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Ahora era sábado, 17 de febrero, y cerca de la una de la tarde. Finse 1222 estaba ya prácticamente vacío. Los grandes helicópteros habían empezado a transportar a la gente a las tres de la madrugada. Llegaban zumbando como plomíferas libélulas por el suroeste, recogían a grupos de pasajeros, y ascendían antes de desaparecer en el cielo. Magnus Streng fue de los primeros en marcharse, y me abrazó con tanta fuerza al despedirse que creí que me lesionaría para siempre. Me dio su tarjeta y prometí llamarlo.

—Un día de estos —le dije—. Te llamaré un día de estos.

Nunca llamaría a Magnus Streng.

Los muertos fueron trasladados en un helicóptero aparte: el maquinista del tren, Elias Grav, los clérigos Cato Hammer y Roar Hanson, y el aterrado Steinar Aass, que había sido lo bastante estúpido como para creerse capaz de vencer al huracán Olga. Solo la pequeña Sara con su ropa rosa de bebé había podido viajar con su madre, envuelta en una manta de lana que la madre apretaba contra su pecho mientras lloraba quedamente y se dejaba conducir al helicóptero.

Y yo había dejado que me llevaran en brazos.

Algo que casi nunca sucedía desde que, después de recibir los balazos, había mejorado lo suficiente como para levantarme de la cama sin ayuda de nadie. En el transcurso de cuatro años, solo me había dejado coger en brazos en un puñado de ocasiones. Geir ni siquiera me pidió permiso. Me agarró sin más, de una manera tan ligera que resultó casi placentero, y me llevó por los artísticos escalones hasta el aire libre y la intensa luz del sol blanqueada por la nieve. En el lado este del edificio, muy cerca de la estación cubierta por la nieve, Geir había cavado un ancho sofá cubierto de pieles de reno y con vistas al lago Finse.

Olas congeladas de nieve cubrían todo el lago. Desde la otra orilla se elevaban las montañas, a las que Geir señalaba mientras decía sus nombres sin que yo le escuchara.

Berit al parecer tampoco le prestaba atención.

Ella conocía el paisaje, y se reclinó en las pieles, cerrando los ojos tras las gafas de sol. Tenía la boca medio abierta. Parecía dormida; una despreocupada turista de invierno iluminada por el resplandor helado del sol. Yo miraba boquiabierta y fascinada el paisaje que me rodeaba. Berit me había dado un par de gafas de sol de la tienda, y no me había dejado que se las pagara. Me daban el aspecto de una mosca flacucha, así que tanto mejor.

Era incapaz de entender cómo lo blanco podía ser tan blanco. Cuando me quité las gafas a fin de experimentar la intensidad de lo incoloro, la luz se me clavó como un cuchillo en la retina.

Y sin embargo no era incoloro.

Contemplé con los ojos entornados la grandiosa vista.

La luz del manto de nieve se fraccionó en las lágrimas que se posaron sobre mis pestañas como pequeños prismas de agua. En ese cañoneo de luz me pareció que cada copo de nieve en ese paisaje inmenso tenía los colores del arcoíris. Todo lo que me rodeaba despedía pequeños rayos de colores que desaparecían antes de que lograra captarlos.

Geir hablaba y gesticulaba, pero yo no oía nada.

Estaba sorda a todo menos a las vistas. Era como si realmente pudiera escuchar la luz solar caer al suelo y estallar en ese sobrecogedor juego de colores que me dejaba sin aliento.

Tuve que ponerme otra vez las gafas de sol.

Desaparecieron los reflejos y de nuevo me encontré mirando un maravilloso y blanco paisaje de alta montaña.

Desde allí divisaba por encima de la capa de nieve el lado derecho del pequeño castillo que Geir había construido. Estábamos sentados al abrigo de la leve brisa que seguía mordiéndonos las mejillas, y podía ver la improvisada pista de aterrizaje entre las vías del tren, el hotel y el edificio de la estación. El penúltimo helicóptero estaba a punto de abandonar Finse.

Veronica subió los escalones cubiertos de nieve del hotel. Le habían quitado las esposas. Cada uno de los dos policías más jóvenes la cogía de un brazo. Por la forma en que tambaleaba por el andén en dirección al helicóptero daba la impresión de necesitar todo el apoyo que pudiera tener.

Me protegí los ojos del sol con la mano y escruté el hotel.

Per Langerud salió del edificio de apartamentos con el sudafricano delante. Yo no había vuelto a pensar en ese hombre desde que me convencí de que había conseguido pasar al otro edificio antes de que el vagón del tren se derrumbara.

