1622-1624
- ¿El reverendo William Petty?
- Excelencia… saludó Will.
Un informador de Wotton había estado acechándolo delante del palacio Mocenigo para sorprenderlo al amanecer, cuando salía de su primera noche de amor con Dyx…
El embajador lo hacía seguir hasta la casa de sus amantes. Ante aquella falta de discreción, sólo cabía obedecer de buen grado: Petty se había dejado conducir donde el embajador lo llamaba.
Al contrario que los restantes nobles extranjeros, que se alojaban en el Gran Canal, sir Henry había vuelto a la residencia que había ocupado durante su primera estancia, un palacio en el norte de la ciudad, no lejos del Ghetto. La mansión estaba expuesta al viento; un lugar desierto, tranquilo, propicio a los encuentros clandestinos. Muy cómodo también para embarcarse hacia las islas de Murano y Torcello, donde las citas podían efectuarse más discretamente todavía.
- Bienvenido a la embajada de Inglaterra, reverendo. Mi ministro consejero, el señor Branwaithe, me ha hablado muy bien de vos.
El aislamiento del palacio no impedía que estuviese suntuosamente decorado. Las tapicerías, los libros y los instrumentos musicales compartían espacio con los retratos de cuerpo entero de los cinco últimos dux y con las efigies de la reina Isabel, del rey Jacobo I, del príncipe de Gales, de la princesa palatina que los Habsburgo de Viena acababan de expulsar de Heidelberg, de Lord Buckingham y del conde de Arundel. Will se encontraba pues, en terreno conocido.
Wotton, sentado de espaldas a la ventana de modo que su interlocutor no pudiese verle el rostro, le hizo una señal para que se sentara delante de él.
- Creo, además -prosiguió amablemente-, que tenemos un amigo común, un amigo muy allegado, el señor Boswell, con el cual sigo en contacto. Ahora es el secretario de mi predecesor, que está a punto de convertirse en ministro de Asuntos Exteriores… Es, por lo tanto, a nuestro querido Boswell a quien dirijo todos mis despachos.
La conversación comenzaba como todos los tratos: dando largas al asunto. Wotton le hablaba de todo, excepto de lo que les interesaba. Will había practicado lo suficiente las simulaciones de la diplomacia para jugar tranquilamente la partida del embajador. Pero aquella vez la presa era él. Por instinto, asumió la postura del cazador.
- ¿Puedo pedir a su excelencia que tenga la bondad de darle muchos recuerdos al señor Boswell?
- No dejaré de hacerlo… Querido doctor Petty, ¿siempre fuisteis titular de la cátedra de griego en Jesus College?
Una sonrisa afloró bajo el bigote de Will. Honrándolo con el título de doctor, cima de la jerarquía universitaria, Wotton fingía elevarlo a su altura. Una artimaña, tan vieja como el mundo, para tranquilizar a la caza. ¿Qué finalidad tenían todas aquellas lisonjas? Se arrellanó en el asiento. Si reconocía los instrumentos de la manipulación ordinaria, debía descubrir rápidamente lo que estaba en juego. Mostrar las cartas. ¿Par o impar? ¿Rojo o negro? ¿Buckingham, Gerbier o Nys? ¿Cuál era el verdadero tema de la conversación?
- Por lo que a mí respecta -continuó rápidamente su excelencia-, ¡nunca he podido renunciar a mi fellowship de Oxford! En principio, todavía soy profesor: los benditos años de nuestra juventud, ¿no es cierto? Pero el mundo cambia. Incluso la República ya no es lo que era… En la época de mi primera embajada, podríais haber ejercido vuestro sacerdocio en Venecia sin ser molestado. Sabed que tenéis siempre abierta la capilla de la embajada. Me sentiría muy honrado si vinieseis a predicar el sermón del domingo.
- ¡El honor será mío, vuestra excelencia!
Tratando de precipitar el compromiso, Will cortó por lo sano. Pasó al ataque:
- ¿Me permitís informar a mi señora, Lady Arundel?
- Creí que milady era católica…
- Precisamente. Católica. Así como todos los miembros de su casa. Para este viaje a Italia, Lord Arundel le ha impuesto mi presencia y Su Gracia me soporta con extrema impaciencia. ¿Puedo ser franco con vuestra excelencia? Temo que milady intente desalentar mis visitas al palacio Mocenigo agotándome. Me recibe a deshora, cuando no tiene nada mejor que hacer, y me hace esperar noches enteras mientras charla en el salón con sus amigos los jesuitas. Milady se mofa en mi persona del ministro de un culto que aborrece. Ésa es la razón por la cual, no queriendo provocar su resentimiento, le solicitaré, si vuestra excelencia me autoriza, el permiso para predicar en la embajada.
- Os ruego, doctor Petty, que hagáis lo que creáis oportuno. No querría disgustar en modo alguno a una dama tan importante. ¿Me perdonaríais si os confesara a mi vez que comprendo la impaciencia de vuestra protectora? ¿De qué diablos habláis en plena noche? ¿De religión?
- Dios me libre. Le hablo de lo que le interesa: de cuadros y de esculturas.
- Ah, sí, sois un gran aficionado… ¿Un poco de política, a pesar de todo?
- Dejo al embajador de España el placer de informar a milady de los éxitos de su nación en Valtelina.
- ¿Y cómo reaccionan los amigos venecianos de la condesa ante la invasión de los Grisones? ¿Se alegran de que los Habsburgo puedan ir a Milán o Dunkerque sin salir nunca de sus territorios?
- ¿Los venecianos? Pero, ¿no tienen prohibido los ciudadanos de Venecia reunirse con un embajador?
- La condesa no es un "embajador", doctor Petty. Reúne en torno a su mesa a quien le parece oportuno. A los italianos que ha conocido en Londres, al senador Antonio Foscarini, por ejemplo…
- No sé nada de esto: milady no me recibe en su mesa.
- Las paredes de las antecámaras pueden tener oídos.
- Entiendo, señor embajador, entiendo: los espías son tan indispensables como las gentes de bien.
- Y mucho más caros, puesto que son indispensables. Mi bolsa está a su disposición, doctor Petty.
- Se lo agradezco a vuestra excelencia, pero, por el momento, la mía está bien provista.
- No os ofendáis por lo que os he dicho; tendréis grandes necesidades, ¡sé de qué hablo! ¿Acaso un embajador no es también un hombre honesto enviado al extranjero a mentir por el bien de su país?
- Mentir, no traicionar.
- ¿Quién habla de "traicionar"? ¡Qué palabra tan horrible!… ¿Qué diríais de quinientos ducados? El precio de un Veronés.
- ¿Qué queréis de mí?
- No gran cosa. Sólo que paséis de una fidelidad a otra. Se trata de servir a la misma persona, una gran dama a la que honramos los dos. ¡Pero las grandes damas son a veces muy atolondradas, doctor Petty! Es deber de un embajador, representante del rey, que es en cierto modo su padre en tierra extranjera, garantizar la seguridad. Ahora bien, para poder proteger a milady, debo ser informado de sus actividades… ¿A quién recibe en el palacio Mocenigo con el embajador de España? ¿A Foscarini? ¿Puedo contar con vos, doctor Petty?
- Soy el servidor de vuestra excelencia.
- Y yo, el vuestro. Tenemos demasiados amigos comunes para no comprendernos… ¿Habéis visto la villa de la Malcontenta, al lado de Dolo? La arquitectura de Palladio es un milagro del equilibrio, la perfección encarnada. Nuestro amigo Inigo Jones tiene razón al admirar los principios de Vitrubio…
26. La isla de Murano, abril de 1622
- ¿Quién es el senador Antonio Foscarini? -preguntó Will.
Dyx lo miraba seriamente desde el lecho mientras Will levantaba un pesado aguamanil de vino y se servía de beber.
- ¡Qué pregunta tan extraña!
- Los esbirros de los inquisidores del Estado lo detuvieron el viernes pasado a la salida del Senado.
Ella se incorporó en medio de los almohadones.
