28. EL XXVIII CONGRESO. EL CONGRESO SE DIVIERTE

Del 17 al 20 de mayo de 1979 el PSOE se reunió en su XXVIII Congreso, pero los debates de aquella reunión comenzaron mucho tiempo antes.

Se puede asegurar que todo se inició en mayo del año anterior en Barcelona, cuando Felipe González anuncia que intentará cambiar el carácter marxista del PSOE declarado en la ponencia política del Congreso anterior (XXVII Congreso, en diciembre de 1976). Al día siguiente de la "Declaración de Barcelona", muy de mañana, acudí al Congreso de los Diputados, me dirigí al bar del hemiciclo para tomar un café, como simple desayuno, donde encontré el patio socialista muy revuelto. Se abalanzaron a preguntarme. Yo nada sabía, no había leído aún ningún periódico ni oído la radio. Mi respuesta fue clara: "No sé nada; pero no me sorprende, porque conozco la forma en que Felipe hace las cosas".

A su vuelta de Barcelona conversamos sobre el asunto, y, como era habitual en él, el estado de ánimo que reflejaba era un mixto de preocupación y ligereza:

- Alfonso, el Partido no puede seguir definiéndose como marxista; así no llegaremos a ninguna parte. Además, no hay que preocuparse, no habrá ningún problema.

Le expresé mi discrepancia en cuanto a la confianza en la ausencia de consecuencias. Algo conocía las agrupaciones del Partido y tenía plena conciencia de que los efectos podían ser importantes, graves o indeseados. Acordamos dejar dormir el tema durante un tiempo hasta conocer las posiciones de los demás.

Pasaron pocos meses hasta que se pusieron en marcha los procedimientos de convocatoria del XXVIII Congreso. Los plazos y mecanismos congresuales en el PSOE están muy definidos en las obligaciones estatutarias. Las agrupaciones envían propuestas que se editan y remiten de nuevo a todas las organizaciones del Partido para que tengan conocimiento de las propuestas de todos.

Comenzaron a llegar las ponencias enviadas desde las agrupaciones elaboradas por los militantes en asambleas. Pocas eran las que no reafirmaban el carácter marxista del Partido, lo que auguraba un conflicto difícil en el Congreso, si no se atajaba con anterioridad, alcanzando un acuerdo que pudiese contar con el apoyo de todos.

Solo diez días antes de comenzar el Congreso, Felipe González volvió a insistir en una rueda de prensa en Gijón. No se aliviaba la tensión, sino que espoleaba a los que defendían con más radicalismo la necesidad de confirmar el marxismo del PSOE.

Tuve una larga y sincera conversación con Felipe. Le expresé mi contrariedad ante lo que se avecinaba. El Congreso iba a quedar prisionero de una definición nominalista: marxismo o no marxismo, orillando los problemas de España sobre los que el PSOE debería ofrecer una alternativa clara a la sociedad española. Estuvimos de acuerdo en considerar una ocasión perdida si las aguas del Congreso se movían solo en la orientación del marxismo. Pero Felipe insistió en la necesidad de clarificar el asunto, por razones de dos categorías: en el terreno de los principios, un partido no puede, a finales del siglo XX, y tras la experiencia de la Unión Soviética, declararse intrínsecamente marxista; y en el ámbito político, las aspiraciones de regir la transformación de España se convertían en algo casi imposible con una definición marxista.

Mi argumentario de respuestas no fue contestado por Felipe. Es cierto que la definición marxista de 1976 ha sido la primera de la historia del partido, que tuvo causa en la acumulación ideológica de un Partido que durante cuarenta años ha estado proscrito en las mazmorras de la política por un régimen dictatorial y represivo.

Por otro lado, reclamarse del marxismo como algo ínsito es tan poco razonable como rechazar que una parte de las ideas contemporáneas se deben a los análisis de Karl Marx, que han sido integrados como todos los acontecimientos científicos en el saber universal, en el conocimiento general más allá de las posiciones ideológicas que se mantengan. Tan disparatado es inquirir si eres marxista como preguntar si eres newtoniano.

La sucesiva contribución de los científicos, incluida la superación de sus planteamientos erróneos, forma parte del conocimiento de la humanidad, sin que cada persona pueda definirse por la aportación de cada uno de ellos. En alguna medida todos somos kantianos, galileanos, marxistas o hegelianos. Definir la filosofía general del ser, de un colectivo, sin uno solo de los pensadores o científicos, es un dislate comparable a intentar desligarse de la acumulación de conocimientos que debemos al conjunto de los científicos, pensadores de la historia.

