3
Entre los pasajeros del tren accidentado, ocho resultaron ser médicos, una feliz sobrerrepresentación de esa profesión debida a que siete de ellos iban a participar en un congreso acerca del tratamiento de quemaduras en el Hospital Universitario de Haukeland. También yo me dirigía allí cuando el tren descarriló. No para participar en el congreso de quemaduras, claro, sino para ver a un especialista norteamericano en secuelas de fracturas de la columna. Desde que una noche de la Navidad de 2002 recibí un disparo en la espalda que me dejó paralítica de cintura para abajo, el resto del cuerpo ha empezado también a renquear. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que no oía tan bien como antes. Cuando el disparo me alcanzó, caí al suelo y me golpeé la cabeza, y los médicos concluyeron que con la caída me dañé el nervio auditivo. No tiene importancia. No dependo en absoluto de un audífono, y me manejo perfectamente. Sobre todo porque rara vez hablo con otras personas y porque los televisores tienen un botón con el que se puede subir o bajar el volumen.
Pero a veces me cuesta respirar. De vez en cuando noto un pinchazo espasmódico en la región lumbar. Cosas así. Pequeñeces, en mi opinión, pero me dejé convencer. Decían que ese americano era fabuloso.
Así pues, siete de los ocho médicos del tren eran especialistas en un tipo de daño que no sufríamos ninguno de nosotros. El octavo, o la octava, una mujer de sesenta y tantos años, era ginecóloga. Y aunque fueran especialistas en piel o en órganos femeninos, despacharon con soltura los cortes y fracturas de huesos.
A mí me trató el enano.
No debía de medir más de metro cuarenta de estatura. Por otra parte, era igual de ancho que de largo, tenía una cabeza demasiado grande para el cuerpo, y los brazos más cortos que jamás he visto, incluso en un enano. Intenté no mirarlo fijamente.
Casi nunca salgo de casa. Se debe a muchas cosas, una de ellas es que no soporto que la gente me mire. Teniendo en cuenta que soy una mujer de mediana edad de aspecto normal en silla de ruedas, y que por tanto no debería resultarle especialmente interesante a nadie, no me costaba mucho imaginar cómo debía de pasarlo ese hombre. Lo advertí en cuanto el hombre vino hacia mí. Alguien me había puesto un cojín debajo de la cabeza y ya no estaba obligada a escudriñar el hocico del reno, donde la piel había desaparecido y unas rudimentarias costuras revelaban el trabajo poco profesional del taxidermista. Cuando el médico de corta estatura atravesó la habitación con un curioso contoneo al caminar, se abrió un surco como cuando Moisés dividió el mar Rojo. Todas las conversaciones se acallaron, incluso los gemidos y los gritos de dolor se fueron apagando a su paso.
Todos le miraban boquiabiertos. Cerré los ojos.
—Mmm —dijo arrodillándose junto a mí—. ¿Qué tenemos aquí?
Su voz era sorprendentemente grave. Creo que me esperaba una voz de helio, como si fuera a actuar en un cumpleaños infantil. Dado que resultaría sumamente descortés no mirar al médico cuando me estaba hablando, y con los ojos cerrados podría indicar además que me sentía peor de lo que estaba, los abrí.
—Magnus Streng —dijo, cogiendo mi reluctante mano derecha con un puño grande y redondo.
Murmuré su nombre, y no pude evitar pensar que los padres del médico debían de tener un sentido del humor algo peculiar. Magnus. El grande.
Me miró un instante con los ojos entornados y levantó el dedo índice. Luego su rostro se disolvió en una amplia sonrisa.
—La mujer policía —dijo con gran entusiasmo—. Tú eres la que fue tiroteada en Nordmarka hace algunos años, ¿verdad? Por aquel…
De nuevo su rostro adquirió una expresión caricaturesca y pensativa. Esta vez se puso el dedo sobre la sien antes de sonreír aún más:
—Por aquel jefe de policía corrupto, ¿verdad? Algo hubo de…
—Hace mucho tiempo de eso —lo interrumpí—. Tienes buena memoria.
