SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Un lunes de septiembre de 1972, la cuadrilla de obreros de la empresa encargada de la construcción de un hotel de lujo, no lejos de Trafalgar Square, se apresura a poner en marcha las excavadoras. El desmonte e la parcela de terreno que bordea el museo de Somerset House, un amplio rectángulo entre el Támesis y el Strand, debe estar terminado a lo largo del día. Tales son, al menos, las órdenes de la dirección.
Alto como una muralla sobre el fondo gris del río, el asfalto se levanta en placas. Uno de los dos tractores oruga acaba de romper la capa de asfalto de la antigua plataforma que domina el muelle. El segundo avanza lentamente por el surco que ha abierto el primero, despejando la tierra a grandes dentelladas.
Sin embargo, desde hace unos instantes, las orugas resbalan y las zapatas de acero rascan el suelo. El conductor se asoma fuera de la cabina. Observa el agujero delante de él y repite la maniobra. Los dientes de la pala operario topan con un obstáculo. La máquina no consigue asirlo ni romperlo. El operario salta al barro, coge un pico e intenta liberar, a golpes, aquel bloque de piedra que parece particularmente compacto. Imposible. Se inclina hacia el suelo y lo que descubre lo deja atónito. Unas serpientes de mármol se deslizan bajo el asfalto. Un rostro de mujer surge de la tierra.
También el capataz se inclina sobre aquellos ojos abiertos, sobre aquella boca que grita en la tierra: una cabeza de Gorgona. Retirar un objeto semejante no es competencia suya.
El capataz llama al arquitecto que dirige los trabajos, quien manda acallar el estrépito de los motores. En el inesperado silencio, seis hombres tratan de extraer la escultura, que resulta más pesada de lo previsto. Al sacar una parte de la misma, observan que no se trata sólo de una cabeza, sino de un friso que comprende dos rostros de mujer. El conjunto mide aproximadamente un metro de largo por sesenta centímetros de alto. ¿Quizás se trata de un vestigio de la ocupación de Londres por las legiones del emperador Adriano?
Aquel descubrimiento representa, en todo caso, una catástrofe. Obliga al arquitecto a descolgar el teléfono para avisar a los arqueólogos, una acción que martiriza a los constructores de todo el mundo. Los arqueólogos exigirán sondeos, se asegurarán de que las diferentes capas del subsuelo no sean destruidas por la ciega brutalidad de las excavadoras, y bloquearán el avance de los trabajos hasta que hayan obtenido la garantía de que se preservará la menor huella del pasado, ya sea un esqueleto de ave o un trozo de cerámica. Tanto en Londres como en París o en Roma, su intervención constituye la pesadilla de los promotores.
Unos días después, los eruditos de la London and Middlesex Archaeological Society, expertos en prehistoria, historia antigua e historia medieval, cuadriculan el pequeño perímetro que se extiende entre el Támesis y el Strand, entre Somerset House y la estación de metro de Embankment.
Constatan, estupefactos, que el friso de las Gorgonas no proviene de un templo de la antigua Londinium y que no se remonta a la época de la invasión de Inglaterra por las legiones de Roma. El mármol habría pertenecido a uno de los más bellos monumentos romanos de Grecia. Se trataría de una parte del cornisamento del templo de Trajano de Pérgamo o, según algunos, de un fragmento del templo Didimeo en Turquía. Cualquiera que sea la respuesta, el misterio continúa sin ser descifrado: ¿por qué aquellas cabezas de Gorgona, desconocidas hasta ese día, se encuentran sepultadas bajo el asfalto de las calles de Londres?
Las excavaciones exhumaron enseguida otras seis reliquias, entre ellas, un altar decorado con cabezas de toros en altorrelieve; un pie de coloso calzado con una sandalia; un fragmento de mesa similar a las que se fabrican en Delos en el siglo IV antes de Cristo y una inscripción funeraria procedente de un mausoleo licio. ¿Cuándo y cómo fueron a parar a orillas del Támesis aquellos antiguos vestigios del Asia Menor?
Importantes artículos aparecidos en el London Times, el Burlington Magazine y la revista Apollo recordarán que en 1962 y 1968 fueron descubiertos al norte de Londres varios fragmentos de época helenística, unos empotrados en los muros de una pequeña casa de campo y otros en las hornacinas y los jardines de una escuela. En ambos casos, se trataba de trozos del famoso altar de Zeus de Pérgamo. ¿Por qué el azar hizo que aquellos fragmentos acabaran su carrera en lugares tan improbables?
La historia del altar de Pérgamo, monumento célebre y bien documentado, no presenta ningún misterio. Desmontado y transportado piedra a piedra por los alemanes a comienzos del siglo XX, el altar se expone actualmente en Berlín… aunque incompleto. En uno de los relieves faltan, entre otras cosas, los atributos del rey de los dioses. La mano y el rayo de Zeus: los fragmentos encontrados en 1962 en la pared de una casa de campo inglesa.
¿Qué relación tienen con los siete mármoles descubiertos en el barrio del Strand en septiembre de 1972?
