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¿Conoce Santa Margarida? Digo esto porque, a veces, en el comedor de los oficiales decorado con el mal gusto empecinadamente impersonal de la sala de espera de un dentista de Moscavide (flores de plástico, oleografías imprecisas cuyos arabescos monótonos se confunden con el papel de la pared, sillas tiesas semejantes a cuadrúpedos desparejados pastando en un azar sin simetría los flecos gastados de las alfombras), los mayores en desorden abandonaban los vasos de whisky, con cubitos de hielo sustituidos por dados de póquer, para, erguidos como soldados de plomo barrigones, saludar la entrada de una señora escoltada por algún coronel súbitamente civilizado, dejando tras de sí, perceptible en el temblor de los galones, un rastro cuchicheado de celo de caserna, que se cristalizaría en esquemas explicativos en el mármol venoso de los orinales, destinado a la alfabetización de los reclutas. La masturbación era nuestra gimnasia diaria, émbolos encogidos en las sábanas heladas a la manera de fetos viejos que ningún útero deshibernaría, mientras que fuera los pinos y la niebla se confundían en una trama inextricable de susurros húmedos, sobreponiendo a la noche la noche pegajosa de sus troncos, azucarados por el algodón de feria popular de la bruma. Como de pequeño en la Praia das Maçãs, entiende, a finales de septiembre, cuando nos acostábamos y el cuerpo se asemejaba a una pequeña semilla perdida en el colchón enorme, arrugada y trémula, agitando los filamentos peludos de los miembros entre espasmos asustados por el sonido del mar allá abajo, venido de ninguna parte, que contraía y dilataba la bronquitis pedregosa de su pulmón invisible. Los relojes de cuco daban lugar a cornetas igualmente irritantes, el uniforme y la piel convergían en un caparazón único de quitina militar, el pelo rapado y las formaciones me traían a la memoria las colonias de vacaciones de la infancia y su olor a dulce y rancio por falta de agua, hecho de resignación vagamente indignada. Los domingos, la familia jubilosa iba a observar la evolución de la metamorfosis de la larva civil camino del guerrero perfecto, con la gorra calada en la cabeza como una cápsula, y botas gigantescas cubiertas del barro histórico de Verdún, a medio camino entre el boy-scout mitómano y el soldado desconocido de carnaval. Y todo transcurría, sin embargo, en la atmósfera de internado que prolongan sutilmente los cuarteles, con sus secretos, sus grupos iniciáticos, sus estratagemas de perversidad primaria destinadas a esquivar la vigilancia de prefectos de los comandantes, más preocupados por el triunfo en el bridge, de cuya elección dependería el rumbo tranquilo o tempestuoso de la digestión de la cena, que por las convulsiones nocturnas de los dormitorios perdidos detrás de la caspa mohosa de los plátanos, donde unos perros flacos como galgos del Greco se unían en coitos melancólicos, mirándonos con ojos dolorosamente implorantes de monjas moribundas.
En Mafra, bajo la lluvia, vi correr a los ratones entre las literas en la tristeza desmesurada del convento, laberinto de pasillos habitados por fantasmas de furrieles. En Tomar, donde los peces suben del Mouchão para nadar al azar por las calles en cardúmenes centelleantes, construí Jerónimos con cerillas sorprendidas ante las escleróticas amarillas de los paracaidistas con hepatitis. En Elvas, junto a un cagatintas gordo e inseguro como un flan en el borde de un plato, deseé esfumarme en las murallas de la ciudad a la manera de los violinistas de Chagall en el azul espeso de la tela, batiendo las torpes alas de algodón de mis mangas militares, hasta posarme en París para una revolución de exilio hecha de cuadros abstractos y de poemas concretos, a la que el Diário de Notícias de la Casa de Portugal aportaría el fondo lusitano de anuncios de boda castos como notarios hipermétropes, y de responsos endulzados por la sonrisa sin carne de los muertos. Y en Santa Margarida, esperando el embarco, pastoreé largas colas de soldados camino de un dentista demente que desempedraba encías aullando de felicidad asesina:
—Con las muelas de los muchachos, el colega no tendrá problemas —me gritaba él, apoyado en su silla horrenda, reluciente de satisfacción y de sudor, enterrando el soplete en llamas del torno en una mandíbula aterrorizada.
