5

Como era de esperar, no pude dormir.

Había ido hacia la mesa larga sin saber si lo que quería era acercarme a Adrian o alejarme de la cocina. Geir y Berit habían entrado y pasado por mi lado sin pronunciar palabra. Yo no tenía ni idea de lo que habían hecho con el cadáver de la cocina. Con el estruendo de la tormenta resultaba imposible saber si habían conseguido colocar a Cato Hammer en la cámara de congelación, o si aún yacía en la encimera de metal; ese pensamiento me recordó que tenía hambre.

Adrian seguía aovillado en el alféizar y de espaldas a la tormenta. La manta se le había bajado un poco. Estaba lo bastante cerca de él como para notar el olor a ropa mal lavada y sudor de pies, pero lo suficientemente lejos para que él no se diera por enterado cuando giré la silla para mirarlo más de cerca. Yacía inmóvil.

Hace tiempo yo también era capaz de dormir de esa forma.

El chico era guapo. Así, cuando no apretaba la boca con una expresión desconfiada y estudiada, pude ver que tenía labios gruesos, aunque resecos, con trozos visibles de piel suelta y una herida en el labio inferior. Su boca medio abierta revelaba lo joven que era. Tenía los dientes blancos y rectos, y detrás asomaba la lengua rosa y lisa, como la de un cachorro. Una pequeña espinilla junto a la nariz era el único defecto en esa piel imberbe, y parecía un lunar diminuto. Me sentí tentada de quitarle con cuidado el gorro de los ojos. No me dio tiempo. El chico se incorporó de una sacudida, levantando la mano como para protegerse la cabeza.

—Soy yo —dije en voz baja—. ¿No prefieres tumbarte en ese sofá?

—Mierda —murmuró—. He tenido una pesadilla.

Antes no había visto que llevara ese jersey. Le iba un poco apretado, incluso para su escuálido cuerpo. Se había dejado puesta la enorme chaqueta con capucha debajo del jersey de lana; le sobresalía por el cuello y por los brazos, como si el chico estuviera atrapado en un capullo e intentara salir.

—No deberías dormir con ropa tan ceñida.

—Tengo frío —respondió con un bostezo.

—Intenta vestirte al revés —dije—. Ponte primero el jersey de lana y luego la chaqueta de capucha.

—Me pica mucho.

—¿Prefieres tener frío o que te pique?

El chico no contestó e hizo una mueca al volver la cabeza.

—Puedo dejarte mi chaquetón de plumas para que te tapes —le ofrecí señalando el tresillo del bar.

De todas formas, yo no conseguiría dormir más esa noche.

—Me lo ha prestado Veronica —murmuró refiriéndose al jersey de lana—. Lo tejió ella misma.

—Así que se llama Veronica.

Esbozó una sonrisa y levantó la vista.

—Mira esto…

Se subió ligeramente el jersey. En la parte inferior delantera llevaba bordado el logo del club de fútbol Vålerenga, con unas toscas letras apenas legibles. Adrian se rio un poco, una risa seca y extraña.

—En realidad es un poco tonto llevar el logo tan abajo.

—No te pega nada esa afición al fútbol —dije—. ¿No deberías dormir un poco más?

En lugar de contestar, Adrian se sentó y apoyó los pies en el suelo. Bostezó largamente. Tenía mal aliento, olía a alcohol rancio.

—¿Quién te ha dado alcohol? —le pregunté.

—Alguien.

—¿La misma que te ha dejado el jersey?

—Y una mierda.

Me fui con mi silla.

—En realidad es injusto —oí murmurar a Adrian—. A algunos les dejaron traerse el equipaje del tren. A mí no. ¿Y a ti?

—Estaba inconsciente —dije mientras intentaba sacar chocolate caliente de la máquina del bar—. De modo que la respuesta es no.

—Mi iPod se quedó allí. Y la ropa. Ni siquiera tengo cepillo de dientes.

—Puedes comprar uno abajo.

La máquina estaría desenchufada, porque no había ninguna luz encendida. Maniobré para dar la vuelta al mostrador en busca del cable, cuando se me ocurrió una idea.

—Tú estabas consciente durante el rescate —afirmé en tono indiferente—. ¿Te fijaste en si la mayoría pudo traerse sus bártulos?

—Nooo…

Adrian dudaba.

—La señora esa con el bebé de color rosa gritaba como una loca porque no querían traerle el cochecito. Y luego había un tío que quería llevarse una maleta enorme. No le dejaron. Yo en realidad no pensé mucho en mi bolsa. Al menos en aquel momento. Solo quería salir de allí…

—¿Te rescataron pronto?

—¿Pronto?

—Sí, ¿fuiste de los primeros que llegaron al hotel?

Había desistido de poner en marcha la máquina de chocolate caliente, y miré a Adrian. Se sonrojó.

—Apenas tengo quince años, ¿sabes? No paran de decirme que solo soy un niño, un niño.

Puso una voz que pretendía parecerse a la de una funcionaria de mediana edad de la protección de menores.

—¡… así que por eso tengo derecho a ser salvado de los primeros!

