G

Ninda. Los eucaliptos de Ninda en las noches demasiado largas del Este, hormigueantes de insectos, el ruido de mandíbulas sin saliva de las hojas secas allí arriba, tan sin saliva como nuestras bocas tensas en la oscuridad: el ataque comenzó del lado de la pista de aterrizaje, en el extremo opuesto al barracón, luces móviles se encendían y se apagaban en la planicie con un morse de señales. La luna enorme aclaraba en diagonal los prefabricados de las casernas, los puestos de centinela protegidos por sacos y estacas de madera, el rectángulo de cinc del polvorín; a la puerta del puesto de socorro, soñoliento y desnudo, vi a los soldados correr empuñando sus armas en dirección a la alambrada, y después las voces, los gritos, los escupitajos rojos que salían de las escopetas al disparar, todo aquello, la tensión, la falta de comida decente, los alojamientos precarios, el agua que los filtros transformaban en una papilla de papel indigesta, el gigantesco, increíble absurdo de la guerra, me hacía sentir en la atmósfera irreal, fluctuante e insólita, que encontré más tarde en los hospitales psiquiátricos, islas de desesperada miseria de las que Lisboa se defendía cercándolas con muros y rejas, como los tejidos se previenen contra los cuerpos extraños envolviéndolos en cápsulas de fibrosis. Internados en enfermerías descoyuntadas, vestidos con el uniforme de los enfermos, paseábamos en la cerca de arena del cuartel nuestros sueños incomunicables, nuestra angustia informe, nuestros pasados vistos con los prismáticos al revés de las cartas de la familia y de los retratos guardados en el fondo de las maletas bajo la cama, vestigios prehistóricos a partir de los cuales podríamos concebir, como los biólogos que observan una falange, el esqueleto monstruoso de nuestra amargura.

Se me ocurría que cuando llegase por radio la noticia del alta nos haría falta un penoso reaprendizaje de la vida, a la manera de los hemipléjicos que ejercitan el difícil y cimbreante espagueti de los miembros en aparatos y piscinas, y que tal vez seríamos para siempre incapaces de andar, reducidos a la silla de ruedas de una resignación paralítica, observando la sencillez de lo cotidiano como el Chaplin de Tiempos modernos observa las máquinas pavorosas que implacablemente lo trituran: salir el portero y la falsa indulgencia de los médicos, construida con el cartón piedra de una buena voluntad postiza, encontrar poco a poco, ladera abajo, la mañana geométrica de la ciudad que los azulejos cortan en rombos desvaídos, entrar en un bar fantasmagórico para el primer café disponible, ver a los jubilados del dominó en la eterna postura de los jugadores de cartas de Cézanne, y sentir que hemos dejado irremediablemente de pertenecer a ese mundo nítido y directo donde las cosas poseen consistencia de cosas, sin subterfugios ni sobrentendidos, y los días aún pueden ofrecernos, no sé si me entiende, a pesar de las anginas, de los cobradores y de la letra del coche, la sorpresa de décimo premiado de una sonrisa que no se ha pedido. Usted, por ejemplo, que presenta el aire aséptico competente y sin caspa de las secretarias de administración, ¿sería capaz de respirar dentro de un cuadro del Bosco, sofocada por demonios, por orugas, por gnomos nacidos de cáscaras de huevo, de gelatinosas órbitas asustadas? Tumbado en una cueva a la espera de que el ataque acabase, mirando las rígidas siluetas de sombrero hongo de los eucaliptos idénticas a fúnebres testigos de duelo, con un G3 inútil en el sudor de las manos y un cigarrillo clavado en la boca como palillo en croqueta, me descubrí personaje de Beckett esperando la granada de mortero de un Godot redentor. Las novelas por escribir se acumulaban en el desván de mi cabeza a la manera de aparatos anticuados reducidos a un montón de piezas dispares que sería incapaz de ajustar, las mujeres con las que no me acostaría ofrecían a otros sus muslos abiertos de ranas de aula de Ciencias Naturales, donde yo no estaría para descuartizarlas con la navaja ávida de mi lengua, el hijo a punto de nacer constituiría sólo la cristalización improbable de una tarde distante de Tomar, en una habitación de comedor de oficiales con la ventana abierta de par en par a la plaza, con el sol cuajado en las acacias y nosotros celebrando en la cama la liturgia ardiente de un deseo demasiado pronto desaparecido. Tomar: colchones que chirrían como suelas, abrazos rápidos, el pene de punta y húmedo de sed, de venas hinchadas, rojo como flor de Pessanha, la mano que lo friccionaba contra los senos, la boca que lo bebía, los talones que me labraban las nalgas, el silencio exhausto, de marionetas despojadas de dedos, de después. Hoy, cuando la encuentro, es como si observase el rectángulo pálido que los marcos imprimen en las paredes sin que consigamos acordarnos del dibujo de la tela, e intento en vano discernir, por detrás de las facciones envejecidas y serias, componiendo con esfuerzo una expresión de camaradería benigna que nunca fue suya, el rostro joven y alegre que amé, cerrado sobre su propio placer como una corola nocturna. Y sin embargo, ¿se da cuenta?, es así como ella permanece en mí a pesar de la usura de los años y de la acritud de las reconciliaciones frustradas, de las heridas de las mentiras mutuas y del desencanto del alejamiento definitivo: la muchacha morena y delgada, con grandes ojos graves, que conocí en la playa, observando las olas con la majestad lejana de los carnívoros indiferentes, que parecen de repente ausentarse en meditaciones dolorosas e inmóviles, ahuyentándonos hacia el rincón de sombra de las inutilidades olvidadas. ¿Se acuerda de la voz de Paul Simon?

