13
ELENA se pasó el dorso de la mano por la frente para enjugar las gotas de sudor. Las noches de verano en Alcalá podían llegar a ser muy sofocantes y dormir se hacía a veces imposible, pero nunca en su vida había soportado aquel bochorno. La cercanía con el mar hacía que el ambiente del valle fuera mucho más húmedo que el de los sitios en los que había vivido hasta entonces y no estaba acostumbrada a aquella pegajosa sensación.
Todo era perfecto mientras se encontrara cerca del río, recogiendo la masa de papel o colocando las telas en el batán. Pero cuando regresaba a su casa y comenzaba a fabricar los pliegos, empezaba a sudar y los minutos se le hacían horas. Era desesperante.
No pudo más y salió al exterior a respirar un poco de aire. Se desabrochó otro botón más de la camisa y se abrió el cuello más allá de toda decencia. El ocaso hacía tiempo que había llegado y la temperatura había descendido un poco. La humedad de su cuerpo en contacto con el aire provocó una sensación de frescor que calmó su impaciencia. Tentada estuvo a desembarazarse de la falda.
Inspiró una bocanada y llenó sus pulmones de la refrescante sensación; sensación que duró hasta que su piel se secó. Apenas unos segundos y el calor volvió a apoderarse de ella.
«No hay remedio para esto», se dijo y regresó al interior de la vivienda.
Echó un vistazo a la enorme cesta donde guardaba los pliegos de papel, ya estaban preparados, solo a falta de empaquetarlos. Dos días de trabajo, una resma. «No está mal.» Media resma, diez manos, cincuenta cuadernillos, doscientos cincuenta pliegos. Doscientos cincuenta pliegos en dos días. «No está nada mal.»
Eso sí, trabajando día y noche y durmiendo apenas tres horas. Pero estaba a punto de conseguirlo. La segunda entrega era al día siguiente, lo lograría.
Se acercó a la pequeña prensa en la que colocaba la pasta de papel para estirarla y escurrirla y apretó los cuatro tornillos. Un hilillo de agua cayó sobre la mesa. Esperó un rato y abrió la caja de madera donde guardaba el rodillo para que Sancho no lo viera y lo sacó. El dibujo en relieve marcado en él brilló a la luz del candil. Con rapidez, desenroscó los tornillos y quitó la madera superior que aplastaba el pliego.
Apoyó el cilindro sobre el papel y lo hizo rodar, apretando lo más fuerte que podía. Apenas se notaba que hubiera nada. Sería después, cuando el papel estuviera seco y se mirara al trasluz, cuando aparecería su marca, la señal de que había sido ella la que había fabricado aquel pliego. Había elegido una antorcha por la razón más simple del mundo. Era su firma, era su nombre; era lo que Elena significaba en griego. ¿Quién se lo había dicho? Ni lo recordaba ya.
Satisfecha, volvió a colocar el papel en el soporte del que lo había sacado y regresó a la tina. Con un palo, que mantenía apoyado en el borde, agitó el contenido con fuerza. Cuando la masa había adquirido consistencia homogénea, metió el tamiz y lo meció hacia uno y otro lado. Lo sacó y lo sostuvo en el aire. Elena se dejó salpicar por las gotas de agua que chocaban contra la superficie. Todo un alivio, después de todo.
Mucho rato después, ni sabía cuánto tiempo hacía que Sancho llevaba dormido, diez pliegos más colgaban de una de las cuerdas dispuestas para secarse.
«Se acabó por hoy.» Le dolían todos los huesos. La espalda, sobre todo. Y los nudillos. Se miró las manos con pena. Las tenía ásperas. Tendría que echarse más a menudo la pomada de su madre, que guardaba como el mayor de los tesoros.
Salió de nuevo a la calle. Antes de subir a la alcoba necesitaba refrescarse, a pesar de que se le cerraban los ojos de cansancio. Se acercó a la pared lateral y se dejó caer en el banco de madera. Apoyó la cabeza en el muro.
Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad y distinguir los perfiles del bosque. La luna estaba en menguante. «Cebollas y ajos en luna menguante», repitió para sí. ¿De dónde había sacado aquel dicho ella, que siempre había vivido en una villa? No tenía ni idea. Lo más probable era que lo hubiera escuchado a alguna de las aldeanas en su peregrinación en busca de telas. «Eso es que ya estoy echando raíces en este valle.» Sonrió. La idea no le desagradaba en absoluto.
Reunió las fuerzas que le quedaban para levantarse. Fue entonces cuando la vio. Al fondo, al otro lado del bosquecillo, en la misma dirección en la que estaba la casa del abuelo de Miguel, «la casa de Miguel».
Sancho le había contado que se había mudado hacía días. No era extraño que hubiera luz. Lo singular era que estuviera encendida todavía.
Podía haberse quedado, pero no lo hizo. El cansancio desapareció de repente, barrido por la curiosidad y el apremio por verle. Solo sería un momento, se acercaría por el camino y echaría un vistazo. Solo un vistazo, y de lejos. Prometido.
Corriendo, entró en su casa, cogió el farol, que colgaba de un clavo en una de las vigas, y salió de nuevo. Avanzó por el camino y un instante después, se dio media vuelta y se volvió. Con cuidado, para que el ruido no despertara a Sancho, cerró las hojas de la puerta y partió.
Le entraron las dudas a medio camino. Pensó en regresar. Se había vuelto completamente loca; dejaba a su hijo solo en casa y se internaba en la noche oscura con la única intención de espiar a un hombre.
«Pues sí», se dijo divertida. «Y nadie se va a enterar.»
Apagó el farol en cuanto salió de la protección de los árboles. Miguel estaba dentro. De eso no había duda; la puerta estaba abierta y del interior salía luz y unos golpes difíciles de catalogar. En el prado, delante de la casa, había una carreta.
La rodeó para averiguar lo que contenía. La carga más ligera del mundo. Estaba vacía. Lo que hubiera transportado estaba a recaudo bajo el tejado del edificio que tenía ante ella.
Dudó si avisar o entrar directamente. Como no se decidió, hizo ambas cosas. Golpeó la madera de la puerta entreabierta al tiempo que se asomaba dentro. Inútil elección. Nadie se asomó a recibirla.
—Hola —llamó.
Los golpes se detuvieron y los nervios de Elena decidieron aparecer. A toda prisa, buscó una excusa para justificar lo que hacía allí a aquellas horas que sonara convincente. Trabajo inútil. Nadie apareció.
Los golpes regresaron de nuevo. Con el mismo ritmo; un, dos, tres y, después, uno más fuerte; un, dos, tres y, después, otro más fuerte; un, dos, tres y, después...
Se decidió a entrar.
—¡Hola! —alzó la voz.
Sin embargo no consiguió acallar aquel desagradable ruido.
¿De dónde venía? Miró hacia las escaleras; no de arriba. Se acercó al fondo de la estancia. De allí, procedían de detrás de aquella pared. En realidad parecía que aquel rincón lo utilizaran de pajar porque un enorme montón de heno a medio secar se agolpaba a sus pies. Pasó por encima de él. Las briznas de hierba se le metieron por los zapatos.
A tientas, puesto que el candil que iluminaba la mitad de la estancia estaba en los primeros escalones de la subida al piso superior y el suyo lo había apagado antes de llegar, buscó una puerta que abrir y avisar de su presencia a Miguel.
Simplemente, no existía. Golpeó la pared; una, dos, varias veces. Por un momento, el espacio entre un golpe y el siguiente duró más tiempo del normal. ¿La habría oído? La respuesta llegó al instante siguiente. Un, dos, tres y, después, uno más fuerte; un, dos, tres y, después, otro más fuerte; un, dos, tres y, después... No la había oído.
Soltó un suspiro, se sintió ridícula. El impulso de abandonar su casa y llegar hasta él había cedido, había pasado el momento. Encendería de nuevo el farol, se daría la vuelta y regresaría. Nadie más que ella se enteraría de que había estado allí aquella noche.