Sobreexpuesto a la intensa luz, el rostro del africano se volvió oscuro e indescifrable.

—¿Por qué…? —murmuré, pero me interrumpí.

El hombre iba esposado. Per Langerud lo empujó irritado cuando el hombre se detuvo ante el imponente helicóptero.

—Berit —dije carraspeando.

—Sí…

Al menos no estaba dormida.

—¿Por qué han arrestado al sudafricano?

—¿Al sudafricano? —Berit se incorporó a medias para mirar.

—Ah, ese. No es sudafricano.

—Sí, es… —empecé.

Entonces caí en la cuenta de que nadie me había dicho que ese hombre bien vestido y con un fuerte y cantarín acento británico fuera sudafricano. Yo simplemente lo había supuesto.

—Es norteamericano —indicó Berit acomodándose de nuevo entre las pieles.

Dejó escapar un suspiro de bienestar, y se tapó con una manta de lana.

Norteamericano.

Había conseguido engañarme con un acento aprendido.

Intenté recordar lo que Thomas Chrysler había dicho exactamente en el transcurso de nuestro breve encuentro, cuando todo había acabado y yo solo pensaba en ocuparme de Adrian. Sus palabras todavía me dolían: «No era más que un simulacro». También me acordé de la exclamación de Geir Rugholmen en el despacho, justo antes de que llegara el primer helicóptero.

«¡Si de verdad se trata de un terrorista que ha sido arrestado o que ha pedido asilo en territorio noruego, a los que debe temer es a los americanos! A ellos no les importaría mucho…».

—Déjame tus prismáticos un momento —le pedí a Geir.

El hombre al que había tomado por sudafricano seguía tan impecablemente vestido como antes. Con los prismáticos pude ver las estrechas rayas de su traje. La corbata seguía igual de perfecta, y los zapatos con los que pisaba la nieve eran elegantes y estaban tan resplandecientes como siempre.

Solo había cambiado su cara.

—¿Por qué lo han arrestado? —pregunté sin quitarme los prismáticos.

—Por tenencia de armas —contestó Berit con indiferencia—. No por otra cosa, creo.

De todas formas a ti no te lo habrían contado, pensé.

Bajé los prismáticos y miré a Geir. Este no observaba lo que sucedía allí abajo, sino que contemplaba ensimismado el lago Finse, murmurando algo sobre kitesurf.

Ahí tienes a tu yanqui, Geir, pensé. Tenías razón.

Pero no dije nada. El sudafricano que no era sudafricano era la prueba de que Thomas Chrysler, que con toda seguridad no se llamaba Thomas Chrysler, había mentido al hablar de un simulacro que sin duda no era un simulacro.

No sabía qué pensar. El pulso se me aceleró y el aumento de adrenalina me obligó a respirar más deprisa. Tal vez estuviera furiosa. O tal vez más aliviada que otra cosa. Al fin y al cabo, no me había equivocado.

Como si eso significara algo.

Volví a llevarme los prismáticos a los ojos.

El americano entró en el helicóptero. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero Langerud lo agarró fuerte del brazo justo antes de que se cayera. Ya dentro, Langerud lo siguió. Las hojas del rotor comenzaron a dar vueltas lentamente, produciendo un ruido profundo y chirriante. Berit se incorporó, protegiéndose los ojos del sol con las dos manos.

—El penúltimo helicóptero —señaló—. Cuando llegue el último te toca a ti, Hanne.

—Tendrás que volver en otra ocasión —dijo Geir con una sonrisa—. ¡Me ocuparé personalmente de subirte en trineo al pico de Finsenut!

Sonreí.

El helicóptero despegó despacio, como si no se atreviera del todo a separarse del suelo. La nieve se arremolinaba con tanta fuerza que tuvimos que taparnos la cara con las manos e inclinarnos hacia delante. Por fin, cuando la máquina hubo ascendido unos cien metros, pude volver a levantar la mirada hacia el cielo. De repente el helicóptero aceleró y salió disparado hacia el oeste, con dos presos y tres agentes de policía a bordo.

—Lo digo en serio —insistió Geir animado—. ¡Ven un día! Procuraré haber desenterrado mi apartamento para entonces. Podemos llevarte en moto de nieve. Johan tiene un fantástico tiro de perros, podemos…

—¿El siguiente helicóptero iba a llegar enseguida? —lo interrumpí, enfocando los prismáticos hacia el suroeste.

La última máquina Sea King ya se había alejado de nosotros más de un kilómetro. Pero más lejos y algo más al sur un objeto oscuro se acercaba por el aire.

—No —contestó Berit vacilante—. Llegará aproximadamente dentro de una hora. ¿Por qué?