A partir de estos conceptos, "arruinar" un Congreso de un Partido claramente llamado a transformar un país que ha sufrido mucho durante me dio siglo por una discusión nominalista me parece irresponsable. La manera en que se ha introducido el debate, mediante una declaración pública antes de darlo a conocer en el interior del colectivo que debe decidir, tiene una parte de provocación que da como resultado la revuelta de los militantes en sus proposiciones. La solución no está en alimentar cada día la confrontación marxismo/no marxismo, sino en concretar una formulación que elimine los riesgos políticos de la definición marxista pero tranquilice a los militantes en cuanto al temor de un giro a la derecha del Partido.

Felipe me repitió su teoría de que se veía obligado a recurrir a la sociedad para convencer de algo a su propio Partido. En todo caso, pareció que entendía y aceptaba mis argumentos. Le anuncié que tomaría con tacto con los partidarios de la definición rotunda de marxismo para intentar buscar una fórmula aceptable para todos.

Hablé con Luis Gómez Llorente, perteneciente a la dirección del Partido pero defensor de las tesis de los oponentes en el asunto de la definición marxista. Siempre he guardado afecto y aprecio intelectual por Gómez Llorente. Su estilo formal tiene acentos de otra época, pero en nada disminuye su inteligencia y cultura. Posee un fino instinto para desentrañar los elementos básicos de la interpretación histórica. A veces puede simplificar en exceso la explicación, pero su objetivo no es el sectarismo, sino la potencia didáctica de la exposición. Reúne todos los requisitos exigibles al maestro en el sentido clásico; suministra datos para la reflexión, lo que es un regalo para los estudiantes.

Luis Gómez Llorente tiene fama de radical intransigente, pero mi experiencia personal me dice que, lejos de merecer tal consideración, es una persona siempre dispuesta a la comprensión y el acuerdo si se exponen los asuntos con claridad y sensatez. Entendió el problema y pronto llegamos a un acuerdo. Bastaría no negar el marxismo, pero sin necesidad de afirmarlo. El esquema era confirmar la vigencia de los acuerdos de los congresos anteriores sin concretar la definición del Partido. Así se lo comuniqué a Felipe González y quedamos a la espera de una posible salida sin traumas ni concesiones.

Y llegó el primer día del Congreso, el 17 de mayo. Los periódicos traían editoriales sobre el asunto y amplia información de las posiciones de unos y otros. El diario El País dedicaba la primera mitad de su editorial a un ataque inmisericorde contra mi persona, acusándome de acumular poder, monopolizar la toma de decisiones, instrumentalizar a los leales y marginar a los desobedientes, para terminar con una referencia a las vidas paralelas de Plutarco al acusarme de ser la imagen especular de Abril Martorell en la UCD. Aún no habían alcanzado a entender a este, ¿ni a mí? Más tarde, en todos los congresos del Partido el mismo periódico en el primer día del Congreso ha ofrecido información, entrevista o editorial dedicados a la denigración de mi tarea. Una forma, que ya se ha hecho "normal" en la prensa española, de intervenir en el interior de los partidos.

El diario ABC apoyaba a Mundo Obrero, el periódico del Partido Comunista, otorgándole la consideración de representar la mentalidad auténtica de la izquierda. En general todos los periódicos se ocupaban del comprometido asunto para el PSOE, opinando acerca de lo que representaría el Bad Godesberg del PSOE, en referencia al Congreso del SPD en el que adoptó la posición socialdemócrata.

Las delegaciones que acudían al Congreso lo hacían con un bullicio interior imparable; la previa provocación sobre el marxismo había disparado las más elementales creencias ideológicas, y enseguida se pudo comprobar la hostilidad contenida cuando se procedió a la elección del presidente del Congreso. El candidato, si no oficial, al menos oficioso, de la dirección era Gregorio Peces-Barba, que fue derrotado por la candidatura de José Federico de Carvajal, hombre "de orden" pero considerado en Madrid como no perteneciente a la línea oficial.

Para Gregorio Peces-Barba fue un golpe injusto que él elegantemente achacó a la disconformidad con su tarea como secretario del Grupo Parlamentario. No era verdad; él pagó la irritación que el tema del marxismo había incubado.

El asunto clave se trató primero en la Comisión Política, en la que Gómez Llorente defendió con no mucha pasión -en política "las comedias" no funcionan- la posición acordada. Los militantes no quedaron satisfechos; deseaban la explícita expresión de pertenecer a un partido marxista.

Habría que dar la batalla en el plenario del Congreso. Y fue entonces cuando Felipe hizo un movimiento táctico que no comprendí. Le encargó la defensa de su posición a Joaquín Almunia. De inmediato supe que la batalla estaba perdida. Almunia pertenece a una clase de hombres que podrían calificarse como de corazón frío, incapaz de transmitir emoción, crédito, verdad, si acaso él la siente.

