22

ELENA se volvió y miró hacia arriba. El hombre mantenía el farol delante de su cara y la deslumbraba. Ella no podía distinguir sus rasgos. Pero él, sí.

—¿Elena? ¿Qué haces aquí?

Miguel no podía creer lo que veía. Pero pronto, ella dejó de ser el centro de su atención, en cuanto se cubrió los ojos con la mano para alejar el destello de la llama y Miguel bajó la luz para no deslumbrarla.

Fue entonces cuando el piso se iluminó y las portadas de los ejemplares que había impreso se descubrieron a sus ojos.

—¡Miguel!

Pero él no la escuchaba, solo tenía ojos para lo que se extendía más allá de los pies.

—¿Qué es eso? —preguntó alarmado, señalando las portadas de los libros. A Elena no le dio tiempo a contestar—. Vámonos de aquí —le instó este con el farol en alto.

—¿Adónde?

Él la agarró por un brazo y tiró de ella.

—Elena, por una vez, obedéceme sin preguntar.

El tono de voz la pilló desprevenida. Era la primera vez que le hablaba con ese apremio. No hubo más palabras. Se dejó llevar a la puerta principal de la iglesia.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él. Pero, de repente, lo entendió todo—. Me has seguido. No lo puedo creer, no puedo creer que hayas sido tan irresponsable —le gruñó entre susurros—. ¿Te has vuelto loca? ¿Te has parado a pensar en lo que te podía haber sucedido? ¿Cuántas horas llevas en camino? ¿Cómo has llegado hasta aquí? Si venías detrás de mí, ¿cómo has llegado antes que yo?

—¿Quieres dejar que me explique? —le interrumpió ella para que se callara—. He venido a por los chicos.

—¿Los chicos?

—Gonzalo y Sancho.

La irritación de Miguel fue a más, como si no supiera perfectamente a quiénes se refería.

—¿Qué tienen que ver los chicos en esto? —farfulló y la alejó aún más de la iglesia.

Ella se soltó con un movimiento brusco.

—Se escaparon esta mañana y han traído los libros hasta aquí.

—¿Cómo? ¿Es cierto eso que dices? —Elena afirmó en silencio. Miguel dejó el candil en el suelo, se volvió hacia la oscuridad y se llevó las manos a la cabeza, abrumado—. No puedo creerlo. Estoy intentando salir de este embrollo sin que nadie salga perjudicado y descubro que la mitad de mi familia está metida en él.

«La mitad», decía y aún no le había dicho que Juana había ido con ella.

—Miguel...

—¿Dónde? ¿Dónde están los chicos? Quiero que salgan de donde se esconden y me esperéis aquí. ¿Me has oído? Quiero encontraros aquí en cuanto acabe con esto —señaló.

—No están aquí.

—¿Cómo?

—Que no los hemos encontrado.

—Pero si estabas ahí dentro con los libros...

—No los estaba escondiendo, los acababa de encontrar. Tú me dijiste que esta iglesia era el lugar de la entrega y los hemos estado buscando. Teníamos la esperanza de que hubieran llegado hasta aquí sanos y salvos. Los libros son la prueba de que así ha sido. No pueden estar muy lejos —terminó esperanzada.

—¿Hemos, teníamos? ¿De quién estás hablando?

Elena sabía que aquello no le iba a gustar a Miguel. Ni un ápice.

—He venido con tu hermana. Salimos esta mañana en cuanto nos dimos cuenta de que habían desaparecido.

—¿Con Juana?

—La misma.

Miguel resopló y se aflojó la camisa; necesitaba aire.

—¿Sabe alguien más lo de los chicos y que los estáis buscando? —preguntó cuando se serenó un poco.

—No. Fui a casa de Juana y salimos en cuanto le conté lo sucedido.

Aquello fue demasiado para Miguel, el enfado, que había estado conteniendo desde que la había visto de rodillas en el templo, salió a la luz.

—Claro, no podíais haber acudido a Marcos y a los hombres de pueblo. Teníais que ser las más osadas y marcharos sin contar a nadie lo que sucedía. —Volvió a pasarse la mano por la cabeza, incapaz de pensar qué hacer a continuación—. Señor, ¡estoy rodeado de las mujeres más insensatas!

Pero Elena también se estaba cansando de tantas acusaciones sobre su buen juicio y estalló.

