10
ELENA no se arrepentía de lo que había hecho, pero lo haría. Era una mala idea. Lo había sabido desde el principio, desde el día que lo había visto por primera vez; sin embargo, no había podido resistirse; no había querido resistirse.
Deseaba a aquel hombre como nunca lo había hecho con otro. Ni siquiera con su marido. Con Sancho todo había sido distinto. Con él, la palabra «deseo» no formaba parte del vocabulario de Elena. Sí la palabra «amor», sí la palabra «familia», sí la palabra «deber», sí la palabra «siempre»; pero no deseo, no locura, no deleite, no ansiedad, no atracción, no abismo.
Ahora que había sucedido, le iba a resultar muy difícil renunciar a ello. Renunciar a él.
Pero tenía que hacerlo. Todavía estaba a tiempo de olvidar la conmoción que le causaban sus miradas, la ternura que le provocaban sus palabras, el tumulto que le ocasionaban sus besos. Los arrinconaría en lo más profundo de sus entrañas y los relegaría para siempre al abandono. Mejor hacerlo con el estigma de viuda sobre sus espaldas. Si esperaba un poco y se aferraba a la esperanza de compartir con él algo más que unas palabras casuales, llegaría el día en que él se enteraría de su engaño. Y la odiaría.
Elena no estaba preparada para que le sucediera otra vez. Su padre y su marido se habían encargado de rasgarle por dos veces el corazón; la tercera, la destrozaría por dentro.
Acurrucada bajo su brazo, con la cabeza sobre su pecho, buscaba nerviosa las palabras apropiadas mientras Miguel le acariciaba el pelo con suavidad.
—Elena, hay algo que deberías saber.
—¿Sí? —preguntó ella, ausente a causa de lo que ocupaba su mente.
—Hoy no he venido aquí a seducirte, ¿sabes?
—¿Sí? —repitió ella distraída.
—Venía a proponerte un negocio.
Ella se puso tensa y se sentó de golpe.
—¿Negocio? ¿Qué negocio? ¿Qué tengo yo que te pueda interesar? —preguntó alterada ante el temor de verse descubierta.
Miguel se sentó también.
—Tus telas, por supuesto. ¿Crees que podrías vendérmelas?
El pecho de Elena se relajó al exhalar el aire de los pulmones.
—¿De qué vamos a vivir Sancho y yo? No, no, no, de ninguna de las maneras.
—Te pagaría bien. No te lo pediría si no las necesitara. Las necesito para...
Bien lo sabía ella.
—... para fabricar papel.
—Exacto, tengo un pedido importante y no he conseguido que ninguno de los molineros del valle cambie el rumbo de su negocio. —Obvió decir que tampoco había sido capaz de convencer a los de Valmaseda y alrededores.
Aquello interesaba mucho a Elena, mucho más de lo que Miguel pensaba.
—¿Un pedido? ¿Cómo de grande?
—Un libro, completo.
—¿De qué tirada hablamos?
—Unos cientos de volúmenes.
—¿Para cuándo necesitas el papel?
—Para cuanto antes. ¿Vas a vendérmelas?
Había llegado el momento de alejarlo de ella. Elena se levantó con rapidez y se giró para ocultar su desnudez. Ahora que la intimidad compartida acababa de hacerse añicos le daba vergüenza exponerse ante él.
Se acercó hasta la camisa, que seguía arrugada en el suelo, y se la puso. Temblaba, y no era de frío.
Respiró hondo antes de contestar.
—No. Y no vuelvas a pedírmelo porque la respuesta no va a cambiar.
A Miguel le mudó el gesto. Elena supo que algo se había roto entre ellos. Aguantó como pudo la punzada de dolor que le atravesó el pecho y, en cuanto remitió, se dio la vuelta y se marchó.
Siempre pensó que había agotado las lágrimas en Alcalá, por eso le sorprendió tanto descubrir que no era cierto, que aún le quedaban. Aunque también le quedaban fuerzas para contenerlas.
—Como siempre, ni te molestas en sopesar las cosas.
Miguel se había dado prisa en vestirse las calzas y caminaba unos pasos detrás de ella. Elena dio gracias al cielo por que aquella senda fuera tan estrecha y no se pudiera poner a su altura. Un roce, un pequeño roce de sus dedos sobre su piel terminaría con su control.
—He aprendido a tomar decisiones rápidas —fue su arisca contestación.
—Decisiones que siempre terminas por rectificar, como cuando no aceptaste que Sancho fuera mi ayudante.
