11. Beverley, Yorkshire, 1608-1612
- Prometedme, señor Petty, que, cuando estemos casados, no hospedareis en nuestra casa más de diez alumnos a la vez.
A la salida del sermón en la catedral, con la Biblia en la mano, el maestro de escuela acompañaba a su novia al taller paterno. El matrimonio de la señorita Fanny, la hija del sastre Bloomer, con el diacono recién salido de Cambridge estaba previsto para septiembre de 1612.
Mientras paseaba tranquilamente al lado de su prometida, Will no tenía la impresión de estar soñando. En absoluto. Incluso estaba convencido de que aquel compromiso lo dictaba la voz de la razón y del honor: la vida tal y como debía ser vivida. Al menos quería creerlo. Lo creía, pues. Pero, aunque representaba con toda la buena fe del mundo el papel de la respetabilidad, encaraba el futuro con una sonrisa no exenta de escepticismo.
- ¿Queréis decir, querida señorita Fanny -bromeó-, que con los veinte niños que vais a darme tenéis miedo de que estemos un poco apretados en la escuela?
Al instalarse, tres años antes, en el desván del antiguo convento de los monjes de Beverley, a la negra sombra de dos gigantescas iglesias abaciales, Will había experimentado la dolorosa sensación de que allí concluía la gran aventura de su existencia. Con toda probabilidad, permanecería en aquel lugar toda su vida, como Bainbridge en Appleby. Tardaría en hacer soportable su jaula.
Había hecho un gran esfuerzo. Porque, aunque los campos de trigo ondeaban hasta perderse de vista en torno a Beverley; aunque las cuatro torres góticas de la catedral y de la basílica despuntaban entre las frondas de los árboles seculares; aunque las casas con entramados de madera se agrupaban en torno a dos cementerios; en resumidas cuentas, a pesar de la suntuosa opulencia de los paisajes del Yorkshire -que no podía compararse con la aspereza belleza de los Borders-, la escuela, la famosa escuela de Beverley que acababa de caerle en suerte a Will, no existía. Nada. Sólo escombros. El aguilón del viejo caserón, cerrado desde hacía cinco años, tras la muerte de la reina Isabel, se había derrumbado. Y los notables de la ciudad no pensaban gastar un penique en repararlo. ¡Los pobres ignoraban qué director se habían dejado imponer!
¿No había escuela? ¿No había alumnos? El señor Petty conocía el percal y sabía cómo darle la vuelta a la situación. Requisó un carro tirado por bueyes, asaltó las granjas y las casas de campo y se llevó consigo una horda de muchachos, hijos de escuderos, o de campesinos, de grandes burgueses o de pequeños artesanos, que puso en fila en el desván.
La municipalidad le había proporcionado una estancia en la buhardilla de las dependencias de la catedral. Las campanas, suspendidas sobre el tejado, sonaban ensordecedoras cada cuarto de hora. Las ventanas, sin tiradores ni vidrios, batían con el viento. Los restos de un jergón de paja servían de lecho. No había sillas ni mesas. Will y sus alumnos se congelaban sentados en el suelo. ¡Poco importaba! El señor Petty era joven y creía en su ministerio. Por la edad, los orígenes y el temperamento flexible y tenaz, se encontraba muy cerca de la veintena de discípulos que tenía.
Will recorría a paso largo la penumbra contándoles historias: «Muy cerca de este granero, a pocas millas al norte de la ciudad -comenzaba con aquella voz cálida que había suscitado en Jenny estremecimientos de placer-, en el año 306 después de Cristo, en el propio York, fue coronado el joven romano Flavio Constantino, hijo del emperador Constancio, que acababa de morir. Ese muchacho, poco mayor que vosotros, sería Constantino el Grande, el hombre que convertiría el mundo antiguo a la fe cristiana y fundaría la ciudad más fabulosa del imperio de Oriente…»
Su empeño en contarles fabulas suscitaba entre los niños, sentados a su alrededor, cierta curiosidad. Lo escuchaban. «… Aquella lejana ciudad de Oriente, con el Foro, los templos, las bibliotecas, los circos y los hipódromos, ¿cómo se llamaba? ¿Lo sabéis?» El silencio acogía sus preguntas. Sin embargo, al ver aquellos pequeños rostros levantados, aquellos ojos llenos de atención, Will no dudaba de que podrían soportar juntos el frío y de que se contentarían con alimentar su espíritu.
En materia de espiritualidad, Will iba a costarle una fortuna a la ciudad. De todos los profesores pasados, de todos los maestros futuros, el frugal señor Petty sería el más oneroso.
Una semana después de su llegada, ya reclamaba leña, reclamaba velas, reclamaba papel, reclamaba tinta… ¡Y reclamaba libros! No tomaba en consideración ninguna negativa, y volvía a la carga incansablemente. Asediando a la municipalidad, azuzando a la jerarquía eclesiástica, hostigando a los tribunales civiles, aumentaba día a día sus exigencias. Era ambicioso y no se contentaba con pedir material escolar o reparaciones para el aguilón de la vieja escuela: quería que construyeran un nuevo edificio, dado que el viejo se encontraba en tales condiciones que no valía la pena repararlo. Cansados de luchar, terminaban por concederle cantidades importantes.
Los gastos de Will figuran todavía en los archivos de la ciudad, consignados en las amarillentas páginas de los registros contables: «21 de junio de 1610: seis chelines y seis peniques al señor Petty como reembolso de un libro que ha traído de Cambridge. Reembolso de un segundo libro adquirido por el señor Petty en la feria de Highgate. Treinta chelines al señor Petty para el Rider's Dictionary -varios tomos. 4 de noviembre de 1610: veintiún chelines y cuatro peniques al ebanista por la reparación de los marcos de la habitación del señor Petty. 19 de agosto de 1611: reembolso de un libro titulado Siburgius, de otros dos volúmenes y de dos cadenas destinadas a atar estos volúmenes a la estantería.»
Aquella mañana de septiembre de 1611, al cabo de veinticuatro meses de luchas, se alzaba una nueva casita junto a la catedral, en el ángulo suroccidental del cementerio. Era un modesto edificio de una planta, construido con ladrillos del país. Pero era una escuela robusta, sólida y maciza: tal como Will la había soñado, tal como la había construido.
Su rostro, habitualmente serio o burlón, estaba radiante. Caminaba a paso largo por el patio, un cuadrado de césped en medio de las lápidas sepulcrales. Inspeccionaba los barrotes de las ventanas, una reja que impediría que los lapiceros, las plumas y las pelotas terminaran contra las vidrieras del transepto medianero. Sus alumnos, apiñados detrás de él, admiraban los atriles y los pupitres de la clase. Las familias, por su parte, reconocían unánimemente que los niños debían su instrucción tanto a los brazos y a los músculos del maestro como a su voluntad.
A partir de ese momento, el maestro de escuela pertenecía ya a Beverley. Con el mismo nivel que el vicario de St. Mary y el juez de paz, el señor Petty tenía su puesto en la vida del burgo. Se sentía tan apegado a aquella existencia sedentaria que raramente franqueaba las murallas. ¿Temía las tentaciones? Sólo el transporte de los niños y la búsqueda de libros en las ferias de los alrededores lo alejaban de su puesto de trabajo.
Al ponerse la toga de maestro, Will había incorporado los deberes inherentes a su cargo: la función estaba adherida a la piel.
Sin embargo, una escapada de tres meses al Christ's para obtener la Licenciatura en Letras, en el verano de 1611, le había dejado en la mirada una tristeza de la que no conseguía deshacerse. En la época ya lejana de su llegada a Beverley, cuando sus alumnos no tenían nada, había sabido reaccionar. Había salido adelante sin reparar en obstáculos. Sin embargo, aquel regreso a los orígenes le producía una desagradable melancolía, pese a que no había hecho nada divertido en Cambridge. Se había limitado a estudiar, prosiguiendo la tarea que había emprendido solo en el desván de Beverley, preparando el examen oral con el que concluiría el segundo ciclo. Con la mirada puesta en la meta, había evitado las fantasías y los sueños, todas las veleidades de aventura que el perfume de las especias y el relato de los capitanes de altura de Sturbridge Fair suscitaban en él. No había frecuentado los anfiteatros, las carreras de perros ni la taberna del espía Poley. Tampoco había visitado los burdeles… Ni siquiera había vuelto a ver a Jenny, en la que no había dejado de pensar.
Con la licenciatura en el bolsillo, no se había entretenido ni un solo día. Había vuelto a la sombra de la catedral, conforme al contrato estipulado con la municipalidad.
Sin embargo, al echar una rápida ojeada al único diccionario y a los diez libros a duras penas alineados en la estantería de la escuela, lo había asaltado la nostalgia… El olor del papel en la vasta biblioteca del Christ's. El perfume de las cubiertas del cuero, de la cera y de la madera. El chirrido de los mapamundis que giraban sobre sus ejes y el murmullo de las togas deslizándose por los pasillos. Había recordado con pesadumbre los certámenes oratorios entre eruditos, aquellos viajes mentales emprendidos por jóvenes que perseguían el mismo sueño: el conocimiento. ¿Quién leía a Aristóteles en Beverley, a excepción de sus alumnos? ¿Qué escudero, comerciante o artesano se interesaba por la historia? ¿Por la lengua, la literatura o la filosofía de las civilizaciones antiguas? ¿Qué nuevos intercambios le abrían la mente a otros descubrimientos? ¿Lo poco que sabía actualmente constituía lo esencial de su bagaje intelectual? ¿Sin esperanza de progreso?
Para valorar su situación, evocó el destino de Reginald Bainbridge, su mentor perdido entre las brumas y el fango de los Borders… Desde su abisal aislamiento, Bainbridge había sabido cultivar la memoria, acrecentar la curiosidad y ampliar el propio saber. Había conseguido intercambiar informaciones y continuaba carteándose con eruditos ingleses, italianos y franceses. Toda la Europa docta convergía hacia Appleby.
El éxito de su maestro no produjo ningún efecto en su estado de ánimo.
Apeló al afecto que profesaba a sus propios discípulos, al orgullo que sentiría cuando los hiciera entrar en Cambridge. Pero esa perspectiva no lo reanimó.
Exasperado, intentó afianzarse más profundamente. Pensó en el matrimonio.
Tenía de sobra donde escoger.
El problema era que los encantos de las jóvenes de Beverley no tenían punto de comparación con los atractivos de las rameras de Cambridge. Con las lisas faldas grises y las tocas anudadas bajo la barbilla, ninguna de las jóvenes que entreveía en la iglesia hacía nacer en él un irreprimible deseo de poseerla.
Ellas, por el contrario, encontraban al señor Petty de su agrado. Decían que era paciente con los alumnos y que estaba consagrado a la escuela. Observaban con satisfacción su presencia regular en los oficios divinos. En resumen, las innegables cualidades de aquel marido potencial habían confirmado a las numerosas jóvenes casaderas en la voluntad de conquistar a aquel muchacho guapo, bueno y misterioso. Ellas le mostraban su determinación lanzándole miradas por encima de la Biblia durante los cotidianos oficios en la catedral, y Will aceptaba los saludos de la manera más amable.
En cuanto a los padres, también ellos soñaban con tener al maestro de escuela como yerno. Socialmente, la esposa del pastor era superior a las mujeres de los artesanos. Claro es que Will sólo ganaba diez libras al año y únicamente era diacono, pero bien sabía Dios hasta dónde podía llegar. Era un protegido del Lord William Howard de Naworth, que poseía interminables tierras en Yorkshire, en particular la casa solariega de Henderskelfe, al norte de Beverley. La proximidad de semejante protector resultaría muy ventajosa para la familia… Poco importaba que el señor Petty tuviera fama de gustarle mucho empinar el codo y de frecuentar el Red Lyon ciertas noches de invierno. Nadie lo había visto nunca ebrio. La debilidad por el clarete era, si no el único, seguramente el mayor de sus defectos. Podían esperar que el matrimonio con una honesta muchacha del país lo enmendara.
Sin embargo, debían apresurarse. Corría el rumor de que los prohombres de Pockington, que poseían una escuela más rica que la de Beverley, intentaban atraerlo, y estaban dispuestos a ofrecerle mucho dinero y otras ventajas para ligarlo a su ciudad.
Así, una noche, en la sobremesa, en la barra de la posada, el puritanismo sastre George Bloomer propuso a máster Petty concederle como esposa a su hija Fanny. En medio de la algarabía y de los efluvios del alcohol, "Fanny" sonó a los oídos de Will como "Jenny", despertando en él agradables sensaciones… La piel de Jenny, el olor de Jenny.
