9
«LO mejor de pasar el día martilleando es que el ruido de los golpes no te deja escuchar tus propios pensamientos.» Ni los gritos de los demás, tampoco.
—¡Patrón! ¡Patrón!
Se asomó por encima del alero del tejado. Era Pedro. Por fin conseguía estar a solas con él.
—Sube, necesito que me eches una mano con esto.
Pedro se lo pensó un segundo, hasta que reaccionó; desapareció de su vista para reaparecer un instante después por el otro lado del tejado.
—¿Es seguro? —preguntó nada tranquilo.
—Esa parte ya está ajustada. Acércate. Coge ahí, sujeta este madero.
Pedro hizo lo que le indicaba y apretó con todas sus fuerzas.
—Este ya está —dijo cuando la cabeza metálica se hundió en el leño.
—Agarra este ahora —le ordenó de nuevo—. Ponlo detrás de ti.
—¿Así?
Miguel terminó de clavar el madero sobre los otros y dejó el mazo a un lado. Miró por encima de la Peña. El sol ya había desaparecido por detrás de las rocas peladas de la sierra.
—Bajemos —dijo Miguel mientras se movía hacia donde estaba la escalera apoyada en la pared trasera de la casa.
—¿Para qué queríais que viniera? —preguntó su ayudante cuando posó los pies sobre la tierra.
—Ayer no pudimos hablar.
—Los chicos no se despegaron de vos —se justificó Pedro.
—Y tú desapareciste antes de que ellos se fueran —le recriminó Miguel a su vez—. ¿Cómo te fue?
Era la segunda vez que lo mandaba a visitar los pueblos del valle. La primera no había dado ningún resultado y Miguel esperaba que para esta segunda vez alguno se lo hubiera pensado.
—Les conté lo que vos me habíais dicho que dijera.
—¿Y? —no tuvo más remedio Miguel que preguntar cuando vio que su ayudante no le iba a dar más explicaciones.
—Les enseñé las muestras.
—¿Y qué dijeron?
—Unos que no les interesaba y otros que estarían encantados de conoceros y de escucharos. Tendréis que ser vos el que se acerque la próxima vez si queréis que alguno de esos campesinos os encargue algo. ¿Lo haréis?
Miguel resopló. Y él que pensaba librarse de parte del trabajo. Estaba a punto de contestar cuando les llegaron unas voces desde la puerta de la casa. Los hombres dieron la vuelta y se encontraron con Enrique.
A Pedro le faltó tiempo para preguntar si necesitaba algo más y escabullirse a todo correr cuando este le contestó que no. Miguel quería quedarse a solas con Enrique, había un asunto del que quería hablar con él sin que hubiera otras personas involucradas.
—¿Has terminado la prensa? —le preguntó antes de que Pedro hubiera desaparecido por el sendero.
—De eso vengo a hablarte. Todavía no. ¿Qué pretendes hacer con estos viejos muros? —le preguntó Enrique antes de que Miguel pudiera preguntarle la razón del retraso.
—Vivir —contestó este después de decidir que posponía la conversación sobre la imprenta que su amigo le estaba fabricando.
«Y trabajar.»
—¿Vas a abandonar el pueblo y a tu hermana?
Miguel rio ante la cara de extrañeza de su amigo.
—¿Tan raro te parece?
—Nunca he visto a nadie que rehúse la protección de las murallas de la villa. Bueno, sí, a ti y a la viuda de Sancho.
La mención de Elena provocó una opresión en el estómago de Miguel. Hacía ya varios días que no sabía de ella. Y esperaba seguir sin saber durante muchos más. Desde que el lunes se había excitado solo al imaginársela, prefería no pensar en ella. Por eso cambió de asunto.
—¿Quieres ver lo que hay dentro?
—¿A qué te crees que he venido?
—Pasa entonces —le ofreció Miguel, dándole una palmada en la espalda e instándole a entrar como si no le sucediera nada.
—Pues sí que has trabajado en este sitio.
—Ni te imaginas cómo estaba.
—Perfectamente. Recuerdo cuando os instalasteis en Villasana, pero desde que murió vuestro abuelo solo lo habéis usado de morada para las bestias. Una cuadra, eso es lo que era.
—¿Qué te parece ahora?
—Es curioso, me parece más grande, claro que yo era mucho más pequeño.
—Eso es porque he tirado el muro que estaba aquí en medio y que separaba la cuadra de la bodega.
Enrique miró alrededor, inquieto.
—A ver si se nos va a caer esto encima.
—No te preocupes. No eran más que unos ladrillos de barro. Los soportes que sujetan la estructura no se han movido —comentó mientras señalaba unos gruesos postes repartidos por toda la estancia y que se apoyaban sobre una base de piedra—. No temas, que no vas a quedar sepultado. Aquí es donde voy a instalar la imprenta que me has hecho. ¿Cómo lo ves?
