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—¿Qué está pasando aquí?

Adrian se había sentado en el alféizar, de espaldas al cristal y con las piernas sobre la mesa. Tenía los brazos cruzados elocuentemente sobre el pecho. Opté por ignorarle. Entonces se incorporó.

No había manera de mantener en secreto el asesinato de Cato Hammer. Lo supe al ver su cadáver. El pastor era una de las figuras más conocidas en el tren, y no había pasado precisamente inadvertido la noche anterior. Aunque un buen número de pasajeros había dado muestras de escepticismo y desaprobación, otros claramente lo apreciaban. Por lo que había oído decir, de hecho se había celebrado una especie de ceremonia religiosa en el salón. Bastante lograda, según comentó un matrimonio mayor que pensó que estaba dormida. Además, había acudido bastante gente. Cato Hammer podría haber planificado algún acto también para la mañana; además, el hombre formaba parte de un grupo numeroso.

Tarde o temprano alguien haría preguntas sobre la desaparición del futbolístico pastor. La cuestión era si entretanto debía mentir a Adrian.

—¿Acaso tienes problemas de oído? ¿Qué está pasando? ¿Por qué estáis siempre metidos en la cocina?

Miré al chico fijamente.

En teoría había ciento noventa y cuatro sospechosos en este caso, ya que con toda seguridad solo podía descartar al bebé vestido de rosa y a mí misma. Si fuera físicamente posible moverse de un lado a otro en el pueblo de Finse con semejante vendaval, habría que ampliar el grupo de posibles asesinos. Aparte de los pasajeros del tren alojados fuera del hotel, tenía entendido que había más gente por ahí, como el extraño propietario de la cabaña y cuatro carpinteros polacos que estaban restaurando uno de los apartamentos del Edificio Electro.

Un número indeterminado, pero limitado, de posibles asesinos.

Adrian era uno de ellos.

—¿Estás completamente ida, o qué? ¡Hanne! ¡Hola, hola!

Era la primera vez que el chico me llamaba por mi nombre. No tengo ni idea de cómo lo sabía. Habría escuchado la conversación entre el doctor Streng y yo cuando el médico me examinó la herida.

Adrian se había mostrado muy agresivo el día anterior. Sin embargo, estaba convencida de que su ataque al pastor había sido expresión de un desprecio general por los adultos. Y en especial por las autoridades. Y muy en particular por todos los equipos de fútbol que no fueran el Vålerenga.

—Mírame —dije por fin.

—¿Qué?

Se tapó más la cara con el gorro.

Yo me incliné hacia delante y se lo eché hacia atrás.

—Mírame —repetí—. ¿Qué tienes tú en contra de Cato Hammer?

—¿Cato Hammer? ¿Ese idiota del Brann?

No vi ni sombra de vergüenza o miedo. Al contrario, entornó los ojos con aire de desprecio, y cuando apartó la vista de la mía fue como si mirara a su alrededor con la esperanza de ver al pastor y echarle otro rapapolvo.

—Con el fútbol no se juega —resopló—. El Brann no mola. ¡Y el tío no habla el dialecto de Bergen! ¡Ni siquiera ha vivido allí! No es…

—Muy pocos hinchas del Vålerenga han nacido y crecido en la parte este de Oslo —le interrumpí—. ¿Dónde creciste tú?

Una pregunta tonta, pues probablemente Adrian se hubiera criado a trancas y barrancas en todas partes y en ninguna. No contestó.

—Cato Hammer ha muerto —dije.

Se quedó pasmado durante unos segundos, hasta que me miró con los ojos entornados, incrédulo. Cuando por fin abrió la boca para decir algo, me pareció ver una sombra de miedo en su cara. Justo en ese instante se oyó un estruendo en las escaleras. Me volví por acto reflejo. Una familia de cuatro miembros bajaba ruidosamente hacia la recepción, con un perro de aguas portugués atado. Ladró al verme.

—Son las siete —bramó el padre con entusiasmo—. ¡Un nuevo día, nuevas posibilidades!

—¿Qué ibas a decir? —pregunté a Adrian en voz baja, intentando captar de nuevo su mirada—. Me pareció que estabas a punto de decir algo.

Pero era demasiado tarde. Se limitó a encogerse de hombros y a tirar del condenado gorro.

—Nada.

—¿Nada?

—Que lo lamento, tal vez. O, ay, qué pena. ¿Te refieres a algo así? Lo que quieras.

—Es extraño que no preguntes de qué murió.

Adrian suspiró.

—¿De qué murió? —preguntó.

—Lo asesinaron.

—¿Qué?

—Le pegaron un tiro.

—¿Cuándo?

La pregunta me sorprendió. Estaba más concentrada en interpretar la expresión de su cara que en escuchar lo que estaba diciendo.

—La pasada noche —respondí brevemente.

—¿Dónde está ahora?

—Haces unas preguntas muy raras —comenté.

—Igual que tú —repuso antes de levantarse y señalar con la cabeza la máquina de café—. ¿Quieres algo?

Adrian era un niño en muchos sentidos, y aunque a veces me he dejado engañar por adultos, aún me falta conocer un niño capaz de hacer tanto teatro.

—No se lo digas a nadie —le pedí—. De momento.

Me miró un instante boquiabierto, antes de hacer un movimiento negativo con la cabeza.

—Mantener en secreto algo así —murmuró—. Es difícil. ¿Quieres algo o no?

Adrian volvía a ser el de antes. Lo irritante del caso era que me sentía incapaz de descifrar lo que había visto en su cara cuando la ruidosa familia con el perro me interrumpió.

Podría ser algo parecido a la angustia, y no entendía por qué eso me gustaba tan poco.