—¿Qué querías que hiciéramos, que le explicáramos a todo el mundo que los chicos se habían marchado y se habían llevado con ellos varios cientos de libros prohibidos por la Iglesia? Pensé que cuantas menos personas lo supieran, menor sería el riesgo para todos, sobre todo para ti.

—¿Y no se te ocurrió que con vuestra intrepidez lo único que hacíais era poneros en riesgo vosotras? Los caminos están llenos de bandidos, este camino más aún. Los mercaderes siempre hacen noche en las villas. ¿Qué hubiera sucedido si os hubierais encontrado con alguno de ellos?

—Nada nos ha sucedido —le rebatió ella.

—Porque Dios no lo ha querido.

—Y nosotras, que hemos tenido cuidado de no pararnos en lugares extraños y no juntarnos con la gente que veíamos por el camino.

Sin embargo, Miguel no estaba para escuchar detalles sobre el buen juicio de las mujeres.

—Juana... ¿dónde está? —se adelantó, esforzándose por arrancar la figura de su hermana a la oscuridad.

—No está aquí.

—¿Tampoco? ¿Ni siquiera de noche sois capaces de manteneros juntas? ¡¿Dónde demonios se ha metido?!

—Si sigues actuando de esa manera no... —se enfrentó Elena.

—¡¿Y cómo se supone que tengo que comportarme?! —la interrumpió Miguel—. Salgo de mi casa esta mañana pensando que os dejo seguros y a salvo de... de todo y horas después te encuentro sola en medio de la oscuridad a seis leguas de Villasana, me dices que mi sobrino, tu hijo y mi hermana se han perdido en algún lugar y ¿pretendes que me tranquilice?

—¡Yo también estoy nerviosa! —le gritó ella al fin—. Llevo todo el día angustiada buscando a los chicos; me aferro a la ilusión de que esos libros de ahí dentro —señaló a algún lugar indeterminado de detrás de los muros— son la prueba de que no les ha sucedido nada y encima tengo que aguantar tus malos modos conmigo. ¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte?

Miguel no tuvo tiempo de hacerlo. Era el ruido del trote de animales. Se puso en guardia por lo que podía estar pasando con sus mulas y los libros que había transportado hasta allí. Las había dejado atadas en un bosquecillo cercano por miedo a que en la iglesia se escondiera alguien con idea de sorprenderle. Lo único que pudo pensar fue en que si los animales se habían soltado, el tiempo corría en su contra.

Se volvió de nuevo a Elena y le echó una mirada airada. La más colérica que le había dirigido nunca.

—Ni se te ocurra moverte de aquí —fueron sus últimas palabras antes de desaparecer dentro del templo.

Elena se quedó observando cómo se internaba en el edificio inconcluso y se alejaba de ella.

Esperó. Lo hizo durante mucho tiempo, tanto que la llama del candil se desvaneció y ya no pudo moverse. La luz de la luna no iluminaba más que para subir las tres escaleras que daban acceso a la entrada del edificio. Dentro, la sombra que las paredes proyectaban hacia el interior hacía imposible ver nada. Sin embargo, no había más que escuchar un instante para darse cuenta de que Miguel no estaba por allí. Ni un solo paso ni un susurro ni un movimiento. Nada. Se había marchado y la había dejado sola.

Y allí se hubiera quedado toda la noche si no llega a ser porque detrás de ella apareció la carreta que esperaba.

—¡Elena! —le llamó Juana en la oscuridad de la noche.

—¡Aquí estoy! —gritó ella cuando se repuso y salió al paso de la luz que irradiaba el carro.

—¿Han venido los chicos? —la apremió la hermana de Miguel, antes incluso de explicarle quién era el muchacho que la acompañaba.

—Han estado aquí. He encontrado los... —miró al chico del pescante y corrigió—: Han estado aquí, pero no ahora, ha sido... antes —explicó vagamente.

La tensión que denotaban los rasgos de la cara de Juana se aflojó y un suspiro de alivio salió de su pecho.

—Pero si antes no...

—No habíamos mirado bien —le cortó Elena—. Ya se habían marchado —comentó después mientras observaba al acompañante de Juana.

«Sin testigos», decían sus ojos. La hermana de Miguel atendió a la sugerencia de callar y actuar.

—Subid —le dijo y le tendió una mano a la que Elena se aferró con fuerza—. Es Manuel, el hijo menor del caserío Gorrita. Nos han ofrecido refugio por esta noche.

—¿Refugio? —farfulló Elena.

Juana debía de haberse trastornado si no recordaba que Gonzalo y Sancho estaban solos, en algún lugar por ahí fuera.

