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MIGUEL se situó detrás de un labriego que llevaba una cesta cubierta por un paño y esperó su turno. La fila avanzaba despacio. El vigilante revisaba cada uno de los bultos que los visitantes metían en la villa.

Lo dejaron entrar sin contratiempos. Antes de detenerse a pensar adónde dirigirse, se cruzó con muchas mujeres, varios hombres y un par de chicos; le adelantaron varias mozas y una anciana con mucha prisa, que se sujetaba el pañuelo que se había echado sobre los hombros para que no se le cayera.

Lamentó ver que todas las tabernas estaban cerradas. Supuso la mano de la autoridad municipal en aquella decisión. Más hombres en la villa significaba tener los mesones llenos, más vino en las jarras y, por consecuencia, más desórdenes. En conclusión: los días de mercado no se abrían las cantinas. «A las autoridades no les gustan los altercados.» «Media blanca por vaso de vino, cuatro vasos cada seis minutos, durante doce horas cada día, dos días por semana, ocho días por mes, ...», empezó a calcular, pero en seguida se centró en lo que había ido a hacer.

Buscaría la casa del alcalde o la de algún representante del concejo, le daba lo mismo quién fuera, pero necesitaba que alguno le atendiera. Tenía que conseguir un pedido. Pronto. No solo por los ingresos que conseguiría con él sino porque tener un trabajo público desviaría la atención de sus negocios menos legales.

Comenzó a caminar. Desechó los cantones estrechos y se centró en las calles principales de la ciudad. Pasó por delante de un edificio más ostentoso que el resto, con un gran arco apuntado en la portada. Lo descartó en cuanto vio entrar y salir a varios tullidos. Aquello era el hospital. En la casa consistorial no sabían donde estaba y no supieron darle señal del alcalde. Siguió buscando hasta que encontró la casa-torre en la que tenía su morada. No fue difícil. Tampoco le costó mucho que el alcalde de la villa lo recibiera.

Era un hombre orondo y en el que la falta de pelo le hacía parecer más anciano de lo que sus arrugas indicaban. Al parecer estaba aburrido y accedió a atenderlo en cuanto el viejo criado que abrió la puerta le explicó quién era.

—Será importante para la villa —intentaba convencerlo un rato después dentro del portal de la casa.

—Comprenderéis que no puedo tomar una decisión yo solo —le contestó el hombre.

—Pensadlo bien, alcalde, tendréis recogidas todas las ordenanzas municipales en un único volumen y daréis a conocer los bandos de una forma mucho más sencilla. No tendréis más que colocarlos a la puerta del templo de San Severino, en el de San Juan y en las puertas de la muralla. Todo el mundo conocerá los reglamentos.

—Eso ya se hace ahora. El concejo tiene amanuenses que los escriben.

Pero el impresor no era un hombre que se rendía a la primera.

—¿Sabéis la credibilidad y la fuerza que tiene un texto impreso?

El silencio siguió a la pregunta de Miguel. El alcalde miraba al suelo mientras se frotaba la barbilla. Parecía estar considerando el asunto seriamente.

—No os falta razón —dijo.

—Además —insistió Miguel—, algo tan sencillo y con tan poco coste para las arcas municipales podría influir en los vecinos en la próxima elección.

Tenía que jugar bien sus bazas. Y había decidido sacar el naipe de mayor puntuación. Había pocas cosas que un hombre rechazaba en aras de su ambición. Y para el alcalde de Valmaseda, definitivamente, el precio de unos cuantos pliegos de papel, por caros que fueran, no le parecía demasiado si lo ayudaban a mantenerse encumbrado en el poder local.

—Necesitaré algo más que unas palabras para convencer al concejo.

Miguel echó mano de su bolsa.

—Aquí tenéis una muestra de mi trabajo.

—Volved en una semana.

Elena lo encontró a menos de media hora de Villasana. Él estaba de vuelta, ella también. Cuando salió al camino y descubrió quién era la persona que iba por delante de ella, esperó para alargar la distancia que los separaba. Solo cuando estuvo segura de que él no la descubriría, comenzó a caminar de nuevo. Estudió al hombre de lejos. Descubrió que irradiaba seguridad, que se movía con elegancia, tenía buen porte —muy buen porte—, le gustaban las flores y los pájaros, jugaba a dar patadas a las piedras del camino, se entretenía arrancando hojas de los árboles, era un buen caminante y no aflojaba el paso.

Fue poco tiempo, aunque Elena aprendió unas cuantas cosas, sobre todo que antes de doliente viuda, era mujer y que a esa mujer le agradaba lo que llevaba delante.

Poco duró la tortura, poco el deleite. Hasta que estuvieron de vuelta en Villasana.

Miguel no entró en la villa sino que rodeó la muralla por la parte más cercana al río y siguió adelante. Se dirigía hacia su casa.