El palmito de la señorita Fanny, sus pecas, su opulento pecho y sus amplias caderas hicieron el resto. Era primavera. Will se creyó enamorado y la cortejó.
Los cotidianos paseos, diez vueltas al cementerio para conocerse, le parecieron extrañamente bucólicos. ¿Demasiado tranquilos, quizá, comparados con lo que sabía del amor? Will se contentó con ello.
Mientras un cortejo de jóvenes "carabinas", hermanos y hermanas de la novia, chillaban detrás de ellos, los prometidos se cortejaban en medio de las tumbas.
- ¿De verdad os gustaría tener veinte hijos? -preguntaba ella, zalamera-. ¿Veinte hijos como el Rey Salomón?
Los labios del joven esbozaron una sonrisa:
- Que yo sepa, señorita Fanny, Salomón no tuvo veinte hijos. Sin embargo, tenéis toda la razón: se casó con la hija de un faraón. Luego edificó un inmenso palacio y tuvo un harén.
- ¿Un harén?
- Quizá me equivoque.
- ¿Equivocaros? ¡Vamos! Vos nunca os equivocáis porque lo sabéis todo.
La hija del sastre iba a tener que moderar la hipérbole. Un incidente le mostraría pronto que se había equivocado con el señor Petty.
Una semana antes de la fiesta de San Miguel y quince días antes de los esponsales, el sastre de Beverley encontró al futuro yerno completamente ebrio en la alcantarilla del Red Lyon.
El maestro de escuela, vacilante, había despertado al vecindario con sus jocosos juramentos, y el escándalo que provocó su estruendosa alegría ofendió a la facción puritana de Beverley, a la cual pertenecía la familia Bloomer.
No obstante, el estado de embriaguez no impidió al señor Petty atender su ministerio. Dio la clase con su rigor habitual, y sus alumnos no desvelaron el enigma de la historia hasta el crepúsculo.
La víspera, por la tarde, el alcalde lo había llamado para entregarle una carta, circunstancia extraordinaria, ya que el señor Petty raramente recibía correspondencia. La carta llevaba el sello de la universidad de Cambridge. No procedía del decano del Christ's, sino de un colegio más pequeño, el Jesus. Abrió la misiva cuando estuvo en la calle. De pie en medio de la calzada, indiferente a las salpicaduras de las carretas, pareció que leía el contenido varias veces. Después alzó el rostro hacia el cielo, dando muestras de una gran euforia. A continuación entró en la taberna más cercana y no salió de ella hasta la mañana siguiente. ¡Y con razón! Sólo barricas de cerveza y toneles de vino podían permitirle creer aquella noticia. Un milagro. ¡Para sustituir a un tal John Squires, que acababa de renunciar a la cátedra de griego para dar clases en Oxford, William Petty, Licenciado en Letras, había sido elegido fellow en el Jesús College!
Finalmente, Will tomó conciencia de las razones de aquella insatisfacción crónica que había pensado que podría aplacar con el matrimonio: el sueño de volver a la universidad lo atormentaba. Estudiando en la biblioteca del Christ's durante aquel famoso verano de 1611, relacionándose con los antiguos condiscípulos, codeándose con los nuevos profesores y, sobre todo, no cediendo a ningún placer inmediato -ni Jenny, ni Molly, ni Lucy-, había trabajado en la realización de aquel deseo. Y después, sin ni siquiera ser consciente de ello, no había dejado de esperar la carta.
¿Tanto deseaba abandonar la ciudad? Le interesaba la escuela, quería a sus alumnos, sentía respeto, afecto y cierta ternura por la señorita Fanny. Estaba unido a aquel lugar, sí… pero ¿cuánto tiempo habría soportado la rutina de Beverley? ¿Cinco años? ¿Tal vez diez? Se imaginó en el patio del recreo con los nueve, diez u once hijos Petty que se contoneaban detrás de su madre, una larga serpiente en medio de las tumbas… ¡De golpe se sentía tan poco preparado para aquella existencia! Sabía que la elección no le aportaba la libertad. Los muros del Jesús podían aprisionar su espíritu, sus costumbres y su vida de una manera infinitamente más acuciante que la placentera rutina detrás de las murallas de Beverley. No obstante, Cambridge simbolizaba el futuro, el fermento de las ideas, la conversación entre los seres humanos, el riesgo de encontrarse a sí mismo. O de perderse…
En cuanto a la tentación de respetabilidad que caracterizaba sus últimos años, expresaba una exigencia que no había sabido descifrar: la búsqueda de un equilibrio interior, la persecución de la armonía. Unas semanas después habría perdido la carrera. Pero el nombramiento llegaba en el momento preciso, evitando a la señorita Fanny y a él el desastre que estaba a punto de arrastrarlos a ambos.
¡Pobre Fanny!: la despedida iba a ser dolorosa. El reglamento de la universidad imponía el celibato a los fellows de los colegios. ¡Sí, pobre, pobre Fanny! ¿Se recuperaría de semejante abandono?
Will se atormentaba inútilmente.
Las blasfemias del maestro de escuela habían enfriado extraordinariamente la simpatía de Bloomer padre. Sus convicciones lo obligaron a echar pestes contra las seducciones del Maligno y a romper el compromiso de su hija. Por suerte, la señorita Fanny tenía el corazón bastante grande para que permaneciera en él la voluntad de tener un marido. Y, como Will se había comprometido a dejar la escuela sólo después de haber encontrado un sustituto digno de Beverley, la señorita Fanny acogió amablemente a su sucesor.
El señor Garthwaite, ex sizar de Christ's y Licenciado en Letras como él, permanecería diez años en su puesto y daría siete niños a la ciudad.
Will emprendió alegremente el camino del Cam y de los Backs: no iba solo. Había conseguido que los padres de sus discípulos más brillantes financiaran los estudios universitarios de sus hijos. La ciudad ofrecía, además, dos becas a dos muchachos pobres. Al igual que el flautista que arrastraba a los niños tras sus pasos, volvía con ellos al mundo del saber.
12. Segunda estancia en Cambridge, Jesus College, septiembre de 1612- abril de 1613
El Jesus, de obediencia anglicana, no había elegido un decano fanático ni un profesor puntilloso que echara pestes contra Roma. Ya no había rastro de jesuitas. Ninguna infiltración papista, ninguna veleidad de retorno a la antigua fe. Del catolicismo, el colegio sólo conservaba los arcos ojivales del claustro, soberbios vestigios del convento que habían frecuentado antaño las monjas de santa Radegunda. La atmósfera humanista que reinaba en el colegio entusiasmaba a Will desde todos los puntos de vista.
Sin embargo, en marzo de 1613, una gran noticia conmocionó Cambridge y perturbó la sacrosanta paz de máster Petty.
Los criados, el jardinero, la costurera y el carnicero llevaban de la ciudad al Jesus manteles bordados, vajillas, flores y vituallas. Los sizars corrían a diestra y siniestra por los patios con los brazos cargados. Descolgaban las cortinas y los dos tapices del atrio para quitarles el polvo a escobazos. Limpiaban a fondo las vidrieras de la capilla. Daban brillo a las cerraduras y a las llaves de los corredores. Por todas partes, bajo los arcos y en los pasadizos, en las galerías del claustro y a lo largo de la escalera que subía al refectorio del primer piso, cubrían el pavimento con una espesa alfombra de hojas, cañas y juncos. Al colegio acababa de corresponderle el honor de una visita principesca.
Un mes antes, el día de San Valentín, su majestad había dado a su hija en matrimonio a Federico, un muchacho de dieciséis años, príncipe palatino y Gran Elector de los estados alemanes. Con ocasión de las cacerías organizadas para los esponsales, Carlos Estuardo, heredero de la corona de Inglaterra, que tenía doce años, se había instalado en compañía del nuevo cuñado en el castillo de Newmarket, a pocas leguas de Cambridge. ¿Por qué los dos jóvenes no visitaban la universidad?, había sugerido el rey. De esa manera, entre los banquetes de Londres y los ejercicios de la caza, se permitirían el placer intelectual de algunas disputatio.
Se trataba de un tipo de espectáculo a medio camino entre el sermón y el teatro, una especie de combate entre dos eruditos en el que uno debía vencer al otro, conquistando con la propia elocuencia la adhesión del auditorio. Los participantes se enfrentaban sobre grandes cuestiones religiosas que dividían a la corte, a la ciudad, al país y a toda Europa. Durante aquellos torneos, los fellows de Cambridge o de Oxford se medían en todas las disciplinas: retórica, filosofía, teología… Los debates se practicaban en latín, en ocasiones en verso. Al rey Jacobo le apasionaban tanto estas disputas que no podía evitar intervenir en ellas. Cuando concedía a los profesores el favor de asistir a sus certámenes y los invitaba a exhibirse ante él en los salones de Whitehall, su residencia londinense, los interrumpía continuamente con pedantes disgresiones. Ni que decir tiene que la omnisciencia real indefectiblemente hacía besar la lona al adversario. ¡Y pobre del combatiente que se hubiera atrincherado detrás de unos argumentos que la Iglesia de Inglaterra pudiera considerar "papistas"! por haber defendido demasiado hábilmente el "libre albedrio", no pocos eruditos, y no de los peores, habían acabado en la Torre. Entre los temas, el de la "predestinación", muy discutido en el siglo anterior, desataba todavía pasiones. Sin embargo, la "eucaristía" era el tema de moda, la cuestión que tenía en vilo al público… Lo habían seleccionado para la edificación y el placer de los príncipes.
Según la costumbre, el Jesus, al que le había tocado aquel año el privilegio de recibirlos, formulaba la cuestión tal como sería debatida en la capilla. La elección de las armas correspondía al adversario, el Christ's, que se reservaba el derecho de designar el propio campeón y de nombrar el colega que debatiría con él. Un colegio "neutral", el St. John's, del cual los gentilhombres del séquito del príncipe de Gales eran los benefactores, decidía quién era el vencedor.
Por desgracia, ningún erudito había previsto la fugaz visita de los augustos personajes al día siguiente de las ceremonias nupciales. Para el Jesus, el Christ's y el St. John's, la disputa del 13 de marzo de 1613 sería, pues, fruto de la improvisación. Los dos competidores sólo dispondrían de veinticuatro horas para prepararse. Ahora bien, sin un minucioso entrenamiento, el asunto podía resultar peligroso. La vida de los combatientes podía depender de ello. Oxford, celoso, vigilaba a distancia… Y el honor de Cambridge estaba en juego.
La universidad era un hervidero.
La biblioteca del Jesus estaba inmersa en una noche negra. Ni un ruido. Ni un movimiento. La sala de lectura, en el desván, parecía suspendida en medio de la nada. Incluso los fellows, ocupados en sus tareas en la planta baja, la habían abandonado. Sólo dos sombras se agitaban lentamente en su asiento: el campeón del Jesus -el fellow que había sido designado por el Christ's- y su preparador. Este último intentaba que repitiera la argumentación del día siguiente. Una pérdida de tiempo.
En contra de lo previsto, el elegido no parecía en modo alguno sensible al honor que le habían hecho. No lo entusiasmaba ni la esperanza de la victoria ni la exaltación por demostrar la fuerza de su ingenio, exhibiéndolo brillantemente ante el cuerpo universitario al completo y los grandes del reino. En respuesta a las promesas de gloria, el entrenador sólo obtenía una mirada fija, un semblante impávido y un silencio obstinado. No obstante, los dos jóvenes se respetaban, se apoyaban y se querían.
El pobre atleta atenazado por el miedo, que se esforzaba por galvanizar el entendimiento, tenía por nombre William Petty.
El entrenador se llamaba William Boswell. Profesor en el Jesus desde hacía casi siete años, titular de la cátedra de árabe, eminente especialista en lenguas orientales, protestante fervoroso y teólogo curtido en todo tipo de controversias, Boswell estaba mucho más cualificado para el torneo del día siguiente. La habilidad unida a la prestancia y a la erudición, lo convertía en el candidato ideal. No era noble de nacimiento, pero pertenecía a un antiguo linaje de gentilhombres cuyas armas cubrían la campana de las chimeneas en una casa solariega en Norfolk. Bigotudo, con el pelo entrecano antes de tiempo -tenía menos de treinta años-, de estatura y corpulencia medias, el personaje imponía por su porte. Ya estuviera de pie, sentado o acostado, Boswell siempre mantenía la espalda recta y la mirada franca. Considerando su amor por el silencio y cierta inclinación por la soledad, le costaba suscitar el entusiasmo del compañero.
Habitualmente, los dos amigos manejaban la litote, el humor negro, el sarcasmo y la ironía. Preferían el eufemismo a la elocuencia. Esta vez, ambos traicionaban la propia naturaleza recurriendo a una oratoria cargada de emoción.
