23

MIGUEL miró de reojo al que había resultado ser uno de los hombres implicados en la recogida de sus libros. Esperó a que el hombre se adelantara y entrara en la villa, y atravesó la muralla de Valmaseda mucho detrás de él.

La noche anterior, mientras él discutía con Elena, el Chato había aparecido y había descubierto a los animales y los ejemplares en sus alforjas y le había pedido explicaciones; por los que Miguel transportaba y por los que faltaban. Fue el propio Miguel el que le informó de la parte que estaba oculta en la iglesia. Le había contado que aquella misma mañana había mandado a «alguien» con una parte del pedido; que él había salido horas después con otra parte de los volúmenes y que aún faltaban por llegar otros pocos. Con respecto a por qué Pedro no había llegado no supo qué decir y salió del paso como pudo. El Chato nada dijo, sin embargo, le pareció que no le creía.

No le había hecho más preguntas ni él le había dado más detalles. El hombre se había limitado a mascullar un «de eso ya os pedirá cuentas quien tenga que hacerlo» y había zanjado la conversación.

No habían parado mucho tiempo en el templo de Güeñes. El Chato le había urgido a coger la mula y a seguirle cuanto antes. Miguel había estado a punto de negarse; no quería dejar sola a Elena. Pero al ver la mirada del hombre se había convencido de que sería mejor terminar con aquel asunto cuanto antes y no mencionar la presencia de Elena, así que hizo lo que le indicaba.

Tardaron en llegar; el lugar estaba bastante lejos de allí. En la trasera de un caserío, oculta de miradas ajenas, había una chabola. Allí apilaron los libros de las alforjas y transportaron el resto de los volúmenes de la iglesia.

Hicieron tres viajes por los libros. Miguel no salió a buscarla. Por miedo ante lo que le podría suceder si el hombre se enteraba de que había más personas que sabían de su existencia y porque estaba enfadado con ella, indignado por su insensatez. En parte había querido castigarla. Le había dicho que le esperara sin moverse, pero cuando rechazó la sugerencia del Chato de que se quedara a dormir en la caseta y regresó, ella ya no estaba. Casi se volvió loco. Empezó a llamarla en alto y a rebuscar detrás de los montones de piedras y arena por si se hubiera recostado en uno de ellos. Pero no la encontró. No podía ni pensarlo. ¿Cómo había podido marcharse y dejarla sola en medio de la noche? ¡Oh, Dios! ¿Cómo había podido hacerlo? Abandonarla. A ella, a la mujer que le quitaba el aliento, que le aceleraba el corazón, a su compañera de trabajo, a la guardiana de sus secretos. A la mujer de su vida. Se había comportado como un insensato, «como un canalla».

Ni recordaba las veces que había revisado el templo, el tiempo que había estado recorriendo los campos aledaños y escudriñando por los arbustos. Hasta que, convencido de que no la encontraría, cayó exhausto. Llegó el momento de levantarse y Miguel aún no había conseguido cerrar los ojos. Cada vez que lo hacía, cuando el sosiego de la noche apelaba a su cansancio, la imagen de Elena plantada ante la iglesia con cara de pesadumbre volvía a él y la sensación de pérdida le golpeaba con fuerza.

No había amanecido cuando los obreros comenzaron a llegar a la iglesia. Había sido uno de ellos, uno que tenía un cercado con vacas no demasiado lejos de allí el que le dijo que la noche anterior, mientras atendía a un animal enfermo, había visto pasar un carro con dos mujeres y un chico en dirección a Valmaseda. El hombre no fue capaz de confirmar si en vez de un chico eran dos, pero Miguel se aferró a la esperanza de que Elena y Juana por fin hubieran encontrado a Sancho y a Gonzalo y cogió el Camino Real a toda prisa.

Había decidido no entrar en Valmaseda. Quería llegar a Villasana cuanto antes y confirmar que su hermana, su sobrino y la mujer que amaba y su hijo estaban a salvo. Pero llegó a las puertas de Valmaseda sin encontrar ni rastro de su ayudante ni de los libros que faltaban. No le quedó más remedio que entrar e intentar enterarse de si había sido visto por alguien, de si se había parado ayer en alguna de las tabernas.

La ciudad estaba tranquila, el servicio religioso ya había finalizado y los ciudadanos desaparecían dentro de sus casas.

El sol estaba alto. «El mediodía debe de estar al caer», se dijo Miguel. Mejor, así habría menos gente en las calles y menores las posibilidades de encontrarse con algún conocido.

La taberna estaba casi vacía. Únicamente estaban ocupadas dos de las mesas. Junto a la salida a la cuadra, un grupo de arrieros daba cuenta de unas gachas humeantes con un aspecto horrible y de su respectiva jarra de vino. De vez en cuando, los rebuznos de una de las mulas de la reata llegaban hasta ellos y las tres cabezas se volvían hacia allí. La otra mesa ocupada se encontraba al fondo de la taberna. A pesar de la oscuridad del lugar, Miguel descubrió al tabernero. Hablaba muy acaloradamente con otro hombre.