El hecho fue que su alegato careció del mínimo de convicción; sencillamente no interesó a nadie, fue una simpleza sin apoyo, parecía hecho para hacer ganar a los otros.

Enfrente estuvo el Francisco Bustelo más burdo que nunca había oído. La mezcolanza de su oratoria, en la que pervivían expresiones bíblicas revueltas con recetas del marxismo vulgar, entusiasmó a los delegados, que votaron mayoritariamente por la propuesta de incluir de manera taxativa el carácter marxista del Partido.

Después de la votación nos encontramos Felipe y yo en una de las salas del Palacio de Congresos. Nos sentamos en un sofá, uno al lado del otro. Mirando hacia el frente. Felipe dijo que no se presentaría a la reelección. Le expresé mi opinión. Esa decisión haría agigantar su figura política. Abandonar la Secretaría General por no encontrar compatible representar a un partido que tomaba decisiones con las que no estaba de acuerdo tiene un componente ético que sin duda sería muy positivamente considerado. Desde el punto de vista político es necesario tomar en cuenta que cuando la furia se libera, se desatan las fuerzas irracionales hasta límites que pueden no ser previsibles. Estas dos razones, que se repiten en la toma de decisiones de las personas que dirigen, que lideran, son las importantes. ¿Es irresponsable abandonar un proyecto que puede ser clave para mi país porque choca con mi capacidad de admitir unos principios que no comparto? ¿O es aún más irresponsable saltar por encima de los escrúpulos morales en aras de la eficacia de un proyecto que puede beneficiar a la sociedad a la que me dirijo¿ Este es el dilema inevitable en la acción pública, es la dualidad ética política que coloca al dirigente que tenga conciencia y sensibilidad ante un precipicio por el que en todo caso se precipitará.

Felipe me aseguró que él no podía "tirar del carro" si no creía en el carro, y me sugirió que en el futuro todo se podría reconducir. "Alfonso, así reconstruiremos todo y podremos recuperar la dirección." Fue en ese momento cuando creí que llegaba la oportunidad de descomprometerme de la actividad política directa. Le dije: "Bien, Felipe, acepto tu decisión; pero a partir de aquí me siento liberado del compromiso tácito de continuar en la dirección del Partido". No hubo más comentario, mas es posible que aquel día se abriese la primera grieta, minúscula, que yo no aprecié entonces, pero que haciendo memoria años después me parece que una esquirla de hielo se coló entre los dos socialistas que compartían unos momentos de hondo dramatismo en aquella sala aislada del "runrún" que llegaba de los pasillos del Congreso.

Las reuniones se habían disparado. La pueril alegría que el triunfo en la cuestión ideológica había proporcionado a unos delegados -que en su gran mayoría, las tres cuartas partes, jamás había participado en una asamblea como aquella, que probablemente estarían en un aprieto si alguien les pidiese que explicaran la diferencia entre marxismo y antimarxismo- se estaba trocando en preocupación, sorpresa y desconsuelo. Se había extendido el rumor de que Felipe renunciaría a la reelección. Tal posibilidad fue provocando una orfandad consternada incluso en los más radicales defensores de las opiniones contradictorias con las defendidas por el secretario general.

Una espesa pesadumbre se mezclaba con una inervación general que fue creando una expectación frenética que proporcionaba una sombra de folía contenida.

El secretario general en situación de cesante había declarado: "No estoy contento con la marcha del Congreso. Mentiría si dijera lo contrario". Esto bastó para que cundiese el temor no disimulado de que tuviese la tentación del abandono. Los periódicos hablaron de tal posibilidad y en general optaban por sugerir la conveniencia de la continuidad de Felipe González. Algunos, sin embargo, aprovecharon el viaje para responsabilizar a mis "métodos burocráticos, mi estilo imperativo, mi inadecuación para la administración de la organización del Partido" del estado de crispación del Congreso. Aconsejaron, pues, a Felipe González la continuidad "a costa de sacrificar afectos personales", en alusión clara, por los antecedentes del editorial, a mi persona (El País, 20 V 1979).

La mañana del domingo 21, el Congreso era un verdadero hervidero de comentarios, semiarrepentimientos, elucubraciones sobre el futuro del Partido, lamentos y esperanzas de que no ocurriera lo que se temía: que Felipe no se presentara a la reelección para la Secretaría General.

Cuando se anunció que Felipe acudiría al pleno para exponer su posición, los pasillos abarrotados de delegados quedaron vacíos tras las carreras para ocupar sus lugares en el salón de plenos.

La entrada de Felipe en el salón fue saludada con una estruendosa salva de aplausos.

El discurso de Felipe fue seguido con atención y emoción por los delegados e invitados.