Will esbozó un gesto de pánico.
- ¿Por qué yo? -estalló, en respuesta a la última reprimenda-. He venido a recluirme en el Jesus para buscar la paz. Para ocuparme de mis alumnos. Para enseñarles lo que sé. Para estudiar. ¡No para servir de diversión! ¡No para cubrir de vergüenza el colegio! No para…
- El reverendo William Chappell te tiene en gran consideración, visto que te ha escogido como oponente.
- Chappell me ha escogido sólo porque está seguro de vencerme.
- Razonamiento lógico, pero equivocado. Tradicionalmente, la elección de los campeones corresponde al colegio que no tiene el honor de recibir a los príncipes, pero la calidad de la representación interesa tanto al Christ's como al Jesus.
- Durante mi B.A. fui el criado de Chappell, su sizar personal. Le lustré las botas, le lavé las calzas y le bruñí la Biblia. Es un ergotista, un fanático… Un teólogo tan sólido como Amis.
- Lo que lo hace temible -opinó Boswell.
- Por lo que a mí respecta, sus disquisiciones sobre el modo de celebrar la eucaristía me exasperan. Chappell lo sabe… También sabe que creo en la coexistencia del pan con el cuerpo de Nuestro Señor en la hostia, como Lutero. Y no, como los católicos, en la sustitución de la sustancia de uno por la sustancia del otro… No obstante, querrá demostrar que soy un caníbal idólatra, más papista que todos los Borgia de Roma.
- Hazlo aparecer como el orgulloso que se cree elegido por Dios, un calvinista puritano y cismático que le falta el respeto a la Iglesia y al rey. Has previsto el ataque; la respuesta es fácil y seguirá la victoria.
Will sonrió.
- Eso es fácil de decir.
13. Contienda en el Jesus College el 13 de marzo de 1613 entre el reverendo William Petty y el reverendo William Chappell, en presencia del heredero del trono de Inglaterra.
El vicepresidente de la universidad, los másters, los supervisores y los fellows con toga de ceremonia acompañaron al príncipe de Gales y al Gran Elector a través de la ciudad.
Recibidos en primer lugar en el St. John's con una libación de vino del Rin, los príncipes y su séquito se dirigían en aquel momento hacia el Jesus. Inmediatamente detrás de los dos jóvenes caminaba un anciano bajo y moreno, con las piernas poco firmes, la mirada acerada y la perilla puntiaguda. Era el conde de Shrewsbury, un aristócrata católico, cuyos ascendientes y descendientes habían frecuentado el St. John's. Él mismo era el mecenas, y su esposa había erigido en aquel lugar un segundo patio. El inmenso patrimonio de los Shrewsbury los anteponía a los restantes linajes en las ceremonias: Cambridge seguía confiando en su generosidad. Al lado del conde se vislumbraba la alta figura de su yerno -también él católico-, al que las trágicas circunstancias de su infancia le habían privado de la educación que le correspondía y de estudiar en la universidad. Un lejano recuerdo, porque, con la llegada al trono de Jacobo I, el joven había recuperado sus prerrogativas, como todos los servidores fieles a la religión de María Estuardo, la madre del rey.
Aquel caballero, de unos treinta años, y vestido todo él de negro, era Lord Thomas Howard, al que se le acababa de restituir el título de conde de Arundel, perteneciente al padre, Philip Howard, muerto en la Torre de Londres como mártir de su propia fe.
El conde de Arundel sacaba una cabeza de altura al resto del cortejo real. Con el rostro muy pálido, alargado y delgado, y el cuerpo enfermizo, se imponía por la nobleza de sus facciones y la frialdad de su porte. Las confiscaciones de Isabel y la rapacidad de otros miembros de su familia lo habían despojado de sus bienes. Sin embargo, el matrimonio con la tercera hija de Lord Shrewsbury, uno de los mejores partidos de Inglaterra, le permitía conservar el propio rango: el primero después de los parientes próximos del soberano. Además del nacimiento, que convertía al conde de Arundel en jefe de la aristocracia, Thomas Howard gozaba en Cambridge de otra recomendación: era sobrino de un gran alumnus, un hombre muy apreciado por el monarca por su autoridad en la frontera escocesa, Lord William Howard de Naworth, el célebre Bauld Willie de los Borders, protector de uno de los campeones.
La procesión se introdujo bajo la bóveda que conducía al antiguo claustro y penetró en la capilla. Los príncipes atravesaron el transepto hasta la sala capitular.
En el coro, entre los asientos dispuestos en gradas, habían colocado siete sillones. Los príncipes se situaron en el centro. Arundel y Shrewsbury se sentaron a su derecha. El decano del St. John's se acomodó en el extremo de la fila. El decano del Christ's -el avispado Valentine Cary, que había conseguido desembarazarse del doctor Amis- se apoderó del primer asiento a la izquierda, aunque la etiqueta reservaba aquel lugar al anfitrión y maestro de ceremonias, el decano del Jesus. Violando las costumbres, Valentine Cary usurpaba su papel y hacía los honores de la casa. Susurraba al oído de los adolescentes reales que los oponentes de ese día no se habían enfrentado nunca. Que el debate prometía ser vigoroso. Que el reverendo William Chappell, praelector del Christ's, no se dejaría engañar por su adversario, un joven profesor recién llegado de su escuela. El decano del Jesus, furioso, intentó recobrar la dirección de las operaciones, recordando a sus altezas el tema del día: «¿A qué penas se debe condenar a los que se prosternan ante el comulgatorio, confundiendo el altar con el ara de los sacrificios rituales de los idólatras?»
El argumento del debate era más delicado si cabe porque el misterio de la presencia real de Cristo en el sacramento que conmemora el sacrificio de Jesús constituía la piedra angular del cisma con la Iglesia de Roma: los calvinistas la negaban. Ahora bien, el príncipe palatino, el joven Federico allí presente, encarnaba al más ferviente representante de la Reforma calvinista en el continente. En su castillo de Heidelberg, los Grandes Electores protestantes resistían desde hacía tres generaciones la hegemonía católica de los Habsburgo: sus disensiones sobre la eucaristía estaban en el origen de todas las guerras europeas. Chappell y Petty iban a ofrecer un espectáculo a la medida del conflicto que desgarraba a Occidente.
Bajo las vidrieras de los arcos góticos del ábside, Guilielmus Pettaeus y Guilielmus Cappelus se enfrentaban. Chappell tendría unos cuarenta años. De pequeña estatura, el cuerpo rechoncho bajo la toga, el cráneo calvo y brillante, y el rostro lampiño, permanecía inmóvil a poca distancia de los príncipes. El otro estaba a su derecha, de pie delante del atril flanqueado por dos grandes velas blancas. Las llamas bailaban en su frente, sobre la que caía una masa de cabellos negros y cortos.
Ambos desviaron la mirada para concentrarse.
Antes de enfrentarse encarnizadamente, debían esperar a que los nobiles de Cambridge, los ricos fellow commoners de entre doce y dieciséis años, la edad de los príncipes, hubiera ocupado su sitio en la gradería, a ambos lados de la sala capitular, y que los jóvenes cortesanos, sobre todo los que habían residido hacía poco en el Jesus, en el St. John's o en el Christ's, se hubieran acomodado en los asientos.
En medio del agitado gentío, Will no pudo dejar de reparar en un antiguo estudiante de la universidad más ruidoso que los demás, el elegantísimo Lord Charles d'Oyly, sentado en la cuarta fila. A su lado, el hermano menor, Robert, y su protegido, John Atkinson, que había pagado ya su tributo a las diversiones reales exhibiéndose, con los estudiantes de Londres, en uno de los ballets que las Inns of Court, las facultades de Derecho, habían ofrecido a Jacobo I con ocasión del matrimonio de la princesa y del Elector. Atkinson había obtenido un gran éxito en el papel de Cupido.
Con veinticinco años, John Atkinson tenía todavía un rostro infantil. Más sonrosado y rubicundo que nunca, lucía el mismo aspecto agradable, cuya simplicidad contrastaba ahora con el lujo del jubón, la gorguera y los puños. Will no respondió a la sonrisa que flotaba en los labios apretados de John. Aunque hubiese querido, le habría resultado físicamente imposible. ¡La eterna sonrisa de Atkinson, el compinche de Appleby! Su presencia allí, en semejantes circunstancias, resucitaba penosas sensaciones que acentuaban la certeza de un desastre inminente.
El Gran Elector alzó el brazo derecho hacia el cielo y se hizo el silencio. Los tres decanos golpearon al mismo tiempo el pavimento con el báculo… La sesión podía comenzar. Duraría tres horas, llevada en latín.
Chappell abrió el fuego:
- Guardaos de las seducciones del Maligno: quiere convertirnos en idólatras, en infames adoradores de la materia, induciéndonos a creer que el pan y el vino son la carne y la sangre reales de Cristo. Cuando Dios se apareció a Jacob en la casa de Bet-Jacob dijo: «Dios está presente en esta casa.» No dijo: «Ésta es la mesa de Dios.» Tened cuidado…
Muecas, labios temblorosos, ojos en blanco, sollozos, amenazas, súplicas… El puritano recurría a todas las armas de la prédica.
- Al oíros hablar así, el cuerpo y el alma se transforman en oído -ironizó el más joven-, como si el oído fuera todo. El único motivo para escucharos sería oír la Palabra divina que nos redime del pecado y nos da fuerzas para arrepentirnos en silencio, mediante la oración. ¿No es la oración más sagrada que la prédica? Pero, para dirigiros a vuestro Creador, permanecéis con las rodillas clavadas en el orgullo, porque os atrevéis a juzgar de antemano que Él ya os ha salvado y rechazáis arrodillaros… Como os negáis a arrodillaros al recibir el sacramento de la eucaristía, que es el signo visible de una Gracia invisible. La genuflexión no es el gesto de los sacerdotes adoradores de Baal, sino el de los suplicantes y los peticionarios, el de todos aquellos que desean recibir y ser recibidos; que se ofrecen, pero que también aceptan la mano de Dios.
Dos personajes, sentados el uno al lado del otro, apreciaban el tono de las intervenciones: los dos católicos de la asamblea, el conde de Shrewsbury y el conde de Arundel. Aunque la fidelidad a la tradición familiar los obligaba a morir por la propia fe, las diatribas teológicas los mataban de aburrimiento. Apenas prestaban atención se hacían interiormente las mismas reflexiones. «El más joven no argumenta mal para ser un clérigo anglicano. Habla bastante bien… La voz es bella… Menos desagradable que la del otro, el candidato del Christ's.»
- En vuestra opinión -vociferó Chappell-, al transformarse físicamente la sustancia del pan y del vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor, conviene adorar esa materia poniendo en tierra primero la rodilla derecha y luego la izquierda. ¿Antes de inclinar la cabeza?
- ¡Una rodilla, dos, tres, tantas como queráis, señor Chappell! Sólo la actitud de humilde súplica resulta adecuada ante la persona del Verbo encarnado.
- ¿Estáis de acuerdo, pues, con san Juan en que el altar es Cristo y en que los paños consagrados, los manteles de encaje y todos los corporales del comulgatorio son los miembros de la Iglesia que envuelven al Señor como preciosas vestiduras? Ante esas vestiduras, ¿qué recomendáis? ¿La genuflexión simple? ¿La genuflexión doble? ¿Hincarse de rodillas o prosternase?
Un brillo sarcástico bailó en los ojos de Will.
- Depende de lo que queráis obtener…
- ¡Papista blasfemo!
Al oír estas palabras, el anciano conde de Shrewsbury sufrió un ataque de tos. La virulencia de sus explosiones de ira y de sus bronquitis era célebre en Cambridge. Pero esta vez se ahogaba intentando inútilmente expectorar.
Will se vio obligado a elevar el tono de voz.
- La eucaristía es el don total de la persona de Cristo, un don que exige la integral entrega de sí mismo.
- ¿Entrega de sí mismo que, en vuestra opinión, consiste en permanecer tendido en el pavimento del coro? -gritó Chappell.
El anciano se ahogaba con renovada energía. Su crisis tomaba una forma preocupante. A pesar de las palmadas que le daban en la espalda, no conseguía evacuar lo que le molestaba.
Una risa irrefrenable se apoderó de los estudiantes.
- … El señor Petty -se desgañitaba Chappell- desea que nos prosternemos a la manera de los idólatras: quiere…
Los carraspeos que resonaban bajo la bóveda no permitieron oír el final de la frase.
Los lacayos y los pajes del conde se precipitaron para ofrecerle un pañuelo, agua y sales. Sus carreras entre los bancos desencadenaron una algarabía generalizada. Chappell y Petty no sabían si parar o continuar. Los tres decanos se consultaban con la mirada y ya no los escuchaban.
