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No, palabra, óigame: ahora que nos vamos a separar, después de pactar un vago encuentro en un vago restaurante del que ninguno de nosotros se acordará mañana, que no nos volveremos a ver salvo en el azar fugitivo de un bar o de un cine, con tiempo sólo para una breve seña y una sonrisa, una de esas sonrisas instantáneas, sin afecto, que se abren y se cierran, en un brillo circular de dientes, a la manera de los diafragmas de las cámaras fotográficas, ahora que usted va a vestirse con los gestos neutros y apresurados de las mujeres después de la mesa del ginecólogo, apretando botones como quien se grapa, puedo confesarle, con el codo apoyado en el colchón, junto al cenicero rebosante de ceniza y de colillas, del que sube el olor repugnante a tabaco frío de las cosas acabadas, que me gusta. En serio. Me gusta la ironía atenta de su silencio, la carcajada que se cierne, de vez en cuando, sobre sus facciones en sosiego, a la manera de una nube indecisa, me gustan sus pulseras exóticas, el brillo ponderativo de sus ojos, la raíz elástica de los muslos que se cierran encima de mi cuerpo tal como el agua cubre, en un único movimiento sin rumor, el último indicio, ya de alga, con el que los ahogados se disuelven en una espuma sin peso. Me gusta la noche a su lado, lenta y pesada como una nuca dormida, imaginar que usted volvería enseguida, con una maleta de ropa, mirándome desde el felpudo de la entrada con las órbitas al mismo tiempo agudas y turbias de la pasión, y que nos quedaríamos juntos en esta triste casa sin muebles, abrazados, observando el río, donde las luces se cuajan en reflejos coloridos que laten, idénticas a venas bajo un dedo de sombra. Inventábamos extraños menús en la cocina, mezclábamos botes, condimentos y besos en los cazos al fuego, inundábamos las salas de perezosos aromas orientales, de revistas frívolas y de dibujos de niños, nos contábamos mutuamente las canas con el inocente júbilo de la vejez exorcizada, usted me quitaba las espinillas con las uñas, yo pasaba mi lengua entre los dedos excitados de sus pies, y dormiríamos en la alfombra, indiferentes a la cama, a las exigencias del trabajo, a la tiranía de robot del despertador, si no felices, ¿sabe?, por lo menos, ¿cómo decirlo?, alegremente saciados.

Disculpe que le hable así pero estoy tan harto de sentirme solo, tan harto de la trágica farsa ridícula de mi vida, de la hamburguesa del snack y de la asistenta que me roba en las horas y en el detergente de la lavadora, que a veces, ¿sabe?, me vienen ganas de apartar de mí el acongojado desorden del que me alimento con repugnancia, como ciertos animales de la basura en la que viven, y silbar ante el espejo una satisfacción sin mancha. Me apetece vomitar en el inodoro el malestar de la muerte diaria que cargo conmigo como una piedra de ácido en el estómago, se me ramifica en las venas y se desliza en mis miembros en un fluir oleoso de terror, volver, peinado y saludable, a la línea de partida donde un círculo de rostros compasivos y afables me espera, la familia, los hermanos, los amigos, las hijas, los desconocidos que esperan de mí lo que, por timidez o vanidad, no les supe dar, y ofrecerles la lucidez sin resentimiento y el calor desprovisto de cinismo del que hasta ahora nunca he sido capaz. Me apetece expulsar a estos difuntos rígidos instalados en mis sillas con una expectación pálida y tenaz, a mi madre que pasa indiferente delante de mí pensando en otra cosa, a mi padre que alza desde el sillón unas pupilas que me atraviesan sin verme, a mis hermanos enredados en sus extraños ovillos interiores sin posible desenlace, expulsar los pianos verticales cubiertos con telas de damasco cuyos Chopin me envuelven en melancolías de narciso, me apetece Isabel, la realidad de Isabel, la realidad independiente de mí de Isabel, los dientes de Isabel, la risa de Isabel, los senos de Isabel en forma de hocico de gacela debajo de la camisa de hombre, sus manos en mis nalgas durante el amor, y los párpados que temblaban y vibraban como clavados con un alfiler cruel en una hoja de papel grueso.

