16
—GONZALO, no pares con esa mezcla.
—Pero, tío, llevo más de media hora dando vueltas al caldero.
—Sigue —le ordenó Miguel mientras regresaba a la tarea que le ocupaba—. Sancho, ten cuidado con eso. Si haces los agujeros demasiado grandes, las hojas bailarán y no podrás fijarlas correctamente.
—Además —oyó el reniego de Gonzalo—, no sé a qué tanta tinta. El encargo de la iglesia de Valmaseda ya está casi terminado y si no mandáis otra cosa...
Sancho hizo un gesto de aburrimiento, que Miguel contestó con una sonrisa de entendimiento.
—Gonzalo... —reprendió a su sobrino, sin prestar atención real a lo que decía.
Pero la prudencia no era una de las virtudes de su sobrino y el chico no se calló.
—Es un absurdo que estemos haciendo toda esta tinta si después no la vamos a usar, claro que la última que hicimos no ha durado nada. No lo entiendo, porque para los primeros trabajos que imprimimos no utilizamos más que...
Ni Sancho ni Pedro ni Miguel se percataron de que Gonzalo se había callado como tampoco de que un hombre entraba en la imprenta.
—La condena de un ayudante es hacer siempre lo que dice el maestro. Tu mentor no te lo ha enseñado muy bien, a pesar de que él tuvo muchas oportunidades de ponerlo en práctica.
Miguel se volvió con rapidez.
El padre de Elena se apoyaba en el umbral de la imprenta. Con el rostro relajado y los brazos cruzados sobre el pecho, nadie diría que apenas unas semanas antes habían estado al borde del enfrentamiento.
El respingo de Sancho lo hizo volverse hacia el muchacho. Tenía las muelas apretadas. El odio con el que miraba al que decía ser su abuelo era notorio.
Miguel se acercó a él, puso una mano sobre su hombro para transmitirle tranquilidad e hizo un gesto de negación con la cabeza. Ya hablarían después, pero antes, tenía que conseguir sacar a una sabandija de su imprenta.
Caminó hacia la entrada.
—Quizás es que el maestro de esta imprenta prefiere las solicitudes a las órdenes.
—Con buenas maneras nada conseguiréis de esos rufianes.
—A veces no es cuestión de conseguir sino de ofrecer.
—No lo diréis por vos, porque, si es por los jornales que no os entregué, vos mismo lo decidisteis así; desaparecisteis sin pedirlos. Yo siempre satisfago mis deudas.
—No es eso lo que me han contado.
—¿Quién? —Hizo un gesto de desprecio—. Calumnias, simples calumnias de hombres envidiosos.
—No es eso lo que me han contado —repitió Miguel para dejar bien patente de qué estaba hablando, de quién estaba hablando.
Miguel de Eguía lo captó, entendió la audacia y comprendió la intención.
—Que se vaya el chico —masculló.
Aquellas palabras sorprendieron a Miguel. Al final hasta iba a resultar ser un abuelo comprensivo.
—Coged un par de cubos y os vais al río por agua —les ordenó.
Miguel oyó cómo Gonzalo retiraba el caldero del fuego y se acercaba al rincón del fondo. De la mesa, donde Sancho encuadernaba las hojas de oraciones que tenían que entregar en la parroquia de Valmaseda los próximos días, no le llegó sonido de movimientos. Esperó a que su sobrino se acercara hasta él y le hizo un gesto en dirección a su compañero, que Gonzalo entendió a la primera.
—Vámonos, el maestro tiene negocios que atender —instó este a Sancho.
Miguel supo que el hijo de Elena se marchaba porque el banco en el que se sentaba cayó al suelo. La tensión que había crecido en su interior, desde que había visto a su antiguo patrón en la puerta de su negocio, se redujo.
Miguel de Eguía se hizo a un lado para facilitar el paso de sus dos ayudantes. Miguel se percató de que Sancho se cambiaba de lado para no rozarse con aquel que decía ser su abuelo.
—Pedro, acércate a casa de mi hermana a por trapos.
Su ayudante no protestó ni se demoró en salir. Miguel no esperó a que el padre de Elena hablara.
—¿A qué habéis venido? —le espetó.
La falsa sonrisa del otro hombre desapareció.
—¡Qué falta de cordialidad!