—¿Y ese hueco? —preguntó Enrique cuando vio un agujero en el muro del fondo.
—Un pequeño almacén. Tengo que poner una puerta —«y encontrar la forma de disimularlo de algún modo».
—Más bien parece la madriguera de una comadreja —se rio Enrique—. ¿Qué pretendes meter por ese estrecho hueco?
—Asómate —le animó.
Su amigo dudó. Pero Miguel se arrodilló y desapareció al otro lado.
—¿No ves, hombre? ¡Pasa de una vez! —le gritó desde dentro.
Enrique se decidió a seguirle.
El lugar era más grande de lo que parecía. Grande, espacioso, ancho. Vacío. Y especial.
—¿Recuerdas por dónde escapábamos del cayado de mi abuelo cuando niños? —preguntó Miguel señalando una robusta puerta situada en el muro trasero de la casa—. La he mantenido.
—¿Para qué necesitas dos puertas? Digo yo que con una es más que suficiente.
Miguel le miró con la cara sembrada de dudas.
—¿Sí...?
—¿Qué?
—¿Eres mi amigo?
Enrique se separó de Miguel con cara de ofendido.
—¿No lo sabes? Claro que sí. ¿A qué viene eso ahora?
—Júrame que no vas a mencionar a nadie lo que voy a desvelarte.
—Por mi padre, que Dios tenga en su gloria.
—Nadie sabrá que hay otra habitación.
—No tendrán más que rodear la casa para descubrir la otra puerta.
—Nadie lo hará si tú te encargas de poner un buen montón de heno ahí fuera contra ella.
Aquella era una forma fácil de ocultar rápidamente lo que se quería esconder a ojos extraños. Así lo hacían en Logroño en la imprenta del padre de Elena y así había seguido haciéndolo él en Valladolid.
—Primero tendrás que explicarme qué diantres pretendes meter aquí dentro.
Un nuevo golpe en la espalda y Enrique sintió que la camaradería que lo unía con Miguel se acrecentaba y que la seriedad de este se volvía regocijo.
—¿Sabes guardar un secreto?
—¿Se ha enterado alguien de quién fue la idea de dejar sin manzanas los frutales del alcalde y arrojárselas a su hijo?
Enrique no tuvo que decir más. Miguel se lo contó todo.
Su hermana entró en la cocina y Miguel se apresuró a esconder debajo del jubón las páginas que su cliente le había entregado hacía más de una semana. No se había atrevido a dejarlas en la imprenta y las llevaba siempre encima. Además, tenerlas cerca le hacía sentir un hormigueo especial; una especie de euforia muy próxima a la felicidad.
Enrique le había dicho aquella misma mañana que la prensa casi estaba terminada. De nuevo se sentía impresor, de nuevo notaba aquel cosquilleo extendiéndose por la sangre y recorriéndole el cuerpo. Y el hecho de que fuera a pasar todos los días al lado de la casa de la vieja Ángela no tenía nada que ver.
Eso, al menos, era lo que se repetía.
—¿Dónde está Gonzalo? —preguntó a su hermana.
—Hace un rato que lo vi pasar y lo mandé a la imprenta a buscarte. ¿No ha estado? ¡Vaya sinvergüenza! ¡Como lo agarre lo...!
Miguel detuvo la arenga de Juana con un gesto.
—Sí, sí que ha estado, pero lo he mandado a jugar a la calle. A él y a Sancho. A los dos.
—¿Los dos juntos? Mira que me extraña porque a mí me da que no se llevan nada bien. Y no me extraña... siendo hijo de quien es. No entiendo qué haces permitiendo que el hijo de esa... mujer trabaje para ti.
—¡Juana! —le cortó Miguel—. Olvídate de los rumores que hay sobre la viuda de Sancho. Eso que cuentan de ella no es cierto. Ella es una buena mujer y él un chico excelente.
—¿Quién lo dice?
—Yo.
—¿Y qué sabrás tú?
—Probablemente yo sea la persona de la villa que más la ha tratado.
—¿Y cómo es que la has tratado?
—Su hijo trabaja conmigo, ¿no es verdad? De vez en cuando me pregunta por él.
—Ya. ¿Y dónde?
—¿Dónde qué?
—¿Dónde habláis sobre Sancho? ¿En la imprenta? Porque son raras las veces que se acerca al pueblo. En realidad, aparte de las visitas a la iglesia los domingos, no la he visto nunca.
—Bueno, pues viene —le mintió Miguel—. Y se acabó. No quiero volver a oír hablar de este tema en esta casa, así que deja los cotilleos para otros.
Su hermana frunció el ceño, se levantó y comenzó a coger las escudillas y las cucharas del estante que colgaba encima de los cántaros de agua.
—¿Te han llegado noticias? ¿Quién te escribe? —cambió de conversación.
Juana le había visto guardarse los papeles. Imposible hacerse el tonto.