Como respuesta, Elena apartó una rama para pasar y la soltó con menos delicadeza de la debida. Casi habían regresado al claro donde el batán estaba instalado.
—Que lo haya hecho una vez no indica que lo haga siempre.
—Trabajarás conmigo —le ofreció él—, trabajaremos juntos. —A Elena se le hizo un nudo en el pecho. Nada dijo—. Tú te encargarás de conseguir el lienzo y yo del resto.
Tragó saliva antes de contestar.
—¿No has escuchado lo que he dicho antes? Mis telas no están en venta. —Se volvió de repente y se enfrentó a él—. Yo no estoy en venta.
—¿Es por tu marido? —le espetó él.
Elena vio furia en su mirada por primera vez desde que lo conocía.
Y no supo si ponerse a llorar o a reír. A llorar por lo que estaba perdiendo y a reír por saber que él estaba celoso. Optó por continuar siendo la mujer imperturbable que todo el mundo conocía.
—Sancho no tiene nada que ver en esto. No tienes ni idea de lo que hablas —confesó ella y echó a correr.
El vestido ya estaba seco. Lo cogió a todo correr y, antes de que Miguel apareciera en el claro, lo arrojó sobre los cubos donde estaba la pulpa de papel, para intentar ocultarla de su vista. Echó un vistazo a la tela que había colocado en el batán aquella misma mañana. Por fortuna todavía le quedaban muchas horas para que perdiera la forma y la textura. Miguel no sospecharía que se dedicaba a otra cosa que no fuera a lavar ropa.
Con disimulo esperó a que él apareciera y atravesó a la otra orilla. Se aseguró de que no se paraba a comprobar qué ocultaba en los baldes y comenzó a bajar el río.
Tal y como había previsto, Miguel la siguió.
La siguió al cruzar el río, pero regresó curso arriba en busca de su ropa. Elena ni se dio cuenta de que lo había perdido.
Estaba furioso consigo mismo y tenía toda la razón para estarlo. Ni siquiera él, que lo había hecho, podía creer que se hubiera puesto a hablar de negocios después de hacer el amor con Elena. «Torpe, torpe, torpe, torpe.» Ese y ningún otro era el calificativo que se merecía. No era de extrañar que ella se hubiera negado a tratar el tema. Además, había mencionado a su marido muerto. ¿Cómo podía ser tan torpe?
Encontró la ropa, cogió las prendas del suelo y regresó con ellas en la mano. No se las puso hasta que vio aparecer los muros de la casa de Elena. Se vistió de prisa.
La puerta estaba cerrada. Lo imaginaba. Por lo que la había llegado a conocer, no era de las que hacían las cosas a medias. Que no quería hablar con él, estaba claro. Pero si imaginaba que se iba a escapar, no sabía con quién había decidido perder su virtud de viuda.
Se sentó en el umbral y apoyó la espalda en la madera que le impedía aclarar las cosas con ella. Miguel vio moverse el sol sin oír un solo sonido procedente del interior de la vivienda hasta que, de repente, intuyó que ella estaba al otro lado de la puerta. Descansó la cabeza en la dureza de la madera y cerró los ojos antes de empezar.
—Te odié la primera vez que te vi. —Elena no contestó, sin embargo, Miguel estuvo seguro de que lo escuchaba—. Sancho y yo habíamos estado siempre juntos. Nunca nos habíamos separado, nos lo contábamos todo. Llorábamos juntos, juntos nos enfadábamos y nos reíamos de todo. Así había sido en Villasana y seguía siendo en Logroño. Y, de repente, todo cambió. Se centró en el trabajo, solo hablaba de la imprenta, de los tipos, del papel, de la tinta... Todo le molestaba. Lo único que parecía encender su entusiasmo era el trabajo y algunas conversaciones sobre lo que más tarde le llevó a la cárcel. Por eso nunca imaginé que tenía intención de casarse.
»Ni siquiera tuvo el valor de decírmelo. Me enteré por otros. De eso y de que en cuanto lo hiciera se marcharía para hacerse cargo del taller que tu padre tenía en Alcalá de Henares. Aquella noche, tuvimos nuestra primera pelea. La primera y la última porque no volvimos a hablarnos nunca más. Él no volvió a hablarme nunca más.
—Puedo imaginármelo.
Miguel abrió los ojos, contento de haber atraído su atención.
—Yo pensé que tú eras la causante de su cambio de actitud. Y se lo dije.
—¿Qué te contestó? —preguntó ella desde dentro.
