I
¿Por qué cojones no se habla de esto? Comienzo a pensar que el millón quinientos mil hombres que pasaron por África no existieron nunca y que le estoy contando una especie de novela de mal gusto imposible de creer, una historia inventada con la que la conmuevo para conseguir más deprisa (un poco de charla, un poco de alcohol, un poco de ternura, ¿me entiende?) que usted vea nacer conmigo la mañana en la pálida claridad azul que acribilla las persianas y sube de las sábanas, revela la curva adormilada de una nalga, un perfil boca abajo en el colchón, nuestros cuerpos confundidos en una soñolencia sin misterio. ¿Cuánto tiempo hace que no puedo dormir? Entro en la noche como un vagabundo furtivo con billete de segunda clase en un vagón de primera, pasajero clandestino de mis desánimos encogido en una inercia que me acerca a los difuntos y que el vodka anima con un frenesí postizo y caprichoso, y las tres de la mañana me ven llegar a los bares aún abiertos, navegando en las aguas quietas de quien no espera la sorpresa de ningún milagro, equilibrando con dificultad en la boca el peso fingido de una sonrisa.
¿Cuánto tiempo hace en realidad que no puedo dormir? Si cierro los ojos, una rumorosa constelación de palomas alza el vuelo desde los tejados de mis párpados cerrados, rojos de conjuntivitis y de cansancio, y la agitación de sus alas se prolonga en mis brazos en temblores hepáticos, sólo capaces de un tropezar desmañado de gallina, las piernas se enredan en la colcha con una humedad de fiebre, dentro de la cabeza una lluvia de octubre cae lentamente sobre los geranios tristes del pasado. Cada mañana, ante el espejo, me descubro más viejo: la crema de afeitar me transforma en un Papá Noel en pijama cuyo pelo desgreñado oculta púdicamente las arrugas perplejas de la frente, y al lavarme los dientes tengo la sensación de cepillar mandíbulas de museo, con colmillos mal encajados en las encías polvorientas. Pero a veces, ciertos sábados que el sol oblicuo alegra con no sé qué promesas, aún me descubro en la sonrisa un reflejo de infancia, e imagino, enjabonándome las axilas, que se me despertarán remeras entre el musgo de los pelos, y saldré por la ventana con una levedad fácil de barco, camino de la India del café.
Como en la tarde del 22 de junio de 1971, en Chiúme, en la que me llamaron por radio para anunciarme desde Gago Coutinho, letra a letra, el nacimiento de mi hija, nieve, india, ñandú, alfa, paredes forradas con fotografías de mujeres desnudas para la masturbación de la siesta, mamas enormes que comenzaron de repente a avanzar y retroceder, sujeté con fuerza el respaldo de la silla del cabo de transmisiones y pensé Me dará un patatús y estaré jodido.
Chiúme era el último culo del mundo del Este, el más distante de la sede del batallón y el más aislado y miserable: los soldados dormían en tiendas cónicas en la arena, compartiendo con los ratones la penumbra nauseabunda que la lona segregaba como una fruta pocha, los sargentos se apiñaban en la casa en ruinas de un antiguo comercio, cuando antes de la guerra los cazadores de cocodrilos pasaban por allí camino del río, y yo compartía con el capitán una habitación del edificio de la jefatura, a través de cuyo techo agujereado los murciélagos revoloteaban sobre nuestras camas en espirales tambaleantes de paraguas rasgados. Sesenta personas encerradas en el barracón comían en latas oxidadas los restos de comida del cuartel, mujeres acuclilladas sonreían ante los soldados con la risa vacía de las efigies de las jarras de cerámica, a las que las bocas sin incisivos otorgaban una profundidad inesperada, y el soba, el reyezuelo septuagenario en harapos que reinaba sobre un pueblo cóncavo de hambre, me recordaba a una vieja amiga aristocrática de mi madre que vivía con los perros y las hijas en un piso desprovisto de muebles, con las huellas rectangulares de los cuadros en las paredes desiertas y la falta de las soperas señalada por una ausencia de polvo en los estantes de los armarios. Un enjambre de acreedores impacientes, panadero, lechero, abacero, carnicero, etc., se agitaba a su alrededor blandiendo amenazadoramente facturas sin pagar, las criadas exigían a gritos los sueldos atrasados, antiguos luchadores de feria, con el mono puesto, destrozados por la erosión marina del aguardiente, empujaban por las escaleras, camino de la casa de empeño, el piano de cola que soltaba de vez en cuando el gruñido de protesta de un la desafinado. Y majestuosamente ajena a los acreedores, a las criadas, a la quejumbrosa partida del piano, a los perros que orinaban en la alfombra con una medieval falta de ceremonia, la amiga, instalada en un sofá cuyos muelles atravesaban el terciopelo como las clavículas de las mulas viejas el cuero gastado de su lomo, mantenía la postura soberbia de las princesas exiliadas, para quienes los relojes andan hacia atrás, marcando horas que ya fueron.