Los báculos que hicieron caer al mismo tiempo sobre las baldosas de la sala capitular dieron secamente la orden de callarse. A todos. El imprevisto silencio tuvo un efecto beneficioso sobre la crisis de Lord Shrewsbury, que pareció recobrar el aliento. Los príncipes y los decanos salieron de la fila. Lord Arundel les pisaba los talones, sosteniendo a su suegro. Detrás de ellos se formó el cortejo, que abandonó la capilla.
Los dos contendientes, todavía en liza en el coro, se quedaron solos, estupefactos y frustrados. Después de dos horas de duelo, no había vencedor ni vencido.
Se saludaron con un frío movimiento de cabeza y apagaron las velas.
- Entonces, ¿la cosa está hecha? -preguntó Boswell sin volverse.
Will acababa de entrar en su apartamento.
- ¿Su Gracia el conde de Arundel solicita tus servicios durante tres meses? ¿Te lleva consigo de viaje?
- Así que conoces la noticia.
Una expresión melancólica cruzó el rostro de Boswell. Sabía que era merecedor, quizá más que su compañero, de la extraordinaria invitación que le habían hecho. No era envidioso; sólo impaciente con la fortuna que se obstinaba en dar a Petty lo que él ansiaba.
Seguir a Su Gracia a la embajada en Alemania. Acompañar, con setecientos gentilhombres del reino de Inglaterra, a la joven princesa palatina a sus estados, hasta el castillo de Heidelberg: ¡qué perspectiva!
Todavía conmocionado y latiéndole el corazón, Will atravesó la habitación y fue a sentarse detrás de la mesa donde trabajaba Boswell. Un día algodonoso se filtraba a través del grueso vidrio emplomado con pequeños círculos negros.
Los dos muchachos permanecían en silencio.
Inundado por la sorpresa y la alegría ante aquel inverosímil regalo del destino, enfrentado a emociones contradictorias, Will no se atrevía a moverse.
Boswell, inclinado sobre el libro, prosiguió con voz neutra:
- Me ha llamado el decano. Me ocuparé de tus alumnos hasta junio.
Will volvía a encontrar en lo más profundo de su ser la exaltación de las galopadas en los grandes espacios, la embriaguez de la libertad recobrada cuando se dirigía hacia el muro de Adriano… Recuperaba también la sensación de cometer una falta. Se sentía culpable por Boswell. Por la universidad. Por sus convicciones religiosas. Por la misión que le habían asignado.
- No debo abandonar a mis alumnos.
- Es el precio del éxito, querido.
- ¿Qué éxito? Si no hubiese sido por el ataque de asma de Lord Shrewsbury, Chappell me habría arrinconado.
- Te mostraste brillante en el debate.
- Falso. El azar ha permitido salvar el honor de Jesus.
- Otra inmunda blasfemia de católico -bromeó Boswell.
Y esta frase abrió el fuego:
- ¡Detesto a los católicos!
- ¿De veras? -se burló Boswell-. Te aprecian mucho… ¡Lo comprendo! Has apoyado el dogma de la presencia real, lo que acerca tus afirmaciones a las tesis de Roma.
- Eso no significa que yo sea un infame traidor papista.
Boswell disimuló una sonrisa bajo el bigote.
- ¿Un traidor? ¿A qué viene eso? ¿Quién ha hablado de traición?
- He asumido la responsabilidad del futuro de veinte muchachos y deserto de mi puesto al cabo de ocho meses.
¡Había deseado tan fervientemente su puesto de profesor! Creía que en el Jesus se sentía como en casa, en paz consigo mismo. Aquella propuesta y el entusiasmo que le procuraba lo cambiaban todo por completo.
Boswell dejó la pluma y se volvió hacia él.
- Contrariamente a lo que piensas, te has revelado como un latinista genial. Admitido esto, no creo que Lord Arundel haya valorado tus méritos… Un pariente mío, embajador de Inglaterra en Venecia, que ha frecuentado la compañía del conde en Italia, no me lo ha descrito como teólogo ni como místico. La crisis de asma de su suegro ha llegado en el momento justo.
Will sonrió.
- Sobre ese punto, concuerdo con Su Gracia… ¿Entonces?
Boswell reflexionó un instante antes de proseguir:
- En cambio, es célebre el interés del conde por la educación de sus hijos. Su esposa le ha dado cinco. El heredero del título tendrá ahora siete años; el segundogénito, unos cinco, y el último, tres o cuatro meses. Los otros murieron al poco de nacer… Lord Arundel ha confiado los mayores a dos preceptores católicos a los que he conocido aquí, dos cambridgemen sin diploma porque su religión les ha impedido examinarse… ¿Está pensando tal vez en un tercer preceptor para el benjamín? Tu fama de pedagogo está fuera de toda duda. La escuela de Beverley te echa de menos. Los alumnos del Jesus se agolpan ante tu puerta y te lisonjean.
- Podía invitar a un maestro más lisonjero… Su Gracia tiene de sobra donde escoger.
- Al contrario, ha escogido al más humilde de todos, al más oscuro. De tan baja condición…
Will no pudo reprimir una reacción. Boswell la pasó por alto:
- La maniobra es hábil… Introducir en sus dependencias un servidor que no sea un erudito católico, sino un clérigo anglicano, un ministro de la fe que ha arruinado a su familia, un hereje a los ojos de sus parientes, dará confianza al rey. ¡Un gesto de conformismo tranquilizaría tanto a Su Majestad! El conde necesita esa confianza, pues sus relaciones con ciertos prelados romanos no gustan en la corte… Dicho sea de paso, Lord Arundel se encontraría todavía en Italia si su viaje no hubiera sido interrumpido por el fallecimiento del príncipe Enrique, el difunto príncipe de Gales, tan recordado, con el cual había trazado lazos de amistad. La pérdida de semejante protector lo obliga a multiplicar las muestras de fidelidad con el nuevo príncipe heredero y a manifestar su inclinación hacia la religión de la Corona… Más aún cuando Su Majestad arriesga mucho al no renovarle la autorización para pasearse por el continente con sus amigos católicos. Ahora bien, parece que el conde sólo sueña con regresar a Venecia. Podría realizar este deseo próximamente si sabe arreglárselas. El cargo de embajador que acaba de serle conferido le permite volver a atravesar el canal de la Mancha. Y de ahí…
Will lo escuchaba ávidamente, con las mejillas enrojecidas y la mirada fija como si tuviera fiebre.
- ¿De ahí?
La impaciencia, algo áspera y brutal, de la pregunta sorprendió al orador, que prosiguió con prudencia:
- De ahí, si agradas al conde…
- Se abre el universo. ¡Todo es posible!
Boswell conocía la discreción de Petty. ¿De dónde procedía aquella violencia?
- En efecto, sólo Dios sabe hasta dónde te conducirá el favor de Su Gracia.
- No busco honores.
- No, eres demasiado orgulloso.
Boswell lo miró con insistencia.
- … Apuntas más alto. Quieres lo que ningún hombre puede obtener.
Los dos jóvenes se estudiaron.
La lucha se libraba ahora más que durante el debate.
- Intentas liberarte de los mandamientos de Dios y de las leyes del mundo… Deseas la libertad.
El tono de Boswell se endureció:
- Tus escrúpulos y tus dudas no cambian el asunto: siempre te escaparás.
Permaneció un instante en silencio antes de dar el golpe de gracia:
- Pero haces trampas.
Will descruzó las piernas con tanta ira que Boswell pensó que iba a saltarle al cuello. Sin embargo, prosiguió:
- ¿Realmente crees que estás en paz contigo mismo en el Jesus? ¿Sin otra ambición que servir al Señor? ¿Sin otra aspiración que realizar las tareas que te asigna el decano? ¡Anda ya! Te doy un año - ¿qué digo?, ¿un año?-, ¡en seis meses empezarás a piafar entre estos muros! Contrariamente a lo que piensas, no estás hecho para una existencia ordenada. -Y mientras volvía a su lectura, concluyó-: Mírate en el espejo y acéptate tal y como eres.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó Will, glacial.
Conocía su debilidad por la bebida, el juego y las mujeres, pero el resto… Boswell decidió no responder.
Las paredes del Jesus no tenían ningún espejo entre sus ornamentos. Era inútil. La sombría mirada de máster Boswell acababa de enviarle el reflejo del hombre que huía. Ni devoto, ni sabio, ni mucho menos filósofo. El retrato de un aventurero que soñaba con transgredir todas las prohibiciones.
¡Al diablo los estados de ánimo y los escrúpulos! ¡Rendía las armas! Visto que la Providencia realizaba sus deseos más allá de sus esperanzas, se proponía gozar de las mil voluptuosidades que le esperaban en el vasto mundo.
Sólo había una sombra en el horizonte: al parecer, Atkinson tomaba parte en el viaje.
14. Arundel House, en Londres, jueves, 8 de abril de 1613
El lunes 5 de abril de 1613, Valentine Cary, el omnipresente decano del Christ's que era también cuñado de un tal señor Coke, vasallo del conde, comunicó al señor Petty que al día siguiente debía presentarse, poco antes de la cena, en Arundel House. Cary se ofrecía generosamente a acompañarlo allí, ya que tenía que ir a la ciudad ese mismo día. Un honor y un favor que no se podían rechazar. El problema era que el decano aplazaba sin cesar la partida. ¡Sin embargo, el tiempo apremiaba! El príncipe palatino, su joven esposa y todo su séquito debían embarcar en el Támesis antes del domingo, día en que la corte no viajaba.
Los carruajes del decano se pusieron en movimiento cuarenta y ocho horas después de la fecha del encuentro con el conde. Los lacayos, los secretarios y el joven profesor del Jesus, angustiado con la idea de haber dejado escapar la oportunidad de su vida, viajaban en las cuatro carrozas que les servían de escolta. Señores y servidores cubrieron en un tiempo record los ochenta y cinco kilómetros que separaban Cambridge de las cabezas cortadas expuestas a lo largo del puente de Londres. El convoy llegó al Strand al atardecer. Dejaron al señor Petty en un cruce de caminos con el baúl de libros. El decano no le dio tiempo para agradecerle el viaje; lo dejó allí, olvidando, en su indiferencia, hacer que sus servidores le indicaran la dirección de Arundel House.
Will vagó unos minutos y terminó por encontrar un mendigo que le dio las indicaciones necesarias. Con el baúl al hombro, subió la avenida a paso de carga, metiéndose entre las casuchas en ruinas y las mansiones estilo Tudor. Se desvió en un callejón sin salida, que descendía en dirección al río, hasta el porche. La cancela estaba abierta.
Jadeando, sudando y encorvado bajo el peso del baúl, permaneció un momento inmóvil delante de los animales del blasón, dos monstruos de piedra, el león enhiesto y el caballo encabritado de los Howard, que flanqueaban la entrada de la propiedad.
Frente a él se extendían capas de oscuridad que le impedían calcular la amplitud del lugar. Percibía un batiburrillo de edificios construidos al azar, en planos y niveles diferentes, lienzos de muros inacabados, chimeneas de altura desigual que se amontonaban en bloques negros hasta el cielo, torrecillas y torreones medievales. Y a continuación, el fondo de unos arcos negros, un resplandor a ras del suelo: una cinta incandescente que delimitaba el infinito. El Támesis.
El conjunto le pareció muy deteriorado… Un laberinto, indudablemente gigantesco, pero más vetusto que el más pobre edificio del Jesus. La casa parecía abandonada.
Tiró de la cadena delante de la portería. Una lúgubre campana vibró en las tinieblas. Esperó unos instantes, ajustándose el solideo y la gorguera, sacudiéndose el hábito y recobrando el aliento. Esperó un poco más y llamó otra vez. No respondió nadie. Ni un vigilante, ni un lacayo: nadie. El lugar estaba desierto. ¿Llegaba demasiado tarde? ¿El conde y su séquito habían abandonado ya Londres?
Decidió franquear el umbral. En el patio de Arundel House se respiraban los olores de Soulby: el estiércol, la grasa de la lana de oveja y el insípido tufo del requesón. Incluso el olor de la sangre, el hedor de los animales sacrificados. Se dio cuenta de que estaba bordeando las dependencias, la lechería y los establos donde los cocineros encerraban a los animales reservados a la mesa del dueño.
Se internó al azar en un pasadizo y desembocó en un segundo patio. La fachada del fondo estaba iluminada desde el interior. La alineación de las altas ventanas ojivales, todas emplomadas con vidrieras rojas, transformaba el edificio en una gigantesca linterna mágica. Un zumbido, como un rumor de multitud, acentuaba aún más el aspecto misterioso y grandioso del lugar. El antro del dueño. El corazón de la casa. La gran sala.