Sintió lástima de sí misma, por lo que podría haber sido, por «el deseo insatisfecho», pensó cuando reconoció que no había llegado hasta allí para hablar con Miguel. «Quería verlo», se dijo. «No solo quería verlo, sino también tocarlo», reconoció. Como había hecho él con ella. Sintió de nuevo la sensación de su mano subiendo por su espalda, en la imprenta, a escondidas de los chicos y un cosquilleo le recorrió el cuerpo; se le erizó el vello de los brazos de entusiasmo.
Quería ver de nuevo sus pupilas brillantes de deseo, quería probar sus besos otra vez, quería sentir el roce de sus labios en la piel, quería mirar su figura.
«Pero Dios no lo ha querido», se resignó.
Su mente se conformó, no así su cuerpo. Pensar en Miguel, en sus caricias, le había acelerado la sangre. Notaba los pechos duros, las piernas flojas y un espiral de excitación en el bajo vientre.
En esas circunstancias tenía solo dos opciones: irse y que Miguel no se enterara de que había estado allí o quedarse y esperar.
Esperar, pero ¿hasta cuándo?
Fue plantearse la pregunta y la cara de su hijo apareció ante ella. Era una mujer adulta, no una muchacha alocada. Olvidaría sus locos sueños, sus ardientes deseos y se marcharía.
De la calle donde lo había dejado, cogió el farol apagado y entró en la casa. Subió un par de escalones. Sacó la vela del que colgaba de la escalera y, con cuidado para no quemarse, la acercó a la de su farol, que prendió con alegría a pesar de la cera líquida que se derramó sobre la mecha.
No fue hasta entonces, cuando izó el candil y se dio la vuelta para marcharse, que se enteró de lo que era en realidad el lugar en el que se encontraba.
«¡Otra imprenta!»
Miguel había instalado una réplica de su negocio. Agitó la lámpara a uno y otro lado y los materiales fueron apareciendo. Estaba la prensa, los cubos de tinta en un rincón, las balas de entintar a su lado; sobre una de las mesas, los moldes de componer; y los pliegos sobre la otra. «Mis pliegos.» Miguel había ocultado allí otra imprenta.
Sancho no lo sabía —de eso estaba segura, se lo habría contado—. Nadie lo sabía, imaginó. «Hasta ahora.»
Solo ella conocía el secreto y únicamente ella sabía lo que aquello significaba; que el trabajo que Miguel tenía entre manos no era del agrado de la Iglesia.
Se llevó la mano a la boca para silenciar un lamento.
«¡Otra vez no, Señor!»
Le llevó un buen rato conseguir que el corazón se le tranquilizara y las sienes le dejaran de palpitar. Solo cuando su ansiedad se aplacó en parte, se dio cuenta de que los golpes se habían detenido, como si la persona que los estuviera haciendo hubiese escuchado su callado grito.
La casa permanecía en silencio. Dentro no se escuchaban los relajantes ruidos de la noche; grillos, lechuzas, sapos e incluso la agitación de las ramas habían desaparecido junto con la valentía que la había llevado hasta allí.
Los escalones crujieron bajo su peso. Ya tenía los pies en el piso inferior cuando escuchó un ruido.
—Mi... Miguel —llamó.
Otro chasquido.
Elena alzó el candil por delante de ella.
—Si estás intentando asustarme, te aseguro que lo has conseguido.
Del otro lado del muro del fondo aparecieron los pies desnudos de un hombre. Después las calzas, las piernas y, luego, el borde de la camisa suelta sobre la cintura y el resto del cuerpo. Ese hombre se puso en pie y se dio la vuelta. Por la abertura de la ropa, vio parte de su pecho. Y, por fin, a Miguel.
El alivio de Elena fue notorio. El aire escapó de su garganta de manera forzada.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
Parecía molesto de verla.
