V
¿Conoce Malanje? Estaba esperando que llegase la mañana para hablarle de Malanje, de la irrealidad de crepúsculo polar que envuelve los objetos y los rostros con esa especie de halo transparente posado en las copas de los pinares de la Beira, de la mañana, del silencio del mar suspendido, a la escucha, respirando levemente, de la mañana, para hablarle de Malanje. Malanje, ¿sabe?, es hoy el montón de destrozos y de ruinas en el que la guerra civil la convirtió, una tierra irreconocible por la estúpida violencia inútil de las bombas, un campo yermo de cadáveres, de costillas humeantes de casas y de muerte. Tal vez en ese tiempo, cuando pasé por allí de regreso a mi país, pude adivinar los destrozos y las ruinas bajo el perfil intacto de los edificios, los árboles del jardín, el café repleto de mulatos pretenciosos, cuyos enormes coches de lujo apoyaban en la acera los hocicos de escualo de los faros. Tal vez pude prever, bajo la salud aparente del sol, su muerte próxima, tal como ciertos enfermos nos revelan, por detrás de la sonrisa alegre o de los ojos cargados de una falsa esperanza, la mueca, no de miedo ni de náusea, sino de vergüenza, de la agonía. La vergüenza de estar acostado, la vergüenza de no tener fuerzas, la vergüenza de desaparecer en breve, de la agonía, la vergüenza frente a los otros, los que desde los pies de la cama nos miran con el horror aliviado de los sobrevivientes, inventan palabras de un optimismo doloroso, conversan en voz baja con la enfermera en los rincones de la habitación, que la ventana ilumina en diagonal con un día ilusorio. Malanje, ¿entiende?, es hoy el montón de destrozos y de ruinas en el que la guerra civil la convirtió, una ciudad devastada, desaparecida, un templo de Diana de paredes oscuras y de muros derribados, pero en el 73, a principios del 73, era la tierra de los diamantes, de los que se enriquecían y engordaban a costa del contrabando de los diamantes, del comercio furtivo de las piedras: todas las personas llevaban frasquitos de reactivos en el bolsillo, los negros, la población blanca, la policía, la Pide, los administrativos, los profesores, el ejército, y por la noche, en la cintura sucia de las chabolas, se compraba el mineral a quien llegaba del río o de la frontera con un centelleo de cristal envuelto en trozos de tela, protegido por las navajas atentas de los cómplices. Chabolas y casas de putas bajo los eucaliptos, colchas de percal, muñecas, mujeres envejecidas con dientes de plata, tocadiscos que entonaban a gritos los merengues cardiacos del Congo, y la felicidad por doscientos escudos en una súbita carcajada de negra joven, recibiéndonos dentro de sí con una alegría burlona.
Malanje era el oficial pequeño, calvo, arrugado, de pie a la puerta del instituto para observar la salida de las chicas de las aulas, mojando el papel de los cigarrillos con un deseo guarro de viejo, o instalado después de cenar en la acera de enfrente del balcón del comedor, observando a la vecina impúber, que recogía los platos de la mesa, con órbitas protuberantes de animal disecado. Lo vi en Chiúme abrirse la bragueta delante de una prisionera, obligarla a levantar una de las piernas colocándola sobre el bidé, y penetrarla, con boina en la cabeza, resoplando por la nariz un asma repelente de macho cabrío. Entré en el cuarto de baño de los sargentos, en la pocilga eternamente inundada y nauseabunda a la que llamaban cuarto de baño de los sargentos, vi al oficial abrazado, con una especie de desesperación epiléptica, a la prisionera, criatura muda y tímida apoyada en los azulejos, las pupilas huecas, y por encima de sus cabezas, a través de la ventana, la planicie se abría en un majestuoso abanico de verdes matizados, en el que se adivinaba el brillo lento, zigzagueante, casi metálico del río, y la gran paz de Angola en la bruma, a las cinco de la tarde, refractada por sucesivas capas contradictorias de neblina. Las nalgas del hombre producían un movimiento de émbolo que se apresuraba, la camisa se le pegaba a la espalda en islas imprecisas de sudor, el mentón temblaba como el de los jubilados en los comedores de los asilos, las pupilas huecas de la prisionera me miraban con una fijeza insoportable, y me apeteció, ¿entiende?, sacar también mi verga fuera y orinar sobre ellos, orinar demoradamente sobre ellos, como cuando de pequeño meaba a los sapos del patio, refugiados en medio de dos troncos con una aflicción de piedras que respiran.