Ni rastro de Pedro. Estuvo a punto de marcharse, pero el cansancio y el ruido del estómago le pesaron de repente más que sus preocupaciones. Se dejó caer en el banco y apoyó la espalda en el frío muro. Cruzó las manos sobre el tablero y se dispuso a esperar a que el mesonero terminara la «charla» con el hombre y le atendiera.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —le preguntó una voz poco amable un rato después.

Miguel abrió los ojos, que ni siquiera recordaba haber cerrado, y miró al tabernero. No era el mismo que le había atendido la otra vez. Este era mucho más joven que aquel. Debía de ser el hijo ausente, su contacto desaparecido.

—«Solo» quiero un plato caliente —dijo él, con intención de dejar patente que lo último que esperaba era tratar otro tema que no fuera el de su propio sustento—, pero que no sea eso que han comido esos hombres —dijo mientras miraba cómo los arrieros, que debían de haber terminado aquellas apestosas gachas, se levantaban y salían por la puerta de la cuadra.

El tabernero lo miró con gesto de no creer que aquella fuera su única intención, pero por fortuna, debió de convencerse de que sí porque se marchó.

—Sopas en leche —le anunció el tabernero cuando colocó el cuenco delante de él de malos modos. Miguel apartó la vista de la calle y la posó sobre la mesa. La escudilla se bamboleó un instante y una gotas de líquido se derramaron sobre la superficie.

No respondió a la provocación; se limitó a coger la cuchara de madera que había dentro del plato y tomar el único alimento que había comido desde hacía más de un día.

El tabernero siguió pegado a él. Tanto rato se quedó, tanto rato lo miró y tan nervioso lo puso, que Miguel no pudo contenerse.

—No vais a necesitar perseguirme para que os pague. Tengo en la bolsa suficientes monedas como para pagar esto —farfulló con la esperanza de que lo dejara en paz y se largara.

—Más os valdría que os las guardarais y desaparecierais de Valmaseda, de Vizcaya, de vuestro valle y de Castilla entera junto al traidor de vuestro ayudante.

—¿Por qué decís eso? ¿Acaso ha habido algún otro contratiempo? —Miguel contuvo las ganas de levantarse—. ¿Qué sabéis de mi ayudante?

—Nada, excepto que ayer tarde en el establo nos dejó una mula con veinte ejemplares de lo que vos ya sabéis y después se llegó hasta la casa del alcalde con demasiada ligereza.

—¿No llevó nada?

—Nada llevaba, excepto su propia figura y las manos ocultas debajo de la capa. Desapareció en el interior del zaguán.

—¿No le habrán detenido de nuevo? ¿Ha estado en esta taberna apostando lo que no tiene?

—Por aquí no se ha asomado y por lo poco que le hicieron esperar en la puerta del alcalde, creo que su juego no tiene que ver con los naipes. Por eso os advierto como lo hago. Marchaos de aquí, largaos y escondeos.

—Nada creo de lo que decís. Pedro no es como vos lo pintáis.

El hombre apoyó las manos sobre la mesa con aspecto amenazador.

—Que permitáis que arruinen vuestro negocio o hasta vuestra vida, me da igual. Pero os lo advierto, como a alguien se le escape una sola palabra sobre quién soy... —El hijo del tabernero de Valmaseda se pasó el dedo índice con rapidez por la garganta en una amenaza de lo más gráfica.

Miguel fue incapaz de apartar la vista de aquellos desafiantes ojos que lo observaban con inquina.

—Y ahora, terminad vuestra comida y marchaos de este lugar.

Miguel se levantó al tiempo que el tabernero pronunciaba la palabra «marchaos». Desde luego que no se iba a quedar en un lugar en el que «molestaba» su presencia. Además tenía muchas cosas que averiguar y confirmar que las palabras del mesonero no eran ciertas era solo la primera de ellas.

Atravesó media calle, un cantón y se encontraba delante de la casa del alcalde. Dudó si llamar, la última vez que había estado en aquella casa, la situación no había sido muy agradable. Pensó que la relación que tenía con la persona más importante de la villa por culpa de Pedro no tenía nada que ver con la que había imaginado a su llegada a la zona. Le dio rabia pensar que la siguiente conversación podría significar la animadversión del alcalde hacia su persona. Era un riesgo.

Aun así, golpeó la puerta, varias veces, para asegurarse de que alguno de los criados lo oyeran y evitar la posibilidad de salir corriendo. En efecto, no le dio tiempo a pensar de nuevo en el riesgo que corría y ya tenía al viejo y encorvado criado delante de él.

—Necesito hablar con el alcalde —dijo de corrido—. Soy el impresor de Villasana —añadió antes de que el criado le pidiera más explicaciones.

—Sé quién sois, os recuerdo de las veces anteriores. ¿Estáis seguro de que queréis hablar con mi señor?

