.
Cinco años de gramática latina y de historia griega con Finch seguramente habían dejado alguna huella en la mente de Will, pues ante aquel personaje envuelto en un manto y con los pies desnudos, había pensado en el horrible Diógenes en su tonel. En Sócrates, que corrompía a los jóvenes.
El maestro de Appleby se llamaba Reginald Bainbridge. Aunque no pertenecía a la nobleza, su familia era una de las más antiguas del Westmorland. Uno de sus tíos había sido incluso cardenal en Roma, en la etapa católica del país. Él, por su parte, había nacido en una vasta granja a varias leguas de allí. Un niño del lugar que había estudiado en aquella escuela hasta el inicio de la adolescencia. Después se había quedado en la granja, ayudando en las labores del campo mientras sus hermanos combatían en las filas de los Howard de Greystoke. Durante muchos años, había cabalgado detrás de los rebaños de su padre, había ordeñado las vacas y esquilado las ovejas. Como todos. Después, en 1569, aunque era el más joven de los hijos Bainbridge, había heredado.
¡Y lo había vendido todo! Ganado, ovejas, caballos, todo. Pensaba financiar una nueva aventura con el producto de su herencia. No se trataba ni de una cruzada en Tierra Santa ni de una expedición al Nuevo Mundo, sino de una carrera universitaria. La decisión parecía asombrosa. Tanto en Oxford como en Cambridge, los alumnos ingresaban a los quince años, Reginald Bainbridge tenía casi treinta.
Al término de sus estudios en el Queen's College de Oxford, obtuvo brillantemente el título de Licenciado en Letras. El 19 de diciembre de 1579, el obispo de Carlisle firmó su nombramiento como director de la escuela de Appleby.
Actualmente tenía cincuenta años. La escuela era la pasión de su vida, y ya no la dejaría.
Para mantener el orden en la única clase de la escuela, Bainbridge también recurría a los castigos corporales, pero con una variante respecto a Finch: no experimentaba odio o placer. Otra diferencia: su enseñanza no era obligatoria. Ningún soldado iría a sacar a los alumnos de las granjas de los alrededores para llevarlos allí. Las familias los enviaban a la escuela por su propia voluntad. En cuanto a lo demás, idénticos horarios y las mismas condiciones de trabajo. En el programa figuraban el aprendizaje del hebreo, la lectura de la Biblia en griego y el conocimiento de los autores latinos tan apreciados por Finch: Catón, Virgilio, Plinio y Catulo.
Bainbridge no encadenaba los libros, pero les profesaba una devoción rayana en la veneración. Verificaba con regularidad su estado de conservación, azotaba a cualquiera que hubiera doblado el pico de una página y hacía el inventario de los anaqueles. Ya fuera por robo o por negligencia, la desaparición de un libro desataba en él una cólera temible. En este aspecto, actuaba sin piedad. Excluía de su enseñanza a cualquier alumno sospechoso de haber extraviado un volumen. Bainbridge adquiría sus preciosos libros en las ferias: treinta en diez años, obtenidos tras duros tratos con los vendedores. Sus enormes gastos recargaban el presupuesto de la escuela y provocaban el descontento de la municipalidad de Appleby.
A su muerte, Bainbridge dejaría a su sucesor doscientos noventa y cinco títulos.
No contento con formar la más extraordinaria de las bibliotecas para los campesinos de los Borders, mantenía correspondencia con sus lejanos colegas, los eruditos de Oxford. Conservaba numerosos amigos a los que informaba acerca de lo que observaba a su alrededor. Sus descripciones de una región que los eruditos visitaban de mala gana les resultaban muy valiosas para sus publicaciones sobre la historia y la geografía de Inglaterra. Con esa finalidad, Bainbridge anotaba el resultado de sus investigaciones y el fruto de sus hallazgos…
Porque tenía un capricho: descubrir los vestigios de la ocupación romana. Y conservarlos.
En este sentido, algunos de sus antiguos condiscípulos lo consideraban bastante extravagante. O un adepto a los cultos paganos, lo que suponía un gran peligro para su alma. Por desgracia, máster Reginald Bainbridge no meditaba con sus alumnos sobre la Biblia y las Sagradas Escrituras, sino sobre las pruebas tangibles de la existencia de antiguas civilizaciones en el suelo de Inglaterra. Soñaba con los latinos que habían invadido su país.
Cuando no traducía a Plinio o a Tito Livio, conducía a sus fieles a tamizar las tierras labradas y a cavar grandes agujeros en sus campos. Juntos, buscaban las huellas de las legiones -un mojón militar, un trozo de moneda o una inscripción-, preciadas reliquias de un mundo desaparecido para siempre.
A varias horas de camino al norte de la escuela de Appleby, entre los montículos de turba donde se parapateaban los Reivers con sus rehenes y el ganado robado, se extendían más de cien kilómetros de ruinas romanas. Allí se alzaba la formidable muralla construida por los soldados del emperador Adriano en el siglo II después de Cristo. Última frontera del imperio, el gigantesco bastión corría de este a oeste, aislando a los bárbaros de la Antigüedad en el fondo de la isla y defendiendo al mundo civilizado de las invasiones y de la destrucción. Las dos lenguas de tierra que bordeaban aquel parapeto habían sido eliminadas del mapa de Escocia y de Inglaterra en la noche de los tiempos; escenario de todos los horrores, pertenecían de hecho a los bandidos de los dos reinos, que se masacraban impunemente.
Bainbridge había ido dos veces a curiosear a aquellos lúgubres campos de batalla. En 1599 y en 1601. Y había ido solo. Había tomado notas y dibujado planos. Incluso había descubierto dos columnas - ¿los restos de un templo?- empotradas en un edificio medieval… Bainbridge soñaba con explorar el muro de Adriano, antaño jalonado de fuertes y de ciudades guarnicionadas. Y con llevar allí a sus alumnos.
Armarse de picos y palas. Caminar hasta la frontera, a la altura del antiguo campamento de Birdoswald. Cavar al pie de los cimientos. Buscar las herramientas de los legionarios, los pequeños altares elevados a sus dioses tutelares, las inscripciones, las armas, todos los testimonios de la vida cotidiana de los soldados. Llevar esos vestigios a Appleby. Salvarlos de toda destrucción posterior empotrándolos en la pared de la escuela. Presentar así la historia de su región a los campesinos de Westmorland.
A los amigos de Reginald Bainbridge, su propósito les parecía absurdo y ridículo. Su proyecto de excavaciones era, sin embargo, revolucionario. Aislado en su aldea, el maestro de escuela de Appleby había descubierto lo que se convertiría en una ciencia: la arqueología. Y una institución: el museo.
Por el momento, aquel prometido viaje por el espacio y el tiempo bastaba para justificar las carreras nocturnas de Will a lo largo del río Eden. No cabía ninguna duda: Bainbridge y sus proyectos insensatos corrompían a la juventud. William, el cabeza de familia de Bonny Gate, no era el único en afirmarlo.
El profesor debía su influencia, más que a sus conocimientos, a su entusiasmo, a las vívidas imágenes que sabía suscitar entre sus alumnos y a las relaciones que conseguía establecer entre ellos.