Penetró tímidamente en un corredor estucado que se abría, a la derecha, a los tres arcos de las cocinas, la antecocina y la bodega, y, a la izquierda, a las tres puertas del amplio salón. Estaban cenando. Vaciló, empujó una de las puertas con precaución y se topó con la espalda de los lacayos que permanecían inmóviles delante de las salidas durante el servicio.
Will, que hasta aquel momento no había encontrado alma viviente, descubrió la otra cara de la existencia de Arundel House: ¡la sala estaba atestada! Había más de cien personas sentadas a la mesa, criados, servidores, huéspedes y parientes que frecuentaban la casa. Vio tres caballetes rodeados de taburetes y bancos; dos aparadores repletos de vajillas de oro y plata corrían paralelos hasta el fondo del salón. Allí, sobre un pequeño estrado, la mesa del dueño ocupaba toda la anchura de la habitación. El Lord ocupaba el centro, visible para todos. Los familiares se sentaban a los lados, sin estar el uno frente al otro.
Will retrocedió. El baúl no era aparatoso, pero no podía abrirse paso hasta el conde con aquel fardo.
Tras depositarlo al azar en un peldaño de la escalera que conducía al primer piso, se disponía a deslizarse en la sala cuando lo detuvo una exclamación a su espalda:
- ¡Vaya!… ¡El señor Petty!
No tuvo necesidad de volverse para reconocer a Atkinson.
John estaba descendiendo la escalera.
- Claro que sí -prosiguió con su voz aguda-, claro que sí: ¡es él! ¿Qué demonios estará haciendo aquí? ¿Salivar mientras mira cómo comen las gentes de bien? ¿Tendrá hambre? Su Gracia hace distribuir nuestras sobras en la parte del vestíbulo que da a Milford Street, delante de las cocinas…
- ¡Donde los mendigos ensartan a los gorrones como tú!
Will esbozó una sonrisa, cuya amabilidad equivalía a la burlona afabilidad del amigo. Esta vez lo observó atentamente.
Atkinson había cambiado los jubones de tonos pastel que se ponía en casa de los d'Oyly por un sobrio traje de erudito. Asumir aquel nuevo papel no le resultaba difícil: se lo consideraba un gran helenista. Su fama databa de los años del Christ's, cuando todavía estaba inmerso en las enseñanzas de Bainbridge. Mostrando astutamente el propio saber, nombrando a Aristóteles a cada momento y recitando el Organon por completo, había sabido conservar la estima de sus profesores y continuaba asombrando al auditorio. Will debía hacerle justicia: la memoria de Atkinson era espectacular. Los poderosos d'Oyly, cuya ignorancia rozaba el analfabetismo, tenían en gran estima sus conocimientos. Sus profesores en las Inns of Court y Valentine Cary, el decano de su antiguo colegio, habían elogiado vivamente sus méritos ante el conde. Su elección entre los eruditos del séquito constituía un triunfo.
Sin embargo, en las altas esferas, Atkinson se encontraba al mismo nivel que su antiguo sizar: el rango de ambos no difería en nada. Incluso sus trajes eran similares en la forma y el color… Únicamente los diferenciaba la daga que John llevaba en la cintura, un minúsculo estilete que le daba derecho su pertenencia a la pequeña nobleza. ¡Pobre del que luciera semejante joya sin tener ese derecho "de nacimiento"! Un plebeyo no podía llevar espada, puñal u otra arma, aunque fuese un objeto de ceremonia.
- ¿Ensartarme con qué? -preguntó amablemente Atkinson-. ¿Con tu Biblia?
- ¡Con esto! -replicó Petty en el mismo tono, asestándole un puñetazo en el estómago, un golpe que podría haber pasado por un gesto de afecto entre viejos amigos.
Atkinson perdió el aliento.
- Antes de que te de una zurra -silbó Will entre dientes-, llévame en presencia de Lord Arundel.
Atkinson no esbozó ningún gesto de defensa. Nunca había sido muy exigente con su honor y el lugar no era demasiado apropiado para luchar. Entre las cocinas y el primer piso, entre la antecocina y el salón, proseguía el baile de sirvientes. Ninguno de los dos estaba interesado en hacerse notar. Pusieron fin a su disputa y entraron en la sala.
Los coperos servían cerveza a pequeños grupos de comensales que se distribuían a lo largo de los caballetes de acuerdo con su función. De manera instintiva, Will buscó con la mirada a las mujeres en medio del gentío, un viejo reflejo que se remontaba a la época en que frecuentaba las tabernas. Allí escaseaban. Entre el centenar de sirvientes, apenas dos nodrizas y cuatro o cinco gruesas costureras que trajinaban cerca de la puerta. Ni siquiera en la mesa principal se sentaba ninguna mujer. Aunque el rango social de los comensales parecía elevarse cuanto más cerca del fondo se encontraban, todas las conversaciones giraban en torno al mismo tema: la elección de las treinta y seis personas que participarían en el viaje. Creyó entender que la partida estaba prevista para un par de días después: ¡llegaba a tiempo! Quedaba por reclamar su lugar.
A la luz de las antorchas, se distinguían los rostros de Lord y de sus familiares. Will no recordaba las facciones ni el aspecto del conde de Arundel. Durante su famosa actuación en el Jesus, había estado demasiado impresionado por la presencia de los príncipes y el acceso de tos del conde Shrewsbury.
Miraba fijamente al personaje del centro, que captaba toda su atención. Destacaba la cabellera gris brillante, corta, espesa, y echada hacia atrás; la pequeña perilla que formaba un cuadrado alrededor de la boca, con un corte primoroso que dejaba ampliamente al descubierto los labios y las comisuras. Sobresalían también los anchos hombros, el amplio torso que desaparecía en los pliegues de un terciopelo color acero, y la garganta que un cuello de encaje muy abierto dejaba al descubierto… Atkinson lo llevó al proscenio y fue a sentarse en el extremo de la mesa, lugar que seguramente había abandonado para subir al primer piso. Will se encontró bajo el estrado, enfrente del personaje vestido de gris. Saludó, inclinándose hasta el suelo, con el solideo en la mano izquierda y el puño derecho sobre el corazón. El señor frunció imperceptiblemente el entrecejo y apartó la mirada sin hacer ninguna pregunta. La costumbre impedía a Will dirigirle la palabra en primer lugar. Los familiares prosiguieron la conversación, evocando, también ellos, el viaje al continente. Will saludó de nuevo. Aquel saludo desencadenó la tempestad.
- ¿De dónde ha salido este hombre? -vociferó un personaje de baja estatura al que ni siquiera había visto.
Si se hubiera tomado la molestia de estudiar el puesto de los comensales, se habría dado cuenta de que aquel hombre era el que presidia la mesa. Ocupaba el centro, con el menudo cuerpo majestuosamente envuelto en un largo traje negro. Una cadena de oro le cruzaba el pecho. Un gorro de plumas le cubría la cabeza.
- ¿Quién lo ha dejado entrar?
El jefe de comedor, el gran trinchante, el panetero, el copero y todos los criados se precipitaron hacia el estrado. Los guardias también.
Pasmado por aquella equivocación, Will intentó saludar al nuevo interlocutor con renovada cortesía.
- Me llamo William Petty, milord -balbuceó-. Vuestra Gracia me ha hecho el honor de invitarme…
- ¿Yo?
- … para servirla durante su viaje a Heidelberg.
Una risa burlona acogió dicha afirmación.
- ¿Y qué funciones esperáis desempeñar?
- Vuestra Gracia no las ha precisado.
- Echad a este hombre.
Will se sentía confuso, humillado y perdido que, si no hubiera encontrado la mirada triunfante de Atkinson, se habría dejado echar sin oponer resistencia.
- Entonces, ¿milord no quedó satisfecho de su visita a Cambridge? -preguntó.
- Jamás he estado allí, señor ni tampoco en Oxford, y me encuentro de maravilla.
Esta respuesta acabó de sumir a Will en la consternación.
- ¿No sois Su Gracia el conde de Arundel?
La mesa acogió la pregunta con una risa contenida. La expresión indignada del menudo gentilhombre puso término a cualquier intento de broma.
- Si Su Gracia os hubiera invitado, como tenéis el descaro de afirmar, no estarías haciendo el ridículo de esta manera, señor… Milord de Arundel cena en el primer piso, en el salón principal, en compañía de Milord de Northumberland y todos sus tíos, como siempre. Yo soy el intendente, primer gentilhombre de su casa, y tengo el honor de pedir que salgáis de ella.
- ¿Con sus tíos, habéis dicho?
- Salid, señor, sin provocar más escándalo.
- ¿Lord William Howard de Naworth forma parte del grupo?
- Entre otros.
- ¿Podríais comunicarle que el alumno de Reginald Bainbridge, William Petty de Soulby, está aquí, que solicita ser recibido, que…
- ¡Decididamente, buscáis una paliza!
En el momento en que dos esbirros lo agarraban por los codos, el señor al que había tomado al principio por el conde, el gentilhombre con el jubón gris que se sentaba a la derecha del intendente, el puesto de honor del salero, se inclinó hacia el oído de su anfitrión. El conciliábulo duró unos segundos. El intendente se irguió.
- El señor Coke dice que un tal señor Petty, titular de la cátedra de griego en Jesus College, se encuentra en efecto en la lista de los viajeros. ¿Alguno de vosotros -preguntó, dirigiéndose a sus vecinos de la izquierda, al tesorero, el capellán, al bibliotecario, al médico, a todo el mundo de gentlemen-servants sobre el cual reinaba- ha conocido a este señor Petty en la universidad?
En el extremo de la mesa, en el grupo de los preceptores y de los secretarios, descubrió con alivio el rostro familiar de su viejo amigo el poeta Francis Quarles, con el cual había estudiado cuatro años en el Christ's. Quarles evitaba su mirada y permanecía en silencio… Que aquel castrado de Atkinson no rechistara era normal, ya que pretendía vengarse, pero Quarles… Un auténtico erudito, un verdadero poeta que no tenía nada que temer, ni de Petty, ni de nadie… Will calculó lo caros que debían costar los asientos en la mesa del primer gentilhombre de la casa Arundel.
- Atkinson, ¿habéis perdido el uso de la palabra? -dijo-. El señor Atkinson se ha permitido introducirme aquí. Nos conocemos desde hace tiempo, como os confirmará él mismo. Ambos somos oriundos de los Borders, donde Lord William de Naworth tuvo antaño la bondad de tomarnos bajo su protección… Una carta del decano de mi colegio, que llevo en mi equipaje, os confirmará mi identidad.
No lo invitaron a compartir el final de la comida, pero el incidente había concluido.
El mayordomo lo acompañó a un tercer patio, a la puerta de las cocinas, donde recibió las sobras de la cena que distribuían a los pobres, como le había sugerido amablemente Atkinson. Un ayuda de cámara le entregó el jergón, el rollo de paja que le serviría de colchón sobre el pavimento de todas las antecámaras durante el viaje. Un lacayo lo condujo al primer piso de un viejo edificio, a una sala que daba a un corredor: la "sala de los secretarios", donde podría descansar un poco. Finalmente, lo dejaron tranquilo.
Tendido en la oscuridad, no podía conciliar el sueño. Quarles, Atkinson y los demás roncaban a su alrededor. ¿Qué demonios había ido a hacer entre aquellos lacayos? ¡Abandonar a sus alumnos, su biblioteca, a Aristóteles y a Platón para encerrarse en aquella prisión en compañía de unos sirvientes!
El ridículo de su doble equivocación, la vergüenza de la afrenta pública y el sentimiento de su ignorancia y de su incurable estupidez lo perturbaban. ¿Cómo había podido suponer que el conde cenaba con la servidumbre? Esa costumbre medieval se practicaba en provincias, en los atrios de los Borders. ¡Más aún! incluso Atkinson habría sabido que el Lord y sus familiares permanecían en la planta noble, en el salón de honor, ¡Él no habría confundido al gentilhombre del jubón gris con el conde! ¡Como tampoco habría reconocido a Lord Arundel en el menudo señor con el largo traje negro y la cadena de oro! Mil indicios en la ropa y mil detalles en el comportamiento le habrían permitido descifrar el origen, el rango y la función.
«Si Atkinson ha comprendido las sutilezas de la etiqueta, puedo hacerlo también yo.»
No, en aquella disciplina no daba la talla. Seguía siendo un campesino, como le había recordado Boswell; el más humilde de todos.
«¡La primera intuición que me había llevado a rechazar el ofrecimiento del conde era la buena!», pensaba.