—Ambos sabemos que la vuestra no es una visita de cortesía. ¿Qué queréis?
—Tratar sobre mi hija.
—Os equivocáis de persona. Yo no soy con quien tenéis que hablar.
—Yo diría que sois precisamente vos la persona más idónea para contestar lo que he venido a preguntar. Explicadme, ¿qué pretendéis de ella?
A Miguel le turbó la pregunta. ¿Acaso insinuaba que sabía...?
—No voy a contestaros. Ya tenéis vuestra respuesta; ahora, marchaos de aquí.
—Os habéis amancebado con ella. —Miguel de Eguía esperó a que las palabras que acababa de pronunciar se hicieran hueco en la mente de Miguel. Los ojos de su antiguo empleado aumentaron de tamaño cuando esto sucedió—. ¿La vais a tomar como esposa?
—No es problema vuestro.
—Sí lo es, lleva mi apellido y todo lo que emponzoñe mi nombre es facultad mía.
—Nadie en esta villa sabe quién sois vos. Además, ella no utiliza su nombre de soltera. No creo que vuelva a usarlo nunca, no es algo de lo que se enorgullezca —añadió.
Aunque le constaba que era cierto, Miguel había dicho aquella última frase solo con la intención de herirlo.
Miguel de Eguía lo examinó con curiosidad, como si fuera la primera vez que lo veía, y, después, soltó una carcajada.
—No soy de esos a los que se les convence con una promesa.
—No, vos sois más del tipo que amenaza a las mujeres.
Una frase y los nervios de Miguel de Eguía se pusieron en tensión y estallaron.
—¡Es mi hija! ¡Puedo hacer con ella lo que me plazca! ¡Hasta obligarla a marcharse conmigo!
—Nunca se irá con vos. Os desprecia mucho más de lo que imagináis.
Miguel se preparó para hacer frente a un nuevo ataque de furia, pero, sorprendentemente, aquellas palabras parecieron divertirlo.
—Está claro que no aprendió de su madre, que era una mujer mucho más dócil.
—Si la tratáis como lo hicisteis la otra vez, no me extraña que Elena os odie.
—No es esa la causa de su repulsa hacia mí. ¿No os lo ha contado en vuestras largas «conversaciones» nocturnas?
Miguel acusó el golpe. No sabía cómo, pero aquel hombre sabía de su relación con Elena.
—Suponiendo que la obliguéis a que os acompañe, ¿de qué os servirá? Si lo que pretendéis es que se comporte como una hija ejemplar, nunca lo conseguiréis. No aplacaréis su animadversión hacia vos. Es una mujer de carácter.
—Hay maneras para enseñar a mudar la soberbia en mansedumbre.
—Nunca será una mujer sumisa.
—Cambiará.
—No.
—Sí, si lo que está en juego es su propio hijo.
—¡Sois despreciable!
—No más que otros —dijo Miguel de Eguía con una seguridad pasmosa.
—¿Qué ganaríais vos con ello?
—Me servirá para presumir de hija virtuosa. Aún tengo que limpiar algunas de las mentiras que se han vertido sobre mí y por las que he pagado un alto precio.
—Si os referís a las acusaciones de que apoyabais la causa erasmista, a nadie convenceréis de que son falsas. Todo el mundo en la profesión sabe que lo hacíais.
—¡Mentiras! Mentiras fruto de la envidia de mis competidores. Su descarnada inquina me llevó a la cárcel y me mantuvo allí durante dos años.
—Tuvisteis más suerte que algunos de los vuestros. Vos salisteis de allí caminando; otros lo hicieron dentro de una caja y fueron directos al camposanto.
—No es culpa mía si gozo de mejor salud que ellos.
—¡Si seréis...!
Miguel no pudo contenerse y, aunque hubiera podido, tampoco lo habría hecho. De una zancada se plantó ante el impresor y lo sujetó por la pechera.
—¡Soltadme! —gritó este.
Pero Miguel no tenía intención de hacerlo. Ya había oído suficiente y no estaba dispuesto a seguir haciéndolo. En volandas, lo llevó hasta la puerta y lo arrojó a la vía. Vio cómo se revolcaba en el polvo de la calle.
—¡Fuera de mi negocio! —le gritó con gesto amenazador—. Os lo advierto, no volváis por aquí y no volváis a molestarla.