—No podía dormir y vi la luz —mintió—. Sancho me ha dicho que ahora vives aquí.
Para remarcar sus palabras, dibujó un arco con la luz que llevaba en la mano y la estancia se iluminó.
—Sí, me he instalado hace unos días —comentó él mientras se aproximaba a la prensa y se apoyaba en una esquina. Ella tomó aquello como lo que era: la insinuación de que callara lo que veía—. Así que has venido a ejercer de buena vecina —comentó con ironía a la vez que elevaba una ceja y cruzaba los brazos en un gesto de absoluta relajación.
—Yo, bueno... sí, no, en realidad no sé a qué... —Se sintió ridícula con aquel balbuceo—. Me marcho. Perdona si te he molestado.
Dio dos pasos atrás sin dejar de mirarle. Las cejas de Miguel se ciñeron sobre sus ojos y la sonrisa burlona desapareció de su boca. Ella, avergonzada, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.
—Elena —llamó él.
Ella se volvió y se sorprendió al encontrarlo más cerca de lo esperado.
—No te preocupes, ya he olvidado todo lo que he visto —respondió a la pregunta que no había pronunciado.
—Estoy solo. Mi ayudante, Pedro, se ha marchado a Valmaseda.
A Elena le sorprendió el comentario.
—Ni siquiera sabía que él estuviera aquí —murmuró nerviosa.
—Elena, quédate.
El farol se le resbaló entre los dedos y estuvo a punto de caer al suelo. Por suerte, Miguel fue más rápido y lo interceptó antes de que ocurriera una desgracia.
—Repítelo —murmuró ella.
Él le cogió la mano y la acercó con suavidad hacia la prensa. Colocó el candil debajo del tornillo.
—Primero dejemos esto en donde no se pueda caer. El fuego es muy peligroso para este negocio.
Sus labios volvían a sonreír.
—Repítelo.
Él le cogió la otra mano y se las llevó a la boca. Besó sus nudillos, uno tras otro, con toda la suavidad del mundo. Después, la miró a los ojos.
La luz de la vela hacía brillar sus pupilas; abiertas, emocionadas.
—Quédate conmigo —le rogó él de nuevo—. Por favor.
¿Cuánto tiempo hacía que no se sentía necesitada por un hombre? Toda la vida. Se le doblaron las piernas y se aferró a él para no caer.
Pero tan pronto como llegó, la debilidad se marchó. Volvía a ser la mujer segura que se había forjado en su interior en los últimos tiempos.
—No era mi intención espiarte —le aseguró sin soltarse de sus manos.
—¿Cuál era tu propósito?
De nuevo aquella pregunta. ¿Cuál? ¿Qué pretendía al llegarse hasta su casa? Las palabras salieron antes de pensarlas.
—Quería verte.
—Solo verme —dijo él, sarcástico.
Elena estaba acorralada; entre la confesión y la pérdida. Reconocer que lo deseaba era más de lo que la moral le permitía, pero si no rompía sus propias barreras y le decía que ansiaba continuar lo que habían interrumpido en la imprenta de Villasana probablemente aquello que compartían se disolvería como un puñado de harina en el río.
Además, lo tenía delante y lo deseaba.
—Verte —repitió— y tocarte.
Fue suficiente.
Las manos de Miguel soltaron las suyas. Elena sintió sus dedos rozar la piel de sus brazos, detenerse en sus codos y seguir subiendo. Las perdió cuando llegaron a la altura de las mangas de la camisa, que ella misma había cortado para soportar los rigores del verano, y aparecieron de nuevo junto a su cuello.
Al momento notaba el pulgar de Miguel sobre su pulso y al siguiente su boca. Abierta, húmeda, refrescante. Cerró los ojos y echó la cabeza atrás para dejar espacio a que la saboreara.
Pero Miguel, en vez de seguir, se separó de ella y la empujó con suavidad. Elena dio un paso y chocó con la superficie de la imprenta.
Entonces, él regresó a ella. Perfiló sus cejas, besó sus ojos, recorrió el arco de su nariz, delineó sus labios y los sintió temblar.