Aquel viaje, que sólo dos horas antes temía tanto haberse perdido, se le parecía como el espejuelo para cazar alondras, como un señuelo que halagaba su vanidad pero que seguramente lo envilecía. ¿Luchar con Atkinson por un puesto en la mesa? ¿Enfrentarse a su mezquindad a golpes de pequeñas infamias? ¿Descender a su nivel? Un amplio programa. ¿Qué podía inventarse para escapar de aquella trampa? ¿Que estaba enfermo? ¿Que sufría un fortísimo dolor de muelas?
Salió a tientas de la estancia donde dormían los secretarios y llegó al corredor que seguramente unía las dos alas del edificio. Aquel pasadizo cubierto, amueblado únicamente con unos pocos asientos, estaba destinado a los ejercicios físicos de los Howard desde hacía varias generaciones. Los médicos insistían en la necesidad de realizar caminatas cotidianas. En su delirio, Will ponía en práctica aquellos consejos. Iba y venía, avanzando de una ventana a otra.
Del lado del jardín, una serie de ventanales proyectaban amplios rectángulos de luz sobre el enlosado. En aquellos puntos, los rayos alcanzaban la pared. Entonces los vio surgir de la tierra y subir hasta el techo, iluminados de lleno por la luna. ¡Los cuadros! Centenares de retratos estaban frente a él en toda la longitud del corredor. Aparecían todos juntos, los ancestros, los amigos, los parientes, los grandes aristócratas de la historia, unidos en el espacio y en el tiempo a la memoria de la casa Arundel.
Will estaba sorprendido. La reina Isabel lo miraba de arriba abajo, de pie sobre el globo terráqueo, álgida y pétrea con su relicario de perlas. Enrique VIII, con el abrigo de piel muy abierto, el puño en la cadera y las piernas separadas, afirmaba el triunfo de la dinastía de los Tudor, construida entre su tercera mujer, Jane Seymour, y su madre, Isabel de York. A Will le habría gustado poner un nombre, una época, algunas hazañas y un destino a cada retrato. Sus miradas lo hipnotizaban. Se acercó.
Con el rosario, el crucifijo y las joyas en forma de cruz marcada con la inicial de los Estuardo, creyó reconocer a la reina María de Escocia. Y con la inscripción latina pintada en el fondo, sobre una boina de terciopelo adornada con diamantes, a Thomas Howard -el abuelo de Lord Arundel-, cuarto duque de Norfolk, decapitado por haber querido desposarla. Supuso que el afilado y demacrado rostro que salía de una modesta gorguera y de un jubón abotonado hasta la barbilla era el de Philip Howard, el padre del Lord, muerto en la Torre de Londres. En cuanto a la dama de negro, con los hombros de frente, el rostro de medio perfil y las manos repletas de anillos modestamente unidas delante de ella, ¿a quién encarnaba? Estaba de pie, con la boca cerrada y la mirada perdida, delante de un tapiz, en el cual Cupido tensaba su arco y disparaba una flecha al unicornio: la Castidad atacada por el Deseo…
Intentaba descifrar las alegorías, los símbolos, los emblemas, las divisas, todas las claves y todos los códigos que le permitirían reconocerlos y comprenderlos. Su mirada pasaba de un detalle a otro, de la orden de la Jarretera que ceñía una pantorrilla a la del Toisón de Oro que colgaba de un pecho; del blasón que cincelaba la empuñadura de una espada a los herretes que adornaban un jubón… Mientras se aproximaba más a la pared, tropezó con un sillón, con una pierna, con un hombre sentado.
- ¿Os gusta la pintura, señor Petty? -preguntó una voz cortés, en la que percibió, sin embargo, un matiz de mofa.
Esta vez no cometió ningún error: reconoció al gentilhombre del jubón gris, el huésped de honor al que habían llamado "Señor Coke". Recordó entonces que el señor Coke le había hecho notificar la fecha y la hora de la convocatoria por medio de su cuñado, Valentine Cary, y que también el señor Coke era un cambridgeman, el único de aquella casa del que Will sabía algo.
Había estado en el St. John's. Tenía una fellowship antes de entrar al servicio de Lord Shrewsbury, el padre de la condesa. Había sido enviado a España, Francia e Italia por las dos familias, los Shrewsbury y los Arundel. De sus viajes les enviaba informes, descripciones de lugares y objetos. ¡El "ojo" del señor Coke era una leyenda en Cambridge! Era él, Thomas Coke, hijo menor de una ilustre familia, quien rebuscaba en las colecciones de los príncipes extranjeros en busca de tesoros para los castillos ingleses.
Will recordó también que al señor Coke se lo consideraba católico.
No acertaba a distinguir su expresión en la penumbra. No obstante, conservaba una imagen muy nítida de la persona a la que había tomado por el señor del lugar. Los cabellos entrecanos, la perilla cuadrada y el cuello desnudo.
No se preguntó por las razones que impulsaban al señor Coke a sentarse solo, en silencio, en medio de un corredor. Extrañamente, Will aceptaba aquel encuentro como una evidencia, y no experimentaba incomodidad alguna ante aquel personaje. Sin embargo, Coke seguramente llevaría un buen rato observándolo, mientras gesticulaba a la luz de la luna. Ante aquel pensamiento, el orgullo de Will se encabritó. Pero respondió con sinceridad:
- Me interesa la historia, monseñor. Sobre todo, la historia de Inglaterra…
- Entonces, ¿no es la belleza de los cuadros sino el tema de los mismos lo que os impresiona?
Will no podía precisar si la humanidad del tono y el interés que mostraba Coke no encerraban, a fin de cuentas, la más absoluta indiferencia.
- Intento extraer el conocimiento de los relatos de los personajes de la Antigüedad.
- Hacéis bien… Pero observáis el mundo con miras estrechas, señor Petty: ¡hay que aprender a ver!
Coke hablaba a media voz, con un tono familiar, como si se dirigiera a sí mismo. La presencia de aquel intruso no parecía contrariarlo. Permanecía sentado en la penumbra, inmerso en sus reflexiones.
- Vuestro entusiasmo ante estos lienzos francamente me sorprende. Casi todos son copias. Los originales, que pertenecían a esta galería, fueron robados en la época en que el difunto milord de Arundel estaba prisionero en la Torre de Londres. Todo el palacio sufre todavía de los maltratos infligidos a sus propietarios. El retrato del segundo duque, el vencedor de la batalla de Flodden, que lo fascina hasta el punto de que se ha golpeado con mi asiento, tiene una factura tan anodina y un colorido tan pobre que el tema sigue siendo lo que es: un muerto… La calidad del pincel y el talento del pintor se apoderan del espíritu y fijan la memoria. ¿Habéis estado alguna vez en Italia?
- He viajado un poco por el imperio romano. -Una sonrisa asomó al rostro de Will-. A través de los libros.
- Así, no habéis visto Florencia… La galería de Hombres Ilustres en el palacio Pitti… Una pena. Quizá me habríais comprendido. Y probablemente experimentaríais, como lo siento siempre yo, cierto rechazo a abandonar el país de Rafael para regresar a Londres… En este lugar en el que estamos hablando, que la rapacidad de los prohombres ha despojado de sus tesoros, se ocultan sin embargo ocho perlas, ocho lienzos que por sí solos valen todas las joyas de los Médecis. Delante de esos retratos no os quedaréis pasmado como acabáis de hacer, sino que caeréis de rodillas.
Coke había cubierto la distancia que lo separaba de la pared. Frente a su sillón se exhibía una serie de cuadros solitarios: allí, entre las siete ventanas del lado del jardín, no había más que un solo cuadro por panel.
- ¡Miradlos! Mirad los Holbein… Hay que aprender a mirar, señor Petty. El mundo se enriquece a medida que se aguza la vista para descubrir su belleza.
15. De William Petty a… William Petty, 12 de abril-12 de agosto de 1613
En las aguas del Támesis, una flota de barcos con los mástiles repletos de flores interrumpía el reflejo de las torres y de las murallas que dominaban el río. La larga procesión de barcazas descendía la corriente hasta el mar, atravesando en pequeñas etapas el sur de Inglaterra.
La suntuosa nave de la princesa, a la que acompañaban sus parientes y su hermano menor, Carlos, hasta los confines del reino, bogaba en cabeza. A continuación, ciñéndola de lado, una flota de buques se deslizaba como una media luna variopinta: las gabarras de Lord y Lady Arundel, del duque de Lennox y del vizconde Lisle. Detrás, danzaban centenares de esquifes que se perdían en los meandros: los sirvientes de los señores con armas y equipajes. En la proa de la embarcación más modesta, el viento de abril hacía crujir la gorguera de William Petty.
Fascinado por aquel espectáculo y aturdido por el ruido, no abandonaba la borda. ¡Y pensar que si no se hubiese encontrado con el señor Coke en la galería habría renunciado a todo aquello! «El mundo se enriquece a medida que se aguza la vista para descubrir su belleza.» En las orillas piafaban los caballos, centenares de destreros empenachados que dentro de poco tirarían de las pesadas carrozas hasta el castillo de Greenwich, hasta Rochester y Canterbury… El vino corría a mares en los aguamaniles. Gruesas perlas ondeaban en las orejas de las camaristas. Y aunque ni el conde de Arundel ni ningún gentilhombre de su círculo llamaban al reverendo William Petty para charlar con él en griego o en latín, encontraba ocupación en otra parte.
Evitando a Atkinson y a Quarles, con los que estaba previsto que compartiera la cama y el tiempo, modeló su comportamiento al de los restantes compañeros de viaje: los servidores de la princesa palatina y de su escolta. La mayoría habían sido fellow commoners en el Christ's, el Jesus y el St. John's: Will los conocía de vista. Y, aunque no había tenido trato con ellos durante sus estudios, el recuerdo de los años de Cambridge facilitaba el encuentro. Todos aquellos jóvenes compartían los mismos intereses: especialmente una común solicitud hacia las camaristas y el enjambre de mujeres que rodeaban a las esposas de los embajadores ingleses y alemanes.
Desde que atracaron en Greenwich, la señora Kitty, una camarera al servicio de una de las camaristas de Lady Lennox, inició al señor Petty en ciertos refinamientos del deseo, que él se dejaba enseñar con impaciencia y delectación.
La ausencia de intimidad complicaba los encuentros, retardaba la conclusión y acrecentaba el placer. Fingimientos, evasiones, abordajes, pequeños juegos de amor que ni Jenny ni Fanny le habían enseñado… ¡Atención, sin embargo! Lord Arundel no era el tipo de persona que perdonara las transgresiones de la servidumbre.
Will había visto más de una vez, a cuatrocientos o quinientos metros de distancia, una figura muy alta, como una sombra junto a la princesa. Pero todavía no le habían presentado a su nuevo señor. Lo poco que conocía del conde lo sabía de oídas. Se decía que el desprecio de Lord Arundel por los placeres de la carne sólo podía compararse con su altivez y frialdad. Con relación al sexo débil, no se le habían conocido amantes antes del matrimonio. Y después, sólo tenía ojos para su esposa. La adornaba con todos los colores de la nobleza, de la elegancia y de la belleza. Por su parte, se contentaba gustosamente con el negro. No lucía plumas, ni borlas ni cintas. Exhibía las fabulosas joyas cosidas en los jubones y los diamantes alineados en las jarreteras como un deber con la sociedad, con su linaje y consigo mismo: «Thomas Howard, conde de Arundel» encarnaba la aristocracia por entero. No era vanidoso. Era orgulloso.
Su orgullo, extremadamente quisquilloso con relación al honor de su linaje, la grandeza de su familia y la gloria de su nombre, no toleraba la menor falta. Su séquito no podía quebrantar la reserva que lo caracterizaba.
Se decía, además, que la austeridad de sus costumbres rivalizaba con el rigor de los puritanos y que, a pesar de su afición por la pompa y los fastos de Roma, por las imágenes de la Virgen y la escandalosa desnudez de María Magdalena, no tenía de católico más que la tradición.
En opinión de la señora Kitty, Will estaba al servicio de un señor tan extraño como imprevisible. La frialdad de Lord Arundel no impedía que fuese colérico por naturaleza y que la ira lo hiciese perder el dominio de sí mismo en público. Las personas ajenas a la familia, aristócratas o criados, temían la violencia de sus arrebatos de ira. El resto, los que estaban a su servicio de muy antiguo, veneraban la memoria de su padre y compadecían las desgracias pasadas. No obstante, su fidelidad se nutria del respeto debido a su rango, más que del afecto hacia su persona. Otra extravagancia: su séquito se componía de un número relativamente exiguo de grandes personajes; ningún vástago de la alta nobleza lo acompañaba. El conde no los necesitaba: el esplendor de su linaje lo situaba por encima de las otras glorias del reino. Prefería el trato con gentilhombres de la pequeña nobleza, privados de castillos, títulos y obligaciones: los hijos menores, apasionados por las letras y las ciencias, y consagrados al estudio. Mayores que él. Como Thomas Coke, escudero.