Miguel podía imaginársela; sentada en el suelo, con las piernas flexionadas, la barbilla apoyada en las rodillas y el pelo cayéndole sobre los hombros.
—Se rio de mí. Me dijo que no iba a desperdiciar la oportunidad que se le había presentado. Me dejó claro que yo no era más que un lastre para él. —A Elena no le pasó desapercibido el resquemor de su voz—. Me dijo que si estaba tan ciego para no darme cuenta del poder que teníamos entre las manos, es que era un necio y que no merecía la pena tratar conmigo nunca más.
—Estúpido engreído.
Miguel se rio entre dientes. Nada le hacía más feliz que saber lo que Elena pensaba del hombre con el que había compartido su vida.
—Veo que las cosas no cambiaron después.
—En el fondo éramos unos desconocidos —confesó ella—. Antes de que Sancho naciera, volvía a casa a la hora de la cena y me contaba lo sucedido en la imprenta, pero después, llegaron los silencios. El niño era mío, la imprenta suya, y no había lugar para encontrarnos.
—Sigo sin entenderlo. ¿Qué le sucedió?
—«La locura de las palabras» la llamo yo. Los que la padecen atienden solo a las ideas. Las personas dejan de tener importancia y se mueven solo por y para ellas. Nada importa si no está escrito, nadie importa sino el mundo. Hoy es por humanismo, mañana... ¿Quién sabe? Pero sea lo que sea siempre será más importante que la familia, que los amigos, que los hijos, que la esposa.
Miguel notó cómo descendía el tono de voz hasta ser apenas un susurro difícil de entender.
—No lo había pensado de ese modo.
—En el fondo os envidio. Sancho tenía razón cuando dijo eso sobre el poder. Lo hacéis. Todas esas ideas, todas esas palabras, los distintos planteamientos, todo pasa por vuestras manos. Vosotros tenéis el poder de decidir si plasmarlas en el papel y darlas a conocer o también negaros a hacerlo. Sin vosotros muchos de los saberes del mundo no tardarían en desaparecer, el mundo no sería más que la plasmación de la obediencia ciega, no habría disensiones y, sin ellas, ¿qué seríamos? Nos convertiríamos solo en ovejas a las que poder llevar de cabeza al matadero.
Miguel sonrió ante la idílica visión que Elena tenía de su oficio. Nada tenían de poético las jornadas sin descanso, la oscuridad de los talleres, el sudor, el dolor de espalda y el de ojos por falta de luz, los malos olores, los gritos, las prisas...
—No deberías envidiarnos. Te aseguro que casi todos nos limitamos a aceptar un encargo por motivos económicos. Quien paga es buen cliente; si lo hace rápido, el mejor. La mayoría de las veces ni nos enteramos de lo que dicen los papeles.
—No te creo. Tú no, no haces eso que dices, como no lo hacía Sancho. Él sabía perfectamente lo que imprimía. Él mismo elegía los textos. Tú también, estoy segura.
Miguel se vio acorralado. ¿Sabía Elena algo de su nuevo pedido? Imposible. Enrique era el único que estaba al tanto de lo que se traía entre manos. A Pedro tendría que informarle en breve, puesto que sería él el que acudiría a Valmaseda para la próxima entrevista, tal y como quería el cliente. Aun así, se vio en la obligación de disimular. Al fin y al cabo, era la madre de Sancho y una madre siempre está dispuesta a hacer lo que sea con tal de mantener a salvo a un hijo. Si intuía que el chico podía verse afectado por lo que él imprimiera, seguro que lo alejaba de él, que se alejaba de él. Y eso era lo último que quería. Comenzaba a pensar en él como en otro sobrino más y a desear oportunidades para estar cerca de ella.
—Lo hacía —reconoció. Iba a añadir que ya no, pero no fue capaz de mentirle y se calló.
—Lo sabía. Yo también los leía, ¿sabes?
No, Miguel no lo sabía, y nunca hubiera imaginado que le interesaran las opiniones de los erasmistas.
—¿Era Sancho tan imprudente como para llevar esos textos a su propia casa?
—Me acercaba yo a la imprenta. Todavía recuerdo la primera vez que tuve uno entre mis manos. Antonia, nuestra criada, estaba enferma. Fui yo la que llevé la comida a Sancho y esperé a que diera cuenta de ella. Un hombre acababa de ordenar unos pliegos, ni siquiera fui consciente de haber cogido el primero de ellos. Después de aquel día, hubo muchas visitas más.
—¿Y Sancho?