Repetidamente fue interrumpido con aplausos, y al finalizar, consumado ya el temido rumor, la sala expresó con fervor su apoyo a Felipe González. Eran los mismos que la noche anterior habían votado contra las posiciones del secretario general. Ahora unos acusaban a otros de haber destronado a Felipe, "a nuestro Felipe". Era el mito del llanto tras matar al padre. Se necesita la liberación de la influencia del padre, se le ahoga, y al contemplar el cadáver, las lágrimas y los lamentos sustituyen toda animadversión. La oposición se trueca en cariño, y la euforia colectiva por estar transgrediendo las normas que creían impedían actuar libremente se torna coro de plañideras deseosas de mostrar arrepentimiento por el crimen y disposición a resucitar al caído.

El anuncio de retirada de Felipe conmocionó a todos, pero los delegados habían de seguir el rito democrático del Congreso. Era necesario elegir una nueva dirección, ahora sin Felipe González.

Este convocó a la Comisión Ejecutiva saliente en una reunión mezcla de emoción, preocupación y declaraciones de fidelidad algo dramatizadas. En un momento de la reunión los ejecutivos ya cesantes comenzaron una extraña ronda de protestas de lealtad al secretario general que culminaba con una sentencia o promesa: "Pues si tú no te presentas, yo tampoco". Antes de que pudiera finalizar la ronda no pude -ni quise, probablemente- reprimir un comentario jocoso pero que encerraba una verdad incontestable: "No digáis cosas raras; no os presentáis porque sin Felipe no seríais elegidos".

Mi intención, además de terminar con unas vacuas expresiones de dignidad herida, de sacrificio personal por fidelidad al líder, era poner de manifiesto el espacio que Felipe ocupaba en la dirección del Partido. Las comisiones ejecutivas se conformaban buscando un equilibrio, pero se asentaban en el predicamento político que Felipe disfrutaba en el conjunto del Partido.

Los delegados del Congreso, desconcertados, recurrían a fuentes improvisadas para tratar de encontrar una salida. Se convocó una reunión con los "cabezas de delegación" para responsabilizarse de la situación. En ella el profesor Tierno hizo un pintoresco y alucinante discurso acerca de las consecuencias sociales y políticas que tendría la retirada de Felipe. Sus argumentos sobre la imposibilidad de fraguar una alternativa a la dirección apuntaban a que la Internacional Socialista no admitiría a un PSOE que no estuviese dirigido por Felipe González, pero la cima del absurdo de sus palabras la alcanzó cuando advirtió que los poderes fácticos no admitirían a otro secretario general distinto de Felipe González, y que a ello responderían sacando los tanques a la calle.

Mientras tanto, Tierno, Gómez Llorente, Pablo Castellano y Francisco Bustelo intentaron sondear a los delegados sobre las posibilidades de formar una ejecutiva para presentarla a la votación del Congreso. Pronto llegaron a la firme convicción de que no obtendrían el apoyo ni siquiera del 10 por 100 de los delegados.

Esta constatación les hizo abandonar cualquier intento. En ese momento comprendí que ya nunca más tendrían posibilidades para dirigir el Partido. Cuando el cetro del poder queda sobre la mesa, sin dueño, si los que han provocado el vacío de poder no dan un paso al frente para recogerlo, quedan condenados para siempre a la imposibilidad de detentar ese poder. Los colectivos no perdonan la indecisión, la cobardía en el proceso de asunción de la responsabilidad de dirigir, de liderar.

La falta de arrojo, de valentía, desterraba a los cuatro hipotéticos beneficiarios de la derrota de la dirección del poder de representación. Supe que en el incierto futuro próximo del PSOE Tierno, Gómez Llorente, Castellano y Bustelo nada podían ofrecer a la militancia en el terreno del liderazgo. La mayoría de los delegados que apoyaban la vuelta de Felipe después de comprobar que la decisión de este no era reversible, en una búsqueda desesperada de solución, concibieron la idea instrumental de que se me nombrara a mí secretario general hasta la celebración de un Congreso extraordinario que repondría las cosas en su sitio con la vuelta de Felipe. Vinieron a ofrecerme la fórmula con un documento al que habían dado su conformidad el 85 por 100 de los delegados.

Les agradecí su confianza y les di una rotunda negativa que les expliqué de forma taxativa:

Las argucias, los elementos de teatralidad, no funcionan en política. Nadie puede garantizar que el diseño se cumpla después en el transcurso de las luchas. La decisión de Felipe tendrá con seguridad una aceptación general en la sociedad española, lo que engrandecerá su figura y la del Partido Socialista. La fórmula que proponéis, aun con la mejor intención será inevitable que aparezca como una conspiración de palacio, incluso como una traición mía a Felipe González. No creo que esta pudiera favorecer una salida honrada, coherente, ética y comprometida con la sociedad española.