—No podemos seguir. El caballo ha debido de hacerse daño; comenzó a cojear a poco de marcharme.

—Cuando llegó al caserío, el pobre casi no apoyaba la pata. Padre lo examinará mañana, en cuanto se haga de día. En cuanto la señora nos dijo que se había detenido aquí, en seguida supuso que se le habría clavado una astilla de uno de los maderos —continuó el muchacho, que parecía encantado de dar todas aquellas explicaciones—. Hemos venido a recogeros. Madre nos mandó en seguida cuando supo que os habíais quedado sola.

Elena miró a Juana con los ojos muy abiertos, en busca de una excusa para no detenerse durante la noche y seguir localizando a sus «hijos».

—Vuestros padres son muy amables ya que no somos más que unas desconocidas —repitió Juana.

Sus palabras le dejaron claro a Elena que no había nada que hacer; Juana ya había aceptado por ella. Esta azuzó al pollino tan pronto como las cosas se aclararon.

—No podéis poneros en camino a estas horas con las ropas en ese estado. No os preocupéis, la casa es grande —siguió parloteando su acompañante.

El chico tenía razón. Ambas estaban caladas. Elena se había quedado helada después de la conversación con Miguel. Aunque no habría llamas que pudieran calentarla porque el frío que sentía no era de los que se quitaban con ropa seca.

—¿Cómo encontrasteis los libros? Contádmelo —le exigió Juana a Elena mucho tiempo después en la casa, con los vestidos secos, el ruido de las tripas calmado y los agradecimientos dichos. Sus cabezas se apoyaban sobre un haz de mullido heno.

Esta cambió de postura en aquel lecho improvisado y se colocó boca arriba.

—Apenas os habíais marchado —comenzó— cuando pensé que los chicos tenían que haber llegado. Al fin y al cabo, Gonzalo ha vivido toda la vida entre estos montes y está acostumbrado a ir y venir por ellos. —«Y porque la otra opción era demasiado pavorosa».

—Yo diría que vuestro hijo no le va a la zaga a estas alturas —apostilló Juana, molesta por la sugerencia de que no controlaba a su sobrino.

Elena volvió la cara hacia ella y dejó escapar una sonrisa.

—Probablemente. Hace tiempo que no sé lo que hace ni dónde para. Es demasiado mayor para controlar sus pasos. —Como Juana no dijo nada, Elena continuó—: Entré de nuevo en el edificio y me fui derecha al ábside. Ese es el sitio en el que yo los ocultaría, pensé que ellos bien podían haber tenido la misma idea.

—Y allí estaban.

Elena negó.

—En realidad estaban en una de las capillas.

—Pero si yo las revisé.

—Eran difíciles de encontrar. Los habían ocultado debajo del piso.

—Condenados chicos —masculló Juana.

—Llegaron antes que nosotras.

—Era de esperar puesto que salieron antes.

—Si vinieron por el Camino Real, desde luego, no volvieron por él. Nos los habríamos topado. ¡No tienen vergüenza para darnos estas fatigas! ¿Dónde estarán los muy...?

—Deberíamos haber seguido —murmuró Elena, que sabía que el desasosiego no iba a dejarla descansar.

—¿Cómo? ¿A oscuras y a pie? Solo serán unas horas. Al amanecer despertaré al dueño de la casa y le obligaré que mire al animal tal y como ha dicho que haría. Estaremos en el camino antes de que el sol aparezca detrás de los montes.

—Igual han hecho como nosotras y se han refugiado en algún lugar para pasar la noche —aventuró Elena, esperanzada—. Los encontraremos mañana.

—Mañana —ratificó Juana, que estaba igual de deseosa por ponerles los ojos encima—. ¿Qué hicisteis con los libros?

Dejó pasar un instante antes de volver a hablar. Instante que no pasó desapercibido por Juana.

—Allí se quedaron —dijo y se hundió en el silencio.

—Algo pasó, algo os sucedió —constató Juana—. ¿Apareció alguien mientras estabais a solas?

—¿Por qué lo preguntáis?

—Porque lo presiento.

Otro instante en blanco.

—No.

Juana se incorporó del lecho.

—¿Estáis segura? ¿No habréis sufrido algún percance a manos de algún asaltador?

La alarma en la voz de la hermana de Miguel dijo a Elena que no podía dejar que pensara que la había abandonado a su suerte.