—Un antiguo compañero me cuenta cómo le va la vida —volvió a mentir.
Si a Juana le extrañó que alguien gastara tiempo, esfuerzo y dinero en darle a conocer cuestiones como aquellas, no dijo nada. Aunque Miguel podía escuchar lo que pensaba: «Rarezas de impresores».
—¿Y cómo le va? —insistió ella cuando colocó los cacharros sobre la mesa.
—Mejor que a otros —inventó.
—Seguro que mejor que a ti.
—No empieces...
—Si es que no consigo entender qué empeño tienes en establecerte en el pueblo. ¿No te fuiste de aquí hace quince años? En Valladolid tenías trabajo, mucho trabajo. ¿A qué viene regresar ahora?
Nada le había dicho Miguel sobre sus razones para instalarse en Villasana e iba a seguir así. Su hermana no tenía por qué enterarse del acecho de la Iglesia ni de su hartazgo de vivir sin compañía ni de la añoranza por su tierra y su familia.
—Todo va a ir bien. En unos días tendré como clientes al alcalde de Valmaseda y de los concejos próximos.
—Ahí es donde tenías que haberte marchado; a Valmaseda o a Medina de Pomar. Esas sí que son villas como Dios manda, no como esta que apenas llega a doscientos hogares y tiene una simple ermita por templo. La iglesia de San Severino sí que es digna de albergar la casa del señor.
Miguel sonrió a escondidas. Su hermana se había quedado prendada de la iglesia principal de Valmaseda la única vez que había estado en ella. Claro que no le extrañaba. La pequeña ermita de Villasana en nada se parecía al majestuoso templo de Valmaseda. Uno se quedaba extasiado solo con acercarse a los arcos de su puerta y observar por encima de ella los dibujos del rosetón. Ni qué decir de la altura de sus naves y de la robustez de las columnas. Aunque de lo que su hermana estaba enamorada era de la luz que entraba por las vidrieras detrás del altar cuando el sol incidía sobre ellas.
—¡Mujer! —gruñó su cuñado que acababa de aparecer—. Espero que no vayas contando esas cosas por ahí. Tus paisanos tienen en mucha altura a lo que tú llamas una simple ermita.
—¿Y quién iba a contradecirme? Ahora me vas a decir que el chico —Miguel hizo un gesto de exasperación, «¿el chico era él?»— está mejor aquí, rodeado de pueblerinos incultos como nosotros que en una ciudad de renombre, donde se mueve la gente de postín y de... —Hizo el gesto de frotarse los dedos—. Ya me entiendes.
—Basta, Juana. —Ahora era Miguel quien intentaba parar la cháchara de su hermana—. Te he dicho que no te preocupes, que en breve se solucionarán las cosas. Confía en mí. Y ya que hablamos de mi futuro, no había querido decíroslo antes para que no intentarais disuadirme, pero os anuncio que estoy arreglando la casa del abuelo y voy a vivir en ella —les informó.
Solo así pudo hacerla callar. En efecto, se quedó muda. Tanto que cuando Gonzalo llegó a comer y se sentó en la mesa, Juana ni siquiera le pidió explicaciones de dónde había estado.
Estuvieron en silencio durante un rato, hasta la sexta cucharada.
—¿Dices que has conseguido tu primer cliente?
Miguel respiró tranquilo. Ninguna pregunta sobre la casa familiar.
—Mis primeros clientes: en Arceniega, Gordejuela, Güeñes y dos en Valmaseda. Bueno, estoy casi seguro. El cura me puso buena cara y al alcalde tengo que convencerlo del todo. Es un hombre codicioso y ha entendido que esto le dará popularidad.
—No sé qué tienen que ver unos papeles con ser popular. —Miguel abrió la boca para explicárselo, pero Juana le hizo un gesto para detenerlo—. No me lo expliques que no voy a entenderlo.
Miguel decidió entonces pasarse a un asunto que le importaría más.
—En breve te quejarás de que traiga todos los días la ropa manchada de tinta.
—¿Tinta? ¿De dónde la vas a sacar? —intervino curioso su cuñado. Habían sido varias las veces que Miguel se había quejado de la falta de tinta y papel.
—La fabricaremos. Ya hemos hecho varias pruebas, ¿verdad, Gonzalo? —Pero su sobrino apenas levantó los ojos del plato—. Obtenerla es sencillo, solo hay que mezclar los componentes y ponerlos a cocer, en cambio, el papel... con eso tengo más problemas.
—¿Cómo se fabrica?
—Se necesitan trapos, tela, mucha tela, y carnaza, el pellejo de los animales —explicó para que le entendieran—. Primero hay que deshacerlos por completo y después pasar esa masa con un tamiz muy fino, lo más fino que se pueda, quitarle toda el agua, aplastarlo y esperar a que se seque. Parece fácil, pero es un proceso largo y costoso.