Descartada la alternativa y no aceptada la fórmula de la transitoriedad "guardando" el jardín para Felipe, no se encontraba otra solución que nombrar una gestora que administrara la convocatoria de un Congreso extraordinario, para que el Partido seplanteara con mayor serenidad sus posiciones y la elección de la dirección. Con esta propuesta se llegó al plenario de final del Congreso, pero aún debíamos superar algunas cuestiones que pudieran emborronar la salida consensuada por las delegaciones.

El profesor Tierno me visitó para exponerme/preguntarme la conveniencia de una intervención suya para repetir los argumentos que había explicado en la reunión de "cabezas de delegación". Me pareció una locura irresponsable publicitar las extrañas razones manejadas por Tierno acerca de la imposición de los poderes fácticos. Después de una larga y tranquila conversación, le convencí de la inconveniencia de un discurso como el que pretendía. Me prometió explícitamente que no pediría la palabra en el pleno.

Cuando comenzó la sesión plenaria, el presidente del Congreso, José Federico de Carvajal, comenzó a explicar los avatares ocurridos hasta llegar a la solución de una Comisión gestora.

Terminada su argumentación preguntó si había alguna intervención entre los delegados. El profesor Tierno, sentado inmediatamente detrás de mí, solicitó la palabra. El presidente repitió en el micrófono: "El profesor Tierno pide la palabra". Me volví a Enrique Tierno y le lancé una mirada de incomprensión y reproche, pues solo una hora antes se había comprometido conmigo a no introducir sus disparatados argumentos en el final del Congreso. Él mismo dijo: "Tierno no pide la palabra". Me hizo reflexionar sobre el personaje. Yo le había conocido en 1964 durante la celebración de un seminario privado, en Marqués de Cubas, en el que participamos una docena de personas de la literatura, el teatro y las artes. El seminario versaba sobre la picaresca, centrada en el estudio del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Me impresionó su cultura, su autoridad en la opinión y su forma serena de lanzar ideas comprometidas con una visión marxista. Esta vieja relación nos permitió más tarde mantener un trato especial, diferente al que solía tener con otros políticos socialistas, que puede merecer alguna aclaración posterior. Volviendo a aquel momento de finalización del Congreso de 1979, mi reflexión giró en torno a por qué Tierno Galván, hombre de autoridad, respetado y considerado un personaje de la vida cultural y política, se habría plegado ante el recordatorio de mi mirada. Cuando pidió la palabra ya sabía que incumpliría el acuerdo sellado conmigo, y sin embargo quiso hacerlo. ¿Por qué mi mirada le hizo replegar, renunciar a hablar: la fuerza de los mitos, de las leyendas que se crean alrededor de las personas, la idea del poder omnímodo que algunos me atribuían, el concepto vulgar de maquiavélico que corría por las páginas de los diarios, tal vez le hicieron pensar en unas consecuencias inexistentes si se oponía a mi posición? En política he comprobado que las imágenes creadas -reales o inventadas- poseen una fuerza mayor que las actitudes de las personas. En una ocasión descubrí que, de forma totalmente inconsciente para mí, algunas personas interpretaban mis "deseos" por elementos de referencia que yo ni siquiera conocía. Fue a raíz de una entrevista que sostenía en mi despacho de la calle García Morato entonces, hoy Santa Engracia. Mi interlocutor, en el curso de la conversación, de forma inesperada, se puso en pie y se despidió. Lo comenté con mi secretario, Javier Guerrero, que me preguntó de inmediato: "¿Te quitaste las gafas?". "¿Qué quieres decir?", le pregunté a mi vez. Su respuesta me dejó desconcertado y atónito: "La gente interpreta que cuando te quitas las gafas el tiempo de la entrevista ha terminado".

Cuán difícil es establecer una comunicación fluida con las personas cuando aletea sobre la conversación una leyenda -por muy absurda y falsa que sea- que marca por ella misma las reglas de la relación. Cuántos malentendidos sin que, a veces, se tenga la menor noción de las razones que los provocan. Y esto me ha ocurrido a mí, una persona que siempre se expresa en lenguaje sencillo, nada aficionado a los períodos largos que hacen perder el hilo del núcleo argumental. Cuántas incomprensiones habrán surgido entre aquellos que se expresan en circunloquios casi enigmáticos.

