8
Estoy muy acostumbrada a la comida tradicional.
Cuando me dispararon, debió de operarse un cambio drástico en mi metabolismo, porque perdí un montón de kilos, y desde entonces me he mantenido delgada, a pesar de un apetito que a veces puede resultar molesto tanto a los demás como a mí misma.
Marry es una verdadera maestra en la cocina.
Sin embargo, nunca había tomado una sopa de coliflor tan exquisita como la que se sirvió de primer plato en Finse 1222 el viernes 16 de febrero de 2007. Pequeños racimos de coliflor, la verdura más aburrida e insípida de todas las que se emplean en la cocina noruega, flotaban en una sopa tan sabrosa y rica que me pregunté cómo era posible que tuviera tanto sabor algo que en el fondo tenía gusto a coliflor con un chorrito de nata líquida.
—Una sopa incomparable —dijo Magnus pidiendo que le sirvieran más—. El aire de montaña abre el apetito, ya lo creo. Mi felicitación al cocinero una vez más.
Guiñó un ojo al camarero, que le devolvió la sonrisa.
Dejé la cuchara. De nuevo había dejado que me bajaran por la escalera a fin de cenar en el comedor. En general había aceptado más ayuda de la gente durante las últimas veinticuatro horas que en los cuatro años anteriores juntos. Berit, Geir y Johan también estaban sentados a la mesa. Como el día anterior.
Estábamos creando rutinas.
—¿Y qué aspecto tiene todo en el exterior? —preguntó Magnus entusiasmado—. ¿Se pueden evaluar los daños?
Geir y Johan habían pasado fuera las últimas horas. Parecían extenuados; Geir comía medio dormido.
—Es extraño —dijo Johan sorbiendo ruidosamente la sopa—. Extrañísimo. La mayor parte de los edificios ha desaparecido.
—¿Se los ha llevado el huracán? —preguntó Magnus expectante.
—No. Deben de estar allí. Debajo de la nieve.
Geir miró embobado el plato.
—Desde luego este año no vendrá ninguna familia a pasar las vacaciones de invierno. Me gustaría dejar que el verano haga el trabajo de quitar toda la nieve. Lo que seguramente significa que tendremos que esperar hasta agosto. —Bostezó larga y desinhibidamente—. Conseguimos desenterrar la máquina quitanieves —prosiguió—. Ese joven, Mikkel, es un fenómeno. Mañana podremos empezar con la limpieza del andén. Ya casi no nieva. El viento molesta todavía un montón, pero ha amainado mucho. Y se va tranquilizando por momentos.
—Al Ferrocarril Nacional Noruego le espera una faena del carajo para reparar las vías —murmuró Johan—. Pero ese no es mi problema.
—¿Eso significa —preguntó Magnus limpiándose meticulosamente la boca con una enorme servilleta— que nos sacarán de aquí en helicóptero?
Johan asintió con la cabeza.
—Supongo que los primeros serán evacuados mañana a primera hora.
A mí me seguía extrañando que nadie recordara el hecho de que se habían cometido dos asesinatos.
—¿Qué ambiente se respira en el edificio de apartamentos? —pregunté.
—Ni idea —contestó Johan con una sonrisa torcida; se inclinó hacia delante y murmuró—: Teniendo en cuenta lo que dijo ese tipo… sobre la situación de allí, me pareció más seguro dejar que sigan aislados un poco más. Solo nos faltaría que esa panda irrumpiera en el hotel. Cuando fui al depósito de la Cruz Roja a coger el teléfono satélite pude ver que no han hecho ningún intento de quitar la nieve para salir. Tampoco lo ha hecho nadie para entrar, por cierto… —Se rio entre dientes y sacudió la cabeza—. ¡Ese gran edificio parece un tejado que alguien hubiera tirado en la nieve!
Magnus miró aturdido a su alrededor. Johan debía de haberse olvidado de que el médico menudo era el único de la mesa que no sabía nada de los cuatro hombres del sótano. Cuando Berit había venido a decirnos que alguien estaba retirando la nieve para entrar en el hotel, él estaba también en el despacho, pero nadie le había dicho de quién se trataba. No había preguntado. Y tampoco lo hizo ahora.
—¿Todo bien? —le preguntó sonriendo el camarero a Magnus, que al instante recuperó su habitual jovialidad.