—Cierto. Lo que significa que estabas aquí cuando esto empezó a llenarse de gente. ¿Recuerdas algo más sobre el tema del equipaje?

Adrian se levantó y se acercó. Examinó la máquina por delante y por detrás con movimientos rápidos. Luego se arrodilló, encontró una clavija y la metió en un enchufe que no pude ver.

—Ahora funcionará —dijo—. ¿Llegas?

—Sí, gracias.

—En realidad había poco equipaje —dijo pensativo—. Ahora que lo preguntas. La gente entraba a trompicones, congelados y jodidos. Pero algunos hombres, esos tipos de negocios con traje y todo eso, se aferraban a sus portátiles más o menos como la señora del vagón se aferraba a su niña. Y luego había una vieja con una bolsa donde llevaba su labor de punto. Al menos eso fue lo que dijo. Y Veronica llevaba su bolsa negra. Y luego…

—¿Podrías anotarme todo eso, Adrian?

—¿Qué?

—¿Puedes hacerme el favor de anotarme lo que recuerdas del equipaje? De quién llevaba qué.

—¿Anotar? No veo por aquí ningún ordenador. ¿Lo ves tú?

—A mano, Adrian. Puedes escribirlo a mano.

De repente el chico estaba ocupado en llenar una taza de chocolate caliente.

—No me importa que tengas mala letra —dije.

—No me da la gana —murmuró—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque te lo pido humildemente. Y porque sería importante para mí. Y porque creo que en el fondo, muy en el fondo, eres un chico muy bueno y muy majo…

Al menos tenía edad suficiente para captar la ironía. Sabía sonreír. El chocolate salió ardiendo del dispensador.

—Muy bueno y muy majo —repitió—. Seguro.

Se quemó con la bebida caliente.

—Papel —dijo abriendo la boca.

—Encontrarás algo ahí —dije señalando la recepción—. Y bolígrafo también.

Se encogió de hombros y arrastró los pies por la sala con la taza en la mano. Llevaba todavía el ceñido jersey de lana que le marcaba el delgado torso y que producía un efecto un poco absurdo encima de los enormes vaqueros, anchos y demasiado largos.

Se oyeron pasos en la escalera. Al principio pensé que el ruido procedía de fuera.

—¿A qué venís aquí? —dijo Adrian malhumorado—. ¿No sabéis la hora que es?

Pero Magnus Streng saludó amablemente al chico con un gesto mientras se acercaba a mí.

—Me dicen que está usted informada —susurró—. Me haría un gran favor si viniera conmigo a la cocina… con el fin de… de repasarlo todo.

—Yo ya he repasado lo que merece la pena repasarse —contesté en voz baja sin quitarle ojo a Adrian, que trasteaba en la recepción—. ¡Adrian, se supone que ibas a buscar papel! ¡No a rebuscar en cosas ajenas!

—Hágame el favor.

El doctor Streng insistió. Vacilé un instante, giré la silla e hice un gesto imperioso en dirección a la puerta de la cocina, de la que colgaba un gran cartel de metal que decía: «Es muy peligroso tocar los cables con caña o hilo de pescar».

Adrian se quedó solo.

Cuando volví, el chico había confeccionado una lista valiosa. En primer lugar era muy rica en detalles. Ciertamente, no había observado a todos los pasajeros en el momento de llegar al hotel, pero el documento contenía una precisa descripción de más de cincuenta pasajeros y de lo que estos se habían traído del tren. Solo nombraba a seis de ellos por su nombre, lo que era lógico, pues antes del descarrilamiento del tren no conocía a nadie. Los demás estaban descritos de un modo tan acertado que enseguida supe a quién se refería. El chico era un observador fuera de serie, sobre todo teniendo en cuenta que siempre llevaba un gorro que le tapaba los ojos. Al parecer, también tenía la capacidad de trabajar deprisa, pues yo no debía de haberme ausentado más de cuarenta minutos.

Aun así, lo más espectacular era el aspecto de la lista. Su letra era pulcra y regular como de máquina, y su tipo de caligrafía no se ha enseñado en los colegios noruegos desde antes de la guerra. Aunque era una hoja de papel en blanco y sin líneas, era como si Adrian hubiese empleado una regla. Se veían puntos y aparte y márgenes rectos, finos lazos y bonitas mayúsculas, como sacados de un libro de caligrafía. Además, en todo ese escrito de seis páginas no encontré una sola falta de ortografía.

Pero cuando seguí al doctor Streng y a Geir Rugholmen hasta la cocina, no sabía nada de todo eso. Antes de que la puerta se cerrara detrás de mí, lo único que pensé al echar una mirada al chico fue que me hubiera gustado saber a qué hora se había puesto a dormir en el alféizar.

Era poco probable que yo fuera la única que oyera su comentario cuando Cato Hammer pronunció el que sería su último discurso ante un grupo de personas desde encima de la mesa.

Lo único que deseaba era que nadie se hubiera dado cuenta del exabrupto de Adrian.

Nadie más que yo, quiero decir.