Puede apagar la luz: ya no me hace falta. Cuando pienso en Isabel dejo de tener miedo a la oscuridad, una claridad ambarina reviste los objetos de la serenidad cómplice de las mañanas de julio, que siempre imaginé disponiendo delante de mí, con su sol infantil, los materiales necesarios para construir algo inefablemente agradable que yo jamás lograría elucidar. Isabel que sustituía mis sueños paralizados por su pragmatismo dulcemente implacable, reparaba las fisuras de mi existencia con el rápido alambre de dos o tres decisiones cuya sencillez me asombraba, y después, de golpe niña, se acostaba sobre mí, me sujetaba la cara con las manos, y me pedía Déjame que te bese, con una vocecita minúscula cuya súplica me trastornaba. Creo que la he perdido como pierdo todo, que la aparté de mí con mi humor variable, mis cóleras inesperadas, mis exigencias absurdas, esta angustiada sed de ternura que repele el afecto, y permanece latiendo, dolorida, en la muda llamada llena de espinas de una hostilidad sin razón. Y me acuerdo, conmovido y perplejo, de la casa del Algarve rodeada de cigarras e higueras, del cielo tibio de la noche teñido por el halo lejano del mar, de la cal de las paredes casi fosforescente en la oscuridad, y de la violenta e inexpresada pasión de mis caricias que parecían detenerse, irresolutas, a centímetros de su rostro, y se disolvían por fin en un halago indefinido. Pienso en Isabel, y una especie de marea, tensa de amor, indómita y vigorosa, me sube de las piernas al sexo, me endurece los testículos en crispaciones de deseo, se me ensancha en el vientre como si desplegase grandes alas sosegadas en mis vísceras en batalla. Recorremos de nuevo los anticuarios polvorientos de Sintra en busca de muebles tallados, entramos en el acuario azul de la sala de fiestas donde por primera vez toqué, maravillado, su boca, inventamos un fantástico futuro de hijos morenos en una profusión de cunas, y me siento feliz, justificado y feliz, al abrazar su cuerpo en la bajamar de las sábanas, cuyos pliegues parecen ondas camino de la playa blanca de la almohada, donde nuestras cabezas, la tuya oscura, la mía clara, se juntan en una fusión que contiene en sí los gérmenes extraños de un milagro.

Puede apagar la luz: tal vez no me quede tan solo en esta habitación enorme, tal vez Isabel o usted vuelvan un día de éstos a visitarme, yo oiga la voz al teléfono, la voz cuidadosamente precisa por los orificios de baquelita del teléfono, el Hola de ella o su Hola entrándome en el oído con la oleosidad agradable y tibia de las gotas de quitar la cera de mi infancia, vaya a buscarla al trabajo, espere dentro del coche con una impaciencia de tabaco, me ajuste el nudo de la corbata, alzando las nalgas, frente al espejo, ella o usted se instale a mi lado en el automóvil a oscuras, me sonría, se incline para poner la cinta de Maria Bethânia en el radiocasete, y me pase alrededor de la nuca los firmes codos de la ternura. Deja que te bese. Deje que la bese mientras se viste, mientras se ajusta el sostén en la espalda con gestos ciegos y torpes que le vuelven los omóplatos salientes como las alas de un pollo, mientras busca los anillos de plata en la mesilla de noche con una arruga de atención infantil, vertical, en la frente, mientras lucha con el cepillo contra la resistencia ondulada del pelo, el pelo excesivo que mi calvicie envidia, con unos celos feroces que no puedo eludir. Todas las mañanas pienso cuándo comenzaré a hacerme la raya sobre la oreja, estirando trabajosamente un mechón ralo por el cráneo desnudo, y comienzo a leer sin ironía los anuncios de pelucas en el periódico, acompañados por las fotografías de hirsutos calvos satisfechos, lanzando sonrisas peludas de gorila. Me alejo de las fotografías del año pasado como un barco del muelle, y me parece a veces que me asemejo a una extraña caricatura de mí mismo, que las arrugas deforman con un remedo de muecas. Deja que te bese: ¿quién va a querer besar a la parodia triste de lo que fui, la tripa que crece, las piernas que se afilan, la bolsa vacía de los testículos cubiertos de largas crines doradas? Pensándolo mejor, no apague la luz: quién sabe si esta mañana oculta dentro de sí una noche más opaca que todas las noches que hasta ahora he pasado, la que vive en el fondo de las botellas de whisky, de las camas deshechas y de los objetos de la ausencia, una noche con un cubito de hielo en la superficie, tres dedos de líquido amarillo debajo, y un silencio insoportable en el interior vacío, una noche en la que me pierdo, tropezando de pared en pared, mareado de alcohol, hablando conmigo el discurso de la soledad grandiosa de los borrachos, para quienes el mundo es un reflejo de gigantes contra los cuales, inútilmente, se encrespan.