—Pues tendrás que vértelas con la mujer de tu amigo. Esa que dices que es tan «buena» y con la que tanto te gusta hablar —intervino su hermana. Marcos los miró a ambos, seguro de que los hermanos habían tenido una conversación que se había perdido—. Se rumorea que está acaparando todos los trapos de Castilla. La encontraron el otro día camino de Arceniega.
La mención de Elena dulcificó el rostro preocupado de Miguel, gesto que no pasó desapercibido para Juana.
—Hasta allí ha llegado, ¿eh? —comentó Marcos impresionado.
Su cuñado estaba estupefacto. Al igual que Miguel. Que una mujer sola atravesara la sierra de la Carbonilla no era cosa normal.
—Por el pueblo dicen que es una insensata. Hay que ser muy temeraria para salir por esos caminos de Dios e internarse en las montañas sin compañía.
Pero las palabras mordaces de su hermana no hicieron mella en Miguel.
—Olvidas, mujer —apuntilló Marcos—, que a veces solo hay que estar muy desesperado.
«Y ser muy valiente», pensó Miguel, sin poder reprimir una punzada de orgullo.
—Al parecer es buena. Aseguran que es capaz de convencer a un muerto para que ande. Dicen que tiene la elocuencia del demonio en el día más inspirado. Consiguió que Manola, la nuera de la señora Aldonza, le entregara todos los vestidos de su suegra. ¡Sin cobrarle por ello!
—Pues me temo que yo no soy tan afortunado. Un cliente ha visto una muestra que me ha dejado un maestro papelero y quiere que utilice su papel para el pedido. No voy a tener más remedio que negociar con él y comprárselo.
—¡Espero que en la factura hayas cargado el dinero que vas a gastar! Que viniendo de ti, no me fío nada.
—Mujer, ¿no crees que ya lo habrá hecho? —gruñó su marido—. Él es el maestro impresor y no vas a llegar tú a darle lecciones.
Juana se volvió hacia Marcos, molesta como siempre que este le llevaba la contraria.
—¿Quién se lo va a decir si no yo?
—Vale, vale —puso paz Miguel—. No os preocupéis ninguno de los dos. Todo está calculado. El dinero lo cobraré. —«Eso espero»—. El problema es que voy a tener que adelantar una parte. Si no pago, no tengo papel, si no tengo papel, no imprimo nada, y si no imprimo, no cobro.
—¿Y cómo lo vas a hacer? —preguntó Juana, asustada. Sabía que la bolsa de su hermano pesaba más bien poco—. Mira que nosotros aún tenemos lo que conseguimos de la venta de la ternera parda.
—No, no, no, de ninguna manera voy a permitir que os quedéis sin un solo real para que yo saque mi negocio adelante. Ya se me ocurrirá algo.
«Como rogar al señor que lluevan ducados del cielo.» Un milagro, eso es lo que necesitaría para poner su trabajo en marcha.
—¡Ja! ¡Que ya se le ocurrirá algo dice! ¿Algo como qué? —se encaró Juana con él.
Miguel no había pensado decírselo, pero ya estaba harto de mentir a su familia y Juana lo ponía continuamente entre la espada y la pared.
—Algo como vender la tierra.
—¿Tu tierra? ¿La que se extiende detrás de la casa del abuelo?
—No hay otra.
—Siempre decías que no imaginabas un sitio mejor que ese. —Era cierto. Nadie sabía como él lo que le dolía aquella decisión, pero ¿qué podía hacer? Necesitaba ese dinero, lo necesitaba tan pronto como pudiera y no tenía otra posesión, aparte de los juegos de tipos y de las prensas—. ¿Te has vuelto loco?
La referencia a su estado mental soliviantó a Miguel, que se levantó de un salto.
—¿Y qué quieres que haga?
—¡Se acabó!
El grito de Marcos terminó con la discusión.
Fueron las últimas palabras que se dijeron en la casa aquella noche. Pero no hablar no significa no pensar; Miguel se pasó media noche en busca de una solución que no terminó de encontrar.
La aparición de Miguel no desconcertó a Sancho, comenzaba a acostumbrarse a verlo llegar en busca de su madre. Aunque aquel día no era de mañana sino que había esperado a terminar el almuerzo.
—¿Dónde está? —le preguntó sin pararse a saludar siquiera.
—En el río —contestó él sin esperar a que Miguel le repitiera la pregunta.
—Gracias.
—¿Se os ofrece algo más? —gritó el muchacho.
Miguel apenas se volvió y le hizo un gesto con la mano, instándole a marcharse hacia el pueblo.
Atravesó el prado decidido, aplastando la hierba que el calor de la estación veraniega aún no había secado. Había tomado la decisión de hacerle la propuesta y mejor hacerlo cuanto antes y no dilatarlo en el tiempo.