El XXVIII Congreso terminó con la elección de una Comisión gestora constituida por militantes probados en la defensa del Partido sin que pudieran ser considerados partidarios de posiciones de grupos: José Federico de Carvajal, como presidente (lo había sido del Congreso); Ramón Rubial, Carmen García, Antonio García Duarte y José Prat, como vocales. Todos ellos componían una Comisión de notables del Partido, veteranos y por encima de banderas, salvo Carmen García Bloise, hasta el Congreso secretaria de Administración. Se optó por su presencia en la gestora para garantizar la continuidad en la administración económica del Partido. Se trataba de una dirección provisional para preparar la convocatoria de un Congreso extraordinario que diese una salida estable a la situación precaria en que había devenido el Partido.

Los empleados del Partido me solicitaron una reunión urgente en el Congreso. Cuando me reuní con ellos me anunciaron su retirada de los puestos de trabajo en solidaridad con los ejecutivos salientes. Les hablé con contundencia. Una actitud de abandono solo tendría consecuencias negativas para el Partido, por lo que no aceptaba que tomaran tal decisión en nuestro nombre.

Después de un largo coloquio la actitud de ellos fue declinando y mis palabras se hicieron más amables y agradecidas porque intentaban, con una medida equivocada, mostrar su solidaridad con nosotros.

El resultado del Congreso, y sobre todo la actitud de Felipe González, tuvo un tratamiento heroico en los medios de comunicación. Se señalaba la inmadurez del Partido, pero también la sensatez final de la salida y sobre todo la altura política del dirigente socialista Felipe González.

Casi unánimemente se afirmó que Felipe salía del Congreso muy reforzado para ejercer su actividad en el Congreso extraordinario por venir. Tal previsión fue acertada en el balance general del Congreso extraordinario, aunque no en su desarrollo, en el que Felipe González no tuvo -no se lo permitieron en su delegación- un papel relevante.

Una vez pasado el Congreso, la Comisión gestora intentaba mantener la organización en pie, con la tranquilidad que les daba el que el Congreso delegara la política parlamentaria en la dirección del Grupo Parlamentario socialista, es decir, en Felipe, en Gregorio Peces-Barba y en mí.

Carmen García me llamaba casi cada día para consultarme cuestiones relacionadas con la organización. En todos los casos tomé la precaución de advertir que estaba a disposición de la Gestora para informar de todo lo que me solicitara, pero que no quería ofrecer opiniones personales sobre los asuntos consultados. Intentaba cumplir con la decisión adoptada en la conversación con Felipe. Aunque en vista del desarrollo del Congreso extraordinario celebrado cuatro meses más tarde hizo creer a muchos -y así lo declararon y escribieron- que yo durante el interregno entre los dos congresos había estado "amarrando" las posiciones de las delegaciones para el Congreso extraordinario, lo cierto es que estuve totalmente al margen, a pesar de los requerimientos de muchas agrupaciones y líderes regionales y locales.

La persona que hizo un eficaz trabajo de preparación del Congreso extraordinario fue Manuel Marín, que había trabajado anteriormente conmigo, pero que se recorrió las agrupaciones por decisión personal y cuando tuvo un resultado tangible me puso ante el hecho consumado de una responsabilidad que en caso de ser rechazada podría tener consecuencias graves para el Partido y, por ende, para la política española.

Me resistí. Mi argumentación principal fue que el gran acuerdo del conjunto del Partido lo era sobre todo para apoyar la vuelta o continuación de Felipe. Manolo Marín contraargumentaba de acuerdo con mi tesis, pero… que era necesario mi concurso "orgánico", pues ya se sabía que Felipe no se ocupaba de manera directa de las organizaciones del Partido.

Un tira y afloja que duró todo el verano de 1979 para desembocar en un nuevo compromiso -¡cuánta debilidad ante la hipotética responsabilidad!-que me hizo aceptar la representación unipersonal de todos los delegados de Andalucía, que contabilizaban la cuarta parte de los delegados.

En el período que medió entre el Congreso de la implosión y el extraordinario las tendencias que se dibujaban por unos y otros representaban dos opciones algo maniqueas: marxismo o socialdemocracia. Los que habían perdido el Congreso calificaban de marxistas anclados en el pasado -Felipe llegó a llamarles criptocomunistas-, y los ganadores de la ponencia, aunque perdedores porque no tuvieron valentía para ser consecuentes con su triunfo reclamando el poder, acusaban a los otros de socialdemócratas (un calificativo aún no pacífico en el socialismo español) y artífices de un "giro a la derecha" del Partido.

Ante el Congreso extraordinario se desplegó una panoplia de posiciones ideológicas en un debate que exponía proyectos alternativos pero que hacía asomar también una lucha por el poder en la organización y un posicionamiento en busca de las mejores condiciones para aspirar al poder político de la nación.

La Federación Socialista Madrileña fue la que oficializó más claramente el debate, ofreciendo la tribuna a las figuras representativas de las distintas posiciones, polarizadas en moderados (cercanos a Felipe González) y marxistas (próximos a Gómez Llorente y Bustelo).