Pero no podíamos orinar sobre la guerra, sobre la vileza y la corrupción de la guerra: era la guerra la que orinaba sobre nosotros su metralla y sus tiros, nos confinaba a la estrechez de la angustia y nos convertía en tristes animales rencorosos, violando a mujeres contra el frío blanco y reluciente de los azulejos, o nos hacía masturbarnos por la noche, en la cama, a la espera del ataque, pesados de resignación y de whisky, encogidos entre las sábanas, a la manera de fetos despavoridos, oyendo los dedos gaseosos del viento en los eucaliptos, idénticos a falanges muy leves que rozasen un piano de hojas enmudecidas. No tenemos árboles aquí: sólo el polvo de los edificios que se construyen, alrededor de éste, según el mismo modelo deprimentemente igual para oficinistas melancólicos, las luces de Areeiro allí arriba, azuladas y vagas como órbitas de perros ciegos, la Avenida Almirante Reis y sus tiendas cerradas sobre sí mismas como los puños de un niño que duerme: las personas se despiertan, descorren las cortinas de la ventana, observan las calles grises, los automóviles grises, las siluetas grises que grisáceamente se desplazan, sienten crecer dentro de sí una desesperación gris, y se acuestan de nuevo, resignadas, farfullando palabras grises en su sueño que se espesa.
¿Se ha fijado en que vivo en una Pompeya de edificios en construcción, de paredes, de vigas, de escombros que crecen, de grúas abandonadas, de montones de arena y de máquinas de cemento redondas como estómagos oxidados? Dentro de algunas horas, obreros con casco comenzarán a martillar estas ruinas encaramados en esbozos de ventanas, los sopletes agujerearán la argamasa con un furor obstinado, los fontaneros abrirán arbustos de arterias en la carne maciza de las casas. Vivo en un mundo muerto, sin olores, de polvo y de piedra, donde el enfermero del policlínico del primer piso pasea, en bata, su barba sorprendida de fauno, buscando a su alrededor, en vano, márgenes de céspedes esponjosos. Vivo en un mundo de polvo, de piedra y de basura, principalmente de basura, basura de las obras, basura de las barracas clandestinas, basura de papeles que revolotean y se persiguen, a lo largo de los setos, desbordando las alcantarillas, soplados por un aliento que no existe, basura de gitanos vestidos de negro, instalados en los desniveles del terreno, en una espera inmemorial de apóstoles sabios.
Quería hablarle de Malanje, y sé que no lo he hecho del todo bien, ¿no es verdad?, usted lanzó gemidos, una o dos veces, ladridos de perrita contenta, se agitó en una especie de convulsión o de desmayo, su rostro, con los ojos cerrados y la boca abierta, se asemejó por momentos al de las viejas que comulgaban en las iglesias de mi infancia, viejas con la dentadura suelta, jadeando, con la lengua fuera, por el círculo blanco de la hostia. Yo, monaguillo, acompañaba al cura y contemplaba, fascinado, el increíble tamaño de la lengua de las viejas que se empujaban y se metían codazos, armadas de paraguas de mango de hueso y de grandes rosarios semejantes a collares de actrices, frente al cura, con el cáliz en la mano, farfullando eructos místicos por la punta de los labios. Quería hablarle de Malanje, de la ciudad rodeada de casas de putas y de eucaliptos, patria del contrabando de diamantes, repleta de aventureros parlanchines o esquivos, tipos de pupilas cautelosas, oblicuas, instalados levemente en las terrazas de los cafés. Quería hablarle de la milagrosa claridad de Malanje, de la luz que se diría que nace del suelo con un júbilo impetuoso y violento, del búnker de la Pide y del cuartel pretencioso de abajo, cuartel de provincia, ¿entiende?, que huele a desinterés y a sargento.