—Completamente —dijo Miguel, aunque no lo estaba en absoluto.

Miguel empezó a notar cómo los nervios le atacaban el estómago. ¿Era imaginación suya o aquel hombre lo miraba con lástima?

—Esperad aquí.

El criado abrió la puerta que daba al zaguán y que Miguel sabía que correspondía a la sala en la que el alcalde atendía algunas veces sus obligaciones. Le extrañó que el hombre no se molestara en cerrar la puerta.

—Señor, si... —le oyó decir al criado.

—Ahora no, Damián —le ordenó una voz que Miguel no reconoció—. Esperad fuera hasta que vuestro señor os pueda atender.

Miguel no oyó la contestación del criado, pero un instante después lo tenía de vuelta a su lado. Se dispuso a marcharse de la casa cuando una muchacha, no más mayor que su sobrino Gonzalo, «como Sancho a lo sumo», que traía la cabeza cubierta y se secaba las manos en la falda llamó al criado desde el fondo del portal. Traía un mandado urgente. O al menos eso le pareció a Miguel por los cuchicheos. El criado se volvió hacia él. No dijo nada, pero lo instó a quedarse con un gesto.

Tan pronto como el hombrecillo desapareció en el interior de la casa, Miguel se aproximó a la estancia abierta.

El alcalde y el otro hombre no hablaban muy alto, pero las estancias privadas de aquella casa estaban sin duda alejadas de la parte pública. De dentro no llegaba ni un solo ruido y el silencio le permitió a Miguel seguir la conversación que estaba teniendo lugar a escasa distancia de él.

—¿Decís que han estado y no han encontrado nada?

—Solo a la cuadrilla de hombres que trabajan en la iglesia. —Miguel reconoció al alcalde como el que había dado la respuesta. La voz del otro hombre le seguía siendo completamente desconocida.

—¿Han buscado bien?

—Todo lo bien que se puede teniendo en cuenta que se trata de otro concejo.

—Para eso os firmé la carta con mi título de obispo, para que la enseñaran en caso de dificultad. Nadie puede negarse a atender las demandas de la Iglesia en su propia casa. ¿La mostraron?

«La Iglesia.» Mal asunto.

—Lo hicieron —aseguró el alcalde— y revisaron el templo todo lo a fondo que pudieron. Recordad que también era orden vuestra que se mantuviera en secreto lo que buscaban.

—¿Y el maestro?

—Tampoco ha aparecido.

—¿Creéis que ha imaginado algo y ha huido?

—Imposible —interrumpió la conversación una tercera persona. Miguel se puso en guardia mucho más de lo que ya estaba. Si no reconocía la voz de uno de ellos, sí lo hacía, desde luego, de la persona que acababa de hablar. El padre de Elena estaba de vuelta—. Es demasiado correcto para salir corriendo sin haber terminado el trabajo. Además, ¿dónde quedaría su nombre si lo hiciera? Cuanto menos en entredicho en la profesión. No, no creo que lo haga. En la taberna de aquel pueblucho donde vive se dice de todo sobre él, pero que es un cobarde, no.

—Entonces, según vos, aparecerá por la ciudad y vendrá a reclamarme de nuevo por ese ayudante suyo —comentó el alcalde con ironía.

—Lo hará.

—Si me permitís, mi señoría, yo no lo creo. No he tratado con él demasiado, sin embargo, no le considero un hombre estúpido. No vendrá.

—Vendrá —insistió el padre de Elena—. Es de los que se enfrentan a la autoridad.

Miguel imaginó que se expresaba así por la forma en la que había defendido a Elena de él. «¿Él la autoridad? ¡Maldito engreído!»

—Entonces en la iglesia no había nada —retomó el desconocido la conversación.

—Ya os he dicho que no. —El alcalde parecía molesto por que el desconocido volviera a comentar lo mismo.

—¿Qué están haciendo vuestros hombres en ese caso que no están buscándolo?

—Atendiendo a sus deberes en la villa. —Esta vez ya no le quedó duda a Miguel que si la conversación seguía la senda que llevaba, el alcalde perdería la calma y respondería al religioso de mala manera.

—Entre los que se encuentran buscar al impresor llamado Miguel Villanueva, entiendo.

Miguel dio un paso atrás y dejó de respirar. Y al mismo tiempo dio un paso adelante y volvió a respirar. Luchaba entre el miedo o la curiosidad. Ganó la segunda.

—Por más que os insisto en que el impresor no es el estúpido que creéis y que no aparecerá por aquí, no atendéis a razones.

—El que no entendéis sois vos —repuso el padre de Elena—. Vendrá. Él solito se meterá en vuestra madriguera y cuando lo haga, ¡su señoría lo detendrá! —Miguel pensó que el padre de Elena había dicho la última frase en voz muy alta, como si quisiera que alguien lo escuchara desde fuera de la estancia.

¿Y quién estaba allí fuera si no él?