De nada serviría esperar, solo para que los días se le echaran encima y no cumpliera con el plazo dado al hombre.
Estaba allí para hablar de negocios, se dijo. Juana tenía razón, vender la única propiedad que tenía era una locura. Descartado eso, y ante la negativa de los molineros de la zona, no le quedaba otro remedio que fabricar el papel él mismo. Tendría que deshacer la tela y que elaborar los pliegos, pero a lo que no estaba dispuesto era a ir por los pueblos, de casa en casa, comprando ropas viejas.
Elena se las vendería, seguro. Le ofrecería una buena cantidad y no podría rechazarla.
Tres meses para tener los cuatrocientos cincuenta volúmenes listos y dispuestos para la entrega. Pero antes de llegar a eso necesitaba mucha tinta, muchas horas de trabajo y, sobre todo, mucho papel.
Y eso era precisamente lo que iba a conseguir.
Alcanzó la orilla del río y siguió el curso hacia arriba. Echó un vistazo al agua; completamente transparente como siempre. Extraño teniendo en cuenta que la mujer que iba a visitar se ganaba la vida tiñendo ropa de negro.
Un rato más tarde se encontró con la rueda del batán girando sin cesar. «Sería un lugar apacible.» Si no fuera por el incesante golpeteo de las mazas sobre la ropa que aplastaban. A Miguel le sorprendió verlas funcionar. Había supuesto que Elena únicamente pondría en uso la rueda para hacer girar la ropa, no para aplastarla. Sin embargo, no le dio importancia, al fin y al cabo, él no tenía ni idea de qué se necesitaba en el «arte» de teñir.
Varias telas de colores parduzcos esperaban dentro de un cesto a que les llegara su turno. Un poco más allá, unos cubos llenos de agua mantenían algo en remojo. A su lado, había un vestido negro extendido.
Elena no estaba. ¿Y ahora?
No se volvería atrás. No se marcharía sin hablar con ella y convencerla. Aquella vez no.
Sancho había dicho que estaba en el río. Y en el río tendría que estar. La buscaría.
Estaba, por supuesto que estaba. Un poco más arriba dentro de una de las pozas que usaban para bañarse cuando eran pequeños, .
No sabía nadar. Miguel se dio cuenta en seguida. Se había deslizado por una de las peñas con sumo cuidado y se mantenía todo el tiempo sujeta de las ramas bajas de un roble que rozaban el borde del agua.
Aun así parecía estar divirtiéndose. De vez en cuando, para probar su valor, se soltaba del agarre e intentaba sostenerse a flote. Pero en cuanto notaba que su cuerpo era atraído hacia el fondo, lanzaba un pequeño grito y se estiraba todo lo que podía para alcanzar la protección que la naturaleza le prestaba.
Miguel la miró embobado, sonriente. Descubrir que aquella arisca mujer gozaba con las pequeñas cosas de la vida le llenaba de placer. Le calentaba el corazón. Y otras cosas.
Sin pensarlo dos veces, se desprendió de los zapatos, del jubón de gamuza y se quitó la camisa a toda prisa. Y así, únicamente con las calzas, descendió por las piedras hasta el agua, poco a poco.
Elena no se percató de su presencia, entretenida con el juego de aprender a nadar ella sola y preocupada por no ahogarse.
Miguel contuvo un respingo cuando el agua le llegó a la altura de la entrepierna. Pensó en el calor que sentiría al ver cómo la tela mojada de la saya de Elena se pegaba a sus nalgas, imaginó la transparencia del tejido a la altura de sus senos y la sombra del triángulo de su pubis.
Entró en el agua.
Por suerte, llegaba al fondo. Se acercó paso a paso. Elena estaba de espaldas a él y lanzaba patadas a la superficie. Las gotas salían despedidas en todas direcciones. Estaba a punto de rozarle el pie cuando se le ocurrió una idea mucho más divertida. ¿Por qué anunciar su llegada tan pronto? Se sumergió. Por debajo del agua apenas veía su cuerpo, pero sabía bien dónde estaba. Alargó una mano y...
Escuchó el grito a pesar de la capa de agua que lo cubría. Las piernas de Elena dejaron de moverse un instante, solo un momento, y en seguida comenzaron a alejarse de él. A Miguel le entró un extraño nerviosismo y contuvo la respiración unos segundos antes de darse a conocer. Salió a la superficie. La había asustado de veras e intentaba salir del agua. Inhaló una bocanada de aire. Era hora de enfrentarse a la verdad.
«Adelante», se animó y le tocó el hombro.
Elena dio un grito y se soltó. Se hundió hasta el fondo.
—Pero, ¿qué...? —farfulló y se zambulló de nuevo para sujetarla y sacarla al exterior.
Tosía como si hubiera tragado la mitad de los mares del planeta. Él no pudo controlarse y lanzó una carcajada. Al sentir que los brazos que la sujetaban se aflojaban, ella se abrazó a él.