Como ella, el soba vivía en un pasado de muchas mujeres y mucha labranza, en la época en la que su gente, de Ninda a Kwando, plantaba en el bosque la mandioca que los dakotas ahora quemaban en su intento de dificultar el avance de los guerrilleros que desde Zambia se dirigían a la altiplanicie de Huambo, con el objetivo de cercar poco a poco las ciudades del sur: sentado en la precaria silla de brazos, que yo había llevado de la enfermería para agasajarlo, y cuyo esmalte blanco centelleaba diamantes de trono con el último sol, el luchaze, distraído de los gavilanes que codiciaban sus polluelos en elipses de gula, paseaba al azar por la planicie una mirada de santa Helena, que la memoria de glorias suntuosas petrificaba. La guerra lo había reducido al oficio insólito de costurera del cuartel, del mismo modo que los condes rusos conducían taxis en las novelas de Ohnet, e instalaba por la tarde, frente a la choza, una máquina de coser antiquísima que se parecía a los barcos con ruedas del Mississippi, en la cual remendaba los pantalones rasgados del ejército con los gestos teatrales de un ilusionista poco convencido de la eficacia de sus dones, del mismo modo que yo pienso que mi mano, acariciando insistentemente su mano inmóvil, no conseguirá más que una rápida noche sin ternura.
El trabajo de los otros, que me proporciona la confortable situación de espectador sin responsabilidad, me fascina: de pequeño me quedaba horas maravilladas en el taller del zapatero vecino, cubículo sobre el que se cernía una sombra fresca de parral, frecuentado por ciegos del Greco que, con bastón rayado entre las rodillas, conversaban con el bulto desenfocado que clavaba la suela al fondo, detrás de una muralla de botas, eructando el vaho insecticida del tinto. Los peluqueros de los drugstores, diseñando alrededor de nucas obedientes bailes de ademanes que se evaporan, me llevan a pegar la nariz en las cortinas con una inmensa avidez de pasmo. El movimiento de las agujas de tejer de mi madre, segregando camisetas en medio de un tintinear de floretes domésticos, posee para mí el encanto inagotable del fuego en la chimenea o del mar, cuya monotonía siempre diversa me hipnotiza. Y después de algunos meses de guerra, que señalaba trazando cruces rabiosas en todos los calendarios a mi alcance, después de la pierna de Ferreira y de la muerte del cabo Paulo, profesor de primaria que todas las noches, oblicuo de vino, pronunciaba a gritos, frente al comedor de oficiales, discursos prolijos acerca de las ecuaciones de segundo grado, rodeado por una jauría de perros ignorantes ladrando furibundos en la oscuridad, ocupaba los atardeceres asistiendo a los arranques exhaustos de la máquina de coser del soba, cuyos codos agudos de bielas se asemejaban a los de un corredor de fondo al término de una prueba excesiva. Cuando me llamaron por radio, el aparato acababa de calarse en la deglución de la camisa de un alférez, tosía hilos, botones y pedazos de tejido por diversos orificios oxidados, y el soba, con las manos en la cabeza, afligidísimo, saltaba alrededor de aquella jerigonza venerable como Buster Keaton en torno a sus invenciones catastróficas.
Espere un instante, déjeme llenar el vaso. ¿Quiere chupar la rodaja de naranja y escupirla después en el cenicero, idéntica a una loncha sin brillo y seca por el sol de octubre, chupar la naranja, con los ojos bajos, para ahorrarse a sí misma el espectáculo irrisorio de mi emoción, emoción de borracho, a las dos de la mañana, cuando los cuerpos comienzan a deslizarse como limpiaparabrisas, el bar es un Titanic que naufraga y las bocas calladas entonan himnos sin sonido, abriéndose y cerrándose a la manera de los labios tumefactos de los peces? Hay algo, no sé si me entiende, de galeón español sumergido en esta sala, poblado de los cadáveres a la deriva de la tripulación que una claridad sublunar diagonalmente ilumina, cadáveres que flotan sin adherirse a las sillas, entre dos aguas, ondulando los brazos sin huesos en una lentitud de limos. Hasta los camareros se vuelven lentos, soñolientos, criando raíces en el mostrador como corales estupefactos que el barman estimula a veces al darles a oler el frasco de sales de un aguardiente de pera, salvándolos así de un coma vegetal. Y aquí estamos nosotros, ahogados también, frunciendo de vez en cuando las veneras de los párpados, pulpos de acuario burbujeando palabras que la música de fondo disuelve en un murmullo en sordina de marea, usted escuchándome con la tranquila paciencia de las estatuas (¿qué lengua hablarían las estatuas, si hablasen, qué frases se susurran por la noche en el silencio hueco, de sarcófago con escupideras, de los museos?), usted escuchándome, decía, y yo hablándole de la llamada por radio para oír desde Gago Coutinho, palabra a palabra, la noticia del nacimiento de mi hija, agarrado al respaldo de la silla del cabo de transmisiones y pensando Me dará un patatús y estaré jodido.