The problem is all inside your head

She said to me

The answer is easy if you

Take it logically

I’d like to help you in your struggle

To be free

There must be fifty ways

To leave your lover

She said it’s really not my habit

To intrude

Furthermore, I hope my meaning

Won’t be lost or misconstrued

But I’ll repeat myself

At the risk of being crude

There must be fifty ways

To leave your lover

Fifty ways to leave your lover

You just slip out the back, Jack

Make a new plan, Stan

You don’t need to be coy, Roy

Just get yourself free

Hop on the bus, Gus

You don’t need to discuss much

Just drop off the key, Lee

And get yourself free

She said it grieves me so

To see you in such pain

I wish there is something I could do

To make you smile again

I said I appreciate that

And you please explain

About the fifty ways

She said why don’t we both

Just sleep on it tonight

And I believe in the morning

You’ll begin to see the light

And then she kissed me

And I realized she probably was right

There must be fifty ways

To leave your lover

Fifty ways to leave your lover

You just slip out the back, Jack

Make a new plan, Stan

You don’t need to be coy, Roy

Just get yourself free

Hop on the bus, Gus

You don’t need to discuss much

Just drop off the key, Lee

And get yourself free

Ninda: el maíz arrimado a la alambrada hojeaba toda la noche sus páginas resecas, el hechicero sorbía el pescuezo de las gallinas degolladas con una voracidad brutal. El capitán y yo jugábamos al ajedrez en la mesa del comedor, entre migas y cáscaras, avanzando un peón interrogativo y reticente semejante a un dedo que palpa con miedo un forúnculo infectado, o conversábamos aquí fuera, sentados en sillas curvas de tablas de barril, calculando aproximadamente en la oscuridad la posición del otro a través del eco que devolvían nuestras propias voces, murciélagos afligidos que se buscan: en mi desordenado Museo Grévin interior de médicos y poetas, donde Vesálio y Bocage discutían pormenores anatómicos picarescos y clandestinos bajo las castas vistas reprobadoras del general Fernandes Costa de los sonetos del Almanaque Bertrand, a quien le robé sin vergüenza, en la infancia, versos que centelleaban con brillos de cristal de metáforas de pacotilla que me encantaban, un impetuoso flujo de barbudos iluminados entró en tropel, entonando alternativamente la Internacional y la Marsellesa, que sustituían, autoritarios, al doctor Júlio Dantas, al doctor Augusto de Castro y a unos cuantos individuos quitinosos más, susurrando en sofás estilo Imperio dramas históricos bordados con el punto de cruz de diálogos de altramuces. El capitán me presentó de paso a un Marx que me observó de lejos farfullando economías ininteligibles en el secreto de los cuellos, a Lenin conspirando, con peluca, en medio de un grupo de levitas ardientes, a Rosa Luxemburgo cojeando conmovida por las calles de Berlín, a Jaurès asesinado a tiros en el restaurante, con la servilleta al cuello, como los gángsters de Chicago entre convulsiones, muertos, en los sillones del barbero, en medio de un estallido de espejos y de frascos, y me imaginé que entraba en casa con ellos para contemplar la fuga despavorida de los parientes hacia la zona de influencia de sus iconos corporativos, extendiendo ante los vampiros socialistas que les lanzaban la amenaza tremenda de la nacionalización de las porcelanas familiares las ristras de ajo exorcizantes de las estampas de la Santita. El pelotón que salía por la noche para proteger el cuartel, agazapado en los matorrales bajos que crecían, amarillentos, en la arena, retorcidos de anemia, se acercaba en la oscuridad, pasaba bajo la lámpara cubierta de una pantalla de insectos, se dispersaba sin ruido entre las cabañas de las casernas, donde la profundidad del sueño se medía por la intensidad del olor de los cuerpos, amontonados al azar como en las fosas de Auschwitz, y yo le preguntaba al capitán Qué han hecho de mi pueblo, Qué han hecho de nosotros aquí sentados esperando en este paisaje sin mar, apresados por tres hileras de alambre de púas en una tierra que no nos pertenece, muriendo de paludismo y de balas cuyo trayecto sibilante se parece a un nervio de nailon que vibra, alimentados por columnas aleatorias cuya llegada depende de constantes accidentes de recorrido, de emboscadas y de minas, luchando contra un enemigo invisible, contra los días que no se suceden y se alargan indefinidamente, contra la añoranza, la indignación y el remordimiento, contra la espesura de las tinieblas opacas como un velo de luto, con el que me cubro la cabeza para dormir, como en la infancia utilizaba el embozo de la sábana para defenderme de las pupilas de fósforo azul de mis fantasmas.