—No, no, no, Juana, tranquilizaos. Nada me ha sucedido. —No quería hablar de Miguel. No quería preocuparla sabiendo que él también podía estar en problemas con el hombre de los libros. Y tampoco quería confesarle que ese hermano suyo, al que en tan alta estima tenía, la había dejado sola en medio de la noche. Se sentía humillada. Además, en el pecho le escocía la sensación de que la discusión que habían mantenido había abierto una brecha entre ambos difícil de vendar y no quería hablar de ello. No con ella. Sin embargo, no tuvo la audacia de mentirle—. Apareció el dueño de los libros.

—¿Qué os dijo?

—Apenas nada. Se marchó enseguida, más preocupado por los libros que por mí.

—¿Por dónde?

Por primera vez a Elena le entraron dudas. ¿Y si a Miguel le había sucedido algo y por eso no había vuelto? ¿Y si le estaban esperando y lo habían herido? Su corazón comenzó a palpitar más deprisa. No. Imposible. Ella no había oído a más personas ni voces airadas ni ningún otro ruido extraño. Exhaló el aire que retenía.

—No sé por dónde se fue. Supongo que salió por otro lado y cogió alguno de los caminos que vimos y que subían por detrás de la iglesia.

Elena se dio cuenta de que las últimas palabras las había dicho con la voz empastada por la turbación que le provocaba pensar que él podía estar herido.

Notó unos golpecillos en el brazo. Era Juana que también había notado su aflicción e intentaba consolarla.

—No os preocupéis. Mañana daremos con ellos —dijo la hermana de Miguel. Y Elena supo que la imaginaba preocupada por los chicos.

Elena se limitó a quedarse boca arriba, con los ojos clavados en unas vigas que no veía.

Fue una noche eterna.

El jefe de la familia de los Gorrita no les dio buenas noticias. El caballo se había clavado una piedra del camino y la herida estaba abierta. El animal no podría caminar durante, al menos, los siguientes cuatro días.

Los Gorrita se ofrecieron a ceder a la bestia un rincón del establo y a ellas el desván de nuevo.

No hubo discusión; Juana no la hizo posible.

—Él se queda. Nosotras, no.

Apenas se pararon el tiempo de decirles lo agradecidas que estaban por haberles cobijado durante aquella noche y de asegurarles que antes de un par de días mandarían a alguien que se hiciera cargo del animal.

Pero aún no habían descendido el sendero que las llevaba de vuelta al camino cuando Manuel, el hijo de los Gorrita, salió a darles alcance.

—Que dice madre —les dijo sin apenas resuello— que lamenta no poder ofreceros ni un trozo de pan, pero que la hogaza que quedaba de la última hornada ha desaparecido de encima de la mesa de la cocina.

—Mucho malnacido es lo que hay por este mundo —masculló Juana.

—No os preocupéis, bastante habéis hecho dejándonos pasar la noche y quedándoos con el caballo hasta que podamos moverlo —le aseguró Elena al zagal con una sonrisa, echando a andar detrás de Juana, que se había adelantado.

Pero su marcha no duró mucho. Solo lo suficiente para dejar atrás un par de curvas del camino y para darse cuenta de que la angustia por lo que podría haberles sucedido a los chicos solo se había agudizado tras la noche pasada.

Elena fue la primera que se atrevió a poner en palabras sus temores.

—¿Creéis que estarán bien? —preguntó después de que finalizara un repecho y el camino volviera a descender.

No hubo tiempo de contestar.

Unos ruidos, unos golpes, una discusión apresurada, unas voces aún infantiles, les obligaron a salirse del camino y a precipitarse detrás de unos arbustos próximos al río.

Ni Juana ni Elena hubieran imaginado nunca que cuando encontraran a sus chicos, se quedarían clavadas en el suelo como las estacas de un vallado.

—¿¡Cómo se te ha ocurrido hacer eso!? —gritaba Sancho a Gonzalo sin terminar de recuperar el resuello.

Gonzalo se sujetaba el costado con la mano libre y se esforzaba en volver a respirar con normalidad.

—¿Qué querías que hiciera? ¿No tenías hambre?

—¡No tenías que robarlo!

—¿Dónde están las monedas para comprarlo, eh?

—Podíamos haber esperado hasta llegar a casa.

—Pues no es eso lo que decías hasta ahora. Estaba harto de escuchar tus lamentos sobre el estado de tus tripas.

—¡Ahora me dirás que ha sido culpa mía!

—¿De quién si no? Eres el mayor desagradecido del mundo.

—¡Así que desagradecido!