—¡No me sueltes!
—No te preocupes, no es mi intención hacerlo. Si no llego a estar aquí, te hubieras ahogado a pesar de estar a menos de un palmo de la superficie.
—¡Si serás...! —Elena le golpeó en el hombro—. Ha sido por tu culpa por lo que me he hundido.
A Miguel todavía le duraba la diversión.
—Te has ido al fondo más deprisa que el mayor de los galeones de la flota de su majestad al ser atacado por un corsario —rio sin poder contenerse.
—¡Ha sido porque tú me has asustado!
—La rama a la que te sujetabas se podía romper en cualquier momento. No era la más robusta del bosque.
Elena echó un vistazo hacia el lugar donde Miguel señalaba.
—No sé nadar. ¿Se te ocurre a ti que podía haber hecho algo mejor?
Por supuesto, por supuesto que se le ocurría. Para demostrárselo, la abrazó y la pegó a él. Ella se sujetó a su cuello. ¿Podía hacer otra cosa?
Sus caras quedaron unidas. Miguel sentía sus pestañas rozándole la mejilla y su aliento colándose entre sus labios abiertos. Notaba el cosquilleo de su pelo. Cerró los ojos un instante y aspiró su fragancia. Olía a bayas del bosque y a naturaleza. Olía a ella.
Ambicionó el peligro, el peligro de abrazarla y no poder soltarla.
—Creo que deberíamos salir de aquí —balbuceó Elena.
Miguel estuvo seguro de que no era el único que sentía aquella desazón recorriéndole las entrañas. Sería mejor separarse. Asintió.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. Entrar en aquella fosa era fácil, no había más que dejarse resbalar por las gastadas rocas. Pero subir era mucho más complicado. Para empezar estaban mojados y se escurrían cada vez que intentaban encaramarse a las piedras. Al final, consiguió izarla un poco y Elena se sujetó a una raíz que sobresalía de la tierra.
Miguel se preguntó qué sucedería si ella decidía marcharse sin esperarle; volvería a hacer el ridículo y quedaría como el mayor memo del mundo.
Pero no, cumplió su palabra; le tendió la rama más larga que pudo encontrar y lo ayudó a subir.
Allí estaban de nuevo; uno junto al otro, mojados. Y excitados. Que él lo estaba era notorio. Y que ella lo estaba, también, si Miguel no equivocaba los síntomas. Tenía la respiración agitada, los pezones enhiestos y su pecho subía y bajaba mucho más aprisa de lo normal.
Había llegado hasta allí y no estaba dispuesto a dejar ni un solo margen para que ella retrocediera ahora, no a ella. Era la mujer de su amigo, pero Sancho ya no estaba y él la deseaba.
Alargó el brazo y enterró el pulgar debajo de su oreja, le acarició el corte de la cara con el resto de la palma. Ella inclinó el rostro y pegó la mejilla a su mano. Mantuvo los párpados cerrados un instante. Cuando los abrió, tenía los ojos tristes.
Supo que su juicio se había impuesto a la pasión.
—Esto no puede ocurrir —murmuró ella, que se dio media vuelta y se alejó de él.
Él la vio coger la camisa, que había dejado sobre un arbusto, y metérsela por la cabeza. Los hombros, el final de la espalda, las nalgas y las piernas desaparecieron. La melena oscura, más aún ahora que estaba mojada, contrastaba contra la blancura de la tela. Las gotas comenzaron a caer y se comenzó a formar un círculo en su espalda.
Se dio la vuelta mientras se intentaba atar las cintas del escote.
Miguel tuvo de nuevo aquella sensación de que se le escapaba entre los dedos e hizo lo primero que se le ocurrió con tal de no dejarla huir.
—¿Por qué?
Los dedos de Elena se detuvieron con la lazada a medio hacer.
—¿Y todavía me lo preguntas?
—No soy yo el único que lo desea —se arriesgó a decir.
Esperó que las palabras que ponía en su boca fueran sentimientos compartidos por ambos. Lo deseaba. Había pensado mucho en lo que había sucedido entre ellos diez días antes. Había pensado mucho en aquel beso y había llegado a la conclusión de que lo que ella le había ofrecido había sido mucho más que su rabia e inmensamente más que una demostración de poder.
—¿Lo dices por lo del otro día? Pensé que te había quedado claro que soy yo la que manejo mis inclinaciones —contestó con sarcasmo.
—Bien —contestó él—. ¿Y qué te dicen ahora? Porque hace un momento me ha parecido que tus «inclinaciones» se ladeaban mucho hacia mi persona.
Ella lanzó una exclamación falsamente divertida.
—¿Hacia tu persona? Ni lo sueñes —dijeron sus labios y retomó la tarea de cerrarse la camisa.
—Mírame a la cara y dímelo de nuevo.
Ella no lo hizo. No elevó la vista sino que la dirigió a su cintura.