En uno de los debates, Felipe González advirtió de la nueva composición social del socialismo, sugiriendo la disminución de los obreros en los órganos decisorios del Partido en el último Congreso, en el que se planteó la disyuntiva del marxismo. De estos análisis se derivó una información periodística que aseguraba que Felipe se planteaba la supresión de la palabra "Obrero" del nombre del Partido. Ante el temor de una nueva polémica, que desvirtuase el desarrollo del Congreso extraordinario, Felipe lo desmintió al día siguiente, asegurando que él no había planteado la supresión (lo que era cierto), que no la pensaba plantear y que probablemente (la cursiva es mía) no lo plantearía en el futuro. El término probablemente le exonera de una contradicción personal, puesto que planteó la supresión en 1992, y lo hizo ante la Comisión Ejecutiva Federal del Partido, que no aceptó la propuesta.

El debate precongresual introdujo otros temas, además del relativo a la definición del Partido. El reconocimiento de tendencias internas y la advertencia negativa ante la posibilidad de una coalición de gobierno con la UCD ocuparon buena parte de las discusiones.

La incertidumbre sobre el camino que habría de tomar el debate en el Congreso produjo alguna confrontación ideológica. A la tribuna de debate interno se invitaba a representantes "moderados" y "marxistas", pero no siempre coincidían sus exposiciones con las previas denominaciones. Así, Javier Solana intervino, desde principios teóricamente moderados, para afirmar que "la socialdemocracia ya no es alternativa para la izquierda", lo que impulsó a Joaquín Leguina a solicitar a la presidencia que en esos actos "se manifiesten también los moderados", a lo que contestó el organizador del debate prometiendo que en otras sesiones intervendrían ponentes "aún más moderados". Las carcajadas explotaron en todo el salón.

Si desde las filas moderadas se argüía que la definición marxista haría huir a sectores de capas medias a la hora del voto, y por lo tanto obstaculizaría el triunfo electoral, en el otro sector no se pensaba de manera diferente, pero a causa del abandono del marxismo. Gómez Llorente lo expresó bien claramente al sostener que "si el PSOE renunciaba al marxismo saldría muy beneficiado el PCE y muy perjudicada la UGT, con lo que habríamos dificultado una alternativa real y viable para la izquierda".

El resultado visible de la catarsis del XXVIII Congreso fue que los más radicales redujeron sus pretensiones ideológicas y centraron sus críticas en el funcionamiento interno del Partido.

Conscientes de la fuerza personal de liderazgo de Felipe, se plegaron a apoyarle para retomar la Secretaría General, llegando a considerarle "una de las primeras víctimas del mal que aqueja al Partido, que podría llamarse el "alfonsoguerrismo", consistente en pretender tener siempre razón, en no reconocer ningún argumento al adversario, en decir que quienes se equivocan son siempre los demás.

Yo no había participado en el debate porque quería preservar mi decisión de retirarme, y no intervine hasta el mes de septiembre, días antes del Congreso extraordinario. Mi tesis siempre fue encaminada a estabilizar la organización, sugiriendo que los militantes del PSOE teníamos que aprender que no se puede tejer y destejer continuamente.

Llegado el momento de la elección de delegados para el Congreso extraordinario, los socialistas andaluces se reunieron en Antequera y acordaron un mandato unitario de toda la región que me ofrecieron a mí. Sugerí que se reservara la posibilidad de tal nombramiento para Felipe González, ante la eventualidad de que no fuese elegido en la delegación de Madrid, a la que él pertenecía. Así se hizo, pero Felipe fue elegido en una única lista que recogía todas las posiciones madrileñas. Sin embargo, no ocupaba la primera plaza, sino la cuarta, pues la portavocía de la delegación la reclamó para sí Alonso Puerta.

La etapa de preparación del Congreso desembocó la mañana del 28 de septiembre en una sesión de inauguración del Congreso extraordinario con la conciencia clara de que Felipe González volvería a ser el secretario general, por lo que el desarrollo del Congreso perdió la expectación y la incertidumbre que había sido la marca principal del anterior.