No apague la luz: cuando usted salga la casa aumentará inevitablemente de tamaño, transformándose en una especie de piscina sin agua en la que se amplían los sonidos y retumban, agresivos, rotundos, enormes, rompiendo violentamente contra mi cuerpo como las mareas del equinoccio en la muralla de la playa, haciendo remolinear sobre mí espumas turbias de sílabas. De nuevo oiré la fermentación del frigorífico, ronroneando su sueño de mamut, las gotas que se escapan del borde de los grifos como las lágrimas de los viejos, pesadas de conjuntivitis herrumbrosa. Vacilaré con la camisa, con la corbata, con el traje, y acabaré golpeando la puerta de la calle como si dejase atrás un túmulo intacto donde la muerte florece en los floreros de cristal facetado y en los tallos podridos de los crisantemos. Golpeando la puerta de la calle, ¿entiende?, como golpeé la puerta de África de vuelta a Lisboa, la puerta repugnante de la guerra, las putas de Luanda y los hacendados del café en torno a los cubos de champán, relucientes como las cajas forradas de lentejuelas de los ilusionistas, fumando cigarrillos americanos de contrabando en la penumbra de un tango. La puerta de África, Isabel: un médico homosexual, cuyas pestañas se enrollan en nosotros como los tentáculos de un pulpo, auxiliado por un cabo burlón, con patillas, al cual debe de unirse de pensión en pensión con un leve suspiro exhausto de ventosa, nos examina la orina, la mierda, la sangre, para que no infectemos al país con nuestro pánico de la muerte, con el recuerdo del muchacho rubio cubierto con una tela en mi habitación, de los eucaliptos de Ninda y del enfermero sentado en la senda con los intestinos en las manos, mirándonos con un espanto triste de animal. Traemos la sangre limpia, Isabel: los análisis no revelan a los negros cavando la fosa para el tiro de la Pide, ni al hombre ahorcado por el inspector en Chiquita, ni la pierna de Ferreira en el cubo de los apósitos, ni los huesos del tipo de Mangando en el tejado de cinc. Traemos la sangre tan limpia como la de los generales en los despachos con aire acondicionado de Luanda, desplazando puntos de colores en el mapa de Angola, tan limpia como la de los caballeros que se enriquecían traficando con helicópteros y armas en Lisboa, la guerra es en el culo del mundo, ¿entiende?, y no en esta ciudad colonial que desesperadamente odio, la guerra son puntos de color en el mapa de Angola y las poblaciones humilladas, transidas de hambre en la alambrada, los cubitos de hielo en el trasero, la inaudita profundidad de los calendarios inmóviles.