El informe de las excavaciones que pública la London and Middlesex Archaeological Society propone diversos elementos de respuesta. Parece que el friso de las Gorgonas, exhumado por los constructores del hotel, habría sido sacado muy pronto de Asia Menor y se encontraría en Londres desde comienzos del siglo XVII. Inspiró a Inigo Jones, el ilustre arquitecto de los Estuardo, que lo reprodujo en miniatura, en una cornisa de la capilla real del palacio de St. James. Aparece, además, en una obra del primer periodo inglés de Van Dyck, un cuadro que fue ofrecido al duque de Buckingham por uno de sus enemigos políticos, su rival entre los aficionados al arte: el conde de Arundel.
Ahora bien, la mansión del conde de Arundel se alzaba precisamente allí, en el Strand, y servía de cofre a sus colecciones de pintura y antigüedades. Según los visitantes, el total de obras comprendía treinta y siete estatuas, ciento veintiocho bustos, doscientas cincuenta inscripciones y una cantidad indeterminada de frisos, estelas y sarcófagos.
Los historiadores de la Society recuerdan que, a pesar de su prestigio, el palacio fue demolido en 1694 por los herederos del conde, que esperaban construir una residencia más confortable y parcelar el terreno para sacarle provecho.
Por suerte, los cuadros, los manuscritos y algunos de los mármoles más preciados abandonaron el barrio antes de la demolición, como el corpus de inscripciones ofrecido a la Universidad de Oxford. Esta donación, anterior a la destrucción de la casa, permitió su salvaguardia. Otros objetos, heredados anteriormente por los miembros de la familia o cedidos a coleccionistas en las subastas públicas, desaparecieron también de Arundel House. No obstante, únicamente se trataba de una mínima parte de las esculturas.
Los tractores oruga del Strand revelan que muchas otras piezas permanecieron en el lugar: las estatuas demasiado monumentales algunas, demasiado pequeñas otras, las cabezas excesivamente estropeadas y las efigies demasiado desdibujadas. Éste es el caso del friso de las Gorgonas, del pedestal adornado con la cabeza de toros, de la mesa de Delos…
Después de haber sobrevivido a las guerras de la Antigüedad, a las mutilaciones de la cristiandad y a la indiferencia del islam; después de haber dormido durante siglos bajo las piedras y la arena, aquellas reliquias acabaron en los desmontes de una parcela de terreno que las generaciones futuras seguirían demoliendo y reconstruyendo. En cuanto al rayo de Zeus y las piezas del altar de Pérgamo que faltan en el museo de Berlín, si no se han hundido en el fango es porque los paseantes de antaño las encontraron entre los escombros de las sucesivas obras de construcción. Unos empotraron los fragmentos en los nichos de sus propias casas de campo; otros los abandonaron. Todos diseminaron sus trofeos a los cuatro vientos, los olvidaron o los perdieron.
Tales son las pistas que sugiere el informe de las excavaciones. Las conclusiones se apoyan en antiguos grabados, en la primera publicación de las inscripciones de Oxford, y en mil testimonios más. Poemas que cantan la belleza de las estatuas, panfletos que desaprueban su indecencia: no faltan las pruebas. En el siglo XVII, la exposición de aquel extraordinario conjunto suscitó entre los contemporáneos tal emoción que cambió de arriba abajo su visión del mundo. Los trofeos del conde de Arundel constituyeron una revelación.
En aquella isla cortada del universo mediterráneo por las guerras de religión, nadie había visto todavía esculturas griegas. Y de pronto, allí, a orillas del Támesis, en medio de la multitud de puritanos e iconoclastas, los monstruos de la Antigüedad surgían de la bruma. Los héroes y los dioses se alzaban desnudos. Los sátiros acariciaban a las ninfas, las Tres Gracias se contoneaban y Afrodita nacía en la ola. Y el esplendor de una civilización perdida aparecía ante los ojos fascinados del norte de Europa. ¡Por primera vez!
Aquel deslumbramiento iba a transformar el gusto de los ingleses para siempre. La arquitectura neoclásica del siglo XVIII, los viajes de varias generaciones de lores y eruditos tras las huellas de Homero y el saqueo del Partenón son el resultado de aquel descubrimiento.
La emoción inicial data de una fría mañana de enero de 1627, cuando las expoliaciones del Asia Menor aparecieron en una parcela del Strand.
Más de tres siglos después, en el mismo mítico lugar, las Gorgonas, con la boca abierta sobre el silencio y el olvido, resurgieron del lodo que las había engullido.
¡Extraño capricho de la historia que confunde todas las épocas para unir bajo el asfalto de una capital contemporánea el siglo de Pericles a la Inglaterra barroca! ¿Qué hilo continúa corriendo a través del espacio y el tiempo, enlazando aquel universo? ¿Qué fuerzas unen las antípodas? ¿Qué proyectos, qué quimeras, convergen en torno a aquellos mármoles? ¿Qué hazañas?
