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Déjeme pagar la cuenta. No, en serio, déjeme pagar la cuenta y tómeme por el joven tecnócrata ideal portugués del 79, inteligencia tipo Expresso, o sea mundana, superficial e inofensiva, cultura del estilo Cadernos Dom Quixote, o sea amplia, singular y refinada, opción política Fox-Trot, Pedras d’El-Rei y Casa da Comida, un grabado de Pomar, una escultura de Cutileiro y un gramófono en el apartamento, manteniendo una relación emancipada, sinuosa y repleta de cortocircuitos tempestuosos con una arquitecta paisajista, que, al dejar por la noche las lentillas en el cenicero, pierde con ese strip-tease de dioptrías el encanto brumoso de la mirada de las actrices americanas de Nicholas Ray, para transformarse en una desnudez sin misterio de Campo de Ourique, en busca, a tientas, en el bolso, del envase de Microginon. Todos deberíamos usar tirantes para que el alma se nos cayese un poco menos sobre los tobillos, aconsejaba Vidalie a sus amigos en un bar que mayo del 68 había dejado intacto, del mismo modo que las mareas respetan, sin que se sepa bien por qué, algunos peñascos de la playa, y tal vez así dejaríamos de tropezar con los bajos de los pantalones de nuestros proyectos maquillados, con tan mal aliento si se los mira de cerca. Hay pocas cosas en las que aún creo y a partir de las tres de la mañana el futuro se reduce a las proporciones angustiosas de un túnel en el que se entra mugiendo el dolor antiguo que no se consigue sanar, antiguo como la muerte que hace crecer dentro de nosotros, desde la infancia, su musgo pegajoso de fiebre, invitándonos a la inacción de los moribundos, pero existe también, ¿sabe?, esa claridad difusa, volátil, omnipresente, apasionada, común a los cuadros de Matisse y a las tardes de Lisboa, que como el polvo de África atraviesa las rendijas, las ventanas cerradas, los espacios blandos que separan unos botones de la camisa de otros, la pared porosa de los párpados y la textura de cristal asesinado del silencio, y no es imposible que la belleza inesperada de una joven muchacha, al cruzarse con nosotros sin vernos en el restaurante en el que la cabeza de la merluza nos mira desde el plato con órbitas de orgasmo implorante, nos provoque de repente desde su flequillo de milagro un cólico de deseo y de alegría. Es ese instante de sorpresa, esa Navidad inesperada, ese júbilo en el fondo sin motivo que posiblemente aguardamos ambos aquí, en este bar que desearíamos habitado por el padre de Huckleberry Fynn y por sus borracheras furibundas y geniales, inmóviles como camaleones a la espera de la mosca de una idea, y cambiando de color según la tonalidad del alcohol que tragamos. Como yo cambié de color cuando, al entrar por la mañana en el cuarto de baño, me topé con el oficial catangués lavándose los dientes, las encías, el paladar, la lengua, toda la cara, con mi cepillo:

Bonjour, mon lieutenant —gargarizó con una risa enorme que se le escurría, a manera de baba color rosado, por el mentón.

Había llegado días antes a Chiúme una compañía entera de negros bajitos y cabezones, con pañuelo rojo al cuello, cuyos bigotes sin retocar les daban la apariencia falsamente intelectual de los saxofonistas del Festival de Jazz de Cascais, genios de la semifusa que el menor Ben Webster excomulgaría, dirigidos por un alférez de mediana edad que se presentó como primo de Tchombé, expresándose en un francés de disco Linguaphone que girase en sentido contrario:

J’ai très bien connu Mobutu, mon lieutenant —me dijo lanzando un gargajo de desprecio de las cuevas de Altamira de sus pulmones—, il était caporal comptable à l’armée belge.

Reunidos y armados por la Pide, constituían una horda indisciplinada y petulante a la que la emisora de Zambia llamaba «los asesinos a sueldo de los colonialistas portugueses»; no hacían prisioneros y regresaban de la selva a gritos, con los bolsillos llenos de cuantas orejas pudiesen pillar, se apoderaron de las mujeres del poblado ante la desesperación resignada del soba, cada vez más perdido en la contemplación de la planicie, apoyando el codo y lo que le quedaba del alma en su máquina de coser definitivamente averiada y que comenzaba a parecerse a una ballena muerta en la playa; se encrespaban constantemente con exigencias y mohínes de huéspedes de lujo que espoleasen con amenazas la solicitud de los camareros, rechazaban tareas con una arrogancia de directores generales que se creen confundidos con el portero, y el primo de Tchombé, impávido, se regalaba con ratones asados bajo nuestros soslayos de vómito y se lavaba después los dientes satisfechos con mi cepillo, justificándose con una simplicidad desarmante:

Excusez-moi, mon lieutenant, je pensais qu’elle était à tout le monde.

—El seor pide manda más que los soldados —comprobaba el soba con una incredulidad desolada, señalando a los paisanos blancos que llegaban de tiempo en tiempo a conspirar con los catangueses en los rincones de la alambrada, individuos aviesos de una amabilidad de mal agüero, a cuyo inspector el teniente había alzado en una ocasión, en el comedor de Gago Coutinho, por el cuello, por haber tildado de cobarde a un oficial que no estaba presente:

—Váyase fuera, so cabrón.

