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No llega la mañana, nunca va a llegar, es inútil esperar que los tejados palidezcan, que una lividez helada aclare trémulamente los estores, que pequeños racimos de personas transidas, arrancadas brutalmente al útero del sueño, se agrupen en las paradas del autobús camino de un trabajo sin placer: nos encontramos condenados, usted y yo, a una noche sin fin, espesa, densa, desesperante, desprovista de refugios y salidas, un laberinto de angustia que el whisky ilumina al bies con su claridad turbia, sujetando los vasos vacíos en la mano como los peregrinos de Fátima sus velas apagadas, sentados uno al lado del otro en el sofá, huecos de frases, de sentimientos, de vida, sonriéndonos el uno al otro con muecas de perros de porcelana en la repisa de una sala, con los ojos exhaustos por semanas y semanas de aterradoras vigilias. ¿Se ha fijado en cómo el silencio de las cuatro infunde en nosotros la misma especie de inquietud que habita los árboles antes de la llegada del viento, un estremecimiento de hojas de cabellos, un temblor de troncos de intestinos, la agitación de raíces de los pies que se cruzan y descruzan sin motivo? Pues bien, en el fondo aguardamos lo que no ocurrirá, la ansiedad que nos acelera las venas pedalea en nosotros en vano como las bicicletas fijas de los gimnasios, porque esta noche, ¿se da cuenta?, es una bodega a la deriva, un enorme armario del que se ha perdido la llave, un acuario sin peces naufragado en una ausencia de piedras, y sólo recorrido por las sombras en el agua de un desasosiego informe: nos quedaremos aquí escuchando el motor del frigorífico, única compañía viva en estas tinieblas, cuya lámpara blanca enciende en los azulejos fosforescencias de iglú, hasta que construyan otros edificios sobre este edificio, otras calles sobre esta calle, hasta que rostros indiferentes se sobrepongan a la amabilidad rápida de los vecinos, el portero adquiera las barbas majestuosas y blanquecinas de un loco de aldea, y los arqueólogos del futuro encuentren nuestros cuerpos plasmados en actitudes de espera, idénticos a las figuras de terracota de los túmulos etruscos, aguardando, con el whisky en la mano, la claridad de una aurora atómica.
Mientras tanto, y si está de acuerdo, tal vez podamos intentar hacer el amor, o sea esa especie de gimnasia pagana que nos deja en el cuerpo, después de acabado el ejercicio, un gusto sudoroso de tristeza en el revoltijo de las sábanas: la cama no chirría, es improbable que la cisterna del piso de arriba vomite a esta hora el contenido fangoso de su estómago, perturbando las caricias sin ternura que son como el motor de arranque del deseo, ninguno de nosotros siente por el otro más que una complicidad de tuberculosos en un sanatorio, hecha de la melancólica tristeza de un destino común; ya hemos vivido demasiado para correr el riesgo idiota de enamorarnos, de sentir vibrar en los intestinos y en el alma exaltaciones de aventura, de demorarnos varias tardes seguidas frente a una puerta cerrada, con un ramo de flores en ristre, ridículos y enternecedores, tragando salivas acongojadas de José Matias. El tiempo nos ha traído la sabiduría de la incredulidad y del cinismo, hemos perdido la franca simplicidad de la juventud con el segundo intento de suicidio, en el que despertamos en un banco de hospital bajo el ojo celeste de un san Pedro con estetoscopio, y desconfiamos tanto de la humanidad como de nosotros mismos porque conocemos el egoísmo agrio de nuestro carácter oculto bajo las engañadoras apariencias de un barniz generoso. No es que no crea en usted, no creo en mí, en mi repugnancia a darme, en mi pánico de que me quieran, en mi inexplicable necesidad de destruir los fugaces instantes agradables de lo cotidiano, triturándolos con acidez e ironía hasta transformarlos en el Cerelac de la chata amargura habitual. ¿Qué sería de nosotros, no cree, si fuésemos, de hecho, felices? ¿Ha pensado en cómo eso nos dejaría perplejos, desarmados, mirando