Con sus condiscípulos, muchachos llamados John Atkinson, Hugh Hartley o Ed Cook, Will compartía la curiosidad, la impaciencia y la sed de aventura. Descubría un mundo aún más desconocido que la historia de las invasiones romanas. Descubría la emulación intelectual. Descubría la estima. Descubría la amistad.
- El Señor me ha dado dos hijos -salmodiaba el padre en un tono profético-. El primero es un cobarde. El segundo, un traidor que abandona su aldea, deserta de su familia y dejará morir de hambre a su propia madre.
Petty senior había perdido la batalla contra la escuela. La obstinación de Will había provocado la admiración de las mujeres del clan. Sus primas Buffield y sus hermanas mayores se habían convertido en cómplices de sus artimañas y en orgullosos testimonios de sus huidas. Todas lo apoyaban.
Su dignidad bajo el látigo había sorprendido incluso a Ellen Petty, su madre… ¿Ella lo ayudaba a escaparse?, se preguntaba Petty padre. ¡Seguramente no! Pero sin duda lo sabía. Lo dejaba actuar y callaba. ¿Quién le proporcionaba una montura? ¿Quién lo abastecía de víveres? ¿Quién le daba alojamiento? ¿Era Ana, su hermanastra, hija de Ellen, magníficamente casada con un primo Buffield de Warcop, no lejos de Appleby? ¿O bien ese dichoso Bainbridge?
Cuando Will se dignaba a presentarse en Soulby, no revelaba sus secretos. ¡Que el diablo se lo lleve! ¿Por qué regresaba todos los meses a que lo insultaran, lo castigaran y lo encerraran? ¡Podría escapar y desaparecer para siempre! ¿Qué sentimientos lo inducían a volver? ¿Su madre? Ella era tan obstinada y misteriosa como él… ¿Una muchacha? El padre había notado que le gustaba la vida disipada más que a los demás. ¿Frecuentaba a alguna muchacha en particular? George contaba que Will estaba locamente enamorado de los ojos oscuros de Mary, la más pequeña de sus primas…
Pero Mary ya no existía. La peste se la había llevado el año anterior. La epidemia había diezmado la aldea, cebándose en los niños y en los ancianos. También había matado al abuelo.
Will había enterrado a su abuelo al lado de Mary, cavando a escondidas dos tumbas en la landa, a pesar de las leyes que ordenaban depositar los cadáveres en la fosa común.
En el invierno de 1602, la epidemia hacía estragos de nuevo. Y Will estaba de regreso. El muchacho reaparecía siempre en los momentos difíciles. Regresaba a la aldea in extremis, pero siempre lo hacía, y compartía los sufrimientos de los suyos. Su presencia y su apoyo no faltaban, el padre lo reconocía. Era incluso una regla de conducta, la única a la que Will parecía obedecer… ¿Tranquilizaba su conciencia resurgiendo así, de vez en cuando? ¡Ah, no! ¡Era demasiado fácil!, prorrumpía el padre. Estaba equivocado si creía que podía cumplir de golpe con todos sus deberes, borrar sus deserciones pasadas y redimirse sin esfuerzo. Ayudar a enterrar a los muertos no bastaba. ¡Que contribuyera a la existencia de los vivos! El tiempo apremiaba.
Ahora, el lúgubre haz de paja, muestra de que la peste había vuelto a afectar a Bonny Gate, pendía por encima de la puerta, balanceándose en un gancho. En el viejo carro de bueyes transportaban los cadáveres de dos hijas de los Petty. Ya no habría que reunir dote, ceder vacas y suministrar sacos de avena. Su desaparición no parecía una gran pérdida para nadie. Excepto para Will.
Esta vez, lo volvía más sensible a las acusaciones paternas y más vulnerable a todos los reproches.
Escuchaba con la cabeza baja.
- Fuera de la solidaridad entre los Petty, los Buffield y los Pool, fuera de Soulby, no hay salvación ni para ti ni para nadie. Y si la enfermedad me llevara…
En efecto, si el padre sucumbía, dejaría a su viuda embarazada. Con un niño de pecho de un año. Todavía dos hijas por casar. George de dieciséis años, robusto pero incapaz de dirigir la granja. Y Will.
- ¿En qué se convierten los granjeros que abandonan su aldea? ¡En personas al margen de la ley! ¡Excluidos! ¡Vagabundos! Si abandonas a tus animales, te juntarás con las hordas de vagabundos que mendigan de aldea en aldea, a los que echan de todas partes… O bien te unirás a los Reivers, que saquean y matan. ¡Antes de acabar ahorcados!
- ¿Qué esperas obtener de máster Bainbridge? -interrumpió secamente una voz femenina.
La intervención de Ellen Petty hacía la discusión más intensa. Era una mujer alta, morena, enjuta y ajada por las maternidades. Trajinaba la ropa y batía la mantequilla. No pronunciaba más de tres palabras al día y no expresaba jamás sus pensamientos. Por eso, sus palabras eran muy importantes. Se contaba que, en la época en que era la esposa de Robert Chamberlain en Ravenstonedale, una banda de Reivers la había violado. Que a continuación se habían divertido "marcándola", quemándole el sexo con el hierro candente que servía para marcar los bueyes. Esta mutilación pretendía volverla estéril. Los sucesivos embarazos de Ellen hicieron fracasar la extrema barbarie de la que había sido víctima.
- ¿Qué esperas de Bainbridge? -repitió-. ¿Que te lleve con él a la escuela y te convierta en su suplente? Recibirás veintiséis chelines al año, la limosna de los pobres que encierran en el asilo. ¿Esperas que vivamos con eso?
Will levantó la cabeza.
- Soy el mejor de la escuela.
Esta afirmación no encerraba ninguna fanfarronería. Sopesaba sus palabras:
- Podría ir a la universidad.
- ¡Lo han convertido en el idiota de la aldea -estalló su padre-, en un completo imbécil!
- ¡Bainbridge ha estado allí!
- Reginald era el heredero de los Bainbridge de Hilton -replicó la madre-. Poseía vacas y caballos. ¡Tú no tienes ni tendrás nunca nada!
- Podría conseguir una beca. El reglamento de la escuela de Appleby prevé la concesión de tres becas…
- Los muchachos de Soulby no dependen de la caridad de Appleby.
- Pero dependen de Kirkby Stephen, y la escuela de Kirkby Stephen dispone también de becas. Tres libras, seis chelines y ocho peniques al año… Para estudiar en Oxford durante siete años… ¡Como Bainbridge!
Generalmente, pero orgullo, Will se negaba a discutir. Esta vez, les confiaba sus pensamientos, desvelando de una vez su sueño más íntimo. Una confesión. Ellen Petty no calculó las consecuencias.
El tema estaba cerrado.
Tres días después de aquella breve conversación, el terrible bubón de los apestados reventó la ingle de William Petty padre.
El hijo pequeño no escaparía más de Bonny Gate: Ellen lo tomó por su cuenta. Conseguiría asentar en la granja a aquel muchacho -a aquel hombre de catorce años-, clavándolo a su pedazo de tierra.
A la viuda Petty se la obedecía. Incluso Will.
Con el fin del invierno, la Muerte se había ido con su guadaña un poco más lejos. La vida recuperaba sus derechos, más furiosa que antes. De repente, es intentaba gozar de los placeres que concedía la Divina Providencia y aprovechar el instante que precedía a la siguiente catástrofe.