Pero después del comando de zona los brigadieres, autoritarios, habían dado a entender que quien entrase en conflicto con los heroicos patriotas de la degeese correría algunos riesgos militares desagradables, y el teniente irrumpió en mi habitación agitado de indignación:

—Son tan cabrones los unos como los otros, doctor, y quienes estamos aquí jugándonos el pellejo somos nosotros. A ver si me consigue una enfermedad decente que estoy hasta los cojones de esta jodida guerra.

Yo estaba de paso en la sede del batallón, camino de Luanda y de las vacaciones en Lisboa, tumbado en la cama a la hora de la siesta, sintiendo como un feto el peso de los espaguetis en la barriga.

—Una enfermedad, doctor —insistía el teniente—, anemia, leucemia, reúma, cáncer, bocio, una enfermedad cualquiera, una enfermedad de mierda que me mande a la reserva: ¿qué hacemos nosotros aquí?, ¿usted ya se ha preguntado qué es lo que hacemos aquí? ¿Cree que alguien nos lo agradece? No, de verdad, coño, óigame, ¿cree que alguien nos lo agradece? Para colmo, mire qué mala pata, recibí ayer carta de mi mujer comunicándome que la criada se despidió, se marchó, se largó: no estaba allí este menda para tirarse a la muchacha y el resultado está a la vista. En mi opinión, doctor, una sirvienta que el patrón no se cepille nunca llega a tener amor por la casa. Le había comprado medias de encaje negras y bragas rojas, los colores de la Artillería, mi mujer se iba temprano al trabajo, ella me llevaba el desayuno a la cama con las medias y las bragas puestas, más buena que el pan, levantaba la sábana, miraba y decía Ay, señor teniente, qué grande la tiene hoy. Oh, doctor, cómo me gustaría que conociese a esa maravilla. ¿Y los modales? ¿Y la delicadeza? Nunca le oí ninguna palabra malsonante, siempre era: el chisme. Que su chisme esto, que su chisme lo otro, déme su chisme, señor teniente, me gusta tanto su chisme, meta su chisme en mi chismita. ¿Qué me dice, eh?

Con los ojos cerrados, con la voz enorme del teniente que resonaba en la habitación, yo pensaba: hace once meses que no veo cortinas, ni alfombras, ni copas, ni asfalto, y era como si esas cuatro ausencias fuesen la base elemental de cualquier clase de felicidad, hace once meses que sólo veo muerte y angustia y sufrimiento y arrojo y miedo, hace once meses que me masturbo todas las noches, como un chaval, urdiendo variaciones adolescentes en torno a las tetas de las fotografías del cubículo de transmisiones, hace once meses que no sé qué es un cuerpo junto a mi cuerpo ni el sosiego de poder dormir sin ansiedad, tengo una hija a la que no conozco, una mujer que es grito de amor ahogado en un telegrama, amigos cuyas facciones comienzo inevitablemente a olvidar, una casa amueblada sin dinero que no he visitado nunca, tengo veinte y pocos años, estoy en la mitad de mi vida y todo me parece suspendido a mi alrededor como las personas con gestos congelados que posaban para las fotos antiguas.

—Mañana salgo en un bimotor hacia Luanda. ¿Quiere que le deje un recado a la criada de su parte?

Y de nuevo la bahía, las palmeras, las blancas zancudas, los cafés de militares, los hombres con carteras gastadas que cambiaban dinero al veinte por ciento en las terrazas, el juego de caderas de las mulatas, los limpiabotas, los tullidos, la indescriptible miseria de las chabolas, las putas del Bairro Marçal iluminadas al bies por los faros de los jeeps, los tipos de las plantaciones de café en los cabarés de la Isla, palpando a bailarinas decrépitas con órbitas saltonas de sapos, ciudad colonial pretenciosa y sucia que nunca me ha gustado, densa de humedad y de calor, detesto tus calles sin destino, tu Atlántico domesticado de colada, el sudor de tus sobacos, el mal gusto estridente de tu lujo. No te pertenezco ni me perteneces, todo en ti me repugna, me niego a que éste sea mi país, yo que soy hombre de tantas sangres mezcladas por un extraño azar de abuelos de todas partes, suizos, alemanes, brasileños, italianos, mi tierra son ochenta y nueve mil kilómetros cuadrados con centro en Benfica en la cama negra de mis padres, mi tierra es donde el mariscal Saldanha señala con el dedo y el Tajo desagua, obediente, a su orden, son los pianos de las tías y el espectro de Chopin flotando por la tarde en el aire enrarecido por el aliento de las visitas, mi país, Ruy Belo, es lo que el mar no quiere.

Aves blancas, traineras que salían de pesca al comenzar la noche. La azafata que me había indicado mi asiento en el avión apareció de repente para entregarme un papelito doblado mientras yo me debatía con el incordio del cinturón:

—Usted tiene ojos azules. Venga a verme cuando vuelva.