Refrenó la sonrisa y se concentró en mi pierna. Hasta ese momento no me había percatado de que el omnipresente Geir Rugholmen se había sentado al lado del doctor. Ya no llevaba el traje de moto. Su jersey de lana debía de datar de la guerra. Los codos desnudos le sobresalían por las mangas. El pantalón bombacho habría sido azul en otros tiempos, pero estaba tan gastado que tenía un color oscuro y grisáceo. El hombre olía a humo de hoguera.
—¿Dónde está mi silla? —pregunté.
—El bastón salió solo —le explicó Geir Rugholmen al médico, mientras se colocaba bien el rapé con la lengua—. No queríamos sacarlo, pero tuvimos que partirlo por fuera de la herida antes de transportarla hasta aquí. Entonces simplemente… simplemente se salió por su cuenta. Pero ya no sangra mucho.
—¿Dónde está mi silla? —volví a preguntar.
—Sé que el bastón debería haberse quedado dentro —prosiguió Rugholmen.
—¿Dónde está su silla? —preguntó el doctor Streng sin quitar ojo a la herida.
Me había rasgado la pernera del pantalón y tuve la sensación de que sus manos eran rápidas y precisas, a pesar del tamaño y la forma.
—¿La silla? ¿La silla de ruedas? En el tren.
—Quiero mi silla —insistí.
—¿Cómo coño vamos a volver allí y…?
El doctor levantó la vista. Se sacó del bolsillo del pecho unas gafas enormes con montura de concha, se las puso y dijo en voz baja:
—Agradecería en sumo grado que alguien fuera a por la silla de ruedas de esta señora. Cuanto antes mejor.
—Pero ¿sabes el tiempo que hace ahí fuera? ¿Sabes…?
El dedo índice, ya no tan cómico, empujó las gafas sobre la nariz antes de que el doctor clavara su mirada en nuestro salvador.
—Id a por la silla. Ahora mismo. Creo que tú también te sentirías bastante incómodo si tus piernas se hubiesen quedado en el compartimento de un tren mientras eras transportado fuera de allí sin poder hacer nada. Dado que os he visto a ti y a tus estupendos colegas trabajar en el vendaval, supongo que os resultará relativamente fácil traer aquí algo tan importante para nuestra amiga.
De nuevo esa amplia sonrisa. Tuve la sensación de que el hombre usaba conscientemente su minusvalía. Cuando en el transcurso de la conversación empezabas a olvidarte de esa figura de circo, él se ocupaba enseguida de volver a recordarte a un payaso. Su boca ni siquiera necesitaba la tradicional pintura roja, pues sus labios eran lo bastante gruesos. Todo resultaba muy confuso. Geir Rugholmen se levantó con desgana, murmuró algo y fue hacia el porche, donde había dejado su ropa de abrigo.
—Un hombre de montaña —dijo el doctor Streng alegremente siguiéndolo con la mirada—. Y esta herida ofrece un aspecto fabuloso. Has tenido suerte. Con una buena dosis de antibióticos, para mayor seguridad, todo irá muy bien.
Me incorporé. No tardó más que unos segundos en vendarme la pierna.
—Hemos tenido mucha suerte —dijo en voz baja, metiéndose de nuevo las gafas en el bolsillo—. Esto podría haber acabado muy pero que muy mal.
No sabía bien si se refería a mi herida o al accidente en sí. Se sacudió las manos como si yo hubiera estado llena de polvo. A continuación fue contoneándose hasta el siguiente paciente, un aterrado niño de unos ocho años, con el brazo en un cabestrillo provisional. Mientras intentaba deslizarme hasta el mostrador de la recepción con el fin de apoyar la espalda, un hombre se colocó con las piernas separadas en medio de la gran estancia. Vaciló unos instantes, antes de tomar impulso sobre una silla y dar un salto hasta la mesa —rústica y de unos cinco o seis metros de largo— colocada bajo las ventanas que daban al suroeste. Debido a su considerable sobrepeso, estuvo a punto de caerse. Cuando recuperó el equilibrio, vi quién era. Llevaba al cuello una bufanda roja y blanca del club de fútbol Brann.