En este sentido, la señora Kitty, la amiga de Will, era inagotable: ¡Lord Arundel no era en modo alguno papista! Por mucho que dijera que no bebía ni jugaba, era un hipócrita. En público mostraba una cara y en la intimidad ostentaba otra. Si no, ¿cómo explicar que se relacionara -glacial y estirado como era-con excéntricos que no se le parecían? ¡Ah, eso no! Ella sabía cosas. El elegante señor Coke era un vividor… ¡Un verdadero católico! Aunque evitaba llevar una vida disipada en sus tierras y no tocaba a las doncellas de Lady Arundel, se desquitaba con las camareras de las otras. ¿A cuántas chicas del séquito de Lady Lennox había seducido? Siempre la misma historia. En el momento de llevarla al altar, Coke desaparecía en el continente. Y su rastro se perdía entre los crucifijos y las estatuas de santos, entre el gentío de los idólatras. Se le había conocido una sola relación, que duraba desde hacía veinte años: una mujer enclaustrada en Francia. ¡Una religiosa!
Aquellos chismes interesaban en sumo grado a w. con los ojos y los oídos en alerta, deslumbrado y satisfecho, disfrutaba de todo, del espectáculo, del vino, de las mujeres…
La mala suerte quiso, sin embargo, que desde la estancia en Canterbury, la tercera escala, Will sufriera el más ridículo e insidioso dolor de muelas. Había pensado recurrir a ese pretexto para evitar la aventura, y el Señor le tomaba la palabra y lo castigaba cruelmente. El dolor aumentaba día a día.
Cuando la señora Kitty vio la inflamación de la mejilla, puso el grito en el cielo. Le aseguró que la infección desaparecería por sí misma, le cubrió el rostro con un sombrero y le suplicó que guardara silencio. Durante la última etapa en suelo inglés, se permitió insistir: «¡Curaos el abceso antes de embarcar! ¿Qué será de vos en el continente?»
Además del orgullo, una razón imperiosa decidía a Will a ocultar su estado de salud. Corría el rumor de que, antes de su partida, el conde había pedido al rey autorización para proseguir el periplo fuera de las fronteras del Elector palatino. Como había supuesto el amigo Boswell, Lord Arundel pensaba visitar de nuevo Italia.
El viaje hacia el sur, en tierra católica, seguía estando prohibido para la mayoría de los súbditos británicos. Sin embargo, Su Majestad se había dejado convencer, con la condición de que Lord Arundel se comprometiera a evitar Roma, no se aventurara en los Estados pontificios y mantuviera su proyecto en secreto hasta el último momento. Era un secreto a voces, porque con el conde viajaba un hombre cuya presencia a su lado no hacía albergar ninguna duda sobre sus intenciones: el ilustre arquitecto Inigo Jones. Éste no tenía ningún motivo para dirigirse a Heidelberg, a no ser tal vez para diseñar las escenografías y las arquitecturas imaginarias de los Triunfos en honor de la princesa. Nadie creía ese pretexto.
Jones había vivido muchos años en Padua, había estudiado los monumentos de Venecia y Vicenza, y dominaba tanto el arte de Palladio que reproducía sus técnicas construyendo, a orillas del Támesis, palacios que recordaban las villas de la Serenísima a lo largo del Brenta. Nadie lo igualaba en Inglaterra en su conocimiento de la pintura italiana. Un iniciado, un guía que introduciría a Lord Arundel y a su séquito en el corazón de los misterios del Renacimiento. Los jóvenes neófitos que anhelaban el viaje debían atraerse los favores de aquel personaje. Atkinson y Quarles se aplicaron a ello. Pero, ¿cómo seducir al irascible señor Jones? Esta necesidad se convirtió en una obsesión colectiva. La competencia sería dura…
La travesía se reveló terrible para todos. Tres veces tuvieron que volver al puerto, desembarcar, esperar y regresar al mar.
En el puerto de Ostende, los cañonazos, los redobles de tambor y la explosión de fuegos artificiales dieron el golpe de gracia al pobre. Paradas militares, banquetes, bailes… Desde lo alto de sus venerables ciudades, los burgueses de Middelburg, Dordrecht y Rotterdam aclamaban los esponsales del Támesis y el Rin, de la hija de Albión con el jefe de los Estados protestantes. Pero la fiebre lo mantenía en un estado próximo a la alucinación.
«Hay que aprender a mirar, señor Petty.» En cuanto al descubrimiento del mundo, Will no vio ni la Universidad de Bonn, ni las ciudades que bordeaban el Rin ni la esplendida biblioteca de Heidelberg. Terminó el viaje solo en el jergón de un calamitoso albergue de Westfalia, entre las tenazas de un cirujano.
Lord Arundel y su séquito llegaron a Heidelberg sin máster Petty. Allí, el conde despidió a su gente, ordenándoles volver a Inglaterra con los servidores del vizconde Lisle y Lady Harrington. En cuanto a él, proseguiría el viaje con su esposa y algunos familiares. Su séquito se componía del señor Coke, el señor Jones y del preceptor de su hijo mayor, un erudito llamado John Atkinson. El destino, que el conde consideraba incierto, dependería de los caprichos del tiempo y de los azares del camino.
Will se reunió con las tropas dispersas de los embajadores que se agruparon en las orillas de Flandes. Para todos, el regreso a la patria -menos brillante y solemne que el viaje de ida- estaría más regado de vino y sería más galante. Esta vez se proponía participar en la bacanal.
Privado de ciertos juegos en abril, Will devoró en julio la manzana del pecado. Durante la travesía, hizo un consumo absolutamente inmoderado de camareras complacientes. Las alegrías que dispensaban los senos de la señora Kitty y los atractivos de sus encantadoras compañeras apenas se parecían a los placeres que lo esperaban en Cambridge. No lo olvidaba y aprovechaba aquella última explosión con un entusiasmo que podría haberse clasificado de energía de la desesperación.
En el momento de desembarcar en el suelo patrio, tuvo que reconocer su escaso entusiasmo por volver al hogar. ¿Era la premonición de la muerte de su maestro, su modelo, lo que le deprimía tanto?
Will recibió la llamada de Bainbridge nada más llegar, a mediados de agosto. El mensaje, llevado por un criado de Willie el Audaz procedía de la casa solariega de Henderskelfe, la residencia estival de Lord William Howard de Naworth, a poca distancia de Berkeley. Bainbridge pasaba allí el mes y lo citaba en la escuela.
Will se dirigió apresuradamente hacia el norte. ¿Llegaría a tiempo?
Encontró a Bainbridge tranquilamente acostado en la vivienda donde el propio Will había pasado cuatro largos años. Con la barba gris, el traje y las sandalias, el anciano seguía recordando a un gnomo de otra época. Más sucio, más feo, más presente que nunca. Inmutable. Acogió a su alumno con la mirada traviesa y la sempiterna sonrisa burlona: «Ave Pettaeus, moriturus te salutat.»
La alegría que experimentó Will al encontrar a su maestro con vida lo hizo comprender lo mucho que había temido perderlo durante todo el camino. No lo veía desde hacía diez años y nunca había dejado de preguntarse si algún día podría presentarse delante de Bainbridge orgulloso de sí mismo.
Consciente de la influencia que seguía teniendo en su protegido, Bainbridge se incorporó.
- No te encariñes -dijo-. Llegas justo a tiempo para escuchar mi última voluntad…
Hablaba entrecortadamente y jadeaba, pero la voz era alegre, y el tono, claro.
- Si deseo que asistas a mi muerte es porque quiero que te sirva de ejemplo.
No había vanagloria en aquella satisfacción de sí mismo. Bainbridge lo invitaba a imitar su vida, su muerte y su conducta en general, porque partía feliz, seguro de haber cumplido su misión en este mundo.
Bainbridge legaba sus estudios, sus inscripciones, sus libros, sus colecciones, sus manuscritos y su obra a la escuela de Appleby, a los alumnos y a los futuros maestros.
- Aquí, los cadáveres de los Reivers continúan balanceándose en las horcas. Lord William no da abasto. Aunque se cuelguen a centenares, no acabaremos con ellos… Educar a los bárbaros, como hicieron los romanos, es el único modo de librarnos de ellos. ¡Que los granjeros de los Borders conozcan su propia historia! Llévalos al muro de Adriano. Muéstrales la grandeza de las civilizaciones pasadas. Que evalúen el saber perdido y lo reconquisten.
Con un dedo firme, el anciano señaló la sombra.
- Edúcalo, como yo he hecho contigo. Toma el relevo. Ahora te toca a ti. Y, cuando llegue el momento, este muchacho recogerá la antorcha de tus manos.
Con la precipitación de la llegada, Will no se había fijado en el adolescente que permanecía de pie junto al camastro. Un campesino de unos doce años: rubio, alto y fornido como todos los naturales de Westmorland.
- Está ávido de conocimientos y es casi tan curioso como lo erais Atkinson y tú a su edad. Desde vuestra partida, no he tenido en Appleby alumnos tan apasionados como vosotros. A Atkinson le espera otro destino, pero tú…, tú estás hecho para enseñar. Presenta a este niño en el Jesus. Consíguele una beca. Vela por sus estudios. Tenéis en común el pasado. Y el futuro… Es el segundo hijo de tus primos Ellenor y John de Kirkby Stephen, que ahora viven en Soulby. Lleva el nombre de tu padre… William Petty de Bonny Gate Farm.
En encuentro con ese otro yo suscitó en él una emoción tan extraña que decidió no perder el tiempo. Prometió, sin dudarlo, ocuparse del muchacho. Lo tomaría a su cargo financiera y moralmente. Era su doble.
Sin embargo, no se informó sobre sus parientes ni formuló ninguna pregunta acerca de su familia.
Reginald Bainbridge se apagaba lentamente, en presencia de ambos, unos días antes de las fiestas de San Miguel, día de inicio de las clases. Justo a tiempo para permitir a Will llevar consigo a su joven primo y matricularlos en Cambridge.
William Petty junior, sizar. William Petty senior, fellow. En los registros, los escribanos confundieron pronto la edad, los títulos y las funciones. Los dos personajes se convertirían enseguida en una sola y única identidad: «El señor Petty, del Jesus College.»
No obstante, desde su regreso, Will había dejado de tener el sentimiento de pertenencia a la universidad.
16. Tercera estancia en Cambridge, Jesus College, septiembre 1613-enero 1616
Prosiguió allí, sin embargo, una carrera que los envidiosos calificaban de fulgurante. El viaje a Heidelberg producía sus frutos: Will había conocido a un buen número de aristócratas que le habían confiado la educación de sus hijos, como en su tiempo los burgueses de Beverley. Además de su pariente, llevó consigo a varios pensionistas muy adinerados, una aportación que enriquecía el Jesus y hacía feliz al decano.
Tazones de plata, pequeñas copas, platos cincelados… Según la costumbre, el señor Petty custodiaba las dadivas de los discípulos que solicitaban su tutela. Su habitación parecía la caja fuerte de un orfebre, y por razones de seguridad su alojamiento debía ser confortable. Se lo consideraba incluso el profesor mejor pagado del colegio. ¿Para qué pedir más? Ya se había labrado una reputación.
A los aduladores que le pronosticaban una carrera eclesiástica, prebendas, beneficios y un obispado, les respondía con una sonrisa escéptica. Sabía que no tenía la paciencia, la abnegación y mucho menos la complacencia y la adulación servil que un cortesano debe ostentar para conseguir lo que se propone. Por eso. No sentía ninguna nostalgia de su breve paso por Arundel House. De su encuentro con Coke, de aquel momento tan particular en la galería de pintura, conservaba un recuerdo confuso.
No obstante, aquel recuerdo resumía su desasosiego: la sensación de haberse detenido en la orilla, de no haber terminado la aventura. A pesar de la estima general, había fallado en lo esencial.