El mes de septiembre de 1979 tuvo para mi vida un factor de mayor intensidad. El día 19, muy poco antes del Congreso, nació mi hijo. Fue un acontecimiento que cambió mi vida, aunque su efecto tuvo dos fases que no alcanzo a entender bien. Cuando le vi, a las seis y veinte de la tarde, unos minutos después de nacer, me emocioné, le ofrecí mi dedo pulgar y él lo rodeó con sus deditos; algo me recorrió el cuerpo; conocí un sentimiento, sensación, reflejo nuevo, diferente, que me advirtió de una nueva situación vital. Sin embargo, en los primeros tres meses de su vida no me sentí atrapado por el niño. Pero pasado este primer período me encandiló totalmente. Ya nada era comparable a tomarlo en mis brazos con su cabecita sobre mi hombro y su manita agarrada a la camisa en mi espalda, durmiéndole con el sonido de la música barroca, los conciertos de Marcello interpretados por Maurice André. La presencia de mi hijo en mi vida debilitó mi pasión por la política. Ahora existía algo superior a las actividades colectivas: el refugiarme en un amor puro, totalmente desinteresado, de completa entrega, sin otra esperanza de gratificación que una sonrisa, un gesto amable, un atisbo de felicidad en su carita.

Solo unos días después del nacimiento, del acontecimiento, de mi hijo, comenzó el Congreso extraordinario. Me sentía relajado, seguro. En los primeros momentos ofrecí a Gómez Llorente que se incorporara a la Comisión Ejecutiva. Lo rechazó; había llegado demasiado lejos con Bustelo, Castellano y otros para permitirse una vuelta atrás que sin duda le haría aparecer como "traidor" ante los otros. La oferta se repitió en el transcurso del Congreso, con una nueva negativa por su parte.

En el Congreso hicimos una rara operación de prestidigitación, que curiosamente dejó a todos contentos. La delegación madrileña no permitió que Felipe, Gómez Llorente o Castellano hablasen en la tribuna, por lo que el planteamiento básico de las posiciones políticas recayó inesperadamente sobre mí. Tuve la idea de hacer un discurso que diera, en la medida de lo posible, satisfacción a los dos sectores enfrentados, "moderados" y "marxistas". Expuse algunos de los conceptos utilizados por los críticos, como el peligro de derechización del Partido si se acercaba demasiado al poder, y defendí la idea de un Partido que supiera combinar la acción parlamentaria con la movilización social. Por el contrario, señalé la necesidad de reconocer algunas posiciones de los militantes que se refugiaban en posturas propias de otra etapa de la lucha política. En esencia, advertí contra la tentación socialdemócrata y la comunista. Todos contentos; la distensión recorrió el Congreso. Sin embargo, había compuesto una metáfora política del golpe de Estado totalmente desafortunada.

Una frase idiota pronunciada al calor de los aplausos, referencia al caballo de Pavía, y con la sugerencia de que el Gobierno de entonces y su presidente, Adolfo Suárez, no harían asco a una situación semejante. Los delegados aplaudieron, pero al bajar de la tribuna ya tenía yo conciencia del error. Gregorio Peces-Barba y Txiki Benegas hicieron declaraciones contrarias a aquella frase.

Yo les comprendí, por que eran ellos los que acertaban, no yo.

El balance del Congreso fue una solución salomónica cuya resolución tuvo la aprobación de todos. Felipe González dijo: "Comparto plenamente la ponencia ideológica aprobada"; pero Pablo Castellano declaró: "Estoy perplejo por la aceptación de nuestras propuestas políticas".

La polémica sobre la definición marxista del Partido que había provocado el big bang del PSOE se zanjó con una solución ecléctica: "El PSOE asume el marxismo como un instrumento teórico, crítico y no dogmático para el análisis y transformación de la realidad social, recogiendo las distintas aportaciones marxistas y no marxistas que han contribuido a hacer del socialismo la gran alternativa emancipadora de nuestro tiempo y respetando plenamente las creencias personales".

Quedé muy decepcionado con el resultado de la crisis del Partido. ¿Para qué la implosión del XXVIII Congreso? ¿Para qué la renuncia de Felipe González, la Gestora, el Congreso extraordinario? ¿Para terminar diciendo que "el PSOE asume el marxismo"¿ Me hizo reflexionar sobre la enorme importancia que tiene la presentación de las cuestiones, más que el contenido propio de estas. Habíamos llegado al triunfo de la moderación a través de las propuestas de los "radicales".

Más tarde comprendí que aquello había sido una crisis motivada por la inmadurez del Partido, de todos o casi todos en el Partido. En el XXVIII Congreso el conflicto lo empezó el asturiano Pedro de Silva; ¿pero no lo había excitado previamente Felipe González con sus declaraciones en Barcelona sin consultar con la dirección?

Tras una meditación prolongada llegué a concluir que si no hubiera surgido el tema del marxismo cualquier otro asunto hubiese puesto al Partido en situación de crisis, porque el Partido era inmaduro, sin la decantación necesaria para aspirar a gobernar un país. El aspecto positivo era la certeza de que ningún otro partido en España podría haber soportado el vacío del XXVIII Congreso con posibilidades de recuperación. Pronto lo comprobaríamos con UCD y con el PCE, que salieron rotos de sus respectivas crisis.