En los primeros días de aquel mes de marzo barrido por las lluvias, los matrimonios se sucedieron. Se casaban en todas partes. Se bailaba en Ravenstonedale, se bebía en Kirkby y se amaba en Soulby. En cuanto a Reginald Bainbridge, se apresuraba a poner en práctica todos sus proyectos: esperaba realizar su viaje sueño.
- El martes va al muro. Con nosotros… ¡Date prisa!
Informado por sus antiguos condiscípulos, Will se contenía. No había puesto los pies en la escuela desde la muerte del cabeza de familia. Con la mirada fija en los surcos y la nariz en la gleba, empujaba el arado, segaba, layaba y leía las Escrituras. Sus esfuerzos por reemplazar a su padre y su deseo de responder a las expectativas de los suyos lo volvían desconfiado.
Los cuatro muchachos se habían citado en el río. Con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, Will escuchaba las últimas noticias de Appleby. Frente a él, el Eden, con una anchura de una decena de metros, crecido por las lluvias, arrastraba enormes piedras de arenisca.
- Bainbridge ha construido un anexo en el terreno de la escuela -contaba Atkinson, un adolescente de aspecto infantil que tenía que gritar para hacerse oír por encima del estrépito del torrente-. Ha compuesto inscripciones latinas que nos ha hecho grabar encima de la puerta… Inscripciones como las que encontró hace dos años… Vamos al muro a buscar noticias… ¡Ven!
- Los míos no me dejarán marcharme.
- Entonces, márchate sin decir nada. ¿O acaso crees que nosotros vamos a pedir permiso?
Will no respondió, evitando recordar a John Atkinson, a Hugh Hartley y a Ed Cook, que eran gentilhombres de nacimiento y que, para ellos, las reglas de juego eran diferentes. En la escuela, los ricos podían sentarse al lado de los pobres, al mismo nivel, a ras de tierra, en la misma clase. Los alumnos podían llevar la misma vida, ayudar en la granja, conducir los animales por la landa: el límite -completamente invisible- entre los que poseían la tierra y los que no la poseían era extremadamente rígido.
- Vente enseguida con nosotros.
- He dado mi palabra de que no volveré a escaparme.
- ¡Nos aburres con tus promesas!
- Es cierto: cuando abres la boca, Will, es para jurar tonterías a todos los muertos con los que tropiezas.
- ¿Y qué te ofrecen a cambio tus fiambres…, aparte de los golpes que ya no pueden propinarte?
Aunque los jóvenes rostros de Atkinson, Hartley y Cook no se parecían a las tres cabezas sibilantes de la serpiente tentadora, sí tenían su voz.
Will los vio partir. No lanzó un suspiro, no expresó el menor disgusto… Sólo el pesar por la ausencia de su padre, de su abuelo y de sus dos hermanas, cuyos brazos faltarían cruelmente para la cosecha de septiembre. Concentrado en su tarea, trataba de cumplir con sus obligaciones. Nadie en Soulby, ni siquiera George o las primas Buffield, sospechaba que brincaba de impaciencia; que el canto de las sirenas lo llamaba a lo lejos, en la frontera, en el muro.
Resistió tres semanas.
Después, una noche, sin ninguna señal premonitoria, robó dos caballos y desapareció.
Remontando el río protegido por la oscuridad y pasando regularmente de una montura a otra para no fatigar a los animales, Will se mostró al principio prudente. Un viejo instinto.
Pero pronto encontró la felicidad física de las carreras sin coacción, los locos placeres de la soledad y la fantasía… Era César, era Alejandro, que partía con todos los sentidos alerta, galopaba, aspirando con toda la fuerza de los pulmones su libertad, que le quemaba la garganta y lo embriagaba.
Aunque las landas de los Borders apenas tenían secretos para él, a Will le faltaba un elemento fundamental: conocer los acontecimientos que estaban perturbando su país. El episodio que en su aislamiento continuaba ignorando era, sin embargo, de la máxima importancia: el fallecimiento de la reina.
La noche de su muerte -el 24 de marzo, una semana antes-, un jinete había abandonado secretamente Londres en dirección a Edimburgo: en nombre de la corte de Inglaterra, iba a ofrecer la corona de Isabel Tudor al hijo de María Estuardo. Jacobo VI, rey de Escocia, se convertía en Jacobo I, rey de Gran Bretaña. El nuevo soberano, aunque de madre católica, se había criado en el culto anglicano. De educación protestante, no manifestaba ninguna intención de cambiar de religión. Ésta era incluso la condición sine qua non de su ascenso al trono. No obstante, debido a sus orígenes, la suerte de los papistas prometía mejorar, al menos durante algún tiempo.
Aquel día, 2 de abril de 1603, se disponía a entrar en sus nuevos dominios atravesando por el este el límite que separaba Escocia de Inglaterra.
Los campesinos ingleses del oeste no estaban informados de aquellos rápidos movimientos de la historia. Sin embargo, en el lado escocés, la noticia galopaba desde Edimburgo hacia la frontera: ¡Escocia ocupaba Londres, Escocia conquistaba Westminster! Todos los clanes, los McGregor, los Graham, los Armstrong y los Elliot, consideraban el ascenso de Jacobo Estuardo al trono de Inglaterra una victoria nacional. Un triunfo personal. Por fin habían domeñado a su viejo rival, a su poderosísimo vecino. Por todas partes, las tribus se aliaban para terminar el trabajo. Dos mil Reivers se agrupaban en el muro: iban a participar en la incursión de las tierras conquistadas y a apoderarse de su parte del botín. Se preparaban para el más lucrativo de sus pillajes, y contaban con disfrutar de la impunidad de los vencedores.
A lo lejos, en la cima de tres colinas, se perfilaban tres torres, las últimas huellas de civilización antes de los terrenos pantanosos.
Will conocía de sobra el peligro de aventurarse en las turberas. El viento le azotaba las orejas, arrastrando el perfume acre del fango seco. El olor subía de gruesas lomas de tierra y musgo que disimulaban las fortalezas de los bandidos. Sin embargo, embriagado con su recobrada libertad, unía con pasión la idea del peligro a la del placer y corría al descubierto, rápidamente, sin rodeos. No obstante, tardó varios días en llegar al muro.
Lo imaginaba como una gigantesca empalizada que le cerraría el cielo y le interceptaría el horizonte. Pensó que se había perdido, pues sus caballos, en vez de subir hacia las nubes, se deslizaban por la pendiente de una especie de zanja y chapoteaban en el fondo de un foso. A duras penas pudo escalar la otra vertiente: entonces, vio despuntar la interminable ruina. Corría de este a oeste, hasta perderse de vista. Un trazo negro, visible desde todas partes; una lengua de piedra, en algunos puntos con una altura de dos metros y en otros laminada hasta los cimientos, una línea que subía verticalmente por el flanco del collado, que almenaba las colinas, se sumergía en los valles y, con su sombra segmentada, estriaba el ocre de los pantanos, el verde de los escasos bosquecillos, la landa infinita.
