3
SI algo había aprendido Elena en los últimos tres años, era que la vergüenza no daba de comer ni servía para nada. Por eso había decidido salir a la calle. Por eso y porque si las cosas salían como esperaba, los pliegos de papel que había traído de Alcalá de Henares no le durarían mucho tiempo.
Imprimir naipes había sido su trabajo en Alcalá y lo sería también en el valle de Mena. Según le había contado su marido las pocas veces que hablaba de su pueblo natal, Villasana no era un lugar pobre. La villa tenía la suerte de encontrarse en la salida de Castilla hacia el puerto de Bilbao. El Camino Real la atravesaba y era una gran fuente de riqueza.
Ella misma lo había podido comprobar. Camino de su nuevo hogar y desde que llegara a Medina de Pomar, había visitado las tabernas y en todas había ofrecido su trabajo. Al llegar a Villasana ya contaba con dos clientes. Dos clientes, que habían pasado a ser cuatro con los hombres que la habían visitado los días anteriores. El problema era que el montón de papel había descendido de forma importante y, si de algo estaba segura, era que en Villasana no tenía posibilidad de encontrarlo y de que, en caso de hacerlo, no podría pagarlo. Por eso había decidido fabricarlo ella misma.
Pediría. Ya lo había hecho antes, pero ese día le había entrado la cobardía; había evitado la villa en la que vivía y había visitado los caseríos de las afueras de Villasana en primer lugar.
El ardid le había funcionado. Después de llevar todo el día mendigando trapos viejos de casa en casa, podía explicar quién era ella y a qué se dedicaba sin notar en la boca del estómago la extraña sensación con la que se había despertado.
Entró en la villa decidida, con la mano apoyada sobre el petate en el que la mula transportaba las telas que había conseguido.
—Madre —Elena miró a su hijo por encima del lomo del animal—, ¿pretendéis recorreros todas las casas?
—Todas —confirmó—, pero no hoy. Por ahora bastará con un par de ellas.
Serviría para que se corriera la voz por el pueblo. La próxima vez que llamara a las puertas se ahorraría la presentación.
Sancho lanzó un suspiro de alivio y a Elena se le relajaron las facciones al mirarlo. Hasta se podría ahorrar mencionar su apellido de casada. Bastaba con observar a su hijo para saber quién era su padre. No tenía más que catorce años, pero bajo aquellas facciones de mozalbete desgarbado ya se adivinaba el corte de la cara, los ojos, la nariz e, incluso, la altura de su difunto marido.
Elena apartó la vista de él y miró lo que tenía ante ella. Las casas se alineaban pegadas las unas a las otras a lo largo de la calle del Medio. Solo se veían puertas, ventanas y balcones que mostraban el compacto trazado urbano. Sin embargo, la impresión de que solo había edificios era falsa ya que todas las viviendas poseían un terreno en la parte trasera, en donde sus propietarios cultivaban las legumbres y hortalizas con las que proveían sus fogones de lo más elemental.
No se molestó en llamar a ninguna puerta. Dos mujeres abrieron la suya a la vez, una a la izquierda, la otra a la derecha de la calle, y se plantaron ante ella. Estaba claro que su presencia causaba expectación.
—Señoras, buen día —saludó con amabilidad.
—Os dé Dios —contestaron ambas al unísono.
—Espero no molestar. Me llamo Elena de Eguía, viuda de Sancho López, natural de esta villa —se presentó.
No tuvo que decir nada más.
—Sois la que vivís en la casa de la vieja Ángela —dijo la que había salido de la casa de la derecha—. Ansiábamos conoceros.
—¡Manola! —la riñó la vecina de enfrente como si querer hacer amistad con ella fuera un insulto para el resto de los vecinos.
Elena no hizo caso de la exclamación y continuó hablando con la joven.
