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Al final resultó que había hecho bien en creerlo.

Eran las cuatro y media. Seguía haciendo mucho frío dentro, pero al menos había dejado de nevar en la recepción. Hice un cálculo rápido y concluí que ya llevábamos más de veinticuatro horas en Finse. Casi no podía creerlo. Llevo muchos años viviendo en una larga y aburrida rutina en la que me encuentro a gusto. No sucede ni sucederá nada. Todo es predecible y todo sigue su curso. Tengo tiempo de sobra, y lo derrocho como quiero. Las últimas veinticinco horas, en cambio, habían sido tan intensas que durante mucho rato me había olvidado de lo cansada que estaba.

—¿Estás dormida? —preguntó Geir sorprendido.

Se había quitado la parte de arriba del traje de motonieve. Ahora le colgaba por las caderas. Me recordaba a Ida cuando vuelve de la guardería y sin quitarse del todo la ropa de abrigo corre hacia mí y se sube a mis rodillas para darme besitos y luego me pasea en la silla por el piso.

De nuevo me había olvidado de llamar a casa.

—No, no —contesté algo aturdida, parpadeando.

Tenía que llamar a casa ya. Sin falta.

—Han tapado el agujero —dijo Geir levantando el puño en señal de victoria—. Con madera, planchas de metal y todo lo que hemos podido encontrar. Al final, hemos embalado la instalación entera con edredones que hemos atornillado con lo que había por ahí. Hacía un frío del carajo allí arriba, y la corriente de aire nos imposibilitaba acercarnos a la pared destrozada. Además el pasillo está lleno de nieve. Y sin embargo…

Se ató a la cintura las mangas del traje.

—Sobreviviremos. Esto se calentará de nuevo. Dentro de una hora o dos, al menos será soportable.

Ya era hora. Tenía los labios entumecidos, y me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes para no morderme la lengua.

—¿Y qué tal al otro lado? —pregunté—. ¿También allí han conseguido tapar los agujeros?

—Sí. Un par de hombres del tren ayudaron a dos de los chicos de la Cruz Roja y a uno de los carpinteros. Resultó más fácil por ese lado. Acabaron antes que nosotros.

Se palpó el bolsillo del pecho.

—Da gusto con Telenor. La cobertura del móvil ha sido estupenda, hemos estado en comunicación constante con el edificio de apartamentos.

Inspiré hondamente e intenté bajar los hombros. De nuevo se apoderó de mí el frío y se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Miré a mi alrededor en busca de Magnus Streng. La herida seguía sangrando por delante de la pierna. Ni me atrevía a mirar detrás.

El médico no se veía por ninguna parte.

—Ven aquí —dijo Geir haciéndome gestos para que lo siguiera.

—¿Qué quieres?

—Ven aquí.

Era evidente que el frío me molestaba más a mí que a los demás. Sangraba, y además llevaba mucho rato sentada sin moverme. Es probable que incluso me hubiese quedado dormida. A lo mejor no era ninguna tontería seguir a Geir. El hombre se dirigió hacia la entrada y abrió la puerta de un pequeño pasillo, para luego ayudarme a continuar hasta el porche de la entrada. La tienda, que estaba a la izquierda bajando por una pequeña escalera, no tendría más de veinticinco metros cuadrados, y estaba hasta los topes de gente que no sabía muy bien qué comprar. Se me ocurrió que aquella escena era un curioso símbolo de la cultura occidental; todos habíamos tenido la muerte a un paso, y de inmediato buscábamos consuelo en encontrar algo que comprar. Una chica rubia y de aspecto muy noruego estaba sentada detrás de la caja, sonriendo. Era, por lo que pude ver, la única persona presente que encontraba alguna razón para estar de buen humor. Por lo demás, reinaba el silencio, un silencio opresivo, angustioso y tenso, exactamente como el que reinaba entre la gente que poco a poco se había ido sentando en la recepción al enterarse de que el daño de la pared oeste podía ser reparado.

Adrian y Veronica miraban las gafas de sol de un expositor. El chico tenía cara de haber llorado, y cuando levantó la cabeza y me vio, cogió rápidamente un par de gafas oscuras y se las puso. Roar Hanson estaba muy cerca de él, manoseando un par de calcetines de deporte color naranja, y ni siquiera levantó la cabeza cuando intenté saludarlo.

—Detrás de esta puerta… —dijo Geir, golpeando la puerta exterior— dejaremos que la nieve tape el acceso. Incluso Johan dice que no merece la pena malgastar esfuerzos en mantenerlo despejado. Cuesta demasiado. Como él es el único capaz de estar fuera con estas temperaturas, dejaremos que la nieve lo cubra.

—Incendio —dije.

—¿Incendio?

—¿Qué haremos en caso de incendio?

—Saltaremos de una ventana de más arriba. Quitaremos el aislamiento que hemos puesto donde estaba el vagón. Algo así. Pero no habrá ningún incendio. Los riesgos a los que estamos expuestos tienen un límite.

Esbozó una débil sonrisa.

—¿Habéis contado —pregunté cuando él, sin que yo se lo pidiera, me ayudó a meter la silla en la recepción— cuántos somos ahora?

—Cada vez somos menos —respondió Geir intentando hacerse el gracioso. Me empujó dentro de la habitación—. Cuando el vagón cayó, había setenta y nueve personas en el edificio de apartamentos. En todo el complejo éramos ciento noventa y seis, supongo.

—Ciento noventa y cuatro —le corregí—. Tienes que restar a Elias Grav y a Cato Hammer.

—Correcto. Y añadir a cuatro carpinteros. Uno de ellos en el otro edificio. Tres aquí. Entonces en total somos…

—Ciento dieciocho —dije—. Quedamos ciento dieciocho personas en el hotel.

Kari Thue había reunido una pequeña corte a su alrededor en un extremo de la mesa. La conversación se detuvo repentinamente cuando Geir y yo nos acercarnos. En ese momento anhelé que esa mujer hubiera visto cumplido su deseo a tiempo. Que se hubiera llevado a sus súbditos al edificio de apartamentos y se hubiese quedado allí.

Veinticuatro horas antes éramos doscientas sesenta y nueve personas en un tren. Luego nos convertimos en ciento noventa y seis. Fallecieron dos hombres y quedábamos ciento noventa y cuatro. Ya solo quedábamos ciento dieciocho.

De repente me acordé de los Diez negritos.

Intenté librarme a toda prisa de ese pensamiento.

Diez negritos es una historia que no acaba muy bien.