Will se apeó. Siguió zigzagueando hacia el oeste, en dirección al campamento de Birdoswald, donde esperaba encontrar a Bainbridge. Avanzaba con dificultad, sujetando a los caballos por las bridas. Los animales tropezaban con los escombros de los fortines, las torrecillas desplomadas y los restos de los campamentos que jalonaban la muralla. Allí, el muro le llegaba al hombro. Con la mano libre rozaba el modesto parapeto que había ceñido el mayor imperio de la historia. Lo embriagaba la idea de que sus pasos siguieran las pisadas de Adriano; que pisara la tierra y la hierba que habían hollado los soldados del emperador; que rozara las piedras que quizá había tocado Suetonio, el secretario de Adriano, el autor de Vidas de los doce césares. Caminaba a paso lento, calculando que el gobernador Aulo Platorio Nepote y las cohortes de la VI legión Victrix habían respirado, mil cuatrocientos ochenta años antes, el mismo aire que él. La Antigüedad, ese sueño con el que Bainbridge había acunado su adolescencia, estaba viva y ahora palpable. ¡El mundo de los héroes y los dioses seguía existiendo!
Inmerso en ese estado de exaltación, oyó retumbar en el lado escocés como un lejano fragor de caballos. Volvió a sentarse en la silla, desvío el galope hacia el interior de las tierras y alcanzó el brazo del río que lo conduciría al pie del promontorio donde sus compañeros de la escuela estaban excavando.
Pero lo que descubriría allí le provocaría una gran desilusión.
El recuerdo de aquella primera semana de abril de 1603 permanecería grabado en su memoria y en la de los Borders. En Gran Bretaña, aquel periodo de la historia tiene un nombre: la Semana Maldita.
3. El muro de Adriano y las regiones fronterizas, abril de 1603.
La Semana Maldita
A la altura del fortín de Birdoswald, la muralla había medido en otra época casi tres metros de grosor. Actualmente sólo quedaba un delgado parapeto. Sin embargo, en las ruinas de la antigua ciudad guarnicionada no había necesidad de excavar muy hondo: los vestigios afloraban en el terreno. Esto explicaba la elección del maestro de Appleby y de los quince alumnos que estaban acampados allí.
En cuanto a los Reivers, también ellos tenían una excelente razón para ocupar el terreno en aquel lugar fronterizo: la escasa altura del muro les facilitaba el paso.
Una horda de jinetes podía saltar el obstáculo sin detenerse. Los cascos de sus caballos tropezaban con las piedras que arrastraban consigo, completando la destrucción del muro y pulverizando los fragmentos de los objetos alineados en la hierba, los trozos de estelas, las ánforas y las inscripciones, las modestas reliquias desenterradas por los discípulos de Bainbridge. Con las lanzas en la mano, la rubia barba rozando el Jack y la frente inclinada debajo del morrión que les ocultaba el rostro, los Reivers avanzaban en línea recta delante de sí, derribando y pisoteando a los chiquillos y atravesando la llanura con largos gritos guturales. Aquel clamor de guerra se prolongaba hasta el Eden, que corría más abajo. Will oía precipitarse sobre él aquel terrible alarido.
Oculto en el agua entre los peñascos, asistía impotente al paso de la tropa.
Si los Reivers descubrían a aquel hijo de granjero inglés que los espiaba, le robarían los dos caballos y le cortarían la lengua, la mano derecha y el pie, según la costumbre, para que no pudiera difundir por el valle la noticia de su llegada.
Cuando los jinetes, salpicándolo, lo dejaron atrás sin verlo, Will ató sus monturas a los árboles que había junto al río y trepó hasta la colina.
En la planicie, el pequeño campo donde se llevaban a cabo las excavaciones era un cementerio. Sus compañeros yacían aquí y allá, masacrados al azar, entre los hoyos y las herramientas. Se echó en el lodo, en medio de los niños muertos.
Muy cerca de él, los soldados de infantería atravesaban el muro detrás de los jinetes. Armados con arcabuces, remataban a los heridos a quemarropa, con un disparo en pleno rostro. Los cráneos estallaban con olor a pólvora.
Pronto, la atención de los Reivers fue atraída por un blanco más interesante: los pocos supervivientes que intentaban huir. Se divertían cazándolos en la llanura y disparándoles como si fuesen conejos.
Will alzó la cabeza y vio varias siluetas que corrían hacia el bosque con la esperanza de ponerse a salvo… Siluetas que pronto quedaban tiesas por un arcabuzazo. Entonces vio a Bainbridge. El anciano profesor, embutido en su manto, se tambaleaba. Volviendo la mirada en la dirección opuesta de donde procedían los disparos, Will descubrió lo que temía: un Reiver, con el mosquete apoyado en la horquilla de un palo, estaba apuntando a Bainbridge. Prolongaba su placer, esperando que su presa se hubiese puesto casi a cubierto. Will sólo necesitó un segundo para saltar, desviar la trayectoria del tiro, precipitarse sobre su maestro y conducirlo al bosque. Reapareció el tiempo necesario para arrastrar a John Atkinson, tumbado en el lindero de la maleza. Permanecieron escondidos en medio de las ramas que se inflamaban con cada salva. El fuego llegaba al bosque: los Reivers no se tomaron la molestia de desalojarlos de allí.
La última horda de ladrones, privada de blancos en movimiento, rompía los fragmentos de tejas y de cerámica a talonazos y culatazos.
Con una alegría feroz, aplastaban aquellos restos de civilización, que volvían a la tierra y al olvido. Los gritos de los rezagados se prolongaron por el valle con un eco cargado de odio.
Los Reivers descendían a lo largo del Eden en dirección a Soulby.
Los maldigo cuando nacen y los maldigo cuando mueren.
Los maldigo cuando están levantados y los maldigo cuando duermen.
Los maldigo cuando van a pie y los maldigo cuando van a caballo.
Los maldigo cuando comen y los maldigo cuando beben.
Will repetía las imprecaciones del obispo de Glasgow. No las lanzaba atronadoramente desde el púlpito como el religioso, pero las murmuraba día y noche ante el horror de los espectáculos que descubría: todas las granjas entre Carlisle y Kirkby quemadas. Cincuenta mil cabezas de ganado robadas, sin contar los caballos y las ovejas. «¡Señor Dios mío, concédeme que pueda llegar a tiempo!»
Los Reivers, seguros de su impunidad -al menos así lo creían-, no ponían freno a su barbarie. «¡Haz que no lleguen a Bonny Gate!»
Campesinos torturados. Mujeres destripadas. Muchachas violadas y mutiladas. Chicos raptados para pedir un rescate. «¡Protege a mi madre y a mis hermanas! ¡Salva a mi familia!»
Aunque su maestro, John Atkinson y algunos otros compañeros habían salido ilesos del bosquecillo de Birdoswald, Will no esperaba nada bueno: lo peor estaba por llegar. Lo presentía.
Los maldigo cuando ríen y los maldigo cuando lloran.
Los maldigo…
En su angustiosa carrera hacia Bonny Gate, en aquel regreso alucinado hacia los suyos, la realidad se confundía con la pesadilla.
La profecía de su padre se había cumplido: «El Señor me ha dado dos hijos. El primero es un cobarde. El segundo, un traidor que abandona su aldea, deserta de su familia y dejará morir de hambre a su propia madre.»
Al no participar en los combates de Soulby, al no defender su propia aldea, al no compartir el calvario de los suyos, Will había cometido una traición.
Jamás podría hablar de sus sentimientos ante el cadáver de su madre, que se balanceaba colgado de un gancho por encima de la puerta calcinada de Bonny Gate.