- Decididamente, ese hombre se pasa la vida en los plomos de Venecia.
- ¿Por qué?
Will, con el vaso en la mano, volvió a sentarse a su lado. Ella permaneció inmóvil, no atreviéndose a hacerle sitio contra su cuerpo, desnudo bajo la sábana. Miró de reojo la forma cubierta, los senos, el busto, el vientre de aquella mujer tan infeliz por estar así, desvestida.
Gracias a los escudos que le habían asignado Coke, había alquilado una casita en Murano. Los altos muros del jardín que daban al mar protegían sus amores de la indiscreción de los espías de Wotton y de los comentarios de los lacayos del palacio Mocenigo. Estos últimos creían que la señora Dyx estaba en Dolo. Milady, en cambio, creía que se encontraba en Venecia.
Habían tenido dos días enteros para ellos. Dos días que no habían sido tan felices como cabía esperar.
En el arrebato del placer, Dyx, tensa e inquieta, no dejaba de atormentarse… ¿Qué temía? ¿La ira de su marido? ¿La vergüenza? ¿El deshonor? ¿Pensaba que era demasiado lisa, demasiado delgada y demasiado fea para complacer a un hombre?… ¿Demasiado madura ya?
¡Él no esperaba encontrarla tan ansiosa! ¡Aquella gravedad y aquel pudor en una persona siempre franca y alegre! Habituado al desenfreno de las cortesanas, no había tenido en cuenta la posibilidad de que Dyx fuese una mujer entregada al deber, poco preparada para salir del camino recto, a pesar de sus aires desenvueltos. Tenía la virtud pegada a la piel. El miedo y la culpabilidad le aguaban las delicias del pecado.
Will temía una crisis nerviosa, una escena de histeria si descubría que la Citera donde la había conducido se consideraba el lupanar de la Serenísima. Los vidrieros alquilaban a precio de oro aquella especie de apartamentos para encuentros amorosos, una auténtica bombonera en la que no faltaba nada: espejos, arañas, ropa de cama de encaje, vajilla de lujo, frascos de licor y perfumadores… Todo el arsenal del éxtasis. Los ciudadanos de Venecia atraían allí a las mojas jóvenes que se morían de aburrimiento en los conventos de la isla. En cuanto a los aristócratas, saciaban bajo los techos pintados al fresco de sus casini, y al amparo de los emparrados, las flores y los frutos de sus maravillosos jardines, los apetitos sexuales que reprimían en los salones de gala de las mansiones de familia. También los mercaderes y los contrabandistas sacaban provecho de los almacenes de Murano: la proximidad de alta mar les permitía descargar las mercancías con menos riesgo. Dyx no tenía ni idea de aquella vida clandestina. ¡Por suerte!
Delante de la carita descompuesta de su amiga, Will se sentía desolado. Habría querido decirle que todo aquello apenas tenía importancia, que podía entregarse al placer del momento, pero consideró más prudente no abordar el tema. Con los codos pegados al cuerpo, Dyx mantenía la sábana apretada contra el busto y el cubrecama subido hasta el cuello. Se esforzaba, sin embargo, por dar la sensación de que se encontraba a gusto e intentaba responder con claridad a la pregunta que le había formulado:
- El senador del que me habláis ya había sido hostigado. ¿No recordáis el escándalo que estalló en Londres hace seis años? ¡No, evidentemente! Los rumores del mundo no llegaban al cuarto de los niños. El embajador de Venecia, su excelencia Antonio Foscarini, fue acusado de vender los secretos de la República a los españoles. Esta acusación procedía de su primer consejero, un tal Muscorno. Foscarini fue llamado a Venecia, encarcelado y juzgado. El proceso duró meses… Pero salió de los plomos limpio de toda sospecha. Y Muscorno entró allí en su lugar.
- ¿Qué relación tiene con milady?
- Ninguna.
- ¿Qué opinión le merece ese Foscarini?
- A Su Gracia no le gusta. Unos días después de regresar a Londres del viaje de Heidelberg e Italia, el embajador de Venecia fue a visitarnos a Arundel House. Milady había rechazado dos veces recibirlo. Con su amiga Lady Hay, apoyaba a Muscorno contra Foscarini.
- ¿Y ahora?
- ¿Ahora qué?
- ¿Lo ve?
- ¿Estáis celoso? -preguntó Dyx con acritud.
- Solamente intento comprender por qué Wotton estaba tan interesado en las relaciones de milady con el senador Foscarini, al que los rumores acusan de nuevo de haberse dejado corromper por los agentes de España.
Dyx suspiró. Hizo un esfuerzo y prosiguió con un aire tan doloroso como exasperado:
- Milady, milady, milady; ¡sólo me habláis de ella!… El año pasado, cuando llegamos a Italia, Foscarini le anuncio su visita en Padua. Pero nunca vino a presentarle sus respetos. Las relaciones entre ellos (como vos las llamáis) son ésas.
- ¿Os parece improbable que ella haya organizado para él encuentros secretos con los españoles en el palacio Mocenigo?
- ¡Grotesco! Deberíais preguntar a Francesco, el mayordomo de milady, qué piensa de Foscarini… Antes de entrar al servicio de los Arundel, era intendente de la embajada de Venecia en Londres. Las historias que cuenta sobre la suciedad de Foscarini, sobre los veinticinco perros que el embajador hacía comer en la mesa junto con sus invitados oficiales, dan escalofríos. Ya os lo he dicho: a milady no le gusta.
- Wotton difunde extraños rumores. Deja creer lo contrario.
- Calumnias de protestante.
- ¿Con qué finalidad?
Esta vez, Dyx golpeó la sábana con la palma de la mano.
- ¿Dejaréis de pensar en Lady Aletheia mientras me estoy perdiendo por vuestra causa?
27. En góndola entre la isla de Murano y el palacio ducal, 21 de abril de 1622
Ocultos, uno junto al otro, bajo el tejadillo de madera que protegía del viento, de la lluvia, del sol y de las miradas indiscretas a los pasajeros de las góndolas de Venecia, Will y Dyx no cruzaban ni una sola palabra. Con cada golpe de remo de los bateleros que maniobraban, uno en la poa y otro en la proa, entre las estacas, los veleros y los grandes navíos, cabeceaban imperceptiblemente. Cogidos de la mano, parecían estar dormidos. Fuera, despuntaba el día. Will percibía los primeros rayos de luz que forzaban las cortinas negras de su refugio. Dyx había querido mantenerlas corridas, herméticamente cerradas. Una góndola anónima que regresaba a Venecia al amanecer…
Si no podían ser vistos, igualmente ambos se privaban del espectáculo de la llegada a la Piazzetta, la más fascinante de todas las entradas de la ciudad. Will apartó la cortina con el dedo, creando una abertura minúscula. Dyx esbozó el gesto de taparse. Pero la colgadura seguía ocultándola completamente, así que renunció a ello y se quedó inmóvil.
¡Pobre Dyx! Ansiosa como estaba, no podía disfrutar de la belleza del cielo en aquel amanecer que pronto taladraría la sombra gris y afilada del campanil de la plaza de San Marcos. La luminosidad del cielo y del agua y las vibraciones del aire incluso le producían vértigo. Como si el palacio ducal, las cúpulas de la basílica y todas las construcciones humanas que temblaban en la lejana neblina, el mármol y la piedra, que cabeceaban en el cielo y en el agua, estuviesen vivos, se desprendiesen y se desplazasen por la laguna. Intentaba recuperar la calma y razonar: «Milady vuelve al final del día… La aventajo en varias horas, no corro ningún peligro. Pero, ¿qué ocurrirá después?» ¡Procuraría no volver a encontrarse en presencia de Will! No prestarle atención. Evitarlo. Olvidarlo. ¿Cómo?
Cuando dos días antes habían bordeado los muros del convento de los agustinos en la isla de San Michele, él le había contado que una anciana cortesana, sacrificando las ganancias de toda la vida, había hecho erigir una capilla -algunos sostenían que se trataba del monasterio entero- para ganar el perdón de sus vicios y complacer a Dios. Dyx sabía que no expiaría su culpa tan sosegadamente.