—Me refugiaba en una esquina. Él ni siquiera se enteraba del tiempo que yo pasaba allí ni de lo que hacía.
Miguel notó de nuevo esa triste cadencia en la voz de Elena. Le dolía aquella conversación, hablar de su marido, pero ahora que había vuelto a salir la mención de su antiguo amigo no se marcharía sin saber toda la verdad.
—Dijiste que ibas todos los días a la cárcel a buscar noticias de él.
El silencio que siguió le indicó que el comentario no había sido bien acogido.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Era mi obligación. Sancho era el padre de mi hijo.
Aquella era la respuesta que Miguel buscaba. Ni se había dado cuenta hasta esa misma tarde de la necesidad que tenía de conocer los sentimientos de Elena por su difunto marido. La opresión que sentía en el pecho desapareció al escuchar aquellas palabras.
—¿Sabes?
—¿Sí?
—Me costó tomar la decisión de regresar, pero ahora pienso que ha sido una excelente idea —se sinceró él.
Miguel la oyó exhalar un suspiro. No sabía si eso era bueno o malo. Se lo tomó por la parte más positiva.
—¿Qué hacías antes? —preguntó ella.
—¿Antes de venir aquí? —Se echó a reír—. La respuesta es evidente. Tú misma lo has dicho. Me dejé atrapar por la locura de las palabras; imprimir páginas de libros. No sé hacer otra cosa.
—Mentiroso —la oyó farfullar—. No quieres hacer otra cosa. Ninguno lo queréis. Lo sé, os conozco, he vivido toda la vida entre vosotros. Mi abuelo ya era impresor en Francia y lo siguió siendo cuando llegó a Navarra procedente de Toulouse. Mi padre... mi padre es el peor. Después llegó Sancho, luego tú... Y entre todos habéis envenenado a mi hijo.
«Me habéis envenenado a mí.»
—Tu hijo trabaja como el mejor de los hombres. No hay que reprenderle dos veces por la misma cosa. Nada más indicarle el error, lo corrige. Es muy perfeccionista. No se le escapa una errata en un pliego. Apuesto a que será un buen corrector, será un buen impresor.
—Ese es mi miedo.
—A veces pienso que sabe incluso más que yo. Apenas le cuento cómo se hace la tinta y él ya está mezclando los ingredientes como si lo hubiera hecho muchas veces. Pasa lo mismo con el papel.
—Será... será que se lo oiría alguna vez a su padre —escuchó Miguel que decía Elena, y lo decía como con miedo.
—Eso he imaginado, porque cuando le pregunto de dónde le vienen esos conocimientos, se limita a encogerse de hombros.
Aquel comentario cerró el tema y ambos regresaron al mutismo inicial. Hasta que Elena habló.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —Esperó a la confirmación de Miguel y continuó—: Bueno, dos. ¿Por qué abandonaste Logroño y te fuiste a Valladolid?
Miguel tardó en dar la respuesta, en parte porque se avergonzaba de ello. Lo había decidido en un arrebato, el mismo día de la boda de Elena con Sancho. Miguel de Eguía había llegado para enseñarle el taller a un hombre que al parecer tenía una imprenta en Valladolid. Se entretuvo demasiado y lo vinieron a buscar con el recado de que la ceremonia estaba a punto de comenzar. El padre de Elena se marchó y dejó allí a su compañero de profesión. El hombre se acercó a Miguel, que estaba componiendo una de las páginas en ese momento, y se quedó mirando la rapidez con la que colocaba las letras en el molde. «Daría lo que fuera por tener un hombre como vos», le había dicho.
Aquella misma noche partió de la ciudad con él sin, tan siquiera, pedir el jornal que le debían. Estaba dispuesto a olvidar su paso por Logroño y empezar en una nueva ciudad, en la que el nombre de Sancho López y la traición a su mejor amigo no significaran nada.
—Quería empezar de nuevo. ¿Y la otra pregunta?
Elena se dio cuenta de que el tema estaba zanjado y que no le daría más explicaciones. Accedió a continuar.
—¿Por qué estás solo?
Miguel sonrió al saber que no era el único cuya curiosidad iba más allá de la prudencia. Era una sutil manera de preguntarle por qué no se había casado hasta entonces si ya había cumplido su tercera década. Otros, a su edad, hasta tenían hijos que ayudaban a sacar la casa familiar adelante.
—¿Quieres decir que por qué no me he casado?
—Sí —se limitó a contestar Elena.
—Estaba a punto de hacerlo. No hace mucho de ello.