Miguel de Eguía se puso en pie a toda prisa mientras se sacudía la ropa.
—¡No sois más que un estúpido! Desaprovechasteis vuestra valía, nunca llegasteis a ser nadie, por eso habéis acabado enterrado en esta villa de mala muerte. Os habéis prendado de la mujer equivocada y seguís desafiando al poder religioso. ¡Sé lo que hacéis, os he visto! ¡A los dos! —El padre de Elena debió de notar movimiento a su izquierda porque se volvió hacia allí. Miguel siguió su mirada. Dos mujeres se habían parado en medio de la calle y lo miraban con los ojos desencajados. Una de ellas era su hermana Juana y la otra su comadre Nicolasa. El padre de Elena recogió su sombrero, que había volado un poco más allá—. ¡Os arrepentiréis de esto! —le amenazó con los ojos inyectados.
Mientras lo veía empujar a las mujeres, Miguel se dio cuenta de que era de esos hombres que se envalentonaba ante los que consideraba más débiles que él, pero que no se atrevía con otros más fuertes. Miguel de Eguía era en realidad un cobarde, de esos que hacían las cosas a escondidas.
Sancho llegó al río antes que Gonzalo. Lo había dejado atrás nada más salir de la imprenta. Le arrebató uno de los cubos y corrió como nunca lo había hecho. Quería estar solo, quería gritar, desaparecer y que su abuelo desapareciera también.
Lo odiaba.
La primera imagen que tenía de él era vaga y difusa; apenas el recuerdo de un hombre con el que se cruzaron en medio de la calle un día en que acompañaba a su madre al mercado. La segunda no era mejor; discutía con su padre mientras él jugaba en el suelo con unas piezas de madera que había encontrado en un rincón de la imprenta. En ninguna de las demás salía beneficiado. Ni un solo gesto amable, nada de sonrisas ni de caricias. Ni siquiera pensaba en él como en su abuelo. Era el padre de su madre, simplemente eso. Un auténtico desconocido.
Pero llegó el día en que hasta eso cambió. Fue después de que todo pasara, de que a su padre lo apresaran y desapareciera. Su madre lloraba amargamente.
Él se aferró a su falda, pidiéndole, rogándole que no lo hiciera. Pero ella no podía parar y él, entre los sollozos, lo único que le entendía era una frase que repetía una y otra vez: «No nos va a ayudar, hijo, tu abuelo no nos va a ayudar».
Sancho oyó los pasos de Gonzalo antes de que este llegara. Cuando lo alcanzó, se puso a su lado, en silencio. El hijo de Elena esperó a que se mofara de él como hacía siempre que lo pillaba en un momento de debilidad, sin embargo, no lo hizo.
El silencio lo obligó a dar rienda suelta a su rabia. Cogió el cubo de madera que aún colgaba de su mano, dio un grito desgarrado y lo arrojó dentro del río, lo más lejos que pudo. Los dos muchachos vieron el agua salpicar por todas partes y sintieron las gotas mojarles la ropa. Observaron cómo flotaba en el agua y comenzaba a descender el curso del río Cadagua. Lo siguieron hasta que se quedó enredado en unos juncos.
Sancho se quedó inmóvil, esperando no sabía qué. Gonzalo fue el primero en reaccionar. Saltó dentro y caminó con el agua a la altura de la cintura hasta alcanzarlo.
Cuando consiguió vencer la corriente y regresar hasta la orilla, volvió a ponerse junto a él chorreando agua.
—Lo siento —le dijo a Sancho apenas en un murmullo.
Sancho bajó los ojos y los dejó clavados en la mano que le tendía el cubo. Aferró la cuerda que hacía las veces de asa. Gonzalo no la soltó.
Cualquiera que pasara por allí en aquel instante pensaría que eran dos muchachos que se retaban uno al otro, sin embargo, se trataba de dos simples muchachos ofreciéndose amistad.
Apenas habían hablado en toda la noche. Miguel no había dicho nada sobre la refriega mantenida con su padre ni ella lo había mencionado.
Miguel esperaba que Sancho hubiera cumplido lo prometido y no le hubiera contado nada a su madre. Los chicos habían aparecido bastante tiempo después de que Miguel de Eguía desapareciera de la calle y, deseaba, de la villa. Había llevado aparte al hijo de Elena. Estuvieron de acuerdo; ella no tenía que enterarse de aquella visita.