Sentía su mano en la palma de Will. Aquel contacto la calmaba. Si mantenía la mano bien apretada y no la soltaba hasta el palacio Mocenigo, todo iría bien. Intentó encontrar su mirada, pero él volvió el rostro hacia la laguna y hacia la ciudad, que trataba de vislumbrar por el intersticio de la cortina. ¿Qué esperaba hallar allí? ¿Otra mujer?
Sin embargo, durante su escapada, Dyx había comprobado lo tierno y afectuoso que era. Sin duda, sentía piedad por ella. ¡Estaba segura de que no la amaba! Era una de tantas. El temor a que no contara, a que nunca hubiera contado en la vida del señor Petty, a que su aventura no dejara ninguna huella en la memoria de Will, llenaba a Dyx de amargura y desesperación. Con un movimiento brusco, apartó la mano. Él no dio muestras de apercibirse de ello. Dejaba que se separase de él así, sin ni siquiera reaccionar con una ojeada o una pregunta. Aquella indiferencia la llevó al borde de las lágrimas.
A Will le habría sorprendido descubrir el significado que daba ella a su pasividad, el doloroso simbolismo que revestía el gesto de dar y retirar la mano. Le habría asombrado saber que atribuía su mirada perdida a la impaciencia por reunirse con otro amor. Dyx no se equivocaba: su amor estaba en otra parte. Sin embargo, su deseo se dirigía hacia una rival infinitamente más peligrosa que una novia: Venecia. Se deleitaba con el anticipo del perfume de los frutos, las plantas aromáticas y las especias que respiraría dentro de unos instantes. El olor del anís -como en el mercado de Sturbridge Fair en Cambridge-, de la canela y de la nuez moscada flotaba bajo las arcadas. Imaginaba la abigarrada muchedumbre al amanecer en la plaza de San Marcos. Allí, dos veces al día, entre las seis y las once de la mañana, y entre las cinco y las ocho de la tarde, los patricios, que llevaban la estola de damasco con los colores de su cargo adornando el hombro izquierdo -una tira azul índigo y rojo carmín echada sobre los amplios mantos negros que recordaban las togas de la antigua Roma-, se aglomeraban entre los grupos de eslavos, judíos, persas, griegos y turcos. Gorros rojo sangre para los judíos de Venecia, culpables de haber vertido la sangre de Cristo, pero sombrero amarillo paja para los judíos de Roma (debido a la miopía de un cardenal que había cambiado su capelo rojo por el de un cofrade y había obtenido del Papa el cambio de color para evitar confusiones). Largos cabellos y barbas negras para los griegos. Turbantes blancos para los turcos. El gran teatro del mundo. Las actrices con variopintas faldas cortas bailaban en los estrados: en Venecia, el sexo débil representaba la comedia. Los prestidigitadores, con trajes orientales, hacían juegos malabares al pie de los tablados. Entre el escenario de los saltimbanquis y los puestos de los comerciantes circulaban lentamente extrañas siluetas, completamente tapadas, que se apoyaban en un negrito o en una señora de compañía. Si el velo era de gasa blanca, se trataba de jóvenes patricias; si era de gasa negra, de mujeres casadas, y si era de gasa amarilla, de cortesanas. Todas caminaban con pasos prudentes y mesurados, encaramadas a los zoccole, unos zapatos que las elevaban cerca de quince centímetros por encima de las inmundicias del suelo. Sí, Venecia era también esto. Los senadores que se saludaban inclinándose hasta el suelo, con el sombrero bien calzado en la cabeza y la mano sobre el corazón, como en Asia, y que cuando se despedían se besaban dos veces en las mejillas. Los hombres, mujeres y niños que se arrodillaban bajo las cúpulas para rezar un «Dios te salve, María», cuando sonaba, a mediodía y al ponerse el sol, la campana del avemaría.
El famoso encuentro de Occidente con Oriente.
Pensando en los placeres que lo esperaban en el mercado de la plaza de San Marcos, Will consideraba que nunca se había sentido tan libre y feliz como en Venecia. La góndola debía de estar acercándose al muelle. No oía el rumor habitual de los martillazos que fijaban los tablados al amanecer. Sólo el ruido de los remos. Abrió más la cortina. La embarcación bordeaba la popa de cientos de góndolas amarradas una al lado de la otra delante de las prisiones y del palacio ducal. El populacho se concentraba ya en el muelle. Le llamó la atención la inmovilidad y el silencio de la muchedumbre.
Entonces vio, elevándose en el borde del agua, entre las dos columnas de la Piazzetta coronadas por la estatua de san Teodoro y el león alado, símbolos de Venecia, la masa negra de un estrado: el patíbulo. Cerraba toda la perspectiva, ocultando completamente el costado de la basílica y la torre del Reloj.
Un cadáver, colgado en la horca por un solo pie, se balanceaba con la cabeza hacia abajo. El castigo reservado a los traidores. Su rostro, que oscilaba a la altura de un hombre, estaba tan tumefacto que no se podía decir si el ajusticiado había sido torturado antes de ser estrangulado. O si había sido dispuesto de esa manera después de su muerte. Sin duda lo habían arrastrado por los adoquines de Venecia hasta el cadalso. Era irreconocible. Una papilla sanguinolenta.
- ¡Will, no te acerques, no me dejes sola! ¡Llévame enseguida a casa!
- Ese traidor no era un bandido ordinario: a ésos los ejecutan en público y en pleno día, no estrangulados de noche para ser colgados al amanecer… Tengo que saber qué pasa, Dyx. Sólo un momento.
La dejó, temblando y furiosa, detrás de las cortinas.
La plaza estaba, como de costumbre, atestada de gente. El pueblo y la aristocracia se apiñaban delante de la horca, mientras que los extranjeros se agrupaban por nacionalidades en torno a sus cónsules, encargados de negocios y secretarios de embajada. Únicamente faltaban los embajadores.
El ajusticiado, sin manto ni zapatos, vestía un jubón negro de damasco brocado. En la mano derecha llevaba un anillo con las armas de Venecia, y en la izquierda, otra joya: el blasón de su familia, al que se añadían la flor de lis de Francia y la rosa de Inglaterra.
En medio de la multitud compacta y silenciosa, que evitaba manifestar su sorpresa ante el rango de la víctima, pudo ver a la comunidad inglesa al completo: sobre todo, Atkinson, Branwaithe y Gerbier. Los tres lo habían reconocido y trataban de abrirse paso para acercarse a él.
El edicto que estaba proclamando el portavoz del Consejo de los Diez, apoyado en la Pietra del Bando, confirmaba los temores de Will: «Éste es el cadáver del senador Foscarini, antiguo embajador de Venecia en París y en Londres. Culpable de haberse reunido secretamente con emisarios de príncipes extranjeros, en casa de éstos y en otros lugares, en esta ciudad y fuera, de día y de noche, con máscara y con su propia ropa, para comunicarles de viva voz y por escrito los secretos más íntimos de la República. Culpable de haber recibido dinero de ellos para la transmisión de informaciones perjudiciales para los intereses de Venecia.»
- El texto no lo dice -le susurró Atkinson al oído-, pero aquí todo el mundo lo repite: era en el palacio Mocenigo, en casa de la condesa de Arundel, donde Foscarini traicionaba enmascarado. Era su amante… El amante de una espía. ¡Bonita pareja! La ejecución es una advertencia: amenaza directamente a milady. Sus intrigas con España se han convertido en un asunto de Estado. En cuanto a sus amores… No llegará a vieja en Venecia.
Will se reunió con Dyx a toda prisa.
Mientras el embajador de España se encerraba en su residencia, Atkinson y Gerbier se refugiaban en la embajada de Inglaterra y Dyx se recluía en el palacio Mocenigo. Petty galopaba hacia la villa de Dolo. Corría a advertir a la condesa de lo que se estaba tramando.