—Mira —dije dejándole los prismáticos—. Allí.

—Ahora lo oigo —dijo Geir entornando los ojos—. Es un helicóptero. Vuela bajo. Muy bajo.

Venía derecho hacia nosotros. A mitad del lago Finse, a una altura de apenas cien metros por encima de los montones de nieve, se desvió hacia el oeste, describiendo un arco hacia el pico de Finsenut antes de acercarse a la pista de aterrizaje delante del hotel.

—Pero ¡si está pintado de negro! —bramó Geir a través del ruido—. ¡Y no lleva ninguna marca, ninguna matrícula!

Una vez más, la nieve se arremolinó y los infernales torbellinos nos recordaron cómo el huracán lo había arrasado todo los últimos días.

—¡Dame los prismáticos! —grité a Berit, que me los alcanzó antes de inclinarse hacia delante y meter la cara entre las rodillas, tapándose los oídos con las manos.

En el momento del aterrizaje, conseguí deslizarme hasta el extremo del pequeño castillo de nieve. Me apreté junto a la pared, con la cabeza apenas asomada por encima del borde. La nieve me hacía daño en los ojos, pero me sentí mejor en cuanto pude colocarme los prismáticos.

Veía poco más que nieve.

Pero en un instante se me despejó la vista. Vi a los cuatro hombres del sótano acercarse encogidos al helicóptero, que obviamente no tenía intención de apagar el motor. Resultaba difícil distinguir a las personas, pero el primero me pareció Severin Heger. El hombre medía casi dos metros, y su espalda era más ancha que la de los demás. Ninguno llevaba ya esa voluminosa ropa de extremo abrigo, aunque estábamos a unos quince grados bajo cero en el exterior. El helicóptero debía de estar caldeado.

La nieve y el viento no solo me hacían daño en los ojos, también tenía la sensación de mil minúsculas flechas de cristal chocando contra la cara. Me había quitado las manoplas para agarrar mejor los prismáticos, y los nudillos se me habían quedado tan fríos que temía que los dedos se me rompieran.

Severin estaba ya junto al helicóptero. Se detuvo y enderezó la espalda un poco antes de agarrar del brazo al hombre que iba detrás de él y ayudarlo a subir la escalerilla que alguien de la tripulación había sacado en cuanto aterrizaron. Entonces me di cuenta de que el hombre que estaba entrando en el helicóptero en ese momento era el único que no llevaba mochila. Vaciló un momento antes de dar el último paso, mirando hacia todos los lados.

Su cara llenó el campo de visión de mis prismáticos el tiempo justo para que no pudiera creer lo que estaba viendo. Tal vez transcurriera un segundo antes de que los torbellinos de viento y nieve volvieran a impedirme ver a los cuatro hombres y el helicóptero negro sin identificación.

Tal vez medio segundo, tal vez uno y medio.

No podía haber visto lo que creía haber visto. No podía ser él.

El hombre tenía una barba larga y oscura con hebras canosas que formaban una uve invertida desde la boca. Los ojos que miraban fijamente a mis prismáticos sin saberlo eran muy oscuros, con largas pestañas y una expresión triste e indulgente. Su aparición me causó una tremenda impresión, casi paralizante, sin embargo fue la boca lo que más me llamó la atención. Era grande, con unos labios inusualmente carnosos y bien formados. Sus dientes blanquísimos contrastaban extrañamente con las señales de vejez de su rizada y canosa barba.

Era un hombre muy guapo, y yo era incapaz de asimilar lo que acababa de ver. Aún más difícil me resultaba entender por qué los americanos se habían contentado con enviar a un solo hombre.

Tal vez no fuera así. Tal vez había más hombres aparte de aquel al que yo había tomado por sudafricano. Solo que nadie llegó a descubrirlos. Apreté los ojos para quitarme las lágrimas, y volví a abrirlos.

Las hojas del rotor bramaron.

El helicóptero despegó. Desafié al frío y me obligué a mirar dentro del caos de nieve. Todo era blanco, y por un instante tuve la sensación de estar ciega. Tomé aliento y me froté las manos heladas contra la cara cuando el helicóptero había ascendido tanto que la nieve ya no me impedía ver.

No estaba ciega, pero me era imposible creer lo que sabía que acababa de ver.

—¿Qué era eso? —preguntó Geir, cuando el oscuro helicóptero desapareció por donde había llegado, volando bajo y deprisa. Luego el silencio volvió a la montaña.

—No lo sé —contesté, y deseé más que ninguna otra cosa estar diciendo la verdad.

De verdad que no tengo ni idea de lo que era.