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Escuche. Míreme y escuche, me hace tanta falta que me escuche, que me escuche con la misma atención ansiosa con la que oíamos los llamamientos de la radio de la columna bajo el fuego, la voz del cabo de transmisiones que llamaba, que pedía, voz perdida de náufrago olvidándose de la seguridad del código, el capitán que subía deprisa al Mercedes con media docena de voluntarios y atravesaba la alambrada derrapando en la arena al encuentro de la emboscada, escúcheme tal como yo me incliné ante el aliento de nuestro primer muerto con la desesperada esperanza de que aún respirase, el muerto al que envolví en una manta y coloqué en mi habitación, era después de comer y una extraña torpeza me aflojaba las piernas, cerré la puerta y declaré Duerme bien la siesta, aquí fuera los soldados me miraban sin decir nada, Esta vez, bonitos, no hay milagros, pensé yo, mirándolos también, Está durmiendo la siesta, les expliqué, está durmiendo la siesta y no quiero que lo despierten porque él no se quiere despertar, y después fui a ocuparme de los heridos que se retorcían sobre las lonas de las tiendas, nunca los eucaliptos de Ninda me parecieron tan grandes como esa tarde, grandes, negros, altos, verticales, aterradores, el enfermero que me ayudaba repetía Carajo carajo carajo con acento del norte, llegamos de todos los puntos de nuestro país amordazado para morir en Ninda, de nuestro triste país de piedra y mar para morir en Ninda, Carajo carajo carajo repetía yo con el enfermero con mi acento educado de Lisboa, el capitán bajó del Mercedes con un cansancio infinito, sujetaba el arma a guisa de caña de pescar inútil, la gente del barracón acechaba recelosa desde abajo, escúcheme como yo escuchaba el rápido latir afligido de mi sangre en las sienes, mi sangre intacta en las sienes, por los huecos del balcón veía al capitán pasear de un lado a otro apretando el viático de un vaso de whisky contra el pecho, hablando solo, cada uno conversaba consigo mismo porque nadie conseguía conversar con nadie, mi sangre en el vaso del capitán, tomad y bebed, oh Unión Nacional, el cuerpo del muerto crecía en la habitación hasta reventar las paredes, arrastrarse por la arena, llegar hasta la selva en busca del eco del tiro que lo había alcanzado, el helicóptero lo transportó hasta Gago Coutinho como quien barre basura vergonzosa ocultándola debajo de una alfombra, se muere más en las carreteras de Portugal que en la guerra de África, bajas insignificantes y adiós hasta mi vuelta, el furriel ordenó los instrumentos quirúrgicos en la caja cromada, los bisturíes, las erinas, los lanceteros, las sondas, se sentó a mi lado en los escalones del puesto de socorro, especie de vivienda minúscula para vacaciones de jubilados melancólicos, mayordomos ancianos, gobernantas vírgenes, los eucaliptos de Ninda no dejaban de crecer, estamos los dos aquí sentados ahora como él y yo en esa época, abril de 1971, a diez mil kilómetros de mi ciudad, de mi mujer embarazada, de mis hermanos de ojos azules cuyas cartas afectuosas se me enrollaban en las tripas en espirales de ternura, Jódase, dijo el furriel que se limpiaba las botas con los dedos, Pues sí, dije yo, y creo que hasta hoy nunca había mantenido un diálogo tan largo con nadie.