De Malanje a Luanda, cuatrocientos kilómetros de carretera atravesaban las colinas fantásticas de Salazar, aldeas al borde del asfalto como verrugas en el contorno de un labio, el fluir majestuoso del Dondo en el que se adivina la presencia del mar, en la demora de sus caderas lentas de mujer de Pavia, y en los pájaros blancos y zancudos de la bahía de Luanda, rozando el agua con los cuerpos de porexpán fusiforme. Pero lo importante, en Malanje, eran los minutos que preceden a la aurora, los minutos irreales, punzantes, absurdos que preceden a la aurora, incoloros y distorsionados como los rostros del insomnio o del miedo, la perspectiva desierta de las calles, el silencio transido de los árboles y sus brazos que parecen retraerse, vacilantes, lastimados por un pánico sin razón. Antes de la madrugada, ¿sabe?, todas las ciudades se inquietan, se arrugan por la incomodidad como los párpados de un hombre que no ha dormido, atisban la claridad, el nacer indeciso de la luz, se estremecen como palomas enfermas en un tejado, desperezando las plumas nocturnas con el temor frágil y hueco de los huesos. El primer sol, pálido, anaranjado, como pintado a lápiz en el cielo de plata desvaída, encuentra, al surgir despacio de la confusión geométrica de las casas, plazas plegadas, avenidas encogidas, travesías sin espacio, sombras desprovistas de misterio refugiadas en el interior de las salas, entre el brillo de los vasos y las sonrisas de los muertos en los marcos, con bigotes en curva como las cejas sarcásticas de los profesores de Matemáticas, después del enunciado de un difícil problema de grifos. Todas las ciudades se inquietan, pero Malanje, ¿sabe?, se doblaba estremeciéndose sobre sí misma como yo me inclino, en la cama, hacia usted, temeroso del día que me aguarda, con su peso insoportable de piedra en mi pecho, y la ceniza que se me acumula en las manos y dejo en los restaurantes al lavarlas, antes del eterno filete sin sabor de la comida. Querría pedirle que no saliese de aquí, que me acompañase, que se quedase conmigo acostada aguardando no sólo la mañana sino la próxima noche, y la otra noche, y la noche siguiente, porque el aislamiento y la soledad se me anudan en las tripas, en el estómago, en los brazos, en la garganta, me impiden moverme y hablar, me convierten en un vegetal acongojado incapaz de un grito o de un gesto, a la espera del sueño que no llega. Quédese conmigo hasta que yo, finalmente, me duerma, me aleje de usted en una de esas inexplicables reptaciones débiles con las que los ahogados oscilan en las bajamares, me extienda de bruces, con la boca sobre la almohada, balbuceando en el vientre de la funda palabras indistintas, me hunda en el pozo pantanoso de una especie de muerte, roncando mi grueso coma de pastillas y de alcohol. Quédese conmigo ahora que la mañana de Malanje se hincha dentro de mí, hace vibrar dentro de mí, invertida, agitaciones deformadas de reflejo, y estoy solo en el asfalto de la ciudad, cerca de los cafés y del jardín, poseído de un insólito deseo sin objeto, indefinido y vehemente, pensando en Lisboa, en Gija o en el mar, pensando en las casas de putas bajo los eucaliptos y en sus camas repletas de muñecas y tapetes. El miedo a volver a mi país me comprime el esófago, porque, ¿sabe?, dejé de tener lugar fuese a donde fuese, he estado demasiado lejos, demasiado tiempo como para volver a pertenecer aquí, a estos otoños de lluvias y de misas, estos demorados inviernos opacos como bombillas fundidas, estos rostros que apenas reconozco bajo las arrugas dibujadas, que un caricaturista irónico inventó. Floto entre dos continentes que me repelen, desnudo de raíces, en busca de un espacio blanco donde anclar, y que puede ser, por ejemplo, la cordillera tendida de su cuerpo, una gruta, una cueva cualquiera de su cuerpo, para recostar, ¿me entiende?, mi esperanza avergonzada.