Puesto en la picota en el "Taburete del Arrepentimiento", es escabel de lejos, de Warcop y de Appleby, para asistir a la ceremonia. No se trataba de un suplicio, ni siquiera de un castigo. Era una condena a la muerte civil y a la culpa moral. Una erradicación del mundo: dejarlo al margen de la sociedad.
Sus compañeros John Atkinson, Ed Cook y Hugh Hartley estaban presentes. Incluso Bainbridge se veía forzado a asistir a aquel rito lúgubre de que se sentía en parte responsable.
Al comparecer en Kirkby Stephen, entre los miembros diezmados de la familia Petty, el maestro de escuela de Appleby se arriesgaba a sufrir la ira del clan. Era lo menos que podía hacer por aquel alumno que había desafiado todo para seguir sus lecciones. Ante el coraje del muchacho, Bainbridge experimentaba una especie de orgullo retrospectivo. Aquella intensa voluntad de estudiar con él halagaba al anciano profesor. Aunque hacía mucho tiempo que lo había percibido la capacidad de concentración, la inteligencia y la curiosidad de Will Petty, nunca había advertido las cadenas que lo sujetaban. El adolescente no había dejado entrever sus dificultades.
Ahora era demasiado tarde para expresarle su apoyo. Bainbridge sólo divisaba su nuca, que se ofrecía al escarnio.
Lo habían colocado desnudo en el transepto, cubierto con un sudario, como un muerto. Un orificio para la cabeza y dos para los brazos. Llevaba un cirio en la mano y un cartel en el cuello: «Esta persona no tiene honor.» Ni nombre ni patronímico. Ya no tenía identidad.
Los Petty, los Buffield, los Pool, todos los parientes y todos los amigos que habían escapado de la masacre desfilarían delante de sus despojos. Uno tras otro, indicarían su origen y su oficio antes de escupirle en el rostro en señal de rechazo. Así rompían su vínculo con un paria que a partir de ese momento no tendría familia.
Su hermano mayor se acercó el primero. Su voz resonó clara y nítida bajo la bóveda:
- George Petty, granjero de Soulby.
Hizo una pausa. Cayó un silencio pesado por la presencia de la madre ahorcada y las hermanas asesinadas. George escupió recto delante de él, y alcanzó a su hermano menor en la frente.
Will se estremeció. No levantó los ojos. Los que lo recordaban orgulloso y firme bajo el garrote se extrañaron al verlo ceder ante el insulto, como si tuviera miedo. Su debilidad multiplicó el deseo de todos de herirlo.
- John Petty, aparquero de Ravenstonedale.
- John Pool, campesino de Greystoke.
- John Atkinson, gentilhombre de Appleby.
Al recibir la saliva del amigo al que había salvado la vida en el campo de Birdoswald, Will pareció encogerse, pero no intentó zafarse. Recibió el desprecio con la cabeza baja, evitando las miradas. La vergüenza lo había transformado en un harapo que sólo conservaba de humano el dolor.
Lo que sus acusadores no podían calcular eran los sentimientos que experimentaba contra sí mismo. Si se hubiera podido entregar a su propio desprecio, el condenado se habría castigado con más cólera y asco. Si eso era posible.
- Ann, de la aldea de Warcop…
La voz no expresaba ni reivindicaba nada. Repitió muy lentamente:
- … Ann Buffield.
A aquella mujer, su hermanastra, alta, enjuta y morena muy parecida a su madre, debía su supervivencia en Appleby. Ann lo había albergado y alimentado, permitiendo con su hospitalidad en la aldea cercana los años de estudio con Bainbridge.
Inmóvil ante él, lo contemplaba con una piedad infinita.
Will esperaba que lo escupiera, pero no fue consciente de que lo hiciese. No levantó los ojos. Ni siquiera sobre ella.
Los que lo querían ya no podían alcanzarlo. Su falta lo volvía intocable. Le ponían fuera del alcance del afecto y el odio.
Sin embargo, cuando oyó pronunciar el nombre de Ann Buffield, Will habría llorado. Si hubiese podido, si hubiese sabido…
Un vagabundo sin referencias, una voluntad destrozada, un alma envilecida por el sentimiento de culpabilidad, así era el adolescente al que iba a recoger el maestro de Appleby. De aquel excluido, Bainbridge pensaba hacer un filósofo y un erudito. La tarea se revelaba ardua.
A partir de entonces, Will vivió escondido en el desván de la escuela. Arreglaba las ventanas, serraba madera, construía mesas y estanterías, y se mantenía activo de la mañana a la noche.
Sin embargo, se negaba a abrir un libro.
No participaba en las lecciones y parecía incapaz de realizar el menor trabajo intelectual. Las lecturas más fáciles no captaban su atención. Ni siquiera las enseñanzas de su benefactor, sus entusiastas discursos sobre las costumbres de los romanos, despertaban su interés. Virgilio, Plinio y Tito Livio, los autores que tanto le habían gustado, le habían traicionado. Ya no le impresionaban. La curiosidad era sinónimo de pecado. «¡Sin embargo, este muchacho prometía convertirse en un excelente latinista! -se lamentaba Bainbridge, viendo cómo se dedicaba, con una obstinación feroz, a las tareas más humildes-. ¿Cómo encontró en el pasado la energía para aprender? ¿Qué misterios vislumbró? ¿Qué perspectivas sobre el mundo del saber le dieron en otro tiempo semejante sed de conocimiento?»
El maestro no conseguía ni siquiera que recobrara la esperanza.
¡Infiel a Dios también!
Tras el fallecimiento de Ellen Petty, los tíos de la rama Ravenstonedale habían mandado reconstruir Bonny Gate. Sus hijos menores se habían instalado allí en compañía de George, a fin de que la granja no pasara a otros arrendatarios. Bonny Gate permanecía, pues, habitada por los "Petty de Soulby". Nadie se interesaba ya por la suerte del desterrado. Para todos, Will había dejado de existir. Lo habían olvidado. Incluso sus antiguos compañeros de escuela aceptaban la evidencia y lo consideraban una persona despreciable… Tan despreciable que podían permitirse mentir o robar delante de él. Así, John Atkinson, que había bailado al son que tocaban mientras lo desterraban, robó en su presencia un volumen que anhelaba de la biblioteca de la escuela.
La mirada que los dos muchachos intercambiaron en esa ocasión selló entre ellos un pacto de reciproco desprecio. Pero poco importaba la desaprobación de Will Petty. Atkinson sabía que su compañero no lo denunciaría. Sabía que Petty callaría. Un ser sin honor no podía intervenir. Un muerto no interfería en el mundo de los vivos.
4. Nueve meses después, Naworth Castle, una de las numerosas propiedades de la familia Howard en el condado del Westmorland, 1604
Las murallas almenadas del castillo de Naworth, soberbia masa de piedras doradas y grises, se recortaban sobre el intenso verde del bosque: una visión familiar para Reginald Bainbridge. Pero el vaivén de los operarios bajo el blasón de la poterna, el rumor que subía de los dos patios consecutivos, el atasco en el estrecho pasadizo que conducía del uno al otro y los martillazos que sacudían violentamente la torre de la derecha, una torre achaparrada donde se estaba construyendo una escalera y una biblioteca, toda aquella agitación, en un lugar largo tiempo abandonado, desentonaba.