—¿Y qué si no lo hago? ¿Vas a volver a sacar la bolsa y a ofrecerme un puñado de monedas? Ya sabes que no estoy en venta.
—Eres una mujer íntegra. —Y según lo dijo, se dio cuenta de que lo creía de veras—. Y desesperante.
Pero Elena no captó el matiz de admiración en su voz. «¿Una mujer íntegra?» Aquellas palabras las había oído una vez en boca de su padre mientras se reía ante su cara. Algo en ella se revolvió en su interior.
—Todos los hombres sois iguales —le espetó—. Queréis mujeres sumisas en vuestras casas que laven, cocinen y limpien para vosotros y que, además, estén disponibles cuando os venga en gana. No soportáis un rechazo porque os duele en lo más hondo. Os comportáis como infantes insatisfechos que no consiguen lo que quieren.
—No lo dices por mí. No me conoces hasta ese punto. —«No me has dado esa oportunidad».
—¿No? Acabas de demostrarlo cuando te he dicho que no... cuando no he dejado que... no lo has aceptado cuando me he negado y me has preguntado por qué. ¿Es que acaso no es prueba suficiente?
—Lo único que demuestra eso es que quiero una explicación.
—¿De por qué no acepto tus avances?
—De por qué te niegas a ti misma lo que deseas.
—¿Que yo lo...?
—Sí.
—Mentira.
—El otro día cuando me diste aquella demostración de lo que ofrecerías al hombre al que amaras, lo hiciste de verdad. Lo noté.
—No.
—Mentirosa. Acabo de verlo, tú misma me diste la clave. Aquel beso no fue una muestra fría y desapasionada sino todo lo contrario.
—No.
—Sí.
Miguel salvó la distancia que los separaba. Elena se mordisqueó los labios, nerviosa. Cada vez le costaba más seguir aquella conversación. El estómago le daba vueltas. Rebuscó en lo más hondo cómo rebatirle.
—Lo del otro día no fue nada más que la prueba de lo que te explicaba.
—Me atrapaste, querías hacerlo, lo necesitabas. Tus labios —recalcó Miguel despacio mientras pasaba los dedos por ellos— pronunciaban razones muy duras, pero eran suaves y tiernos. Dijiste que eras incapaz de fingir lo que no sentías.
—Yo no dije eso. Yo... —empezó a decir ella.
Él se los selló con la yema de los dedos.
—No vas a convencerme ahora. No con palabras. Demuéstramelo, demuéstrame que mentías entonces —continuó con suavidad—. Bésame de nuevo y convénceme de que esto que nos sucede no es nada para ti.
Elena se sentía hechizada por aquella voz y por sus ojos. Fue incapaz de moverse. Miguel se acercó a ella aún más, tanto que sintió que la humedad de su piel traspasaba la tela de su camisa.
—Aléjate de mí —consiguió murmurar sin apenas voz.
—No antes de que me convenzas que no quieres lo mismo que yo.
Elena alzó la mano dispuesta a dejarla marcada de nuevo en la mejilla, pero no pudo. En cambio, acarició el lugar en el que le había golpeado días antes. Ahora fue Miguel el que buscó la caricia y se apoyó en su mano durante un instante. Después, se aproximó a sus labios aún mojados y fríos. Se acercó y ya no pudo marcharse. Un leve roce, una pequeña caricia, un toque decidido. Un beso valiente. Nada más apetitoso que aquello. Nada.
Nada como el movimiento de sus labios, como el calor de su boca, como la textura de su lengua. Nada como ella.
Miguel entró en ella y no quiso salir. Elena tampoco que lo hiciera. Sus labios la embrujaban, su lengua la atraía hacia su interior, sus manos la apretaban contra ella, su cuerpo se pegaba contra él.
Ni en sueños Miguel había imaginado aquella respuesta. Bloqueó su mente a todo lo que no fuera Elena entre sus brazos. Solo podía pensar en sus manos alrededor de su cuello y sus piernas rodeándole la cintura. Y en su boca. En inflamarle los labios, en llenarla de besos, en lamerle la piel, en succionar el lóbulo de su oreja, en besarle el hueco de sus pechos, en...
Jadeaba cuando se separó de ella.
Elena pareció emerger de un ensueño y le miró durante un instante. Tenía los ojos brillantes. Se inclinó después hacia él y apoyó la cabeza en su hombro.
—Tienes razón. Hay veces que necesito... —murmuró.
El estómago de Miguel comenzó a burbujear por lo que aquel gesto y el tono de la voz significaban. Se apresuró a obedecerla.