—Estoy deseando que llegue el siguiente plato —dijo sirviéndose más vino.
—¿Has cogido el teléfono satélite? —le pregunté a Johan intentando no parecer muy interesada—. ¿Eso significa que ya podemos comunicarnos con el mundo exterior?
—Así debería ser —reconoció—. Pero aún no he conseguido que funcione, y no entiendo muy bien por qué. Lo arreglaré antes de que se haga de noche, seguro. Y en todo caso no es tan importante, pues los servicios de rescate saben que estamos aquí.
Por el rabillo del ojo vi entrar a Veronica en el comedor. Adrian la seguía, meneando el rabo como de costumbre. La joven se detuvo, miró a su alrededor y se sentó en una mesa libre. Adrian se inclinó hacia ella. Ella le susurró algo al oído. El chico asintió con la cabeza y cogió dos sillas que llevó a la mesa de la recepción.
Veronica miraba fijamente el tablero de la mesa. La negra melena le colgaba como una cortina sobre la cara, y no levantó la vista hasta que Adrian volvió y se sentó en la silla libre. Ahora no tendrían que preocuparse por compartir la mesa con compañía indeseable.
La joven se había pasado con el maquillaje. Me pregunté si era de verdad tan pálida o si empleaba algún tipo de maquillaje de teatro. La primera noche su aspecto había tenido cierto estilo, aunque absurdo, pero ahora ya no lo controlaba. La línea negra alrededor de los ojos ya no estaba tan nítidamente dibujada. Tenía el pelo tan graso que en la raya se le veía más claramente la raíz marrón. Había recuperado el jersey que había prestado a Adrian. Mientras contestaba a las preguntas del camarero, toqueteaba ansiosamente el logo del club de fútbol Vålerenga que llevaba sobre el estómago. Daba rápidos golpes con los tacones. Aún llevaba puestos los calcetines rojos de Adrian.
Veronica no llevaba nunca bolso.
Qué extraño.
En mi caso tengo varios bolsillos en distintos lugares de la silla de ruedas que hacen innecesario un bolso. Además, muy rara vez uso maquillaje. Cuando podía andar, solía arreglármelas con los bolsillos de la chaqueta.
Las mujeres que se maquillan no pueden ir sin bolso. Kari Thue, por ejemplo, no soltaba nunca ese ridículo bolsito con correas a modo de mochila. Lo agarraba como si estuviera custodiando las joyas de la corona. Miré hacia la mesa donde se habían congregado ella y sus partidarios. De las cinco mujeres allí sentadas, cuatro tenían bolsos que colgaban del respaldo de la silla o estaban colocados a los pies de sus dueñas. Kari Thue había dejado el suyo sobre las rodillas.
Las mujeres se toman muy en serio sus bolsos.
Al menos casi todas. Pero Veronica no.
En mi plato había un trozo de carne de ciervo. La salsa era de un color marrón oscuro, casi roja. De dónde habría sacado el cocinero espárragos frescos durante un vendaval en febrero era un enigma. Cogí uno con los dedos y lo saboreé.
—No lo entiendo —murmuré comiéndomelo despacio, tal como se debe comer un buen espárrago.
Veronica había tenido un bolso.
Me chupé los dedos, uno por uno. Sabían a mantequilla salada con un toque de parmesano.
En el bolsillo izquierdo tenía la lista de Adrian, la relación de cincuenta y tantos pasajeros y el equipaje que se habían traído del tren. Apenas había vuelto a pensar en esos papeles desde que los vi por primera vez. Puse las hojas sobre mis rodillas y las desdoblé. La bonita letra resultaba fácil de leer. Ahora que sabía bastante más de mis compañeros de viaje que cuando dos días antes le había pedido al chico que me hiciera la lista, me sorprendió una vez más su capacidad de observación.
Señora delgadísima con poco pelo y voz horrible: bolso marrón claro, casi amarillo, que puede llevar como si fuera una mochila. No parece pesar mucho. Pequeño. ¡Ella lo controla todo el rato! Tipo gordo con pelo graso. Maletín de portátil. Bandera brasileña en la tapa.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Magnus Streng—. ¿Has probado esta salsa, Hanne? Creo que son arándanos. Y…
Apenas escuchaba. Mis ojos recorrían las hojas.