El personaje, el excelentísimo señor al que Bainbridge visitaba regularmente en aquella obra, era un viejo conocido. Los dos hombres pertenecían a la misma academia científica, la Antiquarian Society, de la que eran miembros fundadores desde 1572. Compartían los mismos cómplices en Oxford y los mismos amigos en Cambridge, y se carteaban con las mismas personas de Londres.
Pero sólo se parecían en eso.
Bainbridge era menudo. Con sus gruesos labios, su barba demasiado larga y sus sandalias, evocaba a un fauno salido del bosque. Su anfitrión media más de un metro noventa. Con la frente despejada -una frente tan amplia que ocupaba la mitad del rostro-, recorría a paso largo las propiedades que estaba restaurando a cambio de una gran suma de dinero.
Cuando el señor y el maestro de escuela atravesaban juntos el inmenso atrio y pasaban delante de los extraños animales que flanqueaban la chimenea, el gran toro rojo de los Dacre, el grifo alado, el delfín de los Greystoke y el cordero de los Multon, parecía que ambos pertenecieran al mismo universo poblado de mitos y símbolos. Un gnomo y un gigante. Dos emblemas. Dos leyendas. Reginald Bainbridge había encontrado un interlocutor a su medida. Lord William Howard de Naworth, bautizado por sus contemporáneos como Bauld Willie, "Willie el Audaz", era una fuerza de la naturaleza de la que, cuatro siglos después de su muerte, se hablaba todavía en Westmorland.
Apasionado de la historia, se interesaba por las piedras antiguas y compartía con el profesor de Appleby la misma consideración sobre el pasado. Un interés de erudito. Se preocupaban poco por la estética. La elegancia de una inscripción, las proporciones de un altar y la belleza de una estatuilla los dejaban indiferentes. Sin embargo, ¿el origen del objeto? ¿Su función? ¿Su evolución? Durante sus excursiones por el campo, los dos amigos se planteaban doctas cuestiones y razonaban como eruditos.
Sin embargo, hacía algún tiempo que Bainbridge daba a la conversación un carácter más personal. Hablaba en particular de los méritos del alumno que era en aquel momento suplente suyo. De sus cualidades y sus dotes intelectuales… En pequeñas dosis, pero con insistencia.
- Conozco a ese joven desde hace años… Una rapidez y una memoria prodigiosas… a pesar de las dificultades.
Ante Lord William, Bainbridge evitaba evocar el Taburete del Arrepentimiento y el deshonor que estigmatizaba a su protegido. No contaba que el adolescente estaba apartado del mundo desde aquel episodio. No reconocía su propia dificultad para comunicarse con él.
- Lee el griego con enorme facilidad… ¡Y no sé qué hacer con él!
- Vuestro protegido os ayuda, es un comienzo.
- Y un final. Merece algo mejor que barrer la escuela y azotar a los malos estudiantes.
- ¿Por qué no le enviáis a Oxford?
- Si lo recomiendo yo, no hay posibilidades.
- ¿Cómo? ¿Con el crédito del que gozáis en el Queen's College?
- En relación a los becarios, he agotado mi cuota.
- ¡Me asombráis!
- Hace veinte años que envío al Queen's a todos los hijos de pordioseros a los que la universidad podría convertir en mediocres pastores. Los profesores protestan. Espera que les proponga hijos de nobles, no menesterosos. Quieren gentilhombres cuyos padres enriquezcan el colegio con sus donativos, su protección y sus legados. Necesitan estudiantes acomodados que aumenten su prestigio… Mis alumnos ya no son aceptados, a menos que tengan una renta de cincuenta libras al año. En cambio, si Vuestra Gracia escribiera al decano de su colegio en Cambridge…
- Resumiendo, máster Bainbridge -lo interrumpió el señor sonriendo-, ¿qué tiene de extraordinario ese muchacho que merezca que me tome la molestia de recomendarlo en Cambridge?
El anciano maestro movió la cabeza, pensativo, y dijo:
- ¿Vuestra Gracia desea terminar definitivamente con la violencia de los Borders?
- ¿Qué os parece, Bainbridge?
- Entonces Vuestra Gracia debe educar a los niños del Westmorland.
- Si os comprendo bien, ¿os gustaría que enviara a todos vuestros protegidos a la universidad… pagando de mi bolsillo?
- A algunos.
- No habéis contestado a mi pregunta: ¿por qué ése?
- ¡Porque Will Petty es digno de vos, digno de los Howard y de su grandeza!
Bainbridge guardó silencio durante un instante para permitir que su interlocutor meditara sobre aquella declaración. Luego, cambió sutilmente de tema y recordó la suerte de otro joven:
- El desdichado sobrino de Vuestra Gracia, Thomas Howard, hijo de vuestro difunto hermano Philip, tiene sin duda la edad de mi alumno. Un poco mayor tal vez… ¿Dieciséis o diecisiete años?… Sé perfectamente que Vuestra Gracia no puede hacer nada para ayudar a su pobre sobrino, para protegerlo y educarlo. Pero en el caso de mi suplente, Vuestra Gracia puede hacer cualquier cosa…
Bajo su aspecto de hombre rudo, Reginald Bainbridge era un hábil diplomático. Al evocar el fantasma del hermano mayor de Lord William y la desgracia de su sobrino Thomas, heredero del título, del nombre y de las armas de los condes de Arundel, el maestro de escuela despertaba en su interlocutor inquietud y remordimientos.
La historia familiar de Lord William Howard era tan sangrienta como la tierra de la que acababa de volver a tomar posesión. Su padre, acusado de complicidad con María Estuardo, había sido decapitado por la reina Isabel. Difíciles comienzos para un niño. Sin embargo, cuando Lord William cumplió los catorce años, su futuro pareció despejarse. Su hermano mayor, Philip Howard, hijo del primer matrimonio de su padre, frecuentaba la corte y se lo consideraba el nuevo favorito de la reina. Isabel estaba loca por aquel joven y no podía prescindir de él…
Si Lord William pensaba que iba a salir del apuro gracias a la buena fortuna de su hermano mayor, se equivocaba. El amor de la soberana iba a costarles caro.
Los dos hermanos se habían casado con dos hermanas, las dos herederas de los Dacre of the North, los más temibles señores feudales ingleses, que poseían la tierra y las fortalezas de los Borders… Dos fervientes papistas. Dos esposas abandonadas.
Una, la mujer de William, apenas tenía nueve años en el momento del matrimonio. La otra, la esposa de Philip, había llegado a su vida en la época de sus reales amoríos, cuando él sólo se ocupaba de complacer a Su Majestad.
Sin embargo, a fuerza de paciencia, la una y la otra habían terminado por atraer a sus fogosos maridos al lecho. Pero no limitaron su victoria a aquel triunfo de la coquetería: condujeron a sus respectivos maridos a la religión, la única, la verdadera, la de sus antepasados: ¡la religión católica!
La conversión de Philip y de William, aunque tardía, fue sincera. El primero lo pagó con la vida; el segundo, con el patrimonio.