—Es cierto. Era la casa de mi marido —aclaró como si tuviera que justificar su derecho a establecerse en aquel lugar—. Me gano la vida recogiendo ropas viejas que tiño y arreglo para después venderlas. No puedo ofrecer mucho por ellas, pero tengo buenas manos para los zurcidos y conozco la mejor receta de tintura. El negro de mis telas permanece después de los años y los lavados. ¿No tendréis por un casual algo que pueda servirme? Creo que podríamos llegar a un buen acuerdo —recitó de corrido.
La mujer mayor la miró con el ceño fruncido. Elena imaginaba lo que estaba pensando. «¿Quién se cree que es esta mujer para prácticamente pedirnos que le regalemos algo tan preciado como ropa?»
En cambio, a la joven se le iluminó el rostro.
—¡Esperad un momento! —gritó y entró a todo correr en la casa de la izquierda.
La oyó subir las escaleras.
—¡Manola! —gritó la otra vecina—, ¿qué estás haciendo?
La chica apareció por la ventana central del piso superior.
—Estoy harta de ver las vestiduras de mi difunta suegra. Creo que ya ha llegado la hora de vaciar el arcón —explicó antes de desaparecer.
—¡Pero mujer, piénsalo bien, qué va a decir el pueblo!
—¡Que digan lo que quieran! —se oyó desde dentro de la casa.
—¡Si no es por el qué dirán, piensa al menos en que te pueden hacer falta en algún momento!
Elena no acababa de comprender la conversación. ¿Por el qué dirán? ¿Y qué le importaba a nadie que aquella chica le regalara la ropa de su suegra?
La siguiente vez que la joven se dejó ver estaba de nuevo en la calle.
—¿De verdad crees que voy a ponerme algo de esa mujer, que no hizo nada más que amargarme la vida? Aquí tenéis —le ofreció a Elena al tiempo que extendía los brazos con, al menos, ¿cinco prendas?—. Son todas vuestras.
La cabeza de Elena comenzó a hacer cálculos. Con aquello, más las otras dos que había conseguido en la casa al lado de la iglesia de Vallejo y la que le habían dado a la afueras del pueblo haría frente a los dos pedidos que ya tenía apalabrados.
Pero antes de que le diera tiempo a coger la ropa, la otra vecina se la arrebató.
—¿Estás loca? —increpó a la joven—. ¡Déjame al menos que le eche un vistazo yo antes!
La chica se la volvió a quitar.
—¿Y salir a la calle y verte con su ropa? ¡Ni hablar! Me pasaría el día pensando en ella.
Y en esas estaban, que si para mí, que ni hablar, que por qué no con lo bien que me viene a mí una camisa nueva, que cómo que nueva si al menos se la puso durante los últimos quince años, que seguro que hay algo aprovechable, que no te la doy..., que ninguna de las tres se dio cuenta de que un par de hombres las observaban desde no muy lejos.
—Ahí la tienes —dijo Enrique, el amigo de Miguel, a este—. No es mala moza, ¿eh?
—¿Moza dices? —Miguel hizo un cálculo rápido—. No creo que sea mucho más joven que nosotros.
—Lo que yo digo, no es una pollita, pero tiene aspecto de seguir por estos caminos durante muchos años más, ¿no crees?
—Eso es indudable —musitó Miguel para sí.
Enrique tenía razón, ni siquiera vestida de negro y con el cabello cubierto perdía el aspecto de una mujer joven. Después de tantos años, guardaba la misma apariencia que tenía cuando paseaba por Logroño del brazo de su madre.
No era muy alta; sus ojos le llegarían a él a la altura de la barbilla. No había perdido la figura, que se adivinaba esbelta por debajo del vestido. Tenía la cara delgada, finas las cejas, los ojos almendrados, la nariz alargada y la boca pequeña. «Pequeña y sensual», se dijo cuando vio cómo la abría en una media sonrisa. Y un pelo precioso, del color de las avellanas maduras, pensó cuando recordó la imagen del día anterior.