—Queridos amigos —dijo con una voz que parecía estar acostumbrada a hablar en público—, ¡todos acabamos de pasar por una experiencia traumática!
Parecía realmente entusiasmado.
—Por supuesto, pensamos sobre todo en la familia de Einar Holter. Einar Holter conducía hoy nuestro tren. Yo no lo conocía personalmente, pero ha llegado a mis oídos que era un hombre familiar, un hombre querido…
—Su familia aún no ha sido informada de su fallecimiento —lo interrumpió una mujer en voz muy alta desde otro lado de la estancia.
Desde mi sitio no podía verla, pero ya me gustaba.
—No es muy apropiado pronunciar un discurso conmemorativo en estas condiciones —prosiguió la mujer—. Me parece…
—Está bien —dijo el hombre que se había subido a la mesa levantando las manos hacia la gente, en un exagerado gesto de bendición—. Simplemente pensaba que estaría bien, ahora que nos encontramos a salvo y no hay nadie herido de gravedad, recordarnos a todos que…
—¡El Brann es una mierda! —gritó alguien, y reconocí enseguida al descarado muchacho de mi compartimento.
El hombre subido a la mesa sonrió y abrió la boca para decir algo.
—El Brann es una mierda —repitió el chico, y se puso a entonar el himno de su equipo futbolístico, el Vålerenga.
—Estupendo —dijo el hombre de la bufanda del Brann con un gesto de satisfacción—. Me alegra ver que la juventud se implica. En general, parece que aquí dentro todo está arreglándose, y allí fuera también, por cierto.
Señaló vagamente hacia la entrada. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando fuera.
—Solo quiero señalar…
El tipo casi me daba pena. La gente se reía entre dientes. Algunos silbaban por lo bajo, como si no se atreviesen del todo a darse a conocer, pero a la vez quisieran mostrar su desprecio. Es probable que el hombre se dejara influir por ellos. Al menos cuando intentó concluir sus palabras había abandonado su alegre tono de aleluya.
—… que para los que deseen asistir, tendrá lugar una pequeña plegaria de un cuarto de hora en el salón de la chimenea. Si a alguien le hace falta ayuda para bajar la escalera, no tiene más que pedirla. No creo que yo sea el único…
—¡Cállate!
El chaval no desistía. Se había levantado. Se encontraba a solo un par de metros de donde yo estaba sentada, y se había puesto las manos delante de la boca en forma de megáfono.
—Oye, tú —dije en tono severo—. ¡Oye, tú!
El chico se volvió hacia mí. No debía de tener más de catorce años.
Su mirada me resultó dolorosamente familiar. Tal vez lo saben. Tal vez por eso siempre intentan esconder los ojos, bajo el flequillo o entornando los párpados. Aquel chaval se tapaba demasiado la frente con el gorro.
—Oye tú —dije haciéndole una seña con la mano para que se acercara—. Ven aquí. Cállate y ven aquí.
Él no se movió.
—¿Quieres que les cuente a todos los presentes por qué estás aquí, o vas a acercarte más? ¿Para que podamos mantener cierta… discreción?
Dio un paso vacilante hacia mí y se detuvo.
—Ven aquí —dije en un tono un poco más amable esta vez.
Un paso más. Otro.
—Siéntate.
El chaval apoyó la espalda contra el mostrador de la recepción, dejándose caer lentamente sobre el trasero. Se abrazó las rodillas y no me miró.
—Estás huyendo —constaté en voz baja, en lugar de preguntar—. Vives en una institución de protección de menores. Has estado en varias familias de acogida, pero siempre se ha ido todo a la mierda.
—Gilipolleces —murmuró.