Escuche: antes de eso había sido lo de la pierna de Ferreira, es decir, la ausencia de la pierna de Ferreira que una mina antipersonas transformó en una bolsa agonizante, los muslos destrozados del cabo Mazunguidi, de los cuales extraje incluso arandelas de atacador, el vendaje de frescura de la mañana en mi frente perpleja, llegar al porche del puesto de socorro con la camisa manchada de sangre y recibir como un insulto la claridad indiferente del día. Si la revolución ha terminado, ¿sabe lo que le digo?, y en cierto sentido de hecho ha acabado, se debe a que los muertos de África, con la boca llena de tierra, no pueden protestar, y hora tras hora la derecha los va matando de nuevo, y nosotros, los sobrevivientes, seguimos dudando tanto de estar vivos que tenemos miedo de, a través de la imposibilidad de un movimiento cualquiera, darnos cuenta de que no existe carne en nuestros gestos ni sonido en las palabras que decimos, darnos cuenta de que estamos muertos como ellos, acomodados en los ataúdes de plomo que el capellán bendecía y de los que se escapaba, a pesar de la soldadura, un olor espeso a estiércol, ataúd del cabo Pereira, ataúd de Carpinteiro, ataúd de Macaco, al que una mina destrozó a cincuenta metros de mí, el saco de arena le aplastó las costillas contra el volante en el coche caído de lado, quise darle un masaje cardiaco y el pecho estaba blando y sin huesos y se hundía, las palmas comprimían una masa confusa, bastó un estruendo para convertir a Macaco en un fantoche de serrín y de trapo, el capitán desapareció en la casucha del comedor y volvió con más whisky en el vaso, la planicie se desvaía anunciando la noche, el enfermero siempre repitiendo Carajo carajo carajo fue a acuclillarse junto a nosotros, todos decíamos Carajo con la boca cerrada, el capitán susurraba Carajo al vaso de whisky, el oficial de día se cuadró frente a la bandera y sus dedos, que alisaban la gorra, gritaban Carajo, los perros vagabundos que nos rozaban los tobillos gemían Carajo con sus implorantes ojos mojados, ojos de perros tan suplicantes como los de esta gente de aquí, húmedos de resignación y de estúpida ternura, ojos flotando a la deriva por encima de los coñacs, ojos acusando a los propios rostros difuntos, desiertos y sin nubes como los de los cuadros de Magritte, decenas de maniquíes de cera ocuparon este bar meneando sus facciones largas de caballos de cerámica, mujeres y hombres en cuya desilusión defensiva y maligna me niego a reconocer la imagen fragmentaria de mi propia derrota, por insistir en pertenecer al grupo de las zarzas ardientes donde la melancolía se consume apasionadamente despacio en pequeñas llamaradas pesarosas, y después, ¿sabe?, la noche llegó de improviso como si fuera un telón de teatro y cubrió con arrugas de ausencia a los actores exhaustos, el motor de la luz comenzó a trabajar con un ruido de taxi, la lámpara del comedor palidecía y enrojecía, palidecía y enrojecía, palidecía y enrojecía, me senté frente al capitán, en la mesa que el Bichezas había puesto en un ápice de prestidigitador, los alféreces comían en silencio, con el mentón metido en el plato, idénticos a alumnos cogidos en falta, cada uno de ellos masticando solitario, separados por kilómetros de irrecuperable distancia, formábamos en cada cena la anti-Última cena, el deseo común de no morir constituía, ¿se da cuenta?, la única fraternidad posible, yo no quiero morir, tú no quieres morir, él no quiere morir, nosotros no queremos morir, vosotros no queréis morir, ellos no quieren morir, el sargento primero, delgado, canoso, mesurado, interrogante, se perfiló en la puerta con una reverencia sin fin sosteniendo en la mano libre un mazo de papeles para firmar hasta que el capitán reparase en él, alzase la cabeza, dijese Joder y el sujeto desapareciese asustado con su carpeta preciosa, el capitán dejó los cubiertos en cruz y dijo Esto me parece cada vez más un tremendo absurdo y yo pensé Acabada la ceremonia ahora viene el Ite, missa est del cura, Deo gratias y déme la bendición que por mí me piro ahora mismo, salto la alambrada y me meto en la selva con un pedazo de mandioca en el bolsillo como los guerrilleros, un pedazo de mandioca oliendo al ataúd de Carpinteiro pudriéndose, blanco, en mi bolsillo, me levanté para ver la piedra pómez de la luna en la planicie y me vino de golpe a la mente la sonrisa de Gagarin al regresar, Cuando yo regrese ¿cómo será mi sonrisa?, pregunté en voz alta, los alféreces se volvieron asombrados hacia mí y el capitán extendió el brazo hacia la botella de whisky, como por la mañana, grasiento de sueño, se palpa la mesilla de noche en busca del chillido terrible del despertador para acallar su timbre dolorosamente estridente, que nos agujerea los oídos con el filo imperioso de un grito de metal.