ansiosamente alrededor en busca de una desgracia reconfortante, así como los niños buscan las sonrisas de la familia en una fiesta de colegio? ¿Ha visto por casualidad cómo nos asustamos si alguien, genuinamente, sin segundas intenciones, se nos entrega, cómo no soportamos un afecto sincero, incondicional, sin exigir nada a cambio? A ésos, a los Camilo Torres, los Guevara, los Allende, nos apresuramos a matarlos porque su combativo amor nos molesta, los buscamos, con la bazuca al hombro, rabiosos, en las selvas de Bolivia, bombardeamos sus palacios, colocamos en su lugar sujetos crueles y viscosos, más parecidos a nosotros, cuyos bigotes no nos hacen subir por el esófago reflujos verdes de remordimiento. De forma que las relaciones sexuales constituyen entre nosotros, ¿sabe?, una violación blanda, una apresurada exhibición de odio sin júbilo, la derrota mojada de dos cuerpos exhaustos en el colchón, a la espera de reencontrar el aliento que se les escapa para comprobar las horas en el reloj de pulsera en la mesilla, vestirse sin una palabra, examinar rápidamente en el espejo del cuarto de baño el maquillaje y el cabello, y marchar, a cubierto de la noche, aún húmedos del otro, camino de la soledad de sus casas. Los que viven juntos, por otra parte, y comparten de mala gana el edredón y el dentífrico, padecen, a fin de cuentas, un aislamiento semejante; ¡ah, las comidas frente a frente, en silencio, llenas de un rencor que se palpa en el aire como el agua de colonia de las viudas! ¡Las veladas junto al televisor acariciando proyectos vengativos de asesinato conyugal, el cuchillo del pescado, el jarrón de la China, un oportuno empujón por la ventana! ¡Los sueños minuciosamente detallados del infarto de miocardio del marido o de la trombosis de la mujer, el dolor en el pecho, la boca torcida, las palabras infantiles babeadas a duras penas en la almohada de la clínica! Poseemos, por lo menos, la ventaja, ¿sabe?, de dormir solos, sin una pierna ajena que explore las zonas frescas de la sábana que por derecho geográfico nos corresponden, pero nos falta simultáneamente alguien a quien podamos culpar de nuestro hondo descontento con nosotros mismos, un blanco fácil para nuestros insultos, una víctima, en suma, de nuestra mediocridad despechada. Usted y yo, gracias a Dios, no corremos ese riesgo, somos como dos yudokas que se temen lo suficiente para no herirse, e inventan, como mucho, falsos golpes inofensivos que se detienen a mitad del trayecto, a la manera de tentáculos de repente inertes que desisten: si yo le dijese que la quiero, usted me respondería, en el tono más serio de este mundo, que desde los dieciocho años no sentía por un hombre un entusiasmo así, que algo diferente y extraño la perturbaba, que le apetecía con una fuerza de novillo no separarse nunca más de mí, y acabaríamos riéndonos, dentro de los vasos respectivos, de la inocua inocencia de nuestras mentiras. Pero suponga que nos habíamos quitado, por unos minutos, el chaleco antibalas de una maldad sabida, y éramos, por ejemplo, sinceros. Que al acariciarle la mano yo tocaba, más allá de sus dedos de ahora, que comienzan a envejecer bajo los anillos, la muñeca estrecha de una chica vulnerable y frágil, mascando chicles a la sombra del desdeñoso retrato trágico de James Dean, arcángel rubio cuyo breve trayecto de cometa terminó abruptamente en un montón humeante de chatarra. Que sus senos se endurecían de deseo verdadero, un extraño escalofrío le separaba los muslos, el vientre se llenaba de un hambre inexplicable y vehemente de mí. Qué disgusto, ¿no? Los celos, las necesidades exclusivas, el tormento funesto de la añoranza. Tranquila, ya es tarde, será siempre tarde para nosotros, el exceso de lucidez nos impide los estúpidos y calurosos impulsos de la pasión, mi pelo ralo y sus patas de gallo, imposibles de disimular bajo la delicadeza de la sonrisa, nos defienden del entusiasmo de estar vivos, del sueño sin malicia, del puro contento sin mancha de creer en los otros.