Pero llegó demasiado tarde.
Lady Arundel estaba ya de camino hacia Venecia.
En aquel momento, embarcaba en su góndola a Fusina. La alcanzó en el río, en el mismo momento en que el señor John Dingley, uno de los doce secretarios de embajada de Wotton, cerraba el paso a milady sin miramientos en la orilla. Dingley -al igual que Petty- estaba cubierto de polvo. En la mirada de ambos se leía la urgencia de la situación.
Después de haber entregado a milady el sello de Wotton que acreditaba su misión, Dingley le anunció la ejecución de Foscarini, le hizo saber la decisión que había tomado el Senado de expulsar a la condesa al cabo de tres días y la bombardeó de consejos, diametralmente opuestos, al parecer, a los que Will iba a exponerle.
¡Sobre todo que no fuese a Venecia!, recomendaba, sin aliento, el mensajero del embajador. Sería expulsada por los esbirros de la República. Que volviera a Dolo. Que preparase el equipaje y se adelantase a la orden de expulsión. Que tomara el camino de Londres con sus hijos, que abandonara Italia como si no pasara nada. Estaba en juego su reputación, y la vida de todos sus servidores, sobre todo de Francesco Vercellini, su mayordomo veneciano, en peligro de ser arrestado y colgado él también. Si Lady Arundel regresaba al palacio Mocenigo, sir Henry Wotton ya no respondería de nada. Se expondría a un deshonor público que mancillaría para siempre el nombre de los Arundel.
La reacción estuvo a la altura de la mujer en la que Petty había depositado su estima. Indignada por las sospechas que recaían sobre ella, por el hecho de que se atreviesen a poner en duda su inocencia, aunque sólo fuese durante un instante, y apesadumbrada porque su propio embajador le aconsejaba actuar con cobardía y le sugería emprender la huida, Lady Arundel hizo lo contrario de lo que le aconsejaban.
Dio la orden de remar hacia Venecia. Dirección: la residencia de Wotton.
En la pesada embarcación que atravesaba la laguna en dirección a la plaza de San Marcos, donde se alzaba el patíbulo, la condesa buscaba al capellán con la mirada. La gente de su séquito estaba dominada por el pánico. Sus ojos se encontraron. Muy agitada, no formuló ninguna pregunta, pero Will la intuyó y respondió con un susurro:
- Habéis escogido la única opción posible. Si no hubierais regresado, habríais perdido.
La escena de la que Petty, Coke, todos los servidores de Lady Arundel y los súbditos refugiados en la embajada de Inglaterra iban a ser testigos dejaría un sabor desagradable en la boca del pobre Wotton.
Desembarcó echa una furia en su residencia y asaltó la casa, el salón y el dormitorio. Lo acusaba no sólo de no haberla defendido, sino de alimentar el rumor y fomentar las sospechas. ¡Eran las intrigas del embajador de Inglaterra, el hombre de Buckingham, las que la habían convertido, a los ojos de la República, en adultera y espía! En cuanto al traidor Foscarini, Wotton sabía perfectamente que ella nunca había sentido la menor simpatía por aquel libertino, que no le había devuelto sus visitas en Londres y que nunca lo había recibido en Venecia: ¡sus espías debían de habérselo dicho! Exigía que pidiera audiencia al Gran Consejo. Para él y para ella. Como la hora -eran las cuatro de la mañana- impedía a Wotton darle inmediata satisfacción, la partida sería aplazada unas horas.
Will pasó la noche de guardia en el palacio Mocenigo con los servidores de milady. Era tal la inquietud que nadie pensó en preguntarle a Dyx dónde y cómo había pasado aquellos últimos días.
Al amanecer, Lady Arundel y su gente volvieron a la carga. Se presentaron en casa de Wotton y ella lo arrastró delante del dux Priuli.
Will, que debido a su baja condición social no tenía acceso al palacio ducal, no asistió a la entrevista. Pero pudo leer, como todos los súbditos ingleses, el informe que Lady Arundel obligó a Wotton a escribir, al Senado de Venecia a promulgar y al rey de Inglaterra a ratificar.
En aquel documento, que ella exigió que se hiciese público, el dux y los miembros del Consejo aseguraban a la condesa que ignoraban de dónde podía venir el rumor inicuo y escandaloso de su expulsión. Nunca se había hablado de ello. Y jamás la Serenísima había creído a milady relacionada, de cerca o de lejos, con el senador Foscarini, que no había pronunciado su nombre durante los interrogatorios. No sólo la condesa no tenía nada que ver con aquel penoso asunto, sino que, desde su llegada, Venecia se enorgullecía de la presencia en su territorio de una dama de tan alto rango. Estaba allí en su casa. Podía quedarse todo el tiempo que quisiera.
El orgullo, la sinceridad y el coraje demostrados le valieron la admiración del Consejo. En señal de amistad, el dux haría votar los créditos que permitirían a Venecia colmar a milady de regalos. La República daría varias fiestas en su honor y la invitaba a asistir a la ceremonia organizada por el dux de los esponsales de la ciudad con el mar en una galera fletada para ella a expensas del Estado.
En cuanto a los calumniadores que habían difamado el honor de la condesa y el honor de la Serenísima, serían encontrados y castigados.
De la sala del Consejo, que ninguna mujer había pisado nunca, Lady Arundel salió rehabilitada y triunfante. Había vencido en toda la línea. Pero se habían disparado todas las alarmas.
Aquella aventura costaría pronto la carrera a Wotton. Llamado a Inglaterra, el embajador no volvería más a Venecia ni a Italia.
A Petty le costaría sus emociones sentimentales, los pequeños juegos de amor y de conspiración. ¡Habían terminado las noches de flirteo espiritual! Aunque los banquetes se sucedían en el palacio Mocenigo, la frivolidad había desaparecido.
El "asunto Foscarini" había producido una mala impresión en Londres. El partido de Buckingham murmuraba que no había humo sin fuego y que Venecia, bien conocida por la prudencia y el disimulo, había decidido sofocar el escándalo.
Aun admitiendo que milady fuese inocente, como proclamaba el dux, y que hubiese sido víctima de una maquinación, como creía su esposo, aun admitiéndolo… ¡Ahí tenían una muestra de lo que le costaba a las naciones el capricho de mujeres que pretendían recorrer el mundo!
¿Qué habría ocurrido si milady no hubiera tenido el reflejo de defender la opinión contraria de la que sugería Wotton? ¿Si no hubiese encontrado el coraje para regresar a la plaza de San Marcos, proclamar su inocencia y lavar su honor? ¿Qué habría sucedido si hubiese tenido miedo, preparado el equipaje y abandonado la Serenísima deprisa y corriendo? Las acusaciones, dirigidas contra la primera dama del reino -Lady Arundel iba detrás de la reina, que había fallecido-, habrían mancillado la Corona. Semejante afrenta habría obligado al rey a romper los tratados de alianza y todos los acuerdos comerciales con Venecia. ¡Un asunto de Estado, en efecto! Inglaterra no podía correr semejantes riesgos. La condesa debía pensar en su regreso. Sobre este punto, tanto sus adversarios como sus partidarios estaban de acuerdo.
¿Regresar? ¡La condesa no pensaba en ello!
Sin embargo, las consecuencias del escándalo la afectaban ya en lo que más le interesaba: la colección. El "asunto Foscarini", con el cual Wotton -más exactamente Buckingham- había intrigado para comprometerla, impedía a Lady Arundel llevar adelante la menor operación secreta. Le era imposible hacer arrancar de noche de los altares de Venecia los cuadros que deseaba; saquear los conventos sin el consentimiento de la Iglesia; expoliar a las grandes familias bajo cuerda; negociar por medio de intermediarios y jugar al escondite con hombres enmascarados.
Toda Venecia sabía que Petty estaba a su servicio desde que había aparecido en casa de Wotton, entre los gentilhombres que la protegían, la noche del escándalo en la embajada. Ahora Petty sólo podía moverse a la luz del día y cerrar sus tratos con el rostro descubierto.