Escuche: en el 61 yo corría delante de la policía en el Estadio Universitario, chusmas de estudiantes en desbandada en dirección a la cantina, mi hermano João llegó a casa muy serio y dijo Parece que han matado a un tipo, los antidisturbios avanzaban con casco en una furia de porras y de culatas, automóviles de la Pide giraban en carrusel por las facultades, Salazar levantaba el dedo, lo único, sin duda, que alguna vez él levantó, en la televisión, vientres calvos lo aplaudían con fervor beato de sacristía, infelizmente el general Delgado era demasiado viejo para Nuno Álvares y el Maestre de Avis un montoncito de polvo en Batalha, la guerra o París, y ahora decide que el Capado es eterno, la segunda parte del secreto de Fátima es la garantía de la eternidad del Capado, durante el viaje la orquesta del barco tocaba tangos enmohecidos para bodas de plata, embarqué el 6 de enero y en la noche de fin de año me encerré en el cuarto de baño a llorar, un roscón de Reyes intragable me atascaba la garganta, lo empujé con champán y cayó en el estómago con el sonido del pedregullo en el pozo del jardín del abuelo, ¡plof!, y provocó círculos concéntricos en el lago de la sopa de la cena, el pozo bajo los árboles al pie del muro que daba a la carretera adonde íbamos a fumar a escondidas, el guardés se quitó el sombrero y explicó respetuosamente rascándose la cabeza Lo que nos hace falta es que venga alguien a hacerse cargo de nosotros, ¿no lo crees, chaval?, y si viniese alguien a hacerse cargo de nosotros, ¿qué piensa que haría para empezar?, llevarme a su casa, llevarla a mi casa, lavarnos los dientes, acostarnos en la cama, y hablarnos en voz baja hasta que nos durmiésemos, hablarnos de serenidad y de alegría hasta que nos durmiésemos, hablarnos del primero de mayo del 74 que los políticos infectaban ya con la masa de hojaldre sin relleno de sus discursos vehementes, pero donde crecía en las calles una irresistible fermentación de esperanza, los ministros de Caetano se cagaban de miedo en Madeira, los pides se cagaban de miedo en Caxias, una fiesta de llamaradas rojas se propagaba triunfalmente en Lisboa, quiero que me perdones los muertos de mi felicidad, los muertos de mi felicidad en la humedad de Angola, seis meses de humedad neblinosa y hierba amarilla que ardía a lo lejos, perdóneme los muertos de mi felicidad cuando la tomo de la mano, cuando mis rodillas se acercan a las suyas, cuando mi boca va a tocar la suya y los ojos se cierran despacio como corolas nocturnas, todos mis ayeres se encuentran presentes en este beso, tal vez las momias del bar se reduzcan a polvo como los vampiros al rayar el día en medio de un concierto de bisagras que se rompen, todos mis ayeres, ¿comprende?, Lo que nos hace falta, chaval, aseguraba el guardés, es que venga alguien a hacerse cargo de nosotros, Jódase, dijo el furriel con el mentón sobre las rodillas limpiándose las botas con el dedo, el cuerpo del primer difunto se hinchaba bajo la manta, en realidad todo el muelle es una añoranza de piedra, Maria José, y ahí comenzamos a perdernos, tres botellas de whisky por mes a cada oficial para encender la lámpara votiva del corazón mecánico que insiste, el sargento pasó ante mí e hizo la decimonovena reverencia de la última media hora, Buenas noches, señor doctor, desapareció en la oscuridad camino de su confusión de impresos, instalado en la silla de tablas de barril me acordé del soldado durmiendo la siesta en el cajón de plomo y del que empuñaba la ametralladora llamando Cabrones de mierda a los cabrones de mierda que nos mandaron venir aquí, profesores locos repeinados y afectados, Cabrones de mierda, cabrones de mierda, cabrones de mierda, el director del Hospital Militar de Tomar me mandó llamar y anunció Mi amigo ha sido movilizado para Angola, era en agosto y la claridad de la mañana hervía, verde, en las ventanas, la ciudad flotaba en la luz, el reflejo de Mouchão temblaba en el agua, movilizado para Angola a un batallón de artillería, Padre, fui movilizado para Angola a un batallón de artillería, con la voz cohibida con la que comunicaba los suspensos en la facultad, el capitán vino a sentarse en la otra silla de barril y los cubitos de hielo tintineaban como monedas en un bolsillo en la oscuridad, El muchacho llegó muerto, dije yo, y ningún truco de ilusionismo médico pudo salvarlo, me dio una impresión horrible ver su pelo rubio, se parecía a mí a los veinte años, Los tipos se emboscaron a dos metros del sendero, dijo el capitán, había sangre de ellos en los arbustos, marcas de haber arrastrado cuerpos de heridos, la piedra pómez de la luna encalló en los eucaliptos, enredada en las ramas, el capitán se levantó, su cara se parecía a la de Edward G. Robinson en una película de Fritz Lang, comenzó a alejarse con un andar de sapo hacia el almacén del vaguemaestre, pregunté ¿Adónde va?, el bulto me respondió mientras seguía andando A colgar los huevos a la cárcel, doctor, si quiere déme también los suyos que ya no nos hacen falta hombres para seguir aquí.