Nos encontramos en condiciones, por tanto, de hacer en la cama del fondo un amor tan insulso como la merluza congelada del restaurante, cuya única órbita nos lanza agonías vítreas de octogenario entre los verdes desvaídos de las lechugas. Su boca posee el gusto sin gusto de los bizcochos antiguos envueltos en el azúcar del carmín, mi lengua es un pedazo de esponja enrollada en los dientes, hinchada por la espuma aceitosa de la saliva. Nos uniremos, ¿se da cuenta?, como dos monstruos terciarios, erizados de cartílagos y de huesos, balando gruñidos onomatopéyicos de lagartijas inmensas, mientras allí fuera los senderos del norte, destruidos por las lluvias, sustituyen la faja de cristal negro del río, burbujeante de luces, y yo salto y me balanceo al lado del conductor de la camioneta, protegido por una escolta que hace ruido atrás en su asiento de madera, camino de Dala-Samba, con la caja de las vacunas del cólera temblando entre las rodillas.
De vez en cuando, me sentía pudrir en exceso por la inercia de la alambrada, frente a los murciélagos de los mangos y al bingo del administrador, observando por la noche las órbitas minerales de las salamanquesas del techo, que engullían mariposas en comuniones instantáneas, abrumado de monotonía e impaciencia, cuando el King de los oficiales se me figuraba un ritual absurdo que adquiría poco a poco las tenebrosas características de una ceremonia sangrienta («Ocho o nulos y te parto la cabeza si me los llegas a dar»), cuando después de masturbarme permanecía despierto y sin sueño, mirando por la ventana las tormentas de Cambo y pensando en tus muslos en Lisboa, en la fricción leve de las medias al cruzarte de piernas, en el vello acariciado a contrapelo, en el triángulo, que sabía a ostras, escondido tras el encaje de las bragas, cuando los perros ladraban por el lado de la cocina gemidos casi humanos de niños con hambre, cuando mi hija comenzaba a dar de silla en silla pasos vacilantes y aplicados de motor a cuerda, cuando el tiempo se inmovilizaba en el pozo de los calendarios con porfías de piedra con raíces y las tardes se demoraban meses y meses en siestas extenuadas, salía hacia Dala-Samba a lo largo de Baixa do Cassanje, a visitar los cementerios de los reyes jingas en lo alto de las colinas desnudas, rodeados de grupos de palmeras que el viento del norte inclinaba. Y estaba el túmulo de Zé do Telhado en Dala, cerca de los dos o tres comercios polvorientos de la población abandonada, viejos colonos casi miserables a los que el paludismo verdeaba, cabras con perillas de escultor alrededor del silencio de las chozas, el enfermero del hospital de Cambo en su bata inmaculada, expresándose en un portugués relamido de condesa. Dormíamos en las camas de hierro blanco de las parturientas, entre armarios de instrumentos quirúrgicos y mesas ginecológicas, cuando despertábamos el temporal de la víspera había lavado la mañana, bruñéndole sus brillos y sus colores, y al dirigirnos hacia los coches me sentía ingresar en el primer día de la creación, antes de la división de las aguas, y era como si flotase, con botas del ejército que se balanceaban, en la claridad irreal de las fotografías antiguas, donde el yodo diluye las expresiones y los contornos en una mancha solar que nos ahoga.
