14. EN EL MONTE JAIZQUÍBEL

En septiembre de 1974 se celebró una reunión informal en el Hotel Jaizquíbel de Fuenterrabía que supuso el prólogo del Congreso de Suresnes del PSOE.

La Comisión Ejecutiva del Partido Socialista estaba diezmada por las dimisiones del grupo sevillano.

En enero de 1973 había presentado la dimisión por el boicoteo que se hacía del periódico El Socialista, del que yo era responsable. El periódico se escribía en el interior de España fundamentalmente lo escribía yo, se pasaban los textos y se confeccionaba en Francia, para volver a través de un paso clandestino por la frontera pirenaica y ser distribuido en España. Se hizo habitual que algunos de los textos que yo enviaba no aparecieran en el periódico o que lo hicieran mutilados. El responsable de tales irregularidades era Arsenio Jimeno, que sometía a su propio criterio la oportunidad de la publicación. Mi paciencia estaba pronta al estallido, pero la espoleta que me hizo comprender la inutilidad de mi esfuerzo no tuvo relación con las actividades políticas, o tal vez sí; quizá fue una interpretación que conectaba la acción política con la vida real, más allá de las rutinarias ceremonias de la política.

Mi madre había caído enferma de una afección hepática. Al ser viuda de un empleado de la Fundición militar, le correspondía el internamiento en un hospital castrense. Así se hizo, y yo me desplacé a vivir prácticamente todo el tiempo en el hospital. Me pertreché de una colección de libros que mitigaron mi inactividad mientras cuidaba de mi madre. Elegí los textos clásicos, cumpliendo una de las tareas que siempre había querido emprender.

Comencé con el Cantar de Mio Cid, y todos los ensayos que encontré sobre el tema; continué con el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y los ensayos correspondientes. Los disfruté mucho, salvo cuando mi madre se quejaba -lo hacía muy poco-. Al paso de los días comprobaba que la enferma no mejoraba y pese a mi insistencia con los médicos no me tranquilizaban.

Una noche un médico joven me llamó al despacho que le servía de consulta.

Me advirtió que nunca confirmaría lo que me iba a decir. "A su madre la están dejando morir. La monja que la atiende no tiene el menor interés en ayudarle." Después de mi reacción entre la torpeza y la indignación, el médico me preguntó: "¿Quiere usted salvar a su madre? Llévesela ahora mismo al hospital de la Seguridad Social; pero no llame a una ambulancia, porque tendrá problemas para que le dejen trasladarla. Súbala a su coche y llévela a urgencias del hospital".

Sentí una terrible opresión en la garganta y el corazón mientras organizaba los preparativos para el traslado. Mi madre era una persona gruesa, pesada, y resultó una tarea espantosa bajarla silenciosamente por las escaleras, sostenida entre mi hermano y yo, y sobre todo introducirla en el coche, que no era muy amplio.

La ingresamos en el otro hospital y en pocos días su mejoría era evidente. Después de la angustia de aquella madrugada, temiendo que el traslado le perjudicara gravemente, la nueva situación me produjo una gran euforia.

Estaba convocada en Francia una reunión de la Comisión Ejecutiva del Partido para dirimir un conflicto disciplinario en una Federación del exterior, Holanda.

Un grupo de militantes acosaba desde hacía algún tiempo a Felipe Lorda y su esposa Josefina, llegando a perpetrar algunos actos groseros inaceptables. Ellos estaban desesperados; eran personas cultas, pacíficas, con unos encantadores hijos, y confiaban en la defensa que yo venía ejerciendo para salvar su honor y sobre todo para eliminar la presión, la extorsión a la que estaban sometidos.

El estado de mi madre me había inclinado a no acudir a la reunión, pero fui requerido telefónicamente por los afectados, que con desaliento, desengaño, incredulidad me rogaban que no les abandonara en el momento crucial. Les prometí considerarlo, a tenor de la evolución de mi madre, aunque no les comuniqué la razón de la que dependía mi presencia.