En ciertos momentos lo invadía la tentación de abandonar la Iglesia y la universidad. Pero, ¿para hacer qué? De oscuro nacimiento, sin título y pobre, todas las carreras, incluso la de armas, le estaban vedadas. «Soportar y resistir hasta que la suerte se presente de nuevo. No tengo otra elección.» Afilaba sus armas y ya no se contentaba con buscar refugio en el estudio. Si traducía la Geografía de Estrabón y cotejaba las Historias de Heródoto, lo hacía para comparar los textos antiguos con los últimos trazados topográficos de los eruditos venecianos en el Mediterráneo y trabajar en un proyecto insensato. Sabía que no le satisfarían ni la comodidad, ni los honores, ni siquiera la gloria de conseguir un obispado. La ambición lo llevaba a mirar más lejos. Quería más. No poner límites a la curiosidad. Abarcar todo el universo. Viajar tras las huellas de Homero. Acampar ante los muros de Esparta y Troya. ¿Cuándo? ¿Cómo? Misterio. Ignoraba con qué rostro se presentaría la aventura. Estaba preparado, al acecho. Los presentimientos de antaño habían vuelto a la realidad: el destino lo llamaba en otra parte.
Sólo el sobrio Boswell imaginaba la importancia de sus sueños. Él mismo ansiaba en vano, desde hacía años, un nombramiento en el extranjero. Su protector, el embajador de Inglaterra en Venecia, le había asegurado que lo llamaría a su lado lo antes posible. Pero el embajador parecía demasiado ocupado con la llegada de Lord y Lady Arundel a la laguna para acordarse de él.
Boswell pensaba continuamente en los grandes personajes causantes de su olvido. Contaba que el conde había comprado a sus tíos en Londres Arundel House -aquel laberinto vetusto a los ojos de Will- por cuatro mil libras esterlinas, una bonita suma por un bien que le pertenecía de pleno derecho. La dote de su esposa, la fortuna de los Shrewsbury, servía para saciar aquel resarcimiento del destino. En la época del infortunio, la madre del conde ¿no había tenido que suplicar de rodillas a los tíos que le permitieran alojarse en las dependencias de la casa y le dejaran la llave del jardín? Inclinados sobre el árbol genealógico de los Howard y el mapa de Italia, Boswell y Petty soñaban con jardines, luz y evasión.
La noticia llegó a Cambridge en diciembre de 1614: tras dieciocho meses de ausencia, el conde había regresado a casa. Uno de sus parientes cercanos, el conde de Northampton, canciller de la Universidad de Cambridge, había muerto sin dejar hijos y Lord Arundel volvía a Inglaterra con su familia para reclamar la herencia: Northampton le había legado el castillo de Greenwich, los cuadros, los libros… y su fortuna.
Era rico, inmensamente rico. En adelante ya no necesitaría echar mano de la dote de su mujer: Lord Arundel regresaba como un vencedor.
El recibimiento de la corte, sin embargo, no presagiaba nada bueno.
El conde había desobedecido las órdenes de Su Majestad, había faltado a la palabra dada: ¡había ido a Roma! La estancia en la Ciudad Eterna amenazaba con hacerle perder el terreno recuperado… Diez años de esfuerzos para afianzar su fidelidad al trono, diez años de trabajo y de asidua presencia junto al rey, se habían venido abajo. Como su padre y como su abuelo, Lord Arundel iba a tener que defenderse de la acusación de conspirar contra la religión reformada, ofrecer garantías de su adhesión a la Corona, demostrar su lealtad hacia un soberano que reinaba sobre la iglesia de Inglaterra.
La desconfianza y la hostilidad del rey podían extenderse a todo su entorno católico. Los gentilhombres de su casa se apresuraban a buscarse apoyos. Por su parte, el señor Coke visitaba a sus amigos de antaño, decanos de los colegios y cancilleres de las universidades.
Se decía que había regresado muy enfermo de su última expedición. Sin embargo, no lo dejaba traslucir, y no disminuía el ritmo de sus desplazamientos por Cambridge. Durante las fiestas de Navidad, asistiría a los espectáculos montados por los estudiantes del St. John's, su viejo colegio. En su honor, se había decidido invitar a la mesa principal a los que lo habían acompañado en su viaje a Heidelberg. Ahora bien, parecía que el señor Atkinson había disgustado a Lord Arundel en Italia. El señor Coke no daba ninguna explicación, pero no encontraba palabras bastante duras para calificar su mediocridad. En cuanto al señor Quarles, era imposible de localizar en Londres.
Quedaba máster Petty.
Esta vez, Will aprovecharía gustosamente la ocasión.
- ¿Sigue frecuentando las galerías de pintura en plena noche? -preguntó Coke, esbozando una sonrisa.
La voz era trémula. Algo en la desenvoltura del tono traicionaba la fatiga.
Sentados uno al lado del otro bajo el artesonado del salón, los dos reanudaban la conversación en el mismo punto en que la habían interrumpido hacía casi dos años. Hablaban con la familiaridad y la soltura que habían presidido el primer encuentro. No obstante, ambos notaban que habían cambiado mucho.
Aunque el Señor Coke lucía siempre en pleno invierno el cuello abierto, la garganta desnuda entre los encajes, la barba, la famosa perilla que enmarcaba perfectamente la boca, había encanecido por completo. Desde luego, su elegancia conservaba, en su propio refinamiento, cierto aire extraño. Mantenía la dignidad de su porte. Sin embargo, su irónica benevolencia parecía teñida de una lasitud que Will no había advertido en la galería. Parecía envejecido, debilitado.
A Coke, por su parte, le parecía que el señor Petty tenía aquella noche un aire menos torpe, menos sombrío, menos atormentado. El clérigo que, en el pánico de la llegada, lo había confundido con Lord Arundel había dejado sitio a aquel maestro con toga, uno de los mejores de Cambridge. Un profesor de treinta años, en plena posesión de sus facultades, que conocía su terreno y se consagraba a él por completo.
Sin dar muestras de presunción, Will hablaba con soltura sobre los temas más diversos. La mordacidad con la que recordaba en latín sus impresiones del viaje de Heidelberg provocaba en el anciano gentilhombre el último gran placer de aquel año. Juzgaba devastador el humor de máster Petty. ¿Quién hubiera dicho que aquel clérigo era tan ingenioso?… Coke se acordaba perfectamente de él, de su agitación en la galería. El joven iba y venía delante de los cuadros, muy emocionado. Poco importaba que las telas fuesen copias, imitaciones de escasa calidad. El descubrimiento de la pintura por parte de un muchacho que, con toda probabilidad, nunca había contemplado una obra de arte, constituía para Coke un momento muy hermoso. La escena le tornaba con frecuencia a la mente.
Aquella noche se preguntaba qué subsistiría de aquella experiencia en la sensibilidad de su vecino de mesa. El hijo de un granjero protestante, al que la religión prohibía adorar las imágenes, ¿podía advertir la divinidad de una obra de arte y aceptarla como una evidencia? ¿La belleza se imponía por sí sola? Coke se divertía con esas ideas… mientras Petty intentaba cautivarlo.
Un éxito total. Al anciano gentilhombre le gustaba su manera de ser, y quedó encantado con aquel encuentro.
Sin embargo, contra toda esperanza, la satisfacción de Coke no produjo ningún cambio en la existencia de Will. A no ser… Al final de la comida, Coke se acordó de una carta de la que era portador. Procedía de su amigo el embajador de Venecia e iba dirigida a la atención de un tal Boswell. ¿Tendría el señor Petty la amabilidad de entregársela a su compañero?
¡Era el turno de Will de atender los cursos del hebreo! Boswell estaba cerrando el baúl. Se tomaba un trimestre sabático, renovable hasta el infinito; se embarcaba hacia la Serenísima y le dejaba sus alumnos.
Todos los días venideros, la misma rutina. La capilla, el aula, la biblioteca. ¡Cuarenta o cincuenta años de reclusión! Debía escapar a cualquier precio. La evasión de Boswell despertaba el instinto de antaño, cuando el deseo de huida le había costado a Will la conciencia y el cariño de los suyos.
Por el momento, era a Thomas Howard, conde de Arundel, a quien correspondía tomar una decisión que iba a tener un gran peso en la historia de su linaje.
Decidido a romper el círculo infernal hecho de desconfianza y sospechas, se disponía a proporcionar al soberano la prueba más evidente de su fidelidad. Realizar un gesto irremediable. Lord Arundel, jefe del partido católico, abjuraba de la fe de sus ancestros. Se convertía. Adoptaba la Reforma.
En la capilla real del castillo de Whitehall, el día de Navidad de 1615, en presencia de toda la corte, se disponía a recibir de pie la comunión que le ofrecería el obispo de Canterbury. Con aquel gesto espectacular, traicionaba la memoria de Philip, su padre, prisionero durante diez años por haber rechazado el sacramento de manos del sacerdote anglicano que había intentado imponerle Isabel. La reina le había propuesto aquella transacción hasta el último momento: la comunión de manos de un anglicano a cambio de la visita de su esposa y del hijo que no conocía. ¡La comunión por la libertad! Philip no había capitulado.
Thomas, abandonando la lucha y renegando de su sacrificio, lo mataba por segunda vez. La madre y la esposa de Lord Arundel lo acusarían sin descanso de aquella felonía. Una infamia.
Como respuesta a la ira y a la desesperación de las dos mujeres replicaba que las intrigas de los sacerdotes papistas nunca lo habían convencido; que aborrecía a los jesuitas, sus astucias y sus cábalas; que hacía mucho tiempo que habría dado aquel paso decisivo de no haber sido por el amor que sentía hacia la una y por el respeto que le inspiraba la otra, unidos al tierno afecto que experimentaba por las dos. Sin embargo, el rito católico, al cual, según entre, nunca se había adherido por completo, le costaba en aquel momento la amistad del rey, un puesto en el Consejo privado y el ducado de Norfolk, que pretendía recobrar.
Por el interés de sus hijos, parecía llegado el momento de abandonar las viejas disputas y acomodarse a la religión del soberano. Y como la casa debía poblarse, ya no de sacerdotes prófugos, jesuitas y capuchinos, sino de clérigos anglicanos, irían a buscarlos a los colegios donde se encontraban los mejores, a Oxford y a Cambridge, entre la clientela de los Howard.
El señor Coke recomendaba un profesor de griego, un muchacho serio y no demasiado calvinista, protegido desde la infancia por su tío William de Naworth, con el cual se había reconciliado Lord Arundel. El joven no había recibido las órdenes mayores, pero podía ser reverendo rápidamente. Entonces se convertiría en un capellán presentable y poco molesto. Coke recordaba a Su Gracia que ya lo había oído debatir y que había apreciado el tono de sus argumentaciones hasta el punto de haber invitado al joven a viajar con él a Heidelberg.
El conde conservaba un recuerdo muy vago de aquella invitación. Esa imagen borrosa jugaba a favor del candidato. Únicamente se le pedía que relegase el propio celo religioso a la acción de gracias al principio y al final de la comida, que se limitara a dirigir el oficio de la mañana y a servir el oficio del domingo, que no intentase convertir a los viejos servidores y que enseñase las lenguas antiguas al hijo menor.
En aquella mañana de invierno de 1616, tres interminables años después de su primera visita, la mansión en la que Will se presentaba de nuevo le causó una impresión muy diferente. ¡Rebosante de gente, un hormiguero, un caos general! Obras en todas partes. Se derribaban los torreones, las almenas, las torrecillas y todos los edificios medievales en ruinas. Se ensanchaban los corredores, se ampliaban los patios, se abrían galerías, se creaban terrazas, grutas, fuentes…
En el primer piso, en la galería que unía los antiguos cuerpos del edificio, los lienzos, todas las copias en sus marcos, yacían en el suelo. El muro se había hundido: se esculpían los nuevos marcos de los cuadros en la misma pared. Guirnaldas de estuco, cornucopias, flores y cintas hinchaban la piedra. Nichos horadaban el espacio. Los retratos originales, que el conde había heredado finalmente, se encastrarían en la mampostería, se inscribirían para siempre en las paredes de Arundel House. Indisociables de la casa.
Al fondo de la galería, donde se alinearían los retratos de los Howard, correría el Támesis, como el Tíber en Roma, entre los bustos de los césares. Lord y Lady Arundel verificaban apasionadamente los efectos de la perspectiva, las ilusiones ópticas, el trompe-l'oeil, las arquitecturas ficticias, todas las visiones que habían llevado de Italia. De común acuerdo. A partes iguales.
Tan corpulenta, sonrosada, rica, rapaz y rápida como afectado podía parecer él, milady compartía con su esposo un pasado de gran aristócrata católica. Proseguía la cruzada de sus ancestros por el retorno de la verdadera fe. El conde, al imponerle en su casa un hereje, un sacerdote de la Iglesia reformada, había llevado la guerra santa a su propio territorio. La llegada de aquel pastor a las dependencias de los niños servía de pretexto y símbolo de enfrentamiento.
Lady Arundel no dejaría de recordarle al reverendo William Petty la catástrofe que encarnaba a sus ojos.
Del lado de la tiranía, no se sentiría defraudado.