—¿Qué sucedió?
—Era la hija de un médico para el que había hecho algunos trabajos, digamos... no demasiado bien vistos por las autoridades. Cuando la noticia de la detención de Sancho y del resto del «Movimiento de Alcalá» llegó a Valladolid, el padre pensó que un hombre que se dedicaba a un trabajo tan «arriesgado» no era el marido idóneo para su única hija. Y al parecer la hija estuvo de acuerdo en seguida porque al día siguiente de nuestra ruptura otro hombre la visitaba en su casa.
—Lo siento —murmuró Elena por educación, pero no era cierto. No lo sentía. En absoluto.
—Habría sido un error. Ella apenas era una muchacha, mucho más joven que yo. Creo que me temía —reconoció.
Lo que no le dijo era lo humillado que se había sentido cuando las malas lenguas le aseguraron que el hombre que la pretendía hacía tiempo que entraba en aquella vivienda como si se tratara de un buen amigo de la familia. En realidad, aún le dolía el rechazo escuchado de boca de aquella niña.
—¿Y hasta entonces siempre habías tenido el propósito de seguir solo?
—No hay muchas mujeres que quieran unirse a un hombre que vive entre tinta —bromeó.
Prefería no plantearse siquiera cuál era la razón de no haber aspirado a crear su propia familia. No lo había hecho hasta entonces y no lo iba a hacer ahora que ya había renunciado a ella.
—Mentiroso —volvió a acusarlo ella. La recriminación arrancó otra sonrisa a Miguel, similar a la que debía de tener ella a tenor del tono de su voz.
—Bueno, si lo prefieres, quédate con que pocos impresores pueden hacer frente a los gastos del negocio. Se necesita algo más que eso. —«Contactos como los de tu padre»—. A duras penas pude pagar un segundo juego de tipos móviles. El torno lo traje conmigo.
Elena aprovechó la oportunidad y preguntó por el tema que había causado la disputa entre ellos una hora antes.
—Sancho me ha dicho que estás pendiente de que en Valmaseda te encarguen unos pedidos.
—Los tengo apalabrados. En unos días nos ponemos a ello.
—¿Para eso quieres el papel?
—Para eso y... —calló un instante— y para lo que pueda venir.
—Sancho dice que hay un maestro papelero que ha dejado unas muestras.
—¿Confiarías en un tipo que lleva su negocio a escondidas? Yo no. Yo quiero verle la cara, mirarle a los ojos y asegurarme de que no es un embaucador y un truhán.
—Pero dice que el papel es de muy buena calidad, que tú mismo has dicho que hacía mucho tiempo que no veías algo similar.
—Bueno y caro —gruñó Miguel—. Sin embargo, no voy a tener más remedio que aceptarlo, aunque para ello tenga que quedarme sin las tierras familiares —contó sin pensarlo—. Si consideraras de nuevo mi ofrecimiento...
—Por favor, Miguel, no volvamos a hablar de esto —le rogó Elena.
Y Miguel se dijo que las telas que había ido a buscar no eran tan imprescindibles para él como había pensado al principio. Nada era tan importante como pasar la tarde hablando con aquella mujer, nada tan valioso como escuchar sus secretos, conocer sus anhelos, sus miedos, sus ambiciones, sus problemas y sus gustos. Nada, excepto tenerla en sus brazos. Y besarla. Con toda el alma.
Elena descolgó varios pliegos de la cuerda en la que se secaban y los dejó sobre la mesa. Cogió el molde de la baraja y lo situó a su lado.
Sumergió en el cuenco la almohadilla de cuero. Aquel era uno de los pasos más delicados; tenía que distribuir la tinta de forma uniforme. Comenzó a dar ligeros golpes sobre los dibujos del molde con cuidado. El exceso de tintura provocaría que la imagen se corriera, las figuras parecieran empasteladas y los trazos no se notaran. Eso era algo que no se podía permitir. Le había costado demasiado convencer a los clientes que confiaran en ella como para que ahora les entregara un producto lleno de taras. Un cliente satisfecho era un cliente que repetía. Más en el caso de los suyos. Las cartas pasaban de mano en mano y se rozaban continuamente; en un plazo de tiempo no demasiado largo los tendría de nuevo a su puerta. Solo si la mercancía era perfecta.
Esa era la única idea que tenía en mente cuando fabricaba el papel, el papel que Miguel ansiaba.
Miguel...