Dígame: usted ¿cómo duerme? ¿Boca abajo, chupándose el pulgar, con ese abandono en el que se prolongan aún restos vacilantes de la fragilidad infantil, o con antifaz negro en los ojos y tapones de goma en los oídos a la manera de las artistas decadentes del cine americano o de las mujeres fatales desesperadas de soledad y de champán, de pesadillas pobladas de divorcios, de cirujanos plásticos y de gruñidos de pelos de alambre parecidos a la caricatura de Audrey Hepburn? Me figuro que debe de leer poetas esotéricos antes de apagar la luz, individuos de extraños bigotes que a veces vienen aquí a esconder su mediocridad intransigente detrás de un gin-fizz, admirados por muchachas sin pecho, fumando Gauloises torcidos con el afán desgreñado con el que las viejas de los asilos devoran el trozo de bizcocho de los domingos. Debe de tener un grabado de Vieira da Silva en la pared de la habitación y el retrato del cineasta sin talento, con el que mantiene una relación desencantada, en la cabecera, debe de despertarse por la mañana con una torpeza de crisálida titubeante eternamente entre la larva y la mariposa, trastabillando a ciegas hacia la cocina con la esperanza insensata de que el primer nescafé, bebido aprisa entre cacerolas sucias, le asegure que existe en realidad, eficiente y con chaleco, en la gerencia de una multinacional cualquiera de pastillas de jabón, el research executive sabiamente tierno, con sienes canosas y corbata Pestana & Brito, que su horóscopo le promete. Por mi parte, ¿sabe?, no le pido tanto a la vida: mis hijas crecen en una casa de la que cada vez me acuerdo menos, con muebles bebidos por las aguas de sombra del pasado, abandoné a las mujeres que encontré después o me abandonaron en una tranquila decepción mutua en la que no hubo siquiera lugar para ese tipo de resentimiento que es como la señal retrospectiva de una especie de amor, y envejezco sin gracia en un piso demasiado grande para mí, observando por la noche, desde el escritorio vacío, las palpitaciones del río, a través del balcón cerrado cuyo cristal me devuelve el reflejo de un hombre inmóvil, con el mentón en las manos, en el que me niego a reconocerme, y que insiste en mirarme con una obstinación resignada. Tal vez la guerra haya ayudado a hacer de mí lo que soy ahora y que íntimamente rechazo: un solterón melancólico a quien nadie llama por teléfono y cuya llamada nadie espera, tosiendo de vez en cuando para imaginarse acompañado, y a quien la asistenta acabará encontrando en la mecedora en camiseta, con la boca abierta, rozando con los dedos morados el pelo color de noviembre de la alfombra.