—¿Miedo?
Ella clavó una limpia mirada en él.
—No —dijo con seguridad.
—¿Entonces?
Sobraron las palabras.
Elena hundió las manos en su pelo, sujetó su nuca y lo besó.
Fue un beso intenso y voraz, así era como ella se sentía; posesivo y generoso a la vez. Sobre todo fue un beso sincero. Elena exigía, pero entregaba. Elena codiciaba y ofrecía. Elena rozaba, besaba, lamía, mordía y se dejaba rozar, besar, lamer y morder.
Miguel se apretaba contra ella y la opresión de su pecho y el peso de su cuerpo no eran más que un acicate para su delirio, para su deseo.
Sin apartar su boca, deslizó las manos hasta sus hombros y tiró de su camisa hacia arriba.
Miguel dejó un reguero de besos por el borde del pelo, detrás de su oreja.
—Será difícil de esa manera —se burló él al oído.
—Quítatela —jadeó ella.
—Quiero que lo hagas tú.
Ella se detuvo. Nunca había sido así. Con Sancho, se desnudaban sentados en la cama, cada uno en un lado, con los ojos fijos en la pared que tenían enfrente, y se encontraban dentro.
Miguel no tuvo que repetírselo. Elena metió las manos por debajo del borde de la camisa masculina y las subió por su piel. Los brazos arrastraron la tela hacia arriba.
Elena sintió su estómago, notó su ombligo, jugueteó con su vello, vio la elevación de sus costillas. Alzó los brazos hasta que la ropa alcanzó la altura de sus hombros. Miguel no tuvo paciencia para más y se la sacó por la cabeza de un tirón. Ella le rozó un pezón. El estremecimiento de Miguel estimuló su osadía. Acercó el rostro a su piel y le lamió el otro.
—No te detengas —farfulló mientras se inclinaba sobre ella y le mordía la base del cuello.
No lo hizo. Miguel tampoco. Bajó las manos por la espalda de Elena hasta llegar a sus nalgas y las apretó con fuerza. Ella pegó las caderas contra las suyas y sintió su excitación justo al lado de la suya. Al lado, pero no unida, no juntos, no dentro y no estaba dispuesta a soportar la frustración que eso le provocaba. Comenzó a luchar contra la cintura de sus calzas. De nuevo necesitó ayuda. Pero por una vez no le importó pedirla.
—No puedo yo sola —sugirió.
—Yo lo hago —dijo Miguel. Y no lo decía solo por su ropa.
Fue fácil desnudarla. Le bajó la camisa hasta la cintura. Por la parte trasera, buscó la cinta que ceñía la falda a su cintura y tiró de ella. La tela quedó floja y no tuvo más que dar un pequeño tirón hacia abajo, el peso del tejido hizo el resto. Apartó la ropa a un lado para no tropezar con ella.
La frescura de la noche rozó la piel de Elena y le erizó todo el vello. Los pezones se irguieron aún más. Miguel se agachó un poco hasta su altura. Despacio, para que ella lo viera, metió el dedo índice en su boca y lo chupó. Después, lo llevó hasta la cima de uno de sus senos. Recorrió la aureola humedeciéndolo con su propia saliva y sopló.
Elena sintió debilitarse y se le escapó un gemido. Apoyó las manos en el madero que tenía detrás para no caerse.
Miguel volvió a llevar el dedo a la boca y lo chupó de nuevo. Lentamente recorrió el otro pezón. Elena se removió encendida.
Fue el principio. Le siguieron la lengua, los labios, los dientes. Miguel los lamía, los besaba, los mordía, tiraba de ellos, succionaba las cimas de sus senos, los apretaba, los pellizcaba. Mientras que ella se limitaba a hundir sus manos en su pelo. No podía hacer otra cosa.
Se deshacía por dentro. Y por fuera. Sin embargo, no quería que Miguel se detuviera. Nunca.