Cuando Miguel fue consciente de la dirección que tomaban sus pensamientos —a un lugar inestable, demasiado peligroso—, regresó hasta su amigo y las mujeres que discutían en la calle, justo a tiempo para ver cómo la nuera de la señora Aldonza, la mujer más avinagrada del mundo y que había fallecido meses atrás, entregaba las prendas a la viuda de Sancho. Pero esta no atendía a la joven que tan generosamente le regalaba toda aquella ropa; había otra cosa que atraía toda su atención. Él.
Comprobó entonces que la recién llegada tenía la mirada profunda, el semblante radiante y la sonrisa más bonita que había visto nunca, pero solo cuando no la dirigía a él. Confirmó también que lo recordaba.
La aspereza de los ojos que se clavaban en los suyos no mentía.
La vio coger los tejidos, agradecer los donativos, darse la vuelta y salir de la población. Tenía la seguridad de que lo había reconocido, y que no le gustaba que él estuviera allí, también.
—¿Has visto al chico? Está claro de quién es hijo —comentó Enrique.
—¿Chico, qué chico?
—A su hijo, al hijo de Sancho. ¿No lo has visto?
—No.
Los ojos de Miguel solo habían seguido una dirección y en ella no estaba el muchacho. En realidad, no incluía a nadie más que a aquella mujer. A la mujer de su amigo. «A su viuda», se repitió, animado.
—¡Madre!
Elena llegó a la parte trasera de la casa justo cuando su hijo apareció por la esquina y chocó con ella. Lo agarró por un brazo para que no se cayera.
—¡Sancho! ¿Qué sucede?
Su hijo jadeó varias veces más antes de recobrar el resuello y poder hablar.
—Un hombre... viene un hombre por el camino.
Los ojos de Elena se dirigieron hacia donde señalaba. «¡Un hombre!» No se lo esperaba. Había tenido mucho cuidado para que Sancho no fuera consciente de los tratos en los que andaba. Siempre había quedado con sus clientes cuando la noche ya había caído y su hijo se había retirado a descansar. Además, no había ninguna razón por la que aquellos hombres regresaran a su casa. Se lo había dejado muy claro las veces que había hablado con ellos. La próxima vez que se vieran, ella se encargaría de encontrarles y de hacerles llegar el pedido. ¿Qué hacía entonces uno de ellos en su casa?
De ninguna de las maneras iba a consentir que su hijo escuchara lo que fuera que aquel hombre le viniera a decir.
—Ve a por la ropa que he dejado a secar en el prado cerca del río —le ordenó.
Sancho la miró sorprendido e hizo un gesto de negación, pero Elena le dirigió una de aquellas miradas que tanto había utilizado en los últimos tiempos para controlarlo y él no se atrevió a desobedecerla. Corrió como un zorro ansioso por alcanzar a su presa.
Elena hasta habría sonreído si no estuviera tan preocupada. No tenía mucho tiempo para atender al desconocido. El campo donde extendía la ropa a secar no estaba lejos. Conocía a su hijo; sabía que acabaría el mandado lo más rápido que pudiera y estaría de vuelta en seguida. Últimamente pensaba que ya era un hombre en vez de un muchacho y que su cometido en la vida era emular a san Jorge y salvarla del dragón.
Dio la vuelta a la esquina. Estaba preparada para todo, sobre todo para hacer frente a los reproches y a las dudas. Tenía el discurso ensayado; se sabía todos y cada uno de los beneficios que deparaba aquello que ella vendía. Estaba dispuesta a pelearse por sus reales, a salir adelante, tal y como le había asegurado a su padre.
Miguel la vio aparecer, la vio dudar y la vio detenerse. Llevaba una pesada cesta en la mano. El ángulo del brazo y la tensión de su antebrazo así lo atestiguaban. Se adelantó para ayudarla. Pero ella dio un paso atrás y, con toda rapidez, agarró una esquina de la falda y la echó por encima del canasto. Lo que fuera que llevaba quedó oculto.
—Soy Miguel Villanueva.