A veces, no sé si lo sabe, me despierto a mitad de la noche, sentado entre las sábanas, totalmente despierto, y me parece oír, viniendo del cuarto de baño o del pasillo o de la sala o del cuarto de los juguetes de las pequeñas, la llamada pálida de los difuntos en los ataúdes de plomo, con la placa identificativa que llevamos al cuello posada en la lengua a la manera de una hostia de metal. Me parece oír el rumor de las hojas de los mangos de Marimba y su inmenso perfil contra el cielo nublado de bruma, me parece oír la risa súbita y orgullosamente libre de los luchazes, que estalla junto a mí como la trompeta de Dizzie Gillespie, brotando del silencio con un ímpetu de arteria que se rasga. Me despierto a mitad de la noche, y saber que tengo la orina, la mierda y la sangre limpias no me tranquiliza ni me alegra: estoy sentado con el teniente en la misión abandonada, el tiempo se ha parado en todos los relojes, en el de su muñeca, en el despertador, en la radio, en el que Isabel debe de usar ahora y que no conozco, en el que existe, inconexo y palpitante, en la cabeza de los muertos, el polen de las acacias nos envuelve levemente con un oro sin peso y sin ruido, la tarde se arrastra por la hierba con una molicie animal, me levanto para orinar contra lo que queda de un muro y tengo la orina limpia, ¿se da cuenta?, la orina irreprensiblemente limpia, puedo regresar a Lisboa sin alarmar a nadie, sin contagiarle mis muertos a nadie, el recuerdo de mis compañeros muertos a nadie, volver a Lisboa, entrar en los restaurantes, en los bares, en los cines, en los hoteles, en los supermercados, en los hospitales, y que toda la gente compruebe que traigo la mierda limpia en el culo limpio, porque no se pueden abrir los huesos del cráneo y ver al furriel rascando las botas con un palo y repitiendo Carajo carajo carajo carajo carajo, acuclillado en los peldaños de la administración.

Aun así tuve el cuidado de despedirme de la bahía, concha de agua putrefacta, donde los edificios, invertidos, vibraban. Las traineras salían del muelle para la pesca con el ruido amortiguado e irregular de los motores, asustando a los grandes pájaros blancos que paseaban en el barro con zancadas propietarias de gerentes, y estremeciendo las matas de cabellos pendientes de las palmeras, que proyectaban sus sombras estrechas sobre los bancos desiertos. En el café de las arcadas, unos muchachos negros endilgaban las tiritas de sus fetiches horrorosos. Los limpiabotas se arrastraban entre las mesas, inclinados sobre zapatos centelleantes. El médico homosexual, en la silla de al lado de la mía, encendió lánguidamente un cigarrillo de filtro dorado y apagó el fósforo con el pico fruncido y delicado de los labios. Usaba un perfume denso de prima soltera, que embalsamaba el aire con amplias vaharadas de azúcar gaseoso. Nos habíamos conocido en Londres, en el otoño grisáceo de Saint James Park, habíamos compartido la misma habitación alquilada, y yo asistía diariamente al ritual complicado de su arreglo, rodeado de cremas, de cepillos, de pinzas de depilar y de cajitas de carey de productos de belleza que él manipulaba con una hábil paciencia de Vermeer, componiendo un rostro maquillado que se diría escapado, a hurtadillas, de una película de vampiros. Su ropa interior se asemejaba a los trajes de los trapecistas de circo, donde el morado de los proyectores se demora en una admiración extasiada. En cierto modo nos queríamos porque nuestras soledades, la suya autocomplaciente, la mía irritable, se tocaban y confluían en algún punto común, quizá el del inconformismo resignado. Era de tal manera femenino que el uniforme lo asemejaba a una mujer policía. Se llevó el cigarrillo a la boca con un gesto cauteloso de taza de té demasiado caliente, y fijó en mí, levemente, sus grandes ojos tiernos de una inocencia astuta:

—¿Cómo vas a aguantar en Lisboa después del culo del mundo?

Las farolas de la Marginal se encendieron de una vez, de pronto, y millares de insectos comenzaron de inmediato a agitarse en los conos azulados de las bombillas, frenéticos como las burbujas de luz de las fachadas de los cines. Un ruido de cubiertos difícil de localizar anunciaba la hora de la cena.

—Con calma —le respondí, apartando con la mano los cadáveres destrozados en el sendero—. Tú mismo has certificado que tengo la sangre limpia.