Se había negado a venderle la tela y la carnaza que conseguía. Él no sabía lo costoso que se le hacía conseguir los tejidos y la piel de los animales. Aunque el hecho de que Villasana estuviera en medio del Camino Real y fuera paso obligado de los mercaderes que acudían a Bilbao a hacer negocios, lo hacía mucho más sencillo.
Dejó a un lado la bala de entintar y se puso en pie. Cogió el pliego y lo depositó bajo el molde con mucha delicadeza. Situó las manos lo más uniformemente que pudo sobre la superficie y oprimió; le iba el alimento en ello. Contó una centena, relajó los músculos y soltó. Un instante después comprobaba con orgullo una nueva baraja de naipes. En cuanto le diera color y se secara la tinta, nadie dudaría de que era de las mejores que se habían visto en España en el último siglo.
Repitió el proceso cinco veces más. Cuando terminó con la última y la apartó, cogió la primera de nuevo y la miró al trasluz. La tinta había dejado de brillar, señal inequívoca de que estaba seca. La colocó sobre la mesa y acercó los tres cuencos que contenían los colores que había «extraído» de la imprenta de su padre antes de marcharse: azurita para el azul, azafrán para el amarillo y cinabrio para el bermellón. Sobre la hoja, dispuso la primera de las plantillas. Untó el pincel, que ella misma había fabricado con el pelo de la oreja de uno de los bueyes del molinero de Vallejo, en el bermellón y lo escurrió en el borde del cacharro. En un momento, el contenido de las copas, la mitad de los bastos, la empuñadura de las espadas y parte del vestido de las sotas, los caballeros y los reyes era de un brillante color rojo. Ahora a esperar a que se secara antes de retirar la trepa de encima.
A esperar y a pensar.
Si atendía las demandas de Miguel y le vendía las telas, tendría que dejar su negocio. Le aterraba la idea de renunciar a sus logros y a su modo de vida. Pero, por otro lado, no dejaba de dar vueltas a la idea de que Miguel vendería sus tierras, la única propiedad que tenía y que debería servirle de sustento en su vejez. Se quedaría sin su herencia para comprar papel. Se había quedado sin habla cuando se lo había dicho la tarde anterior.
Hasta entonces, tenía las cosas muy claras. Su trabajo era primordial; de él sacaba sus ingresos, y de ellos vivían ella y Sancho. Si cedía en algo, desde luego no era en perder la fuente del dinero que entraba en su casa. No haría nada que perjudicara su oficio.
Pero desde que él le había contado a lo que estaba dispuesto con tal de llevar el encargo adelante, no hacía más que dar vueltas a la idea de explicarle la verdad. Pero ¿qué verdad? Podía ofrecerle su colaboración para conseguir la materia prima para la elaboración de papel o seguir adelante con su primera idea y venderle papel. Pero ¿sería capaz de confesarle más adelante que, además de fabricarlo, había tenido el descaro de cobrárselo cuando conocía el apuro en el que se encontraba? ¿Cómo se iba a tomar el hecho de que se había aprovechado de él y de sus circunstancias adversas?
Lanzó un suspiro. ¿Iba a ser tan ruin como para permitir que lo hiciera?
Estaba confundida. Cuando la razón le funcionaba como debía, tenía las cosas muy claras; ella era una viuda que solo velaba por el beneficio de su hijo. Necesitaba trabajar. El problema era que perdía el juicio cuando más lo necesitaba. Miguel aparecía y el entendimiento desaparecía de su mente y era sustituido por una niebla borrosa que la empujaba hacia él.
La imagen de lo que había sucedido el día anterior regresó con intensidad. Se llevó las manos a las mejillas y sintió el rubor del rostro. Una amplia sonrisa iluminó su cara. Se había sentido deseada, querida. ¡Oh, señor! ¡Se había sentido tan viva!
Miguel, o mejor la mera idea de encontrarse con él, había conseguido que se instalara en ella la ilusión por acostarse por la noche y levantarse por la mañana. Él era lo que necesitaba para seguir caminando y ella estaba a punto de despojarle de parte de lo que tenía.
Se levantó y se desprendió de la vieja camisa con la que se cubría la ropa mientras usaba los tintes. La arrojó sobre el banco en el que se sentaba y salió al exterior. Recorrió el sendero con rapidez y, cuando llegó al cruce con el Camino Real, se paró en seco.
Atado en una de las ramas del olmo más viejo había un trozo de papel. Lo leyó. Miguel había claudicado. Aceptaba el pacto.
Elena lo arrancó de un tirón y lo ocultó dentro de la falda. Definitivamente, no. No cargaría con aquel peso.