—Sé quién sois. Os reconocí ayer cuando nos vimos en el pueblo. No os hacía de vuelta a vuestra casa.
—Ni yo os imaginaba aquí. Pensé que ahora que Sancho... —Aguardó para ver la reacción de aquella mujer ante la mención de su marido muerto, pero sus ojos no delataron desasosiego y continuó—: Esperaba que estuvierais junto a vuestro padre. Él...
—Si no os molesta —le interrumpió ella—, preferiría que no habláramos de esa persona.
Miguel le concedió el favor y comenzó de nuevo.
—Aparte de que erais la... la prometida de Sancho, no sé nada más de vos. Apenas cruzamos más que un saludo. Y eso fue hace mucho tiempo.
—Catorce años. Hace catorce años de ello.
—Veo que lleváis la cuenta.
Miguel dio un paso adelante y ella uno atrás.
Él se detuvo.
—¿Os intimido?
Debió de ser por la profundidad de su mirada, por la misericordia que reflejaban sus pupilas, por la intensidad de aquellos ojos, las palabras brotaron de la garganta de Elena sin que se diera cuenta.
—Vine aquí en busca de consuelo. Y solo lo encontraré si me olvido de todo lo vivido hasta ahora. Vos hacéis que los recuerdos regresen a mí, me obligáis a rememorar la peor de las pesadillas.
No era cierto, no era verdad que sus ojos, que su cara de desconcierto fuera el más oscuro de los sueños, pero tenía que decírselo para que se alejara de ella. Tenía que conseguir que Miguel Villanueva la dejara en paz y se apartara de ella antes de que la descubriera.
Quería que abandonara su terreno. Hasta donde sabía, aún no se habían promulgado ordenanzas regulando la labor que hacía, pero ¿qué probabilidades tendría de seguir realizándola si se enteraba el impresor del pueblo? Podría acusarla de quitarle los clientes. Él ganaría la lid. Ella era una mujer y no tendría ninguna posibilidad de seguir trabajando.
—En ese caso, os pido disculpas por haberos hecho revivir hechos tan dolorosos. Veo que mi presencia os incomoda, aunque creo que debéis escuchar lo que vengo a deciros.
—No.
—Es por vuestro bien.
—No.
—Por el bien del hijo de Sancho.
—No. Haced el favor de marcharos. Me disgusta vuestra intromisión —volvió a mentir.
—Por el bien de «vuestro hijo» —repitió Miguel y como intuyó que volvería a responderle con una negativa, se arriesgó—. El chico tiene ya catorce años, es demasiado mayor para que ningún gremio lo acoja como ayudante. No podrá aprender un oficio. He instalado una imprenta en la villa y necesito a alguien que me aligere de parte del trabajo. No es mucho lo que puedo pagar, pero si preferís que continúe viviendo con vos, añadiré al estipendio los maravedís que me ahorre de su alojamiento.
Elena seguía quieta, a unos pasos de él, lo más lejos que podía, para evitar que viera lo que ocultaba en la cesta.
«Los años le han tratado muy bien», se dijo. Apenas se le adivinaban algunas arrugas a ambos lados de sus ojos oscuros. Los rasgos se le habían endurecido. Tenía la piel más curtida y estaba más moreno de como lo recordaba. Era aún más atractivo que entonces.
—¿Por qué lo hacéis en realidad? —dijo después de un rato.
A Miguel le incomodó la pregunta, pero no mintió.
—Por Sancho, por mi viejo amigo. ¿Qué decís, qué os parece? —inquirió al no percibir ningún gesto en ella.
Elena pestañeó un par de veces.
¿Que qué le parecía? Que sería una mala madre si le negaba a su hijo la posibilidad de aprender un oficio. ¿Que qué creía? Que sería una necia si permitía que su hijo aprendiera aquel maldito oficio. ¿Que qué pensaba? Que lo mejor que podía hacer era mantenerse lejos de aquel hombre.
Pero, ¿qué iba a hacer en realidad?