Dejó de apretar la barra que movía el tornillo de la prensa y este subió un palmo. Miró a Elena, que se afanaba en sacar el pliego impreso y meter el siguiente. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la nuca, sin embargo, un mechón de pelo se había soltado y le caía sobre un hombro. Pensar que en unas horas la tendría entre los brazos le paraba la respiración.
—Apenas queda papel. Como no nos lo entregue mañana como apalabramos, tendremos que parar el trabajo a media noche.
—Nunca ha fallado. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?
—La primera vez se retrasó dos días.
—No calcularía bien el tiempo que tarda en fabricarlo. Pero desde aquella vez, ha cumplido con todas las entregas —se defendió Elena.
El silencio cubrió la estancia durante un rato.
—Si no se parara a señalizar las páginas...
—¿Cómo?
—El maestro papelero, que si no pusiera la marca de agua en el papel, no le costaría tanto. Me pregunto qué significará. Está claro que es un hombre vanidoso.
—Uno nunca está demasiado satisfecho de su trabajo —contestó Elena, molesta por el comentario. Era cierto, sí, que estaba orgullosa de su labor, pero eso no era malo.
Miguel notó su irritación y decidió regresar a la conversación anterior.
—La última vez, hizo la entrega durante la mañana. No me gusta. Cualquiera puede aproximarse a los olmos, verlo y llevárselo. Si eso sucede, nos quedaríamos sin los pliegos.
—Me acercaré antes del almuerzo y, si está, me lo llevaré a casa. Lo traeré conmigo por la noche —declaró, contenta ante la ocasión que Miguel le acababa de ofrecer.
Era la excusa perfecta. A partir de entonces, no tendría que temer que Miguel la encontrara con el papel encima. Siempre podía alegar que acababa de encontrarlo en el lugar de la entrega.
—Elena.
—¿Sí?
—Si te pregunto una cosa, ¿prometes contestarme?
Ella levantó la cabeza alarmada. Ahora le decía que sabía que era ella la que fabricaba el papel y la echaba de su vida.
—¿Qué pretendes? —preguntó con temor.
—¿Prometes hacerlo?
—No sé bien a qué te refieres. ¿Cuál es la pregunta?
—Antes de hacértela... Solo hay una cosa que no soportaría que hicieras; no toleraría que me mintieras.
Elena sintió que un rayo caía sobre ella y la partía en dos. Se le doblaron las rodillas y tuvo que sujetarse a la prensa para no desplomarse. ¿Mentirle? Todo lo que ella hacía era una mentira, todo menos lo que sentía por él.
—¿Cuál es la pregunta? —musitó con un hilo de voz.
—¿Ha sucedido algo hoy? —preguntó Miguel, nervioso ante la respuesta.
—¿Qué podría haber pasado? —preguntó ella, perpleja.
¿Qué? Que Miguel de Eguía hubiera aparecido en casa de Elena y hubiera arrojado contra ella la ira que no había podido descargar sobre él.
—No sé, algún problema con alguien.
Elena colocó el siguiente pliego sobre la prensa antes de mirarlo. Estaba sorprendida y divertida a la vez.
—Listo. Ya puedes bajarlo. —Miguel tardó en reaccionar a lo que le indicaba—. El tornillo, Miguel.
—Sí, claro.
Ella observó cómo los músculos de los brazos se le marcaban por el esfuerzo. En secreto, se alegraba de que aquel verano resultara el más cálido de la década, tal y como decían en el pueblo. Acariciar con la mirada el torso desnudo y sudoroso de Miguel durante horas era uno de los mayores regalos que la vida le había hecho. Eso y la felicidad de sentirlo, a su lado, dentro de ella.
—¿Con quién? ¿Con Sancho?
Miguel dio un respingo antes de aflojar la barra.
—¿Ha sucedido algo con Sancho? ¿Te ha dicho algo?
—No, no me ha sucedido nada con él. Ha llegado a casa muy callado, como tú esta noche. —Elena pareció caer en la cuenta de que la actitud de los hombres de su vida era la misma. Apartó la hoja impresa, la puso en el montón de las usadas y cogió otra en blanco—. ¿Ha pasado algo en la imprenta? ¿Habéis discutido? ¿Os ha ocurrido algún contratiempo?