Ni Miguel estaba dispuesto a hacerlo. Bajó una mano y la introdujo entre sus piernas. Elena dio un respingo involuntario, pero él no se dejó engañar y siguió adelante. No imaginaba nada mejor que explorar las profundidades de la mujer que tenía entre los brazos. Lo hizo. Estaba húmeda, abierta.
Elena cerró las piernas y dejó su mano atrapada entre ellas.
—No salgas —rogó ella en un susurro, desplomada sobre él y con los ojos cerrados.
—No quiero hacerlo. Quiero entrar en ti —reconoció él.
Pero lo hizo. Se alejó.
—No... —se quejó ella.
Salió de ella. Para cogerla por la cintura y elevarla en el aire. Quedó sentada en el borde de la prensa. Tan pronto como Elena se dio cuenta de la posición que ocupaba ahora, abrió las rodillas y lo invitó a ella.
Miguel apenas tuvo que moverse y ya estaba entre sus piernas.
—Quiero entrar en ti y que tú lo hagas en mí —declaró un instante antes de sujetarla por las nalgas y atraerla a él.
Elena lanzó un alegre lamento y le rodeó las caderas. Dejó de ser ella. Se adaptó al ritmo que Miguel marcaba, se acomodó a su danza, renunció a su contención, soltó las cuerdas que la ataban a la realidad, dejó escapar los miedos, permitió que la llenara de placer. Se abandonó a él, a sus besos, a sus acompasados movimientos, a su intensidad, a su pasión.
Miguel y ella. Delante, detrás. Dentro y fuera. Una y otra vez. Ella y Miguel. Y sus manos. Y el deseo. Y ella y Miguel. Miguel. Miguel. Miguel.
Lo sintió, notó cuando él estaba a punto de alcanzar la cima y dejó de pensar. Ni siquiera sintió cómo él apartaba sus caderas un instante antes de devolver la semilla a la tierra. Se desplomó sobre ella y la cubrió con su cuerpo.
Elena se perdió en la irrealidad de los sueños alcanzados.
Miguel esperó a que su corazón se recuperara. Una insólita euforia vibraba en él. No podía recordar ninguna vez en la que se sintiera como entonces. No quería moverse, no si significaba que la sensación de gozo se desvanecería. Se sentía capaz de volar, de enfrentarse con un batallón de crueles soldados o de acompañar a los descubridores en sus conquistas en las Indias.
Tenía los labios sobre el cuello de Elena y sentía el vertiginoso viaje que describía la sangre en su interior. Como él, tardó en recobrarse. En su fuero interno, se vanaglorió de ser capaz de alterarla de aquella manera. Depositó un beso sobre su pulso y ella se agitó debajo de él.
Se hizo a un lado y se clavó el borde de la madera en la cadera. No se lo pensó dos veces.
—Este no es lugar —dijo—. Ven conmigo.
Elena lo miró con los ojos entornados, todavía aletargada por la excitación.
—Espera —musitó sin apenas voz.
Pero Miguel no quiso aguardar. Metió una mano por debajo de sus hombros y otra bajo sus rodillas y la alzó en el aire. Ella se abrazó a su cuello con las pocas fuerzas recobradas.
Lo siguiente fue como si la depositara sobre un colchón de plumas. No eran tal, sino el montón de heno acumulado en un rincón de la imprenta.
Elena se acurrucó contra él.
Miguel no supo el tiempo que permanecieron de ese modo; medio dormidos, disfrutando de sus caricias abandonadas, en silencio. Elena dormitaba y despertaba a ratos. Cuando lo hacía, lo besaba con suavidad, en el torso, en la mano, en los labios. Miguel se limitaba a rozarle un brazo, la pierna que mantenía sobre él, el arranque del pecho, el pelo; y entretanto, pensaba que pocas veces en su vida había rayado la felicidad y aquella era una de ellas.
Dejó pasar el tiempo mientras observaba el titubeo de la luz del candil sobre la espalda y las nalgas de Elena.
Fue ella la que rompió el momento de paz.