Ahí.
Veronica.
Era una de las seis personas anotadas por Adrian con nombre.
Veronica. Una tía genial con ropa gótica y jersey del Vålerenga: bolso en bandolera negro. No es grande, pero quizá algo pesado. Creo que lleva una botella (¡o eso espero!).
—Se te enfría la comida —dijo Berit señalando mi plato con el tenedor—. ¡Come!
—Si tuvieras algo valioso —dije doblando cuidadosamente la lista antes de meterla en el bolsillo—, aquí, en el hotel, quiero decir. ¿Lo llevarías contigo? ¿En un bolso, por ejemplo? ¿O lo habrías dejado en algún sitio? ¿Escondido?
—Tengo armarios que puedo cerrar con llave —contestó Berit con una sonrisa—. Tengo incluso una caja fuerte. ¿Por qué me lo preguntas?
—Claro —dije intentando no parecer impaciente—. Pero ¿y si hubieras sido uno de los huéspedes?
Berit se metió un gran trozo de carne en la boca y no contestó hasta haberlo masticado y tragado.
—Creo que lo habría escondido. Depende un poco del tamaño, claro.
Separé los dedos índice veinticinco centímetros.
—Bueno, no sé. Andar de un lado a otro con algo así conlleva cierto riesgo. Puedes dejártelo en alguna parte. Extraviarlo. Supongo que es más fácil robar algo de un bolso que de un escondite en una habitación del hotel. Por otra parte, aquí resulta muy fácil entrar en las habitaciones. Si pretendes robar, quiero decir. Contamos con la honradez de la gente, y aquí en la montaña suele funcionar muy bien. Puedes… ¿Alguien te ha… alguien te ha robado algo?
—No, en absoluto. Es una idea que me ha venido a la cabeza. Nada, en realidad. Por cierto, ¿tienes un listado de todos los huéspedes? ¿Con nombre y dirección, quiero decir?
—Sí. Supongo que habrá líos para cobrar… —sonrió como disculpándose, antes de proseguir— la estancia y la comida… Imagino que pagará una compañía de seguros, la del Ferrocarril Nacional Noruego o la de cada huésped. No lo sé. Por si acaso he anotado los nombres.
—¿Puedes facilitarme una copia de la lista?
—Bueno… no sé si…
—Por favor. Puede ser muy importante.
Berit miró a Magnus y luego a Geir, como si ellos, en su papel de médico y abogado respectivamente, pudieran aclarar si la lista estaba sujeta a alguna clase de secreto profesional. Ninguno de los dos dijo nada. Yo ni siquiera estaba segura de que supiesen de lo que estábamos hablando.
—De acuerdo —dijo ella por fin—. Después de la cena.
—Solo una cosa más —dije, esta vez susurrando—. ¿Crees que podrías enterarte de lo que iba a hacer Kari Thue en Bergen? Y de si conoció a esa gente que la rodea en el tren, o ya se conocían de antes. Si se dirigían al mismo sitio, quiero decir.
—¿No puedes preguntárselo tú?
—No le gusto.
—¡Yo tampoco le gusto!
—Pero desde tu posición puedes camuflar la pregunta. Podrías decirle que…
—Vale, de acuerdo —murmuró con la comida en la boca—. Veré lo que puedo hacer.
En nuestra mesa se hizo el silencio.
También Veronica y Adrian comían en silencio. Adrian mojó un trozo de pan en el plato de sopa, se lo metió en la boca y vació el vaso de Coca-Cola antes de haber terminado de masticar.
Debajo de la mesa los pies rojos de Veronica bailaban sin parar.
La miré durante tanto rato que tal vez se dio cuenta. Al menos levantó la vista de repente. Yo desvié la vista hacia otro lado y descubrí que Kari Thue me estaba mirando fijamente, y con mucha menos discreción de la que yo había mostrado a Veronica. Mikkel, en quien no había reparado hasta ese momento, venía lentamente hacia nuestra mesa. En medio de la sala vaciló, dio otro paso más hacia nosotros y luego aceleró, se dio la vuelta y corrió hacia los escalones que subían a la recepción. Los dos chicos más fuertes de su pandilla se volvieron a sentar, vacilantes, a la mesa justo detrás de Kari Thue, como si no se atrevieran a seguir a Mikkel sin su permiso.