Si usted conociese las madrugadas de África en Baixa do Cassanje, el olor vigoroso de la tierra o de la hierba, el perfil borroso de los árboles, el algodón abierto hasta el horizonte con una pureza de nieve amortajada, tal vez nos fuese posible regresar al principio, a las réplicas aún tímidas del whisky inicial, a la sonrisa que pide y al soslayo que consiente, y construir a partir de eso la complicidad sin aristas de los amantes, que matan en tres lances la desconfianza y el recelo, y roncan a dos voces en las pensiones de la Avenida, saciados y satisfechos. Pero el polvo de greda de Marruecos, a juzgar por la profusión de sus collares, es el ecuador del que es capaz, y un barrio de casas sucias y de hombres acuclillados, especie de Algarve invadido por gitanos endilgando alfombras de Arraiolos y pulseras de latón con un parloteo nauseabundo, su visión del paraíso. Lejos de la filigrana manuelina de los Jerónimos, una suerte de vulgar Reboleira de los Descubrimientos, y de las playas de la Costa da Caparica en la que las personas se multiplican milagrosamente a la manera de hormigas en un pastel de arroz, el desarraigo le hace arrugarse y descaecer como un cactus en el polo. Los túneles del metro constituyen en el fondo sus tripas verdaderas, recorridas como excrementos por vagones, y las radiografías de la Praça do Chile, el negativo, en pequeño, de su alma. Lo que en cierto modo irremediablemente nos separa es que usted leyó en los periódicos los nombres de los militares difuntos, y yo compartí con ellos la macedonia de frutas de la ración de combate y vi cómo soldaban sus ataúdes en el almacén de la compañía, entre cajas de municiones y cascos oxidados. El cabo Pereira, por ejemplo, antes de que le estallase la cabeza en la carretera de Chiquita, aparecía goteando su blenorragia en el puesto de socorro, mostrando la polla blanda como una vela de estearina, de la que brotaba la gota ardiente de una leche inflamada. El panadero compuso un poema autobiográfico que tardaba dos horas en recitar y me hizo dormir de agotamiento sobre el plato del almuerzo. El teniente me exaltaba los méritos de la criada con un éxtasis de milagro. El comandante buscaba los senos blandos como uvas de las adolescentes, removiéndoles las telas de los vestidos. Un capitán en la cuarta comisión se disolvía como un Drácula en la aurora, con las facciones descompuestas en el barro pálido de los cadáveres. Y yo conversaba de barracón en barracón con la gravedad de los sobas, acuclillado en los asientos de piel de cabrito destinados a los visitantes de calidad, distribuía quinina por extensas colas de paludismos trémulos, drenaba abscesos, desinfectaba heridas, fumaba marihuana en medio de la fiebre de los batuques, cuando unos hombres desorbitados se arrodillaban vibrantes frente a los corazones aterrorizados de los tambores. Los blancos de la selva, aislados y sin medios en las haciendas sin explotar, se acostaban con el arma en la cabecera junto a las amantes negras, obedientes y mudas como la sombra oblicua de una aparición. La hierba tragaba a los tractores averiados con un hambre de mil bocas vegetales victoriosas, devoraba las casas, saltaba las vallas, destruía las cruces anónimas de las tumbas desparramadas al azar a la orilla de los senderos. Un día, un hombre rubio apareció en el cuartel a bordo de una camioneta arruinada, desembarcó con una maleta con paramentos de cura en la mano y se presentó ante los oficiales:
—Soy vasco y amigo íntimo del cabrón de Francisco Franco.
Oiga: en Gago Coutinho había una misión abandonada, un viejo edificio con columnas protegido por la frescura de las acacias, un oasis de silencio donde los pasos resonaban como en las películas de Hitchcock. Por la tarde, el teniente y yo solíamos parar el jeep en la cerca de rejas oxidadas, quitar el asiento trasero, instalarnos junto a un árbol bajo el sosiego denso de los pájaros, un silencio grande y bueno de hojas altas, y fumábamos sin hablar porque las palabras se volvían de repente innecesarias como un barco en la ciudad, un acuario en el mar, un fingimiento de orgasmo durante el orgasmo, fumábamos sin hablar y una quietud de paz se deslizaba despacito por las venas reconciliándonos con nosotros, perdonándonos que estuviéramos allí, ocupantes involuntarios en un país extranjero, agentes de un fascismo provinciano que a sí mismo se minaba y corroía, en el lento ácido de una triste estupidez de presbiterio.