Dos personajes estuvieron presentes en el origen de su odisea hasta Londres. Dos hombres a los que todo los separaba. El rango, la fe y el ritmo de la sangre que latía en sus venas. Dos seres, devorados por la misma pasión, que no podrían haber apagado su locura el uno sin el otro.
El uno era, como es obvio, el propietario de la colección: Lord Thomas Howard, conde de Arundel. Descendiente de la ilustre familia que había dado a Enrique VIII una de sus esposas, financió la adquisición de las esculturas y su transporte hasta su maravillosa mansión a orillas del Támesis.
El otro era un erudito, hijo de campesinos, que creció en los confines del mundo civilizado, entre las turberas y las landas desoladas, en las tierras fronterizas entre Escocia e Inglaterra: los Borders, la región más primitiva y trágica de estas dos naciones. Una tierra de nadie abandonada a los bárbaros desde la noche de los tiempos: ladrones de ganado, pero también secuestradores de mujeres y niños que los clanes raptaban para exigir un rescate, violaban, mutilaban y degollaban.
En medio de esas salvajadas, un muchacho intentó liberarse de las leyes de la miseria que lo destinaban a la ignorancia, galopando en persecución de un sueño imposible para un descendiente de los Borders. Toda la responsabilidad de la aventura de los mármoles del Strand corresponde a este cazador. A él debemos la presencia de las amazonas y los centauros entre las brumas del norte. Él emprendió su búsqueda. Un poeta. Un erudito. Un conquistador.
En una época en que las costumbres de los turcos aterrorizaban a los cristianos, aquel hombre audaz persiguió el saber y la belleza hasta el corazón del Imperio otomano. Él hizo la insensata apuesta de restituir a Occidente no sólo las más espléndidas estatuas de Grecia, sino también las inscripciones, las monedas, las gemas, todos los vestigios y los hitos de una civilización. A costa de unos trabajos que la posteridad había olvidado por completo.
El hombre que intentó conquistar la memoria de la humanidad, que soñó con preservarla, ha sido despojado de su pasado. Ya no tiene identidad ni historia.
Muy pronto, en los años cuarenta del siglo XVII, al día siguiente de su muerte, en el caos de la guerra civil y de la furia iconoclasta que llevó a Cromwell al poder, sus contemporáneos lo confundieron con otros dos eruditos.
Aquellos hombres tenían en común con él le nombre, la religión y la pobreza. Todos ellos frecuentaron Oxford y Cambridge. Todos eran reverendos. Todos se llamaban "William Petty". Sin embargo, los otros dos ocuparon tranquilamente su curato y se dedicaron a redactar brillantes sermones.
En los decenios siguientes, el recuerdo de los tres "reverendos William Petty" se perdió aún más, esta vez completamente, para encarnarse en un cuarto individuo: sir William Petty, médico de los ejércitos de Cromwell, brillante economista y miembro fundador de la Royal Society, citado en todas las enciclopedias. Por su brillo, la fama de "sir" continúa ocultando la existencia de un homónimo más discreto: un personaje al que el tiempo ha arrebatado sus títulos de gloria.
No obstante, su rostro fue fijado en Venecia, en 1636, por el pincel de un pintor italiano. Otros retratos, ejecutados durante su madurez y copiados en diversas ocasiones después de su muerte, adornan todavía los palacios de la Serenísima y los castillos ingleses. Sin embargo, las placas de cobre que palidecen bajo los marcos, como pequeños espejos sin azogue, repiten hasta el infinito el mismo vacío y la misma ausencia: "Portrait of animales unknow gentleman" ("Retrato de un gentilhombre desconocido").
Obstinadamente anónimo.
Que nadie se llame a engaño: esa oscuridad, la del "gentilhombre desconocido", es deseada. Las simulaciones, la huida y el incógnito son sus utensilios de pillaje. La sombra y el juego, sus tácticas de conquista. En cuanto al silencio, es el garante de su libertad.
Sus amigos lo consideraban burlón, sutil y reservado. Sus enemigos, canalla y artero. Hablaba poco y sabía observar. Sin embargo, más que su discreción, su independencia y su ironía, el rasgo que mejor lo caracteriza es la imperiosa necesidad de transgredir todos los límites.
Quien observa las fechas de sus viajes, las distancias recorridas, y la dificultad y la amplitud de las tareas realizadas, se queda estupefacto por su energía. La rapidez de sus desplazamientos manifiesta su regocijo al fundirse con el paisaje.
Los grandes coleccionistas que enviaban a sus agentes en pos de él por los caminos de Anatolia ponían a sus espías en guardia contra las falsas apariencias del "gentilhombre desconocido": "Beware of William Petty" ¡Desconfiad de William Petty! Aunque os parezca que no está presente, ocupa el terreno -escribían en sus instrucciones-. Ese hombre intenta pasar inadvertido para engañarnos. Así permanece en total libertad. Si por desgracia perdéis su rastro, tendrá licencia para conducir a buen puerto su negocio y concluirlo sin nosotros… Dondequiera que estéis, acordaos siempre de él."