Esta situación, que limitaba su libertad, influía en gran medida en su vida privada. Adiós a los favores de la posadera de El Águila Negra, a las citas galantes con las cortesanas, a las noches en los garitos. Su declarada pertenencia a la casa Arundel lo obligaba a residir en el palacio.
Semejante dependencia, cuyo hábito había perdido, lo exasperaba. No cesaría en su empeño hasta conseguir romperla, y aprovechaba los escasos momentos de intimidad con milady para abogar hábilmente por su causa. Dado que la amenaza que encarnaba Gerbier ya no existía, al haber abandonado Venecia con Atkinson y el preciado botín en los primeros días de agosto; dado que el escándalo Foscarini ponía limites a los deseos de milady y a la propia acción en Venecia -razonaba-, parecía haber llegado el m de ensanchar horizontes. Milady debía volver la mirada a Florencia. A Roma. A los inmensos territorios de caza que aún se mantenían vírgenes.
Milady se dejó seducir.
En el verano de 1622, el comerciante Daniel Nys recobraba su lugar junto a los ricos ingleses que estaban de paso por Venecia. Se encargaría de negociar las adquisiciones de Lady Arundel y de expedirlas a Inglaterra. La condesa enviaba al señor Petty con sus amigos los prelados de la curia romana. Se reuniría, en casa de un jesuita inglés que residía en el barrio de la plaza de España, con el joven Van Dyck, su protegido, que estudiaba en ese momento las colecciones de la Ciudad Eterna.
Will, ebrio de impaciencia, estaba cerrando el baúl. ¡Por fin Roma! Su prisa por levantar el campo, por continuar libremente la aventura, por emprender el vuelo hacia los esplendores de Italia, hacia las cúpulas y los campaniles desconocidos, irritaba a Dyx.
Pero, ¿qué diablos le reprochaba? Ella había roto su breve relación al día siguiente de su estancia en Murano. Se había negado a proporcionarle la menor explicación y había pretextado el cambio de atmósfera en el palacio Mocenigo y la prudencia de milady desde el asunto Foscarini para mantenerlo a raya. En público, pasaba de una acentuada agresividad a una comprometedora familiaridad. Oscilaba, sin solución de continuidad, de la frialdad más glacial a la intimidad más ostentosa.
Pero desde el anuncio de la próxima partida de Will, ya no le dirigía la palabra.
Cuando apareció a medianoche en su cuarto, en camisón, con el candelabro en la mano y el rostro surcado por las lágrimas, Petty procuró ocultar su sorpresa. Ninguna pregunta. Ningún reproche. ¡Imprevisible Dyx! Pensó que sentía su enfado, que acudía in extremis a consolarse entre sus brazos. Saltando de la cama, se disponía a prometerle un pronto regreso y a acogerla entre las sábanas, pero ella lo detuvo en seco:
- El señor Coke ha muerto.
El dolor lo petrificó in situ. Tardó unos minutos en conseguir responder:
- ¿Cómo?
- Un ataque al corazón.
- ¿Dónde?
- En Padua.
- ¿Estaba solo?
Ella negó con la cabeza, sollozando. Él la estrechó contra sí. Permanecieron un instante abrazados.
Los dos pensaban en Coke: la tensión de los últimos meses lo había matado. A los reproches que el anciano gentilhombre se había dirigido a sí mismo -no había sabido parar los golpes que amenazaban a la condesa- se habían añadido mil preocupaciones. El pasado 24 de junio, en la época del escándalo, cuando los mensajeros de milady galopaban entre Venecia y Londres para relatar los acontecimientos a su esposo, la familia Mocenigo había exigido que se le devolvieran inmediatamente las llaves del palacio. Aquel ultimátum no encubría ninguna medida vejatoria: los Mocenigo volvían a su morada en la fecha prevista.
Con la efervescencia de las visitas al dux y las fiestas dadas por la República, el vencimiento había pasado inadvertido. Una negligencia de Coke. Era de su competencia la responsabilidad de encontrar un segundo palacio digno de la condesa en el Gran Canal. Organizó, con toda urgencia, la gigantesca mudanza de milady y la instaló con la servidumbre, los papagayos, los monos y los perros en el palacio Giustiniani.
Aquel último esfuerzo acabó con él.
Will volvía a ver al señor Coke tal como lo había conocido: ocupando su lugar de honor en la mesa principal de Arundel House, tan diferente de los demás comensales que lo había tomado por el Lord. Un ser espléndidamente libre con su jubón gris, el cuello de encaje abierto y la garganta desnuda.
Y seguía viéndolo, sentado en la penumbra de la galería de retratos, solo y silencioso, en medio de los cuadros.
Will debía las emociones más fuertes de su vida a la generosidad de aquel gran viajero. Su existencia se había hecho más valiosa cuando Coke, al aguzar su ojo, le había enseñado a mirar el mundo y a descubrir su belleza.
La desaparición de Coke constituía el fin de una época.
¡Adiós, Roma! El viaje del señor Petty se aplazaba sine die. Milady había decidido dejarlo para mejor ocasión… ¿Milady, o bien Dyx, que sabía influir en la condesa presentándole las circunstancias desde un punto de vista que respondía a sus propios deseos? La muerte del señor Coke; el regreso a Londres de Francesco Vercellini, el mayordomo que podía testimoniar sobre el comportamiento de Wotton; el ingreso en un monasterio del preceptor católico que se ocupaba de los hijos de milady; esta serie de ausencias exigía que un hombre de confianza se ocupase de la dirección de la casa de los muchachos y supervisase su educación en la Universidad de Padua.
Por el momento, Lady Aletheia enviaba al señor Petty junto a sus hijos, con el fin de que recuperase el papel que había dejado de representar: el de profesor. Velaría por los estudios del primogénito, el heredero del nombre, James, que tenía dieciséis años.
En aquel periodo de cambios, Will evitó discutir la voluntad de milady. ¡Se sentía dispuesto a hacer cualquier cosa! Incluso a recobrar la vida sedentaria, a volver a sumirse en el estudio, a sumergirse en los tratados de gramática latina y en los textos de historia griega. Bastaba con que oyera tocar el avemaría en los campaniles de la universidad… ¡Erudito, filosofo, todo lo que milady quisiera! Bastaba con que lo dejara trabajar en Italia.
Pero el destino no le concedería esa alegría por mucho tiempo. La cuenta atrás había comenzado.
En el palacio Giustiniani, Lady Aletheia tenía en las manos la carta que todos los días, desde hacía tres años, temía recibir. La orden procedía del rey: la esperaba en Whitehall con sus hijos.
¿Podía desobedecer?
Desde el asunto Foscarini se sentía presionada por todas partes. Había llegado el momento de reconocer que aquella aventura estaba tocando a su fin.
Se decidió rápidamente. Se reunió con sus hijos.
El 12 de octubre de 1622, la condesa de Arundel abandonaba los estados de la Serenísima desde Padua con su familia, las camaristas, los secretarios, los preceptores, los lacayos, los enanos, las pajareras, las jaulas y todos los animales. Dos carrozas, ocho berlinas, treinta y seis caballos, una escolta de cuarenta caballeros que le ofrecía la República hasta la frontera y setenta fardos de mercancías, exentos de derechos aduaneros, que se unirían a ella en Livorno: la comitiva se ponía en marcha al amanecer entre nubes de polvo. Dirección: la corte de los Gonzaga en Mantua. Allí pasarían las fiestas de Navidad. Después, Turín, para el carnaval. ¿Y de allí?
De allí, el deber imponía a milady pasar por Francia y llegar a Londres. Nunca había pensado en ello. ¡Ni un segundo!
Y como ahora tenía que abandonar Turín, pensó dirigirse al puerto de Génova. El Mediterráneo la llevaría a Valencia. Iría a cumplir en España la misión que se había impuesto: casar el mundo católico con el universo protestante.
Entonces sí, volvería a sepultarse en el Strand. Como una vencedora.