Las señoras del Movimiento Nacional Femenino iban a veces a distraer los visones de la menopausia distribuyendo medallas de la Señora de Fátima y llaveros con la efigie de Salazar, acompañadas de padrenuestros nacionalistas y de amenazas con el infierno bíblico de Peniche, donde los agentes de la Pide superaban en eficacia a los inocentes diablos con el tridente en ristre del catecismo. Siempre imaginé que los pelos de sus pubis serían de estola de zorro, y que de las vaginas se les escurrirían, estando excitadas, gotas de Ma Griffe y baba de caniche, que dejarían huellas brillantes de caracol en la marchitez de sus muslos. Sentadas a la mesa del brigadier, tomaban la sopa con la punta de los labios tal como los que, padeciendo de hemorroides, se acomodan en el borde de los sofás, y dejaban en las servilletas de papel huellas de vasos con carmín de las que se elevaban aún disgustos con las criadas y restos de arengas patrióticas, y las reencontré en el portalón del barco la mañana de la partida, alentándonos con paquetes de cigarrillos Três Vintes y apretones de manos viriles en los que las falanges, falanginas y falangetas se articulaban entre sí por medio de anillos de sello:
—Vayan tranquilos, que nosotras vigilamos la retaguardia.
Y en efecto, mirándolo bien, poca cosa había que temer de nalgas tan tristes, en relación con las cuales los cinturones se resignaban al papel secundario de anillos herniarios.
Y después, ya sabe, Lisboa comenzó a alejarse de mí en medio de un torbellino cada vez más atenuado de marchas marciales en cuyos acordes remolineaban los rostros trágicos e inmóviles de la despedida, que el recuerdo paraliza en las actitudes del asombro. El espejo del camarote me devolvía facciones desencajadas por la angustia, como un puzzle desordenado, en el que la mueca afligida de la sonrisa adquiría la sinuosidad repulsiva de una cicatriz. Uno de los médicos, acurrucado en el colchón de la litera, sollozaba entrecortadamente con palpitaciones irregulares de motor de taxi que se cala, el otro se contemplaba los dedos con la atención vacía de los recién nacidos o de los idiotas que se lamen sin parar las uñas con los ojos extasiados, y yo me preguntaba a mí mismo qué hacíamos allí, agonizantes en suspenso en el suelo de máquina de coser del barco, con Lisboa que se ahogaba en la distancia con un suspiro postrero de himno. De repente sin pasado, con el llavero y la medalla de Salazar en el bolsillo, de pie entre la bañera y el lavabo de casa de muñecas atornillados a la pared, me sentía como la casa de mis padres en verano, sin cortinas, con alfombras envueltas en periódicos, muebles arrimados a los rincones cubiertos de grandes sudarios polvorientos, la vajilla de plata emigrada a la despensa de la abuela, y el gigantesco eco de los pasos de nadie en las salas desiertas. Como cuando se tose en los garajes por la noche, pensé, y se siente el peso insoportable de la propia soledad, en los oídos, bajo la forma de estampidos retumbantes, idénticos al redoble de las sienes en el tambor de la almohada.
Al segundo día llegamos a Madeira, roscón de Reyes adornado con viviendas escarchadas flotando en la bandeja de cerámica azul del mar, Alenquer a la deriva en el silencio de la tarde. La orquesta del barco resollaba boleros ante los oficiales melancólicos como lechuzas al amanecer, y de la bodega donde los soldados se apretujaban subía un vaho espeso de vómito, olor para mí olvidado desde los mediodías remotos de la infancia, cuando en la cocina, a la hora de las comidas, se agitaban alrededor de mi sopa reluctante las muecas intermitentemente persuasivas y amenazadoras de la familia, subrayando cada cuchara con una salva de aplausos festiva, hasta que alguien más atento gritaba:
—Cantad el Papagaio Loiro que el niño está a punto de vomitar. Cantad Papagayo rubio de pico dorado llévale esta carta a mi enamorado…
En respuesta a este aviso terrible, todos aquellos adultos se precipitaban a desafinar al unísono como en el naufragio del Titanic, con los labios crispados sobre los dientes de oro, una criada golpeaba tapas de cacerola al compás, el jardinero fingía marchar con la escoba al hombro, y yo devolvía al plato un chorro de pasta y arroz que me obligaban a tragar de nuevo, esta vez sin coro, sibilando en voz baja insultos furibundos. Ahora, fíjese, echado en la cubierta en una tumbona, sintiendo en el progresivo sudor del cuello la implacable metamorfosis del invierno de Lisboa en el verano gelatinoso del Ecuador, blando y caliente como las manos del señor Melo, barbero del abuelo, en mi cuello, en la tienda de la Rua 1º de Dezembro, donde la humedad multiplicaba el cromado de las tijeras en los espejos invertidos, lo que con más vehemencia me apetecía era que, tal como en esos tiempos remotos, Gija viniese a rascar mi espalda estrecha de niño con una lentitud hecha de la paciencia de la ternura, hasta que yo me durmiese con sueños labrados por el rastrillo de sus dedos apaciguadores, capaces de ahuyentarme del cuerpo los fantasmas desesperados o afligidos que lo habitan.