Philip, el favorito, fue encarcelado en la Torre de Londres: allí sucumbió, víctima de los celos de Isabel y de los maltratos de sus carceleros. Algunas personas murmuraron que había sido envenenado. Cualquiera que fuera el medio empleado para hacerlo desaparecer, murió al cabo de largos años de sufrimiento, como martirio por su fe, sin obtener el permiso para ver a su hijo, el pequeño Thomas Howard, nacido en 1585, durante su cautiverio. A este heredero, la vengativa Isabel le confiscó sus bienes y su título: el huérfano no podría hacerse llamar "conde de Arundel" como su padre, ni habitar en Arundel House, la mansión familiar situada a orillas del Támesis, en el Strand. En cuanto a la madre del niño, la inconsolable viuda de Philip, perdía todas sus propiedades, los numerosos castillos de los Dacre en los Borders.
Lord William conoció los mismos desastres. Sin embargo, la indiferencia de la reina le evitó un largo encarcelamiento. Y la muerte.
De pequeño había estudiado en Cambridge. Las vicisitudes del destino le confirmaron su desmesurado amor por el saber y por la vida al aire libre. Esperaba días mejores en el campo viviendo como gentilhombre rural, cazador de ciervos y amante de los libros. Hasta los cuarenta años. ¡Hasta la primera semana de abril de 1603!
La Semana Maldita había cambiado su existencia… Y a él también.
Con la llegada al trono del hijo de María Estuardo, Lord William Howard era perdonado. ¿No había muerto su padre en el patíbulo por haber intentado salvar a la reina de Escocia?
Como fiel barón que era, se había dirigido a la frontera para recibir al nuevo soberano: esperaba acompañarlo hasta Londres. Sin embargo, el terremoto que sacudió la región a pocos kilómetros de Newcastle, donde residía el rey, cambió el curso de su destino. En el mismo momento en que Jacobo I recibía la noticia de las matanzas, comprendió que los Reivers impedían la unificación de su reino, conducían a Inglaterra y a Escocia a la guerra civil, y amenazaban la legitimidad de su ascenso al trono. «¡Castigad a esos rebeldes!», gritó. Su arrebato de cólera sólo podía compararse con su determinación de desembarazarse de los bandidos. El rey promulgó una serie de edictos que se resumían en tres palabras: «Linchadlos a todos.» «Si un inglés roba en Escocia o un escocés roba en Inglaterra cualquier cosa que valga doce peniques o más, será colgado sin más procedimiento.» El gobierno real se dotaba de los medios necesarios para aplicar la ley: enviaba al escenario de las matanzas a cinco mil hombres armados, conducidos por sus mejores barones.
Lord William Howard galopaba a la cabeza.
Tenía un interés vital en el exterminio de los ladrones. En aquel mes de abril de 1603, su esposa, sus seis hijos y sus seis hijas se encontraban sitiados en Thronthwaite, la mansión que tenía arrendada no lejos de Appleby, a la espera de volver a tomar posesión de sus feudos, en particular del de Greystoke y del castillo de Naworth, la inmensa fortaleza que estaba en ruinas en el muro de Adriano, a la altura de antiguo campamento romano de Birdoswald… ¿Los Reivers habían pensado en la impunidad? Los excesos de la Semana Maldita firmaron su sentencia de muerte: ¡Lord William les ajustaría las cuentas!
No sólo llegó a tiempo para salvar a su familia, sino que en quince días hizo que se balancearan en los patíbulos de Appleby los cadáveres de más de trescientos sesenta Reivers. Un preludio. Durante los cuarenta años venideros, William Howard de Naworth trabajaría en el apaciguamiento de los Borders. Lo conseguiría.
Héroe en el campo de batalla, juez equitativo en los tribunales, hábil administrador, agrónomo, bibliófilo, anticuario, padre ejemplar y marido fiel, Willie el Audaz tenía sin embargo una mancha: era un predador codicioso, un pariente sin escrúpulos que trataba de expoliar a la mujer de su hermano. Aprovechando la debilidad de la viuda y del huérfano, había conseguido apoderarse de toda la herencia de la familia, de los bienes de los Howard y de los Dacre, en beneficio de sus propios hijos.
En aquella encrucijada de caminos lo esperaba Reginald Bainbridge.
Cambiar la educación de Thomas Howard -el hijo de Philip, el sobrino al que Lord William intentaba despojar- por la instrucción de un hijo de un campesino. Trocar el sustento de un gentilhombre por una beca de estudios destinada a un granjero. Compensar, mediante aquella transacción moral, su deshonestidad con respecto a su pariente. Tranquilizar su conciencia mostrándose generoso y benévolo con la juventud del Westmorland… No tenía nada que perder.
Las alusiones del maestro de escuela se apoyaban en aquella tortuosa casuística.
Al colocar en el mismo plano al vástago de un ilustre linaje y a su miserable suplente, dos muchachos preparados para ir a la universidad, conducía a Lord William a donde deseaba llevarlo. Las luchas de intereses entre los miembros de la familia más poderosa del reino iban a resultar provechosas para el más sombrío de sus administrados.
Más que un filosofo, Bainbridge parecía un jesuita. Con aquel trueque unía la suerte de Thomas, el heredero desposeído de los condes de Arundel, con la del indigente al que intentaba enviar a la universidad. Si Thomas Howard y Will Petty satisfacían algún día sus ambiciones, cada uno de ellos poseería quizá aquello de lo que el otro estaría desprovisto. El primero, el patrimonio; el segundo, el saber. Dos destinos, unidos desde el principio, que las Parcas tejían juntos.
5. Appleby, 1604
- Lee esta carta.
Bainbridge, con el rostro enrojecido y la barba desgreñada, llegó al patio de la escuela. Blandía dos hojas. Una estaba doblada y sellada; la otra, desdoblada. Se encaminó hacia Will.
- ¡Deja ese martillo, siéntate en el banco y lee!
Bainbridge le tendió la hoja abierta. Will obedeció y se sentó. El maestro permaneció de pie.
- Lee en voz alta.
- «Deseo que el portador de esta carta, el señor William Petty, según dicen muy serio y con una piedad ejemplar, sea matriculado en la Universidad de Cambridge…»
La voz se le quebró.
Will había dejado caer las manos sobre las rodillas. El maestro no se fijó en su expresión.
- ¡Continúa! -ordenó.
- «… que sea admitido en el Christ' College, y que pague el predio de sus estudios trabajando…»
- ¡Ahora perteneces a la familia de Lord William Howard de Naworth!
Bainbridge estaba exultante. Su alumno más aventajado seguía sus pasos. Orgulloso de su éxito, puso en el banco, ante Will, la segunda misiva: el trofeo. Era la preciada minuta de la carta de recomendación: el documento que llevaba el sello de los Howard.
- Entregarás esto, en propia mano, al decano de tu colegio… ¡Una protección de este tipo te abre todas las puertas!
Se produjo un instante de silencio. El maestro saboreaba su triunfo.
- No puedo aceptar.
- ¿Cómo?
- No iré.
- ¡No irás!… ¿Por qué?
- Agradezco el esfuerzo que habéis hecho.
- La Providencia te envía esta gracia…
- No soy digno de ello.
- ¡Blasfemo! ¡No se puede rechazar la gracia de Dios!
Bainbridge, dolido, se enfureció aún más:
- En efecto, no eres digno de esto. ¿Quién eres tú para decidir en lugar del cielo? En su infinita generosidad, el Señor satisface tu deseo más querido… -El profesor se interrumpió un instante para recobrar el aliento.