Entre el equipaje, la condesa de Arundel llevaría consigo -además de los lienzos de Bellini, Giorgione, Tiziano y el Veronés- a la infanta María de Habsburgo, su futura reina.
La sorprendente llegada a Madrid del príncipe de Gales, al que acompañaban Buckingham y su consejero artístico Gerbier, le tomó la delantera. Si el joven Carlos Estuardo iba en persona a seducir a su princesa en los jardines de El Escorial, y Buckingham hacía que Olivares le regalara las Vírgenes y los Cristos en la cruz de Tiziano, milady no tenía ningún motivo para representar el papel de intermediaria y proseguir las negociaciones a distancia. Pero, ¿regresar? Sí, desde luego… Lo más tarde posible. En este sentido, compartía los sentimientos de Will. Lo más tarde posible.
Una nueva misiva, sellada con las armas de la Corona, la alcanzó en Livorno. Además de la prohibición de poner rumbo a cualquier otro destino que no fuese Chichester, Jacobo I comunicaba a milady una segunda decisión que concernía a su familia. Por razones de etiqueta y de protocolo en la corte de España, había decidido honrar a su ministro Buckingham con el titulo de duque.
La casa de los duques de Buckingham tendría prelación sobre la de los condes de Arundel. En todas las ceremonias, George Villiers marcharía delante de Thomas Howard. Para siempre… Esta última prerrogativa del favorito, un segundón procedente de la más baja aristocracia, violaba los derechos hereditarios de la antigua nobleza, un ultraje inaceptable para todos los lores.
La guerra entre las facciones no había hecho más que empezar.
La condesa de Arundel ya no tenía elección. Debía recuperar su rango en la corte y reivindicar el lugar que correspondía a sus hijos. En Londres, después de una ausencia tan prolongada, la hostilidad prometía ser dura. El rencor que despertaban sus peregrinaciones, que se extendía incluso a los miembros de su propio partido, no presagiaba una acogida muy festiva.
El regreso adquirió incluso un tinte trágico en La Haya, mientras Lady Aletheia embarcaba para Inglaterra. James, su primogénito, el heredero, cogió la viruela. Murió al cabo de tres días. Tenía dieciséis años.
Por segunda vez, William Petty llevaba luto por un alumno suyo.
Los jesuitas de Flandes se apresuraron a informar a sus compañeros de Roma: «Se dice que el joven ha muerto en la fe católica, un milagro, teniendo por preceptor no sólo a un hereje, sino a un ministro de la religión anglicana, un reverendo.»
El mundo se cerraba. La luz se oscurecía. El deslumbramiento italiano acababa en un lúgubre sentimiento de regresión.
28. Londres, septiembre de 1623- septiembre de 1624
De los seis hijos de Lord Arundel, sólo quedaban dos.
Postrado por el dolor, el conde vivía como un recluso. La tristeza lo retenía en sus galerías. La tristeza unida a la rabia y a la humillación.
El rey no le había concedido el ducado de Norfolk que pertenecía a sus antepasados. No dejaba de lamentarse y criticaba siempre abiertamente la imprudente política del favorito en el asunto del matrimonio español.
Arundel había abierto el fuego en la Cámara de los Lores: desaprobaba el viaje del príncipe, cuya entera responsabilidad atribuía a Buckingham. Condenaba su secreta epopeya a través de Europa y le preocupaba su estancia en Madrid, demasiado larga. Si el nuevo duque fracasaba en sus negociaciones con Olivares y España no concedía al príncipe Carlos la mano de la infanta, Inglaterra sería ridiculizada. La humillación podría precipitar a Jacobo a la guerra.
Arundel no era el único que temía lo peor. La prolongada ausencia de Buckingham inquietaba incluso a sus amigos, que contrarrestaban los ataques de los puritanos en la Cámara de los Comunes y de los viejos aristócratas en la Cámara de los Pares criticando la conducta de Lady Arundel en Italia.
Las relaciones entre los esposos seguían siendo tensas. Aunque milady no tenía nada que ver con la muerte de su hijo, el conde la consideraba responsable. Le recriminaba su ausencia y el que lo hubiera abandonado, pero la lista de reproches era mucho más extensa. Disfrutando de Venecia sin él, había traicionado lo más íntimo que compartían: su amor por la belleza. Durante aquellos tres años, había esperado reunirse con ella. Pero sus obligaciones junto al rey se lo habían impedido; aquel placer le había sido negado, como le eran negadas todas las cosas que le interesaban. Sobre todo la restauración del ducado de Norfolk… ¡Milord no dejaba de darle vueltas al asunto!
Para Will, para Dyx y para todos los allegados de milady, la atmósfera de Arundel House se había vuelto irrespirable.
No obstante, durante su ausencia, la vida cultural había adquirido un brillo que hacía palpitar el corazón del viejo discípulo de Reginald Bainbridge. Los protegidos del conde, todos miembros fundadores de la Antiquarian Society, célebres por sus trabajos como historiadores, gozaban en aquel momento de renombre en Europa.
El principal personaje de aquel pequeño grupo de íntimos, William Camden, autor del celebérrimo Britannia, había ido hacía tiempo al muro de Adriano con el fin de preparar su libro sobre los orígenes de Inglaterra. Aunque no había visto a Bainbridge, había mantenido con él una larga correspondencia. La común pasión por la Antigüedad la había transmitido Camden a su propio alumno, el cultísimo Robert Bruce Cotton.
También Cotton había tenido contacto epistolar con Bainbridge. Acompañando a Camden al muro de Adriano, había entablado relación de amistad con el primer benefactor de William Petty, Lord William Howard de Naworth: Willie el Audaz. Naworth y Cotton habían iniciado juntos una colección de inscripciones latinas. Cotton había empotrado su propia colección en una pared de su casa de campo, a la manera de Bainbridge. Después había hecho construir, en medio del jardín, un pabellón octogonal: el primer edificio enteramente consagrado a la conservación de las aras y de los fragmentos romanos encontrados en Inglaterra. Como Petty, Cotton había pertenecido al Jesus College. Pero, a diferencia de él, Cotton era noble de nacimiento y heredero de una fortuna fabulosa.
En cuanto al tercero en discordia, el ilustre John Selden, conocía a Camden y a Cotton desde hacía veinte años, cuando crearon la Antiquarian Society. Dotado de una memoria prodigiosa, Selden se interesaba por la historia de las instituciones inglesas. Su opinión sobre la legalidad en las causas del Estado le valía el favor del rey, que requería constantemente su consejo. Jurista, pero también gran conocedor del hebreo y del árabe, Selden era el intendente de la casa de la hermana mayor de Lady Arundel, Lady Kent. Se decía que era su confidente, su amigo y su amante.
En aquel pequeño grupo de anticuarios, el reverendo William Petty ocupaba un lugar preferente. Aunque el nacimiento y la pobreza le impedían ser parte integrante de la hermandad de los íntimos, su erudición, sus diplomas y la estima de Lord Arundel lo elevaban a su nivel. Magnánimos, fingían tratarlo como a un igual. Pero Will no se dejaba engañar. Sacaba el máximo partido posible de aquella ilusión y participaba alegremente en las brillantes discusiones entre eruditos. ¡Había terminado el tiempo de la exclusión! Cuando no enseñaba lenguas antiguas a los dos vástagos de la casa, se absorbía en el estudio de los manuscritos griegos de la biblioteca y registraba los objetos que entraban a formar parte de las colecciones. Se sentaba a la izquierda del señor Dyx en la mesa principal del salón, predicaba el sermón del domingo en la capilla y se codeaba sin problemas con toda la aristocracia inglesa, que el conde recibía en el primer piso.
Sin embargo, el éxito social acentuaba el sentimiento de vacío. Después de haber descubierto la libertad, veía los límites de la existencia en Arundel House. Se ahogaba entre los protegidos, los favoritos y los aduladores. Buscaba una salida y maquinaba sin descanso una segunda evasión.