Yo me había casado, ¿sabe?, cuatro meses antes de embarcar, en agosto, una tarde de sol de la que guardo un recuerdo confuso y ardiente, a la que el sonido del órgano, las flores en los altares y las lágrimas de la familia le daban un no sé qué de película de Buñuel enternecida y suave, después de breves encuentros de fin de semana en los que hacíamos el amor con una urgencia furiosa, inventando una desesperada ternura en la que se adivinaba la angustia de la separación próxima, y nos despedimos bajo la lluvia, en el muelle, con los ojos secos, encadenados el uno al otro por un abrazo de huérfanos. Y ahora, a diez mil kilómetros de mí, mi hija, manzana de mi esperma, a cuyo crecimiento de topo bajo la piel del vientre yo no había asistido, irrumpía de golpe en el cubículo de las transmisiones, traída por la cigüeña de la vocecita nítida del furriel de Gago Coutinho, explicando, alfa, barro, radio, alfa, zona, omega, salud, los abrazos del batallón.
Mille baisers pour ma fille et ma chère petite maman: mi abuela me mostró un día un pedazo de papel frágil como hoja de herbario, telegrama en el que el abuelo, en la guerra de Francia, respondía al parto de mi madre, y me acordé, mirando una fotografía donde una niña y un perro se lamían mutuamente el espacio entre los muslos, de un hombrecito callado, de pelo canoso y con audífono, sentado en el balcón de la casa de Nelas mirando la sierra, me acordé de los atardeceres en la Beira, en septiembre, en la época distante en la que la familia se reunía a mi alrededor y alrededor de mis hermanos en una especie de retablo enternecido y protector, me acordé de la sonrisa de mi madre, a quien tan pocas veces vi sonreír después, y de la rama de enredadera que todas las noches golpeaba contra la ventana, llamándonos a misteriosas proezas de Peter Pan. Y ahora, apoyado en la alambrada, solo, para que no me viesen las lágrimas, apoyado en la alambrada de Chiúme y observando la ladera de la colina hasta la planicie y, más allá de la planicie, hasta el bosque de la muerte del Este, hasta el bosque de la muerte ralo y pálido del Este, pensaba en mi hija desconocida en una cuna de clínica, entre otras cunas de clínica que se observan a través del ojo de buey de un barco, pensaba en la hija que tanto había deseado como testimonio vivo de mí mismo con la esperanza de que, por su mediación, me redimiese un poco de mis errores, de mis defectos y de mis fallos, de los proyectos abortados y de los sueños grandilocuentes a los que no me atrevía a dar forma y sentido. Tal vez ella escribiese un día las novelas que yo tenía miedo de intentar y encontrase para ellas el color y el ritmo exactos, tal vez ella lograse con los otros la relación próxima y cálida y generosa que yo al mismo tiempo deseaba y temía, tal vez nos fuese posible un entendimiento pacientemente conquistado que de alguna manera me justificase, y que su madre, durante años, había esperado en vano. La sensiblería, ¿sabe?, sustituye con frecuencia en mí el deseo genuino de cambiar, y voy hiriendo imperturbablemente a las personas en nombre de esa especie peculiar de autoconmiseración y arrepentimiento que reviste la mayor parte de las veces la forma de un egoísmo feroz. La lucidez que me da la segunda botella de vodka es de tal modo insoportable que, si no le importa, pasamos a la claridad tamizada del coñac, que, tiñendo mi mediocridad interior del lila de una soledad acongojada, al menos parcialmente me justifica y me perdona. ¿A usted no le pasa lo mismo? ¿Nunca tuvo ganas de vomitarse a sí misma? A medida que envejezco y que la necesidad de sobrevivir se va haciendo menos urgente y aguda, me doy cuenta con mayor nitidez de que… Pero aquí está el coñac: al segundo trago, ya verá, la ansiedad comienza a cambiar de rumbo, la existencia recobra poco a poco una tonalidad agradable, recomenzamos lentamente a apreciarnos, a defendernos de nosotros mismos, a ser capaces de continuar destruyendo. Con este apósito de 90 grados en el esófago me siento libre para retomar mi narración en el punto donde la dejé hace un momento: estamos en 1971, en Chiúme, y mi hija acaba de nacer. Acaba de nacer y a esa hora las señoras del Movimiento Nacional Femenino deben de estar pensando en nosotros bajo los cascos marcianos de los secadores de la peluquería, los patriotas de la Unión Nacional piensan en nosotros comprando ropa interior negra, transparente, para sus secretarias, la Mocidade Portuguesa piensa en nosotros preparando cariñosamente héroes que nos sustituyan, los hombres de negocios piensan en nosotros al fabricar material de guerra a un precio módico, el gobierno piensa en nosotros al conceder pensiones de miseria a las mujeres de los soldados, y nosotros, desagradecidos, dianas de tanto amor, salimos de la alambrada en la que nos pudrimos para morir por perversidad a causa de una mina o una emboscada, o dejamos negligentemente sin padres a hijos que aprenden a señalar con el dedo nuestro retrato al lado del televisor, en salas de estar donde tan poco hemos estado. El alférez Eleutério, bajito y arrugado, con quien me había encontrado en la selva, en un Mercedes, cuando uno de sus hombres había perdido la pierna en una mina antipersonas y se retorcía, aún inconsciente, en la arena, posó la mano, sin hablar, en mi hombro, y fue ésa, ¿sabe?, una de las raras veces en que hasta hoy me he sentido acompañado.