Miguel ya se alejaba por el camino cuando Elena se percató de que todavía ocultaba la cesta. Posó el canasto sobre el destartalado banco de madera del lado más soleado de la casa y regresó al hombre que se marchaba y que había sido el mejor amigo de su difunto marido.
Después de tantos años aún lo recordaba. Ella ya era la prometida de Sancho cuando se lo mostró por primera vez. Estaban en la casa de sus padres. Miguel pasaba por la calle y se lo señaló por la ventana. «Un amigo del pueblo», le había dicho. «Lo conozco desde siempre.» Sin embargo, nunca se lo presentó. Ni siquiera lo invitó a la boda.
Ella siempre había querido saber la razón por la que lo trataba como a un desconocido cuando se suponía que era su amigo. Pero nunca se lo había preguntado. Aún lo encontró por la calle varias veces más, mientras acompañaba a su madre a la eucaristía en el convento de La Merced. Ambos se miraban muy serios. Él les hacía una discreta venia, que ellas agradecían del mismo modo.
Aquello había sido todo. Después de la boda, Sancho y ella se marcharon para hacerse cargo del negocio que su padre tenía en Alcalá de Henares y no se habían vuelto a encontrar. Hasta entonces.
No había cambiado. Seguía siendo aquel buen mozo que recordaba. Más alto que Sancho, también más fornido. A pesar del duro esfuerzo que se realizaba en una imprenta —Elena sabía perfectamente que para mover la prensa se necesitaba la fuerza de dos bueyes juntos—, no era un hombre marcado por el trabajo. Tenía el rostro fino, aunque demasiado moreno para parecer un gentilhombre. Sin embargo, la amabilidad de su gesto y el calor de su mirada paliaban el aspecto de rudo trabajador que tenían otros que ejercían su mismo oficio.
Pero lo que sin duda llamaba más la atención en aquel hombre eran sus ojos, vibrantes, intensos, vivos. Y su boca, que, aun estando callada y seria, se curvaba hacia arriba por los bordes, como si fuera el dibujo final de algunas letras de muchos de los impresos que habían pasado por su casa.
—Madre, ¿quién era ese hombre?
Sancho había aparecido a su lado sin que Elena se diera cuenta. Venía con las manos vacías. Normal, le había enviado a por la ropa cuando sabía que no podía haberse secado. Aquel clima no era igual al que había dejado atrás en el centro de Castilla. En aquel valle, la mayoría de las veces, las nubes aparecían bien de mañana para instalarse el resto del día. Disimuló.
—Nadie. Un antiguo amigo de tu padre que quería saludarme. ¿Traes la ropa?
—Demasiado húmeda. Dentro de un rato me acerco de nuevo. ¿Habéis estado en el bosque recogiendo más nueces de agalla?
Elena echó un último vistazo al camino. Miguel había desaparecido detrás del primer recodo.
—Ha sido un buen día. Anda, ayúdame con esto.
Cogieron la canasta entre ambos.
Elena había instalado los calderos para el papel en la antigua cuadra y los barreños de la tinta en la bodega. La vaca, la mula y el gorrino, que había comprado en Medina de Pomar con sus últimos ahorros, se alojaban en el cobertizo detrás de la casa. Y junto a ellos, las gallinas.
La decisión había sido fácil. Ella necesitaba todo el espacio disponible para realizar su labor y los animales no se iban a quejar demasiado si no compartían el mismo techo que los dueños tal y como era costumbre por aquella zona.
Sancho abrió la puerta de una patada y se dirigió a la derecha. Dejaron la cesta en el suelo. Sobre un tablero, sostenido por dos caballetes, había cinco grandes calderos llenos de agua. Sumergidas en ellos, cientos de nueces de agallas de roble para que se ablandaran. En un rincón, sobre otra mesa colocada debajo del ventanuco, se podía ver una enorme plancha de madera con los dibujos de una baraja de naipes tallados en ella. A su lado, cuidadosamente colocados dentro de una cesta, un montón de pliegos de papel en blanco, dispuestos para ser usados.