Un códice que el embajador de Inglaterra en Constantinopla acababa de hacer llegar a Su Gracia lo sumergía en la exaltación de los días felices de Venecia. ¡Semejante maravilla valía todos los tesoros de Londres! Le devolvió el recuerdo de un encuentro con un sacerdote ortodoxo, alumno del patriarca de Alejandría en la Universidad de Padua.
Aquel hombre sostenía que los monasterios del monte Athos rebosaban todavía de libros antiguos, que los textos originales de Tertuliano y de san Juan Crisóstomo se pudrían en los húmedos sótanos y estaban condenados al olvido, a la pérdida y a la destrucción a causa de la ignorancia de los monjes. Si alguien podía apoderarse de ellos, salvaría quizá la memoria de la humanidad.
La llegada de un capitán de navío procedente de Asia Menor iba a proporcionar a Will la llave que buscaba desde la época en que, inclinado sobre las cartas náuticas de Cambridge, comparaba los trazados de los venecianos con las descripciones de Homero… El capitán llevaba nuevos trofeos a Arundel House: una colección de corales que habían pertenecido a un súbdito inglés, un viajero muerto en Quíos, un conjunto de minerales que adornaban el ninfeo y las grutas del parque. Llevaba también dos medallas con la efigie de Alejandro de Macedonia que databan, al parecer, del siglo IV antes de Cristo. Finalmente, era portador… de una mala noticia. Un tal John Markham, cónsul en Turquía, que Lord Arundel utilizaba para comprar y expedir los objetos antiguos, había muerto a causa de la peste.
Aquella desaparición resucitó un viejo sueño.
- Ah, señor Petty, vos, que sois íntimo de Alejandro Magno, explicad a este joven el valor histórico de estas monedas.
Petty había irrumpido en el gabinete de medallas. Desde hacía casi quince días esperaba, si no una respuesta, al menos una reacción a la propuesta que había dirigido a Su Gracia. Por escrito, según la voluntad del conde. Pero se había encontrado varias veces en presencia de Lord Arundel sin que éste abordase el tema.
Ni el uno ni el otro tenían el verbo fácil. Sin embargo, sus relaciones eran tan cordiales como podían serlo. Si la palabra "afecto" podía parecer exagerada para describir el sentimiento que los unía, el uno apreciaba la compañía del otro lo suficiente para no evitarle. El simple hecho de que aquellos dos hombres encerrados en sí mismos no tratasen nunca de esquivarse era una señal de simpatía y estima reciproca.
En aquel momento, el conde estaba de pie, inclinado con su hijo sobre los cajones poco profundos del medallero, un voluminoso aparador que ocupaba el centro de la habitación. Desde la muerte del primogénito, Lord Arundel había volcado todo su interés en Henry Frederick, el segundón, de unos quince años. Como era el segundo en el orden de sucesión, Henry Frederick había sido educado como gentilhombre, sin que su padre se preocupase en exceso de sus progresos o de sus cualidades. Los tres años pasados en Padua habían acabado por hacerlos extraños el uno del otro, y ahora el conde intentaba recuperar el tiempo perdido.
Milord había constatado que Henry Frederick, que algún día heredaría la colección, sabía dibujar, tenía buen ojos y le gustaba la pintura. La estancia en Italia había dado sus frutos. Milord contaba con el señor Petty para continuar ejercitando la mirada del joven en las galerías. Pero el preceptor, el capellán, el agente -nadie en la casa sabía ya cómo calificar a Petty, dado que desempeñaba funciones que sólo ejercía parcialmente- parecía querer sustraerse a la voluntad del señor.
- ¿Milord ha leído la nota que le he dirigido? -atacó con una gravedad no desprovista de agresividad.
- La he leído.
- ¿Qué piensa Vuestra Gracia?
- Estoy sorprendido.
- Pero, ¿por qué?
El conde le dirigió una mirada severa. No le gustaba que un servidor lo acorralase.
- Que deseéis volver a Italia, lo comprendo -respondió secamente-. Pero, ¿llegar a Venecia para embarcaros hasta Constantinopla? La idea es extraña. Deberíais informaros un poco mejor de la situación en el Levante, señor Petty. Los jenízaros acaban de asesinar al Gran Señor. En este momento, degüellan a todas las mujeres y a todos los niños del serrallo. El odio del nuevo visir hacia los extranjeros amenaza las colonias francas con terribles matanzas… ¿Qué iríais a hacer allí?
- Llevar a cabo el trabajo del agente Markham, que servía a milord en el Imperio otomano.
- El señor Markham no era mi agente, sino un comerciante establecido en Esmirna, que la Levant Company utilizaba como cónsul. Me rendía ocasionalmente algunos servicios, pero no trabajaba para mí.
- Su muerte os priva de un proveedor y de un intermediario.
- Me priva de un negociante que conocía los usos de Oriente. Un hombre que mantenía vínculos de interés con los traficantes genoveses, así como con los caravaneros y las autoridades turcas en todas las escalas del Levante.
- Desde luego, no soy mercader, pero conozco los misterios de la antigua Grecia, domino la historia y la geografía. ¿Quién mejor que yo podría encontrar las ciudades enterradas en los desiertos de Anatolia? Quizá descubrir las ruinas de Troya…
Un fulgor irónico atravesó la mirada del conde.
- ¡Es la primera vez que os oigo ensalzar vuestros méritos!
- Milord, es la primera vez que se me presenta la ocasión de serviros como es debido… Nadie en Inglaterra ha visto nunca lo que os traeré de allí.
- ¿Nadie lo ha visto nunca? ¡Bromeáis, señor Petty! ¡Centenares de objetos antiguos adornan mis galerías! Estatuas, bustos, inscripciones…
- Copias romanas de originales griegos.
- Escultura griega o romana, ¿qué diferencia hay?
- La superioridad de la invención.
- Ésa es vuestra opinión. Sois el único, señor Petty, en profesar semejante juicio.
- Pido perdón a Su Gracia.
Will mantenía un tono de voz claro, tranquilo, casi seco. Sin embargo, algo vibraba en él. La intensidad de aquella voz, que rompía el silencio habitual, obligaba al conde a dejarlo continuar:
- … Pero hay algo más importante. Desde que Miguel Ángel y los artistas del siglo pasado descubrieron la Antigüedad, los príncipes romanos excavan el polvo del Foro. Ahora, la mayoría de los soberanos europeos intentan hacerse una colección. El cardenal Richelieu y el rey de España siguen vuestro ejemplo: negocian la adquisición de esculturas en Venecia, en Florencia, en todas las cortes de Italia. Algunos exhuman directamente sus trofeos del Foro, como vos mismo habéis hecho. Pero nadie piensa en remontarse a las fuentes del misterio… a los orígenes de la belleza de Roma.
- ¡Por supuesto! ¿Qué aficionado estaría lo bastante loco para ir a sondear las tierras de la antigua Grecia entre los otomanos?
- A vos os incumbe ser el primero. Roma os ha revelado algunos de sus secretos, pero ¡imaginad lo que encierran las entrañas de Atenas! Revelad al mundo, en las galerías de Arundel House, el esplendor de Pérgamo y de Éfeso, el virtuosismo del escultor Fidias…
- ¿Arrebatando esos mármoles a los turcos? Creo, señor Petty, que estáis delirando.
- Merece la pena correr ese riesgo… Las riberas de los turcos, milord, son las de Homero, y conservan la memoria y la poesía de la humanidad.
- Volveremos a hablar de ello.
- Es inútil aplazarlo para más tarde -intervino una voz imperiosa.
Saliendo de los aposentos contiguos, Lady Aletheia había escuchado el final de la conversación: se inmiscuía, como tenía por costumbre. La energía, la curiosidad y el arrojo de aquella mujer, que en otro tiempo habían seducido al conde, ahora lo exasperaban.
Toda vestida de negro, atravesó el gabinete con paso decidido. El dolor la había sometido a una dura prueba. Parecía haber envejecido.