Rojo de indignación hasta la raíz del cabello, miraba severamente a su alumno. Will desafió su ira y sostuvo su mirada durante un instante. Después apartó los ojos y se levantó. Recogiendo las tablas de la biblioteca que estaba consolidando, hizo el gesto de marcharse. Bainbridge le cerró el paso, le hizo frente y prosiguió con dureza:
- No puedes aceptar porque deseas ir a Cambridge con toda el alma. Es eso, ¿no? El verdugo de sí mismo: «He pensado que mis culpas serían menores si me condenaba a sufrir.» Poniendo neciamente en práctica estas líneas de Terencio, me demuestras que no has comprendido en absoluto a los autores de la Antigüedad. «He sentido que no debía permitirme ningún goce…» Pero, ¿quién ha hablado de goce? -estalló Bainbridge-. ¿Quién ha hablado de deseo o de placer? En adelante, servirás al Señor, tu Dios, tu vida estará dedicada a la Iglesia como la de todos tus compañeros a los que el nacimiento no garantiza una herencia suficiente para aspirar a otra carrera.
Bainbridge lo acuciaba, impidiendo con aquel torrente de palabras la menor objeción. Prosiguió más pausadamente, con el tono que utilizaba para inculcar las verdades más elementales.
- Cambridge nació de una escisión de Oxford… En el siglo XIII, algunos clérigos de los nuestros fueron forzados a instalarse en otra parte… ¡Se establecieron en Cambridge para su desgracia!
Incluso cuando se alteraba, el maestro de Appleby seguía siendo un Oxfordman. No podía evitar subrayar la primacía de su universidad: la rivalidad entre las dos instituciones continuaba siendo muy virulenta.
- … Oxford o Cambridge, a ti no te importa: el curso será el mismo. Estudiarás gramática latina durante tres años, retórica y lógica. El primer ciclo se denomina trívium. Una vez convertido en bachiller, recibirás las órdenes menores. Entonces podrás disponer de una parroquia, rica o pobre, según la protección que te dispense el decano. Te hago notar que el decano del colegio al que te envío fue becario. Ingresó como tú, como alumno de tercera categoría. Fue también un sizar, que recibió su size de pan y su ración de leche a cambio de tareas domesticas. Tú, para pagar tu cuota, lo servirás a él, a uno de los profesores o a algún alumno menos pobre que tú… Te advierto que la competencia es feroz entre los sizars. Te interesará mostrarte más diligente y brillante que los demás. Un triunfo espectacular podría asegurarte, más tarde, una cátedra de latín o de griego: una fellowship. Basta con que renuncies al matrimonio. Y, en consecuencia, a las relaciones con las mujeres…
Will escuchaba, fascinado. La maniobra parecía tener un resultado satisfactorio: Bainbridge bombardeaba a su alumno con tantos detalles que éste no podía interrumpirlo ni hacerle preguntas.
- … Estos éxitos no son necesarios para los pensionados, los hijos de los comerciantes y de los terratenientes que pagan sus estudios -prosiguió, imperturbable-. Éstos terminan más bien como juristas en las Inns of Court, los Colegios de Abogados. En cuanto a los vástagos de la aristocracia, los fellow commoners, basta con que enriquezcan el colegio con donaciones en especie; no se les exige nada. Seguramente disponen de las mejores habitaciones y cenan en la high table con el decano y los profesores. Pero tú… Tú necesitas hacer un esfuerzo para superarte. Déjame en buen lugar. Demuestra que eres el mejor de todos. Cuando seas sacerdote y bachiller, podrás obtener, como yo, la dirección de una escuela. También podrás inscribirte en un segundo ciclo de cuatro años, el quadrivium: aritmética, música, geometría y astronomía, a las que se añadirán las tres filosofías de Aristóteles. Siete años en total para estudiar las artes liberales, las técnicas en las que se asienta el trabajo intelectual… Siete años, como el aprendizaje de los artesanos con los maestros de los gremios. Este recorrido te convertirá en un profesor de mi rango. O en un ministro del culto que pueda servir dignamente a Dios…
Will no dudaba de la verdad de aquellas palabras. No pensaba ni siquiera en cuestionarse su propia vocación religiosa. Le aseguraban que sería "ministro de culto". Bien, pero, ¿de qué culto? Bainbridge no lo especificaba… ¿Católico? ¿Anglicano? ¿Luterano? ¿Calvinista? ¿Puritano? Ése era, sin embargo, el problema.
Tras la excomunión del rey Enrique VIII, dejó de haber en Inglaterra curas, monjes y frailes. Sin embargo, después de su muerte, su primogénita, la reina María Tudor, una papista feroz, abrió nuevamente los conventos y restableció la jerarquía católica: sacerdotes, arciprestes y cardenales. Dignidades que fueron suprimidas de nuevo por la segunda hija de Enrique, la reina Isabel, nacida de un divorciado y, por tanto, bastarda a los ojos de Roma.
Las universidades se adaptaban a los cambios. Los colegios renovaban el mobiliario de las capillas, instalaban o desterraban los órganos, y bajaban o subían los altares, según los tiempos. Pero nada cambiaba, salvo los profesores. Cuando su enseñanza entraba en conflicto con la religión del soberano, eran reemplazados y, a veces, decapitados.
Al cabo de cuarenta años de reinado, Isabel había conseguido imponer su visión del mundo. En la primavera de 1604, su sucesor respetaba su voluntad. Jacobo I favorecía, incluso con exceso de celo, la religión del partido que le había dado el trono. Se las daba de teólogo, y vigilaba personalmente la idoneidad de los pastores que enseñaban en su universidad. Will iba, pues, a penetrar en el santuario de la Iglesia anglicana, un templo en el que la simpatía hacia la idolatría papista era reprimida.
Sin embargo, el celibato, último vestigio de los orígenes monásticos de la universidad, abolido en cualquier otra parte entre los miembros del clero inglés, seguía siendo un dictado impuesto a los profesores, como le recordaba Bainbridge. En cuanto a los alumnos… Oficios dos veces al día en la capilla. Veinticuatro horas de teología a la semana. Doscientas treinta conferencias al año sobre el pecado original, la gracia, la fe y la Biblia.
- Si quieres expiar tus faltas, podrás hacer penitencia: el lugar se presta a ello… La universidad te ofrecerá todos los tipos de castigo imaginables. ¡No te prives de ellos! Sufrirás, si lo que buscas es el dolor.
En un intento por atenuar la aspereza de sus últimas palabras, el maestro añadió:
- No te envío solo… Su Gracia Lord William, con su inmensa generosidad hacia los niños de Westmorland, extiende su protección sobre otro de mis alumnos, el mejor de tus condiscípulos. Tu amigo Atkinson te acompaña… Pero no creas que os hago un regalo. Durante mucho tiempo no dormiréis en un lecho de plumas y de rosas.
Bainbridge volvió a coger la misiva que había dejado en el banco.
- Lo quieras o no, dejarás este refugio, muchacho: ¡te despido! Y ahora… -Le lanzó el preciado pergamino-… ¡te toca jugar a ti!
Con un movimiento reflejo, Will cogió la gruesa hoja doblada en cuatro partes que las cintas y la cera hacían que pesara más: Cambridge, ¡el imposible sueño del campesino de los Borders!