—En realidad, no pretendo discutir con un catorceañero como tú, que viaja solo. ¿O acaso formas parte de una encantadora familia que está dando una vuelta por el vendaval? ¿Puedes señalarme con quién viajas?
—No tengo catorce.
—Trece, entonces.
—Tengo quince, joder —dijo, y resopló.
—Tal vez dentro de uno o dos años.
—¡En enero! ¡Hace un mes! ¿Quieres una prueba?
Sacó furibundo su cartera de unos vaqueros que le iban demasiado grandes. Era de nailon de color camuflaje y la llevaba sujeta al cinturón con una cadena. Cuando sacó una tarjeta bancaria vi que se mordía las uñas hasta hacerse sangre.
—Vaya —dije sin mirarlo—. Tarjeta bancaria y todo. Un chico mayor ya. Entonces digamos quince. Ahora escúchame. ¿Cómo te llamas?
El chaval tenía tan poco interés en hacer amigos de invierno como yo.
—¿Cómo te llamas? —repetí antes de avistar el nombre en la tarjeta en el momento en que volvía a metérsela en el bolsillo.
Miraba en silencio y distraído desde debajo de la visera de su gorro. A su alrededor flotaba un tufo agrio, como si le hubieran lavado la ropa sin molestarse en secarla bien antes de meterla en el armario.
—Adrian —dije desalentada—. Ahora te diré una cosa.
El chico se estremeció, se pasó la mano por el gorro y me miró fijamente durante tres largos segundos.
Adrian tenía quince años. Yo no sabía nada de él, y sin embargo lo sabía todo. No era capaz de luchar contra nadie; bajo esa ropa demasiado grande no debía de pesar más de cincuenta kilos. Era muy mal hablado. Un ladronzuelo, seguro, y estaba convencida de que se encontraba ya en los inicios de un autodestructivo consumo de drogas. Un pequeño y mierdoso delincuente de quince años que aún no había aprendido a ocultar la mirada.
—¿Eres vidente? ¿Cómo has podido…?
—Sí, soy vidente. Y ahora te vas a quedar callado. ¿Estás herido?
Apenas movió la cabeza. Lo interpreté como un no.
—¡Aquí tienes tu silla!
Geir Rugholmen traía consigo un soplo helado. En ese momento me di cuenta, por fin, de que la recepción se estaba quedando vacía.
—Tenemos que encontrarte una habitación a ti también —dijo mientras montaba la silla de ruedas con asombrosa pericia—. La mayor parte ya tiene adjudicada una cama en el hotel. También usamos los apartamentos privados.
Hizo un gesto indeterminado en dirección a la escalera, antes de montar la última rueda de la silla.
—Por suerte, el hotel se encontraba casi vacío cuando ocurrió el accidente. No estamos precisamente en temporada alta. Aún falta un poco para las vacaciones de invierno. ¡Eso habría sido peor! A los más jóvenes y a los mayores en mejor estado los hemos llevado a las casas más próximas a la estación. Y ahora tendremos que buscarle un sitio a…
Se interrumpió a sí mismo y miró a Adrian con los ojos entornados.
—¿Viajáis juntos? —preguntó algo escéptico.
—En cierto modo sí —contesté—. Por el momento.
—Creo que tengo sitio para ti en una de las habitaciones más cercanas. Ya hay dos personas allí, pero con un colchón en el suelo, ese niñato tuyo también puede…
—¡Entonces empezamos! —gritó el hombre de la bufanda del Brann, intentando llamar la atención de unos jóvenes que estaban sentados junto a la mesa de comedor, degustando algo parecido a un estofado de carne, pero que luego me explicarían que se llamaba sopa de vagabundo—. ¡Nos reunimos aquí abajo, amigos! ¡También podemos ofrecerles café y pastas!