—Voy a tener que marcharme. —Él no contestó, simplemente la abrazó más fuerte—. Miguel...
—Espera un poco —rogó él besándola en los labios.
Elena lo complació y apoyó de nuevo la cabeza en su pecho. Sin embargo, estaba inquieta. Miguel sentía el incesante cosquilleo provocado por el roce de sus pestañas.
—¿Qué imprimes aquí?
—Yo no...
—Por favor —susurró ella—, no me trates como a una necia. Aún distingo las huellas de una imprenta en activo.
—Será mejor que no lo sepas.
Ella acató su decisión. No la compartía, aunque la entendía. La información se volvía a veces demasiado peligrosa para los que la conocían.
—¿Tendrás cuidado?
Él sonrió en la oscuridad. Así que se preocupaba por él.
—Lo tendré.
—¿Cómo te las arreglas? ¿Lo sabe Pedro?
—Él es quien me ayuda.
—¿Solo él?
Miguel sabía a qué se refería.
—Los chicos no saben nada.
Notó en su pecho el golpe de aire de los pulmones de Elena. Sin duda, le aliviaba saberlo.
—Para esto necesitabas el papel.
—También para los nuevos pedidos, pero, sobre todo, para esto.
—¿Es un pedido importante?
—Uno de los mejores que han pasado por mis manos. No he podido negarme.
—Siempre se puede elegir. Podías no haberlo aceptado.
Miguel volvió a sonreír. Le conocía bien.
—El dinero es importante, las pertenencias son importantes.
Elena sintió una punzada de dolor en el costado.
—Lo dice un hombre que acaba de vender la única propiedad que tenía a cambio de trapos prensados.
—Tengo gente a mi cuidado.
—Un ayudante que puede buscarse el sustento en otra parte.
—Y otras personas.
—Un sobrino, el hijo de un antiguo amigo y la madre de este. No tienes ninguna obligación con nosotros y lo sabes.
—Hay cosas a las que me resulta difícil renunciar.
—En otro tiempo te habría dicho que no lo comprendía, que no lo entendía. Estar dispuesto a poner en peligro la propia libertad por las palabras que escriben otros resulta la empresa de un loco.
—Siento que no...
—Pero —lo interrumpió sin dejarle continuar— hace mucho que cambié de opinión. Antes de que apresaran a Sancho, yo también leía muchos de los escritos que pasaban por la imprenta y simpatizaba con algunas de sus ideas.
Miguel se incorporó y aquel gesto obligó a Elena a hacerlo también.
—No deberías compartirlo con nadie. Puede ser peligroso —le advirtió él.
Ella le pasó la mano por la mejilla y le besó con la boca abierta. Una, dos, tres veces, hasta que consiguió que Miguel le respondiera; no paró hasta que consiguió que se tumbara de nuevo; continuó besándole hasta que consiguió que se excitara.
—¿Preocupado? —preguntó ella mucho después, mientras jugueteaba con el vello de su estómago—. No soy una chiquilla, conozco las reglas del juego. Sé que mantener la boca cerrada no es una facultad sino una obligación.
—Aceptar un trabajo de ese tipo requiere asumir un compromiso. El silencio se convierte en una responsabilidad más.
—A sumar a las demás que uno ya tiene —musitó Elena para sí.
—Yo puedo hacerme cargo de tus necesidades si me dejas.
El movimiento de la mano de Elena se detuvo. Se incorporó y se sentó. «Ya lo estás haciendo sin saberlo» palpitaba en su mente. Comenzó a pasarse la mano por el pelo para quitarse las briznas de hierba que se le habían quedado enganchadas.
Un instante después, se levantó.
—Es hora de irme —comentó con frialdad.
Miguel le sujetó la mano. El momento se había roto.
—Puedes confiar en mí, lo sabes, ¿verdad?
Elena no dijo nada. ¿Qué podía decir? Lo sabía, claro que lo sabía. Ella podía confiar en él, pero él no podía hacerlo en ella.
Esa era su penitencia.