—Tendremos que esperar a mañana para sacarlas. Dejaremos estas aquí por ahora.
—Nunca imaginé que esos bultos de los árboles servirían para esto.
Un impresor de verdad nunca habría usado para imprimir el tipo de tinta que se utilizaba para escribir, sin embargo, ella no tenía manera de conseguir las materias que necesitaba y tenía que conformarse con intentar hacer pan blanco con centeno, es decir, tinta con el polvo que extraía de las tumefacciones que algunos insectos provocaban en los robles y hayas. Elena sonrió ante la impaciencia de su hijo.
—Espero acertar con las medidas. Porque si le echamos demasiada cantidad nos quedará roja en vez de negra.
—Me encantaría ver cómo algo negro se vuelve rojo. ¡Hacedlo madre, por favor!
Elena lo miró divertida.
—Tendremos que hacerla, pero no la primera vez. Necesito que sea negra para teñir algunas telas de ese color. Se supone que eso es lo que hago: ennegrecer ropa para el duelo de las familias por la muerte de sus seres queridos.
—Tenéis razón.
Elena comprobó que la puerta quedaba bien cerrada y posó una mano sobre el hombro de su hijo. Lo acercó hasta las escaleras que daban acceso a la vivienda y lo hizo sentarse junto a ella.
—Sancho, es muy importante que no olvides lo que soy. —El chico asintió con cara circunspecta—. Recojo ropa vieja, la arreglo, la tiño y la vendo. Eso es lo que hago y no otra cosa. Lo otro haz como que no existiera, solo puedes hablar de ello conmigo. ¿Entiendes, hijo?
—No os preocupéis, podéis confiar en mí. Nada diré de lo que «hacemos» en realidad.
Ese «hacemos» pronunciado con tanta seguridad alteró a Elena. El ofrecimiento de Miguel apareció de nuevo en su memoria.
—No, soy «yo» la que lo hago. Esto no es labor para un hombre, no es trabajo para que un muchacho como tú se labre un futuro, no es una profesión. —No, no lo era y acababa de darse cuenta de que el muchacho no iba a pasarse el resto de la vida con ella—. ¿Te gustaría tener el mismo oficio que tu padre?
Sancho se puso en pie de un salto.
—¿Queréis decir trabajar en una imprenta de verdad? —preguntó con los ojos muy abiertos y sin poder creerse todavía lo que su madre le ofrecía—. ¿Haciendo libros para que otros los lean, para poder pasar los saberes de un lugar a otro del Imperio?
Elena supo que, a pesar de todo, su hijo no se había librado. Él también tenía metido aquel veneno en las venas. Como su abuelo, como su padre, como Miguel, como ella misma.
—Exactamente.
Pero la exaltación de Sancho no duró mucho y el muchacho volvió a sentarse.
—¿No estaréis pensando en enviarme lejos de vos?
Elena se sobresaltó. Ni por un instante se había imaginado que su hijo pudiera creer que ella iba a apartarlo de su lado.
—¿Adónde iba a mandarte?
—Con el abuelo. ¿No era suya la carta que trajo ese hombre el otro día?
Elena no podía estar más sorprendida.
¿Cómo había imaginado...? Recordó que la había abierto nada más recibirla, pero que la había dejado en la bodega durante unas horas, hasta que volvió a leerla. Sancho había tenido tiempo de bajar sin que ella se diera cuenta y echar un vistazo a la nota.
—¿Cómo se te ocurre eso?
—Él tiene dinero y nosotros no. Las madres hacen cualquier cosa por sus hijos —sentenció con la voz de una persona madura.
Elena cogió una de sus manos y la colocó entre las suyas.
—No tienes de qué preocuparte. Te aseguro que nunca tendremos que acudir a tu abuelo. Yo sola conseguiré que salgamos adelante —le prometió.
Lo decía en serio.