Era obvio que la respuesta del público no era la esperada. El pastor agarró del brazo a una mujer que pasaba por allí, pero la soltó inmediatamente al darse cuenta de que lo que él había tomado por un pasamontañas en realidad era un hiyab. Los jóvenes seguían comiendo en silencio. No tenían prisa. Más bien al contrario; sin mirar siquiera en dirección al predicador, se sirvieron lentamente más sopa. Algunos empezaron a tararear una enervante y chistosa canción infantil. Una chica se rio entre dientes y se sonrojó.
—¿Alguien puede meterle una bala en la frente a ese jodido cura? —murmuró Adrian antes de alzar la voz—. ¡Yo no voy a compartir habitación con nadie!, ¿eh? Ni de coña.
Se acercó con arrogancia a la mesa y se dejó caer sobre una silla lo más alejada posible de los demás.
Geir Rugholmen se rascó su barba de tres días, cerrada y de un negro azulado.
—Un tipo duro, ese pequeño amigo tuyo.
Hizo ademán de ayudarme a levantarme.
—No —dije—. Puedo yo sola. El chico no es amigo mío.
—Mejor para ti.
—Ignóralo.
—Hago lo que puedo. ¿No quieres que le…?
—¡No!
Mi voz se volvió más brusca de lo necesario. Lo que suele sucederme. Lo que me sucede casi siempre, a decir verdad.
—¡Vale, vale! ¡Tranquila! Dios mío, solo quería…
—Tampoco me hace falta ninguna cama —dije incorporándome—. Prefiero quedarme aquí sentada.
—¿Toda la noche? ¿Pretendes pasarte toda la noche sentada en esta silla? ¿Aquí?
—¿Para cuándo se espera la ayuda de fuera?
Geir Rugholmen enderezó la espalda. Puso los brazos en jarras y bajó la mirada apuntándome con la nariz. La típica mirada de los que están de pie, de los erguidos, de los que funcionan bien.
En realidad no me parece tan mal estar impedida. Deseo ser inmóvil, así es como he elegido vivir. La silla de ruedas no me impide hacer casi nada a diario. Puedo pasar semanas sin salir de mi casa. Los problemas surgen cuando me obligan a salir. La gente quiere ayudarme a toda costa. Levantar, empujar, llevar.
Por esa razón elegí el tren. He de admitir que ir en avión me resulta una pesadilla. Con el tren todo es más sencillo. Menos roces. Menos manos desconocidas. Al fin y al cabo el tren ofrece cierto grado de autonomía.
Excepto cuando descarrila y choca.
No soporto esas miradas de los sanos y ágiles, esas miradas de arriba abajo. Razón por la que tampoco quería encontrarme con la mirada de ese hombre. Opté por cerrar los ojos e hice como si me acomodara para dormir.
—Creo que no entiendes del todo la situación —dijo Geir Rugholmen.
—Estamos aislados y atrapados por las condiciones meteorológicas.
—Pues sí, más bien. Estamos muy jodidos, aislados y atrapados. En este momento el temporal tiene ráfagas huracanadas. ¡Huracanes en Finse! En realidad no es muy corriente, pues estamos al abrigo de…
—Lo único que me interesa es: ¿cuándo vendrán a sacarnos de aquí?
Se hizo el silencio. Y sin embargo podía sentir que el hombre continuaba estando allí. El olor a humo y lana vieja seguía siendo igual de fuerte.
—Te he hecho una pregunta —dije en voz baja y con los ojos cerrados—. No pasa nada si no sabes contestarme. Voy a dormir un poco.
—Eres como un avestruz.
—¿Cómo?
—Crees que nadie te ve si cierras los ojos.
—El avestruz esconde la cabeza, si no me equivoco. Pero creo que solo es un mito.
Dejé escapar un largo bostezo, todavía con los ojos cerrados.
—Que nadie diga que no lo he intentado —dijo Geir Rugholmen disgustado—. Si quieres seguir aquí sentada en plan borde… vete a la mierda.
Las botas de esquí patearon el suelo y desaparecieron.
Este tipo de cosas se me dan muy bien.
Puede que me quedara dormida un momento.