Miguel se quedó mudo. ¿Qué podía decirle? La verdad.
—Deberíamos casarnos.
Las manos de Elena comenzaron a temblar. Incapaz de levantar la mirada del papel que se agitaba entre sus dedos, intentó colocarlo en su sitio sin ningún éxito. Tuvo que claudicar y enfrentarse a lo que Miguel acababa de decirle. Se encontró con un rostro ansioso por saber la contestación.
—Miguel... yo... no sé qué decir...
Lo sabía, claro que lo sabía. Sabía que daría lo que fuera por permanecer a su lado día y noche, sabía la ilusión que la embargaba al pensar en unir sus manos bajo la atenta mirada del pueblo, atravesar la puerta de la iglesia emocionada, pararse bajo el relieve de la adoración de los reyes al Niño Dios y respirar por primera vez el aire de su futura vida juntos.
Pero también temía la reacción de Miguel cuando descubriera su engaño. Todo lo que pedía era acabar ese trabajo sin que él se enterara de la mentira que había tejido a su alrededor.
—Creo que lo mejor es que lo hagamos lo más pronto posible —insistió él.
Cuanto antes estuvieran ella y Sancho bajo su protección, más seguros estarían de las garras de Miguel de Eguía.
—No, Miguel, no —rogó Elena con un hilo de voz—, por favor, no hablemos de esto aún. No todavía.
—No lo comprendes. Es capital que lo hagamos. —Buscó una excusa rápida. No tuvo que pensar demasiado, le bastó recordar la conversación con el padre de Elena—. Pronto escucharemos rumores por el pueblo sobre nosotros. Hay que acabar con ellos. Tenemos que casarnos cuanto antes.
Miguel ya había tomado la decisión. Sin sospechar quién le estaba sirviendo el papel. Sin dudar de su honradez. Sin preguntar siquiera. Sin contar con ella.
No, ella no podía casarse con él. No en aquellas condiciones, no con aquellos planteamientos. No si era una orden.
Pero, por primera vez en su vida, no fue capaz de contestar. Su voz no pronunciaría lo contrario a lo que su corazón quería gritar al viento. «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»
—Tenemos que seguir si queremos terminar con esta página esta noche —fue su contestación y metió una nueva hoja.
Las manos de Miguel, sin embargo, no se movieron.
—¿Elena, no has comprendido lo que te he dicho?
La tenía acorralada. Esta vez no podía eludir la contestación. Lo miró a los ojos con toda serenidad. Puso el alma en la respuesta.
—Miguel, ¿tú confías en mí? —Él asintió—. Cuando acabemos con este trabajo, hablaremos de ese tema, pero mientras tanto, te ruego que no lo menciones de nuevo.
—Pero ¿por qué? Es importante, podrías estar en... en boca de todos —«o en peligro».
—Confiemos en la suerte.
—La suerte no va a salvarte.
Elena no hizo caso al comentario. Solo tenía una cosa en mente y era que a Miguel le quedara claro que le explicaría todo. «Cuando esto acabe», se repitió.
—Te prometo que cuando todo termine, responderé a todas tus preguntas.
—No necesito más explicaciones que las que tú quieras darme —susurró él sin dejar de mirarla—. Solo necesito que me respondas a la que acabo de hacerte.
La delicadeza de la voz de Miguel se clavó en lo más hondo de Elena y avivó su deseo por él. Decidió que ya era hora de dejar el trabajo. Al día siguiente tendrían tiempo de acabar. Lo que estaba en juego era mucho más que unas horas sin descanso, mucho más que la página treinta y cinco de un libro sin título, era la seguridad que Miguel le ofrecía, la esperanza de que su relación continuara, su intimidad con él. Lo que estaba en juego era su amor.
Apartó las hojas en blanco y las apiló sobre la mesa, echó las manos atrás y soltó la cinta que sujetaba el faldar que protegía sus ropas de las manchas de tinta. Se acercó hasta Miguel y lo obligó a separarse de la prensa. Posó las manos sobre los músculos de su estómago y comenzó a subir por su piel.
—Vamos a dejarlo, estás agotado —susurró mientras acercaba la boca a su pecho y le besaba uno de los pezones.
—Las cosas no se solucionan solas. Las palabras son necesarias.
—A veces —murmuró ella antes de mordisquearle el otro—. Solo a veces.