No necesitó palabras. En un instante, se desprendió de las calzas mojadas. Se quedó ante ella y esperó su respuesta. Elena se demoró un minuto, dos quizás, y mientras tanto no dejó de mirarle a los ojos con la intensidad de quien quiere penetrar en las profundidades de los sentimientos del que tiene enfrente. Después, un simple movimiento de su mano derecha bastó para darle la respuesta que esperaba. El lazo, que cerraba ya la tela de su camisa, se deshizo y las cintas cayeron sobre sus pechos, marcándole el camino que Miguel estaba dispuesto a recorrer una y mil veces a partir de entonces. Luego ella, lentamente, deslizó la camisa hacia abajo, hasta el suelo.
Solo entonces, cuando ambos estuvieron desnudos, ella se permitió el deleite de mirarlo. Por completo. Abandonó sus ojos, abandonó su boca y bajó hasta la barbilla. Contempló su cuello, sus fuertes hombros, los largos brazos, su fornido torso, el vello que lo poblaba, la estrecha cintura, el abdomen, su miembro dispuesto, las potentes piernas, los firmes pies.
Alargó el brazo hasta él y le pasó la mano por el pecho, enredando los dedos entre los rizos que encontraba a su paso. Miguel cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para disfrutar del contacto anhelado.
Se mordió los labios para ahogar un gemido mientras Elena jugaba con él.
Supo que no lo aguantaría más cuando las yemas de sus dedos aumentaron su osadía y comenzaron a descender por su cuerpo.
Le sujetó la muñeca con un movimiento rápido.
—No es eso lo que quiero de ti —le advirtió él.
—Lo sé —contestó ella con sinceridad.
Miguel pasó el brazo por su cintura y la atrajo hasta él. De nuevo. Bebió de su dulzura, de sus labios, de sus besos.
Cuando se separó de ella, se sentó lentamente, mientras le tiraba de la mano. Ella lo siguió con el mismo sosiego y el mismo silencio. Era como si hubieran hecho un pacto. Aquello, fuera lo que fuese lo que había entre ellos, estaba fuera de la realidad. Vivían un sueño imaginado por ambos.
Elena se tumbó junto a él. Las hojas secas de robles y hayas crujieron bajo su peso. Ya no daba el sol en aquel punto, pero aún estaban calientes.
Miguel se inclinó sobre ella, Elena enterró las manos en su pelo y él, como respuesta, le mordió un pezón. Ella se estremeció y lo atrajo aún más. Miguel lo mordisqueó, lo chupó, jugó con él. Y después con el otro. Mientras sentía cómo la piel de Elena se erizaba allí por donde sus manos pasaban y notaba la curva de las caderas, la redondez de las nalgas, la tersura de los muslos, la dureza de las rodillas, la suavidad de la piel. Descendió la lengua por sus costillas hasta llegar a su ombligo. Gotas de agua se habían quedado prendidas en él. Las sorbió. «Delicioso elixir.» Le encantó la pequeña curva que el embarazo de Sancho había dejado en su vientre.
Poco a poco, se acercó al centro de su feminidad. Pero antes, dio vueltas a su alrededor. Sus dedos pasearon por la suavidad del interior de sus muslos y delinearon el borde de su vello púbico. Una y otra vez. Y mientras tanto, con la otra mano, pasaba de uno al otro de los pechos, rozando, apretando, pellizcando sus pezones.
Elena abrió las piernas y a Miguel se le escapó una sonrisa.
Poderoso. Así se sentía. El dueño del mundo, el señor del paraíso. Porque en ese momento, aquella mujer era todo su mundo. El lugar donde quería estar.
Bajó la mano y penetró en lo más hondo de su intimidad. El movimiento le arrancó un gemido. Y Miguel no lo soportó más. Trepó por su cuerpo y la cubrió por completo. Ella le acogió con serenidad, segura de lo que hacía, de lo que sentía, de lo que quería. En cualquier caso, Miguel la interrogó con los ojos. La respuesta le llegó de inmediato.
—Te estaba esperando —le susurró dulcemente mientras rodeaba su cintura con las piernas.
Miguel obedeció. Entró en ella al tiempo que se apoderaba de su boca. Una y otra vez. Dentro, dentro, muy dentro. Cada vez más rápido, cada vez más fuerte, cada vez más enloquecidos los dos. Se movían al unísono, adaptados sus cuerpos a aquel enfervorizado ritmo. Por un momento, los jadeos de Elena le sonaron a Miguel como el ruido de las planchas de madera estampadas sobre el papel; intensos, vivos. Deliciosos.
—... favor... —murmuró ella en una lejana plegaria, llevada casi hasta el límite.
Miguel siguió empujando, saliendo y entrando en ella, dando todo de sí, impeliéndose en lo más hondo de su ser. Hasta que la sintió agitarse debajo de él. Las instintivas sacudidas de Elena incitaron su propio deseo y el ritmo de sus movimientos aumentó.
Ella aún no había conseguido sobreponerse a la oleada de placer cuando él alcanzaba la cima que ella terminaba de dejar. Sus cuerpos se abandonaron uno en brazos del otro.