¿Y si Sancho no había cerrado la puerta de la casa y Miguel descubría las marmitas donde fabricaba el papel o los baldes con las nueces de agallas en remojo? Cualquiera que se acercara supondría que todo aquello era para teñir la ropa. Miguel, no. Y menos aún si se aproximaba a la mesa en la que estaba el molde con las figuras talladas de los naipes.

A punto estuvo de hacerse la encontradiza y descubrirse. Algo se le ocurriría para desviarlo del camino.

En efecto, Miguel llegó hasta donde arrancaba el sendero de la vivienda de Elena y se detuvo. Echó una mirada hacia la casa, oculta por las ramas de los chopos, pero continuó adelante.

Ella respiró más tranquila. Y le siguió. No se iba a quedar ahora sin saber adónde se dirigía.

Lo averiguó poco después. Iba al pueblo siguiente, a Vallejo, al molino de Vallejo.

No tuvo que acercarse a la edificación para saber qué había ido a tratar con el molinero. El grito se oyó perfectamente desde el exterior.

—¿¡¡Papel!?!

Aun así, lo hizo. Soltó al animal, que se alejó contento, se aproximó al muro de la construcción y se situó debajo del único ventanuco de la pared.

—Será un buen negocio para vos —decía Miguel.

—¿Veis esto? —contestó el molinero—. Esto es una piedra que muele cereal. Traedme un saco de centeno y lo convierto en harina, pero ¿trapos viejos? ¡Ni hablar!

—No sois el primero que lo hace. He visto antes utilizar molinos harineros con éxito. En realidad, basta un batán de lana para fabricar papel.

—No lo dudo, pero no lo veréis en este pueblo.

—Solo tendréis que adaptar la maquinaria. Se trata de acoplar a la muela un tronco largo que haga mover unas mazas. Y, después, esperar a que los golpes conviertan el tejido en una masa.

—Os he dicho que no. Este es el molino que mi padre tuvo arrendado toda la vida. Él nunca molió nada más que cereales y yo voy a hacer lo mismo.

Miguel soltó un bufido, Elena, una sonrisa. Le había dado una idea. El impresor necesitaba papel y ella sabía cómo hacerlo. Era cierto que hasta ahora solo había conseguido pliegos con alto gramaje, que resultaban demasiado bastos y llenos de impurezas. Pero también era cierto que no se había preocupado por refinarlos.

Pero había llegado el momento de depurar su técnica. Había encontrado un nuevo cliente, solo que él aún no lo sabía.

—¿Espiando a los vecinos?

Miguel vio cómo Elena soltaba un grito y se daba la vuelta. El rubor le tiñó las mejillas. La había pillado con las manos dentro del cajón de los dulces.

—Yo, no, no quería... no es lo que parece. Yo... —balbuceó ella.

Se le alegró el día. Era la primera vez que, estando con aquella mujer, la sorprendida era ella y no él. Era francamente divertido, de lo más placentero. Decidió alargar aquella sensación. Se cruzó de brazos y apoyó el hombro en la pared.

—No os excuséis. Sé lo que pretendéis.

¿Era un gesto de terror lo que aparecía en su rostro?

—Yo no os he seguido... —mintió ella mientras rezaba para que sus peores pesadillas no se hicieran realidad.

¿Y si él sabía que lo seguía y se había hecho el distraído? Nada de lo que dijera arreglaría la situación. ¿Qué justificación iba a darle?

—Entiendo —comentó Miguel con tono comprensivo.

—¿Sí? ¿De verdad? —dudó.

—La cosa es que os habéis pasado todo el día dando vueltas por... todo el valle.

Elena se apresuró a asentir varias veces, con movimientos enérgicos, para que quedara claro que había acertado.

—Todo el día.

—Imagino que habréis subido hasta las faldas de la Peña. ¿Habéis sido tan intrépida como para llegar al Pico del Fraile?

Elena elevó los ojos a la cresta de rocas que coronaba la sierra y que separaba el valle de Mena del de Losa. Al fondo, aislado del resto, estaba el pico que Miguel mencionaba. Ni en sus peores sueños imaginó subir hasta allí arriba.

—Yo, bueno, me he acercado a...

Él no la dejó continuar. Se dio la vuelta y miró los montes que lindaban con el valle de Carranza, en el Señorío de Vizcaya, por donde los contrabandistas pasaban los alijos, para ahorrarse pagar el portazgo en Valmaseda.

—¿O por el contrario habéis tomado la otra dirección y habéis alcanzado la cumbre del Zalama?

—Si pretendéis burlaros...

—Por lo que veo no habéis tenido un buen día —añadió él sin prestar atención a sus quejas, al tiempo que señalaba las alforjas del animal que la había acompañado durante todo el día—. Traéis el talego más vacío que cuando salisteis esta mañana.