Magnus Streng era insaciable. Comía sin parar. El hombre me gustaba. Me gustaba mucho, pero no sabía muy bien por qué. No alcanzaba a entenderlo. Era inusualmente amable y extravertido, pero también tenía una tendencia muy particular a ofenderse, como si se tomara a sí mismo demasiado en serio. Algunas veces incluso daba la impresión de estar enamorado de sí mismo, o al menos de estar encantado con su intelecto superior y sus impresionantes conocimientos y memoria. En un momento podía parecer malicioso, como cuando había sido incapaz de ocultar su esperanza de que el pueblo de Finse fuera destrozado por el huracán. Al mismo tiempo mostraba interés y preocupación por otras personas, y una comprensión por la vida de los demás que me conmovía. Magnus Streng era un hombre que podía ser profundamente serio, una cualidad bastante rara en nuestro tiempo.
En ese momento pidió más comida. La grasa de la salsa se posaba como vaselina alrededor de su gran boca. Tuve que apartar la mirada de él.
Geir Rugholmen, en cambio, era un alma simple.
Face value, dicen los americanos de gente como él.
De todos los adultos de Finse 1222, tal vez era la única persona de quien podría afirmar con toda seguridad que no había matado a los dos clérigos. Geir era un hombre bueno, capaz de pasar por alto muchas cosas y que decía lo que pensaba. Imaginé que mentiría muy mal, simplemente porque no vería el sentido a hacerlo. A Geir Rugholmen le importaba poco lo que los demás opinaran de lo que era y de lo que decía.
Era simple. Nada complicado.
La gente así no comete asesinato.
Estaba convencida de ello.
Berit Tverre resultaba más difícil de entender. Había cambiado en el transcurso de esos días. Había cambiado tanto que apenas la reconocía de la noche en que irrumpimos en su hotel, fuera de temporada, exigiendo atención, comida, cama, seguridad y protección frente a un huracán que ella misma temía. Del que sentía pavor, a decir verdad. Sus cambios eran tan radicales que me inquietaban.
Mientras los demás comensales daban buena cuenta del plato principal y el postre, yo miraba a mi alrededor. Mis compañeros de mesa charlaban y sonreían, aliviados al pensar que pronto todo habría acabado y las aguas volverían a su cauce. Mientras dejé vagar la mirada por un grupo de personas de las que jamás me olvidaría.
La señora de la labor de punto hacía punto. Los dueños de los perros miraban el reloj pensando en sus animales, que estaban atados en la recepción lanzando largas miradas hacia nuestros fragantes platos. Las jóvenes jugadoras de balonmano se reían como se ríen las catorceañeras, y los alemanes parecían contentos de que les dejaran beber cerveza y cantar canciones de taberna de las que otros se reían avergonzados. Los miembros de la comisión de la Iglesia estatal estaban sentados a una mesa aparte, algunos bebiendo vino, otros agua; la señora del punto tenía un vaso delante con un líquido que podría ser whisky.
Tal vez fuera zumo de manzana.
Tal vez tuvieran tanto miedo como yo.
Pero todos lo disimulaban muy bien.
Me encontraba más cerca de saber con seguridad quién había matado a Cato Hammer y a Roar Hanson.
Sin embargo, uno de los muchos problemas era que la conducta de las personas no siempre encajaba con mis teorías, lo que daba lugar a otras ideas sobre relaciones y causas. Dado que cada teoría debe ser refutable para considerarse válida, yo debería descartar esa idea que había ido cobrando peso en mi mente durante las últimas horas. Debería haber vuelto a empezar desde cero.
No estaba dispuesta a ello. Al menos por el momento.
Otro problema aún mayor era que el tiempo había empezado a cambiar. A través de la parte superior de las ventanas del comedor pude ver que había dejado de nevar del todo.
Tenía poco tiempo, así de simple.
Además, había perdido el apetito.
Era incapaz de recordar la última vez que había dejado en el plato buena comida, pero en esa ocasión no pude comer un solo trozo del estupendo asado de ciervo con salsa de arándanos y acompañado de espárragos, espárragos que el cocinero habría sacado de Dios sabía dónde.
Ojalá el huracán hubiera durado un poco más, pensé mientras el camarero se llevaba a la cocina mi plato casi intacto.