—Soy vasco y amigo íntimo del cabrón de Francisco Franco.
En Dala-Samba, el administrador vivía solo con su mujer y sus hijos en una casa vacía, desde cuyo balcón se avistaba la increíble extensión azul de Cassanje y la frontera del Congo, allí abajo, en el río de los diamantes, brotando escamas de luz en las piedras sin aristas. Los hijos se retorcían por las lombrices en el balcón. La mujer hacía ganchillo varias semanas seguidas, en zapatillas, tapetes ovales en los que se presentían Campos de Ourique perdidos, con su constelación de merceras mañosas en torno a la iglesia del Santo Condestable, gótico estilo Manos de Hada para bodas de tecnócratas. El farol a petróleo iluminaba una cena de De la Tour, donde los rostros se asemejaban a manzanas atentas recortadas en un fondo tambaleante de tinieblas, y el barracón vecino, vuelto hacia el interior de sí mismo como un filósofo que medita, retrocedía en la oscuridad con sus fogatas dispersas y sus siluetas acuclilladas, asando los grillos de la cena que agitaban las patas.
—Soy vasco…
Jódase, también he venido aquí porque me echaron de mi país a bordo de un barco lleno de soldados desde la bodega al puente y me aprisionaron en tres vueltas de alambre rodeadas de minas y de guerra, me redujeron a los balones de oxígeno de las cartas de la familia y de las fotografías de mi hija, Angola era un rectángulo rosado en el mapa de la educación primaria, monjas negras sonriendo en el calendario de las Misiones, mujeres con argollas en la nariz, Mouzinho de Albuquerque e hipopótamos, el heroísmo de la Mocidade Portuguesa marcando el paso, bajo la lluvia de abril, en el patio del instituto. Un amigo negro de la facultad me llevó un día a su habitación en el Arco do Cego, y me mostró el retrato de una vieja esquelética, en cuyo rostro se adivinaban generaciones y generaciones de petrificada revuelta:
—Es nuestro Guernica. Quería que lo vieses antes de marcharme porque me han llamado del ejército y me fugo mañana a Tanzania.
Y sólo comprendí eso cuando vi a los prisioneros en el cuartel de la Pide, la resignada espera de sus gestos, las barrigas gigantescas por el hambre de los niños, la ausencia de lágrimas en el pavor de los ojos. Es necesario que sepa, escuche, que en el medio en el que nací la definición de negro era «ser amoroso en miniatura», como quien se refiere a perros o a caballos, a animales extraños y peligrosos parecidos a personas, que en la oscuridad del barracón San Antonio me gritaban
—Vete a tu tierra, portugués
cagándose en mis vacunas y en mis medicinas y deseando intensamente que me rompiese los cuernos en el sendero porque no era con ellos con quien yo trataba sino con la mano de obra barata de los hacendados, diecisiete escudos por un día de trabajo, diez céntimos por cada saco de algodón, con quien yo trataba a través de ellos era con el blanco de Malanje o de Luanda, el blanco al sol en la Isla, el blanco de Alvalade, el blanco del Club Ferroviario que se negaba desdeñosamente a conversar con los soldados
—No nos hacéis falta para nada
de manera que ese Guernica se transformó poco a poco en mi Guernica del mismo modo que me volví vasco y amigo íntimo del cabrón de Francisco Franco y guardé las vacunas y las medicinas en la caja y volví a la alambrada y a los mangos de Marimba, llegué al puesto de socorro, cerré la puerta, me instalé frente al escritorio, y me sentí de repente, no sé si me entiende, acorralado como un animal.