—¡Sí! Y como tan mal te parece lo que he hecho, ya puedes volver a sujetarte las tripas porque no pienso darte un solo pedazo.

Del interior de Sancho salió el rugido de un oso hambriento. Las dos mujeres volvieron sus ojos hacia él.

—No eres capaz —comentó el muchacho.

—¿Qué no? Espera y verás —le retó el otro y para confirmarlo dio un enorme pellizco a la dorada y suculenta masa y se lo llevó a la boca.

El aroma del pan recién cocido entró por las fosas nasales de las mujeres que presenciaban la discusión.

—Dame un trozo —exigía uno.

—No —declaraba el otro con la boca llena de aquella delicia.

El hijo de Elena lo miró masticar, se puso rojo de ira y se lanzó contra él. Le arrebató el resto de la comida, salió corriendo y se refugió detrás de las mulas.

Cuando Gonzalo lo alcanzó, le había pegado un buen bocado al pan y se esforzaba en masticarlo a pesar de que no le cabía en la boca.

—Dámelo.

Sancho negó con la boca llena. Gonzalo se lanzó contra él. La hogaza salió volando y cayó un poco más atrás. Peleaban para llegar hasta ella. Uno tiraba del otro y el otro aplastaba al uno.

—¡Gonzalo! —gritó una de ellas.

—¡Sancho! —chilló la otra.

Los chicos se miraron, sin poder creer lo que oían.

—¡Mi tía! —farfulló Gonzalo.

—¡Mi madre! —masculló Sancho.

—¡Imposible! —exclamaron al unísono.

No, no era imposible. Lo pudieron comprobar un momento después cuando las cabezas de las dos mujeres aparecieron por encima de ellos.

—¡Hijo! —gritó Elena.

—¡Hijo! —chilló Juana.

Los muchachos se levantaron de un salto, pero poco pudieron hacer para no caer en los brazos femeninos.

Pasó el primer instante, el segundo, el tercero y el cuarto y el abrazo se prolongó. Hasta que Elena y Juana tuvieron conciencia de que los habían encontrado al fin y de que estaban a salvo.

Gonzalo y Sancho vieron cambiar sus ojos; de tiernos y llorosos a duros e inclementes en un solo instante. Se echaron a temblar.

—¿Cómo se os ha ocurrido? —fue el primer reproche.

—Esto que habéis hecho es intolerable.

—¿Sabéis la angustia que hemos pasado?

—Esperad a que vuestro maestro os ponga la vista encima.

—¡Como les haya sucedido algo a los animales!

—¿Para qué os ha dado Dios el poco seso que tenéis?

—¡Ya es hora de que os portéis como adultos!

—¡Si al menos hubierais dejado una nota!

Los muchachos miraban a una y a otra mujer alternativamente, seguros ya de que aquella escapada sería la última en mucho tiempo. Gonzalo desvió los ojos hasta el resto del pan que yacía sobre la hierba y tuvo la seguridad de que el bocado que le había dado sería el último de aquel día.

—¡Menos mal que os hemos oído desde el camino! Varias horas más de angustia hubiéramos pasado si no llega a ser porque a Juana le ha parecido que erais vosotros.

—¿Y eso? —Juana señalaba la hogaza que Gonzalo observaba con tanto dolor.

—Es... pan —constató Sancho, temeroso de lo que vendría a continuación.

—Eso ya lo veo. ¿De dónde lo habéis sacado? —intervino Elena.

Gonzalo miró a Sancho, Sancho miró a Gonzalo. Ambos miraron a las mujeres que tenían delante, que parecían de todo menos comprensivas.

—Lo... —dijo el primero.

—... hemos... —continuó el segundo.

—... robado —terminó Juana.

—¡Lo habéis robado! —prorrumpió Elena.

Los chicos se prepararon para lo peor. Que llegó, por supuesto que lo hizo.

—¿Cómo se os ha ocurrido?

—¡Es intolerable!

—¡Y en domingo!

—¡Esperad a que lleguemos a casa!

—¿Para qué os ha dado Dios el poco seso que tenéis?

—¡Ya es hora de que os portéis como adultos!

Tan ocupados estaban, unas reclamando a sus infantes un poco de sensatez y otros esperando a que los reproches terminaran, que no se enteraron de que todo aquel que recorría el Camino Real miraba hacia donde procedían los gritos. Todos menos uno, que bastante tenía con llegar cuanto antes a Valmaseda primero y a Villasana después.