Aunque Lady Aletheia conservaba la vitalidad y el porte de cabeza digno del pincel de Rubens, a pesar del luto que la tenía de nuevo consternada, ostentaba en aquel momento un aire marcial, maneras bruscas de reina madre. Ciertamente, nunca había utilizado florituras para expresar sus deseos. Pero ya ni siquiera se preocupaba de guardar las formas. El último mazazo del destino, la pérdida de aquel hijo al que quería tiernamente, la había despojado de lo poco que le quedaba de dulzura, tacto y habilidad.
- La cuestión está zanjada -prosiguió, caminando hacia los dos hombres que rodeaban a Henry Frederick-. Asumo la responsabilidad.
- ¿Vos, señora? Creía…
Lord Arundel evitó recordarle su antipatía, tan virulenta durante cuatro largos años, con respecto al capellán que había tenido la desgracia de imponerle. Se cuidó de mencionarle que aquella hostilidad había ensombrecido su matrimonio.
Ella se había apartado de los dos hombres y parecía dirigirse únicamente a su hijo. Pero Will sintió que ella lo apoyaría sin condiciones frente a Lord Arundel.
- El señor Petty me ha servido bien en Venecia. Creo que es capaz de cumplir la misión a la cual desea dedicarse. Démosle los medios para que nos proporcione lo que las galerías del duque de Buckingham no verán jamás.
- En este momento, Buckingham está comprando objetos antiguos en Madrid -constató sombríamente el conde.
- En este momento, está comprando copias en Madrid -rectificó la condesa.
Durante una fracción de segundo, los esposos intercambiaron una mirada de entendimiento.
Aquella mirada selló el destino de William Petty.
«Londres, 10 de septiembre de 1624.»
Una pluma de oca corría por el papel con las armas de los Arundel en filigrana.
«Excelencia, desearía que tuvierais la amabilidad de apoyar, con vuestro poder, los negocios del portador de este mensaje -escribía el conde a sir Thomas Roe, embajador de Inglaterra en la Sublime Puerta-. El señor Petty, que sirve a mi familia desde hace mucho tiempo, tiene un vivo deseo de explorar Turquía.
» […] Por lo que respecta al erudito que os envía Lord Arundel, lo conozco desde hace mucho tiempo -añadía en el propio despacho el secretario de embajada Branwaithe, que desempeñaba ahora las funciones que había ostentado sir Henry Wotton en Venecia-. Permitidme que llame la atención de vuestra excelencia sobre lo siguiente: no os fieis de lo que pregona. Este hombre lleva dentro de sí, en su corazón, en su cuerpo y en su mente, mucho más de lo poco que ostenta. No lo perdáis de vista y, cuando desaparezca, recordad siempre que, a pesar de las apariencias, estará actuando en cualquier parte.»
29. En el mar, entre Venecia y Esmirna, septiembre de 1624
Las cartas empapadas de agua, que Will guardaba con las restantes recomendaciones en su cartera, corrían el riesgo de no llegar jamás a su destinatario.
Las olas subían al asalto del navío produciendo un gran estruendo al estrellarse contra los puentes, acompañadas del chirrido de los mástiles, de las velas y de las jarcias. Cada segundo parecía el último.
Aferrado al alcázar de popa, sobre la toldilla, pensaba en el mundo que había abandonado.
Pensaba en milady, rodeada de sus amigos italianos y papistas, sumergiéndose en las diatribas religiosas de la corte. También pensaba en el conde, al que el odio que profesaba a Buckingham amenazaba con conducirlo a la Torre de Londres.
Por encima del afecto, la gratitud y la estima que lo unían a sus benefactores, de la voluntad de servirlos y serles fiel, reconocía que su vida en Arundel House, aunque segura, había sido triste. Sólo el encuentro con el señor Coke, la ternura hacia el pequeño Charles y el cariño a James, el primogénito, aplacaban aquel sentimiento de desesperación retrospectiva. Pero el dolor por la pérdida de todos ellos ensombrecía incluso la dulzura de los recuerdos.
Quedaba el viaje a Italia… Quedaban Mantua, Turín, Génova. ¡Y Venecia! Aquellas deslumbrantes ciudades habían iluminado su vida. Continuaba alimentándose de ellas aunque estuviese en el umbral de lo que, a juzgar por los gritos de los marineros, parecía ser la muerte.
El capitán vociferaba que no podían fondear en la isla de Zante, que debían llegar hasta Cefalonia. El palo del trinquete se había roto. El navío, desvaneciéndose en una nube de espuma, iba a la deriva.
Will no se movía.
Las ráfagas de lluvia, que lo empujaban contra la bataloya, lo encadenaban por última vez al pasado, a las tormentas y a los diluvios de Soulby, a las lloviznas de Cambridge. Nunca había querido renunciar a su fellowship. Todos aquellos años había seguido siendo formalmente profesor en el Jesus College.
Antes de abandonar Inglaterra, había reemprendido el camino de la universidad, llevando a cabo, una vez más, el peregrinaje a los lugares míticos que habían hecho de él el hombre que era. Trimestre tras trimestre, desde hacía casi un decenio, había acudido a buscar la autorización para ausentarse. Pero aquel ritual ya no obedecía a ninguna exigencia interior. Pronto, los registros del colegio atestiguarían su distanciamiento. «Máster John Hume ha sido elegido el 9 de noviembre de 1624 para la cátedra de griego, vacante por la dimisión de máster Petty.»
Renunciando a la cátedra, abandonando el puesto que había apreciado más que cualquier otra posición social, Will soltaba las amarras. La aventura universitaria concluía al comienzo de aquel viaje a las fuentes del saber.
No obstante, se había preocupado por cumplir un último deber: despedirse de su doble, el segundo William Petty al que había hecho entrar como sizar en el Jesus. El joven se había ordenado diacono en la catedral de York. Cabía desear que William Petty junior fuese un pastor mejor que su tío.
En medio de aquella tempestad de fin de mundo, Will admitía que había ejercido pobremente su ministerio. De los sermones en la capilla de Arundel House, de sus prédicas delante de toda la familia, de aquella exhibición dominical entre el altar y los bancos, sólo recordaba los ojos de las camaristas clavados en sus labios. Su pasión por las mujeres… A pesar de la vigilancia del conde, se había permitido algunas relaciones con sirvientas de la casa.
Pero, aunque a menudo le había cautivado la piel de una o el olor de otra, ninguna aventura sentimental había venido a turbar su vida. A excepción, quizá, de su complicidad con milady. Y de su amistad con Dyx.
El rango de Lady Aletheia, las circunstancias de sus encuentros y los contratiempos le habían impedido enamorarse. No había conseguido querer a aquella gran dama como merecía. En cuanto a Dyx…
Pensando en Dyx, sentía la tenaz y punzante desesperanza que ella había experimentado al término de su estancia en Murano… Nada, no había pasado nada entre ellos. Dos seres que deseaban reconocerse, comprenderse, aceptarse y unirse, pero que no habían podido hacerlo. Incluso en ese frente había fracasado.
La separación de Dyx había sido el momento más doloroso de aquella nueva partida. No por dejarla, sino porque lo hacía sin haberla amado.
Con aquella sequia, pagaba su resistencia a cualquier forma de sumisión. Pagaba su búsqueda de lo absoluto. Pagaba la sed de libertad que no había dejado de atormentarlo.
De pronto se daba cuenta de que en toda su vida no había hecho otra cosa que tender hacia aquel momento, hacia el viento, las olas y las fuerzas desconocidas que lo llevaban más allá de las fronteras, más allá de los límites entre el pasado y el presente, entre Oriente y Occidente. Recobraba la embriaguez de cuando galopaba hacia el muro de Adriano, la voluptuosidad de sus peregrinaciones bajo las arcadas de la plaza de San Marcos y por las callejuelas de Venecia.
Libre, solo, independizado de las convenciones del mundo, de las constricciones del espacio y del tiempo, se disponía a vivir.
Sabía que estaba preparado para la felicidad que le cortaba el aliento.