Elena comenzaba a enfadarse. «Y el estómago más aún.» Estaba cansada, famélica y encima tenía que aguantar las chanzas de aquel hombre.

—Ahora que lo mencionáis, los he tenido mejores —contestó muy seria—. Si me disculpáis... —añadió.

Había llegado la hora de marcharse; antes de que la broma se alargara y se enfureciera más de la cuenta. Sabía que no tenía ningún derecho a enfadarse, sobre todo si se tenía en cuenta que el agraviado, aún sin saberlo, era él. Pero lo estaba.

Sin embargo, Elena no contaba con que Miguel no estuviera dispuesto a dejarla partir como había sucedido aquella mañana. Él notó el creciente malestar de Elena y terminó con la burla.

—No os molestéis. Sé que lo habéis hecho para saber cuáles son mis planes futuros y no me importa.

Aquello pilló a Elena por sorpresa.

—Me alegro de que os lo toméis de esa manera —confesó.

—Es normal. Yo también lo hubiera hecho si dejara a mi hijo al cuidado de otros.

—¿Sí?

—Me aseguraría de que el artesano trabaja bien y no toma decisiones arriesgadas. De mi éxito dependerá el éxito de Sancho.

—En eso lleváis razón —aprobó Elena, más tranquila ahora que descubría que Miguel no sabía nada que no tuviera que saber.

Un ligero carraspeo por encima de sus cabezas les indicó que su conversación no era privada. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos se alejaron del muro, de la ventana y del molinero.

—¿Volvéis a casa de la vieja Ángela?

Elena asintió. Ya había averiguado todo lo que necesitaba.

—Allá me dirijo.

—Os acompaño —dispuso Miguel, que se acercó hasta la mula y cogió la soga que colgaba de su cuello.

—No es necesario. Desde el cruce del pueblo hasta mi casa apenas hay un corto paseo.

—Yo mejor que nadie sé la distancia a la que está vuestra casa del camino —dijo él echando a andar.

—Pues entonces, estaréis conmigo en que no hace falta que desviéis vuestros pasos.

—Os acompaño —ratificó él, sin atender a la sutileza del comentario.

—Pienso que sería más fácil que me fuera por mi cuenta.

—No. Tengo que enterarme de si vuestro hijo terminó las tareas que le encomendé y dejó la llave en casa de mi hermana tal y como le ordené.

Elena no podía dejar que se acercara a la casa. No antes de hacer desaparecer sus utensilios de trabajo. «No se merece que lo engañe», se repitió. Pero sabía que lo iba a hacer. A pesar de todo.

—Seguro que Sancho no está en la casa. Le dejé recado para que fuera al bosque a... buscar setas.

Él la miró con la intensidad de quien acaba de perder algo preciado.

—Entiendo. No queréis que os acompañe y no sabéis cómo decírmelo.

«Exactamente.»

—La maledicencia de la gente llega lejos. Soy viuda y no quiero dar que hablar.

«Demasiado tarde», pensó Miguel cuando recordó lo que corría en boca de todo el pueblo.

—Si es vuestra reputación lo que os preocupa, quedaos tranquila, me situaré donde todo el mundo pueda verme.

Echó a andar sin decir una palabra más, seguido por la mujer y la mula.

Elena se esforzó por conversar durante el resto del camino. Sobre todo habló de Sancho. Era mejor hablar del niño que de ellos, de la intimidad que habían compartido por la mañana en el camino.

Miguel era hombre de palabra y se detuvo en la bifurcación. Él se dirigía a la villa, ella, a la casa de la vieja Ángela.

—Gracias por acompañarme —comentó Elena.

—Dejadlas para otro momento, cuando la compañía os parezca más agradable.

Elena lo miró a los ojos; todavía estaba ofendido por negarse a que la acompañara. Elena no supo la razón, pero de repente, no quería despedirse de él, no de esa manera, no quería que tuviera una opinión desagradable de ella y se marchara pensando que era una desagradecida.

De repente, necesitó verlo sonreír. Alargó la mano para coger la soga que él le ofrecía y la desvió. En un arranque de audacia, le acarició los dedos y se los apretó en un gesto lleno de intención.

—La jornada ha empezado en buena compañía y ha terminado en mejor aún —dijo.

Lo sentía de verdad.

Miguel empezó a creer que el día no había sido tan malo después de todo. Eso era lo que pensaba hasta que se cruzó con el tabernero que salía de la ciudad. Parecía tener prisa. Lo siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

Habría jurado que el mesonero se metía por el camino que a él no le habían permitido recorrer. Habría jurado que se salía del Camino Real y se dirigía a la casa de la vieja Ángela.

El mal humor se instaló de nuevo en sus entrañas.