Hablé con mi madre, le expliqué todos los pormenores del asunto, y ella me alentó a acudir, aduciendo su estado físico, que parecía estupendo, y la falta de preocupación por ella. Así que tomé la decisión de viajar en coche a Francia.

Terminada la reunión con éxito para los objetivos buscados -la dirección apoyó a los militantes perseguidos-, emprendí la vuelta con la intranquilidad por el estado de mi madre.

Al llegar a Sevilla fui directamente al hospital. El cuadro que encontré me dejó anonadado. Mi madre yacía en un estado de postración total; las convulsiones y los roncos sonidos de su garganta reproducían el final de mi padre.

El agotamiento del viaje, la lucha de la reunión en Francia y la evidencia de la extrema gravedad de mi madre me provocaron una debilidad física y mental que casi me paraliza. Aún tuve un poco de fuerza para ir a buscar al médico que la atendía para que me explicara aquella terrible evolución en menos de cuarenta y ocho horas. Le encontré en la cafetería con otros médicos, jugando al dominó. Mi fiereza pareció dirigida al médico, pero no era el destino de mi furia. Era yo; no podía aceptar que hubiera abandonado a mi madre para arreglar una rencilla política. El sentimiento de culpabilidad me ha acompañado siempre desde aquel día. Solo unas horas más tarde envié una escueta carta anunciando mi dimisión de la dirección del Partido.

En la primavera, Felipe dimitiría también de la Comisión Ejecutiva. Del grupo de Sevilla solo permanecía en ella Guillermo Galeote, que nos servía de enlace, de conexión, sobre lo que estaba pasando en la dirección.

Fue Galeote el que propició una reunión en el Hotel Jaizquíbel para que, con un esquema informal, un grupo analizara cuál era el contenido político que debería tener el XIII Congreso, convocado para octubre. La reunión se celebró en septiembre y a ella acudieron Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Pablo Castellano, Eduardo López Albizu, Guillermo Galeote, Felipe González y yo. Inicialmente el objeto de la concentración era examinar conjuntamente las previsiones del próximo Congreso. Nosotros habíamos elaborado un documento sobre un borrador de Felipe que después sería conocido como la "Declaración de Septiembre".

Para comprender aquella declaración es preciso situar el contexto en el que se produjo. Ya se conocía la enfermedad del dictador; el Partido Comunista de España había creado la Junta Democrática con otros pequeños grupos de la oposición y con personalidades como Calvo Serer y Antonio García Trevijano. El Partido Socialista había convocado un Congreso y tenía la necesidad de clarificar su posición en momentos clave de la vida política española.

En la declaración se constata que está llegando el fin del régimen y se afirma que el pueblo toma conciencia de este acontecimiento histórico y expresa la voluntad de reconquistar su soberanía.

Después de un análisis de los factores que determinan el final de la dictadura, se reafirma que la única salida es la Ruptura Democrática, que exige: ·la libertad de todos los presos políticos; ·la disolución de las instituciones represivas; ·libertad de los partidos políticos, libertad sindical, libertad de reunión y expresión, derecho de huelga y manifestación; ·convocatoria de elecciones libres en el plazo de un año; ·reconocimiento de los derechos de las nacionalidades ibéricas como base del proceso constituyente.

La aspiración de construir una sociedad justa se expresa como principios constitucionales: ·el carácter laico del Estado; ·la independencia de la justicia y la abolición de la pena de muerte; ·la no injerencia del Ejército en el desarrollo político del país; ·el control democrático de la empresa pública y las instituciones de la Seguridad Social; ·un sistema fiscal y una reforma agraria entendidas como instrumentos de distribución de la riqueza; la garantía de la sociedad en la cobertura de las necesidades de los ciudadanos.

Treinta años después, viviendo en una sociedad democrática, con las instituciones conformadas libremente por los ciudadanos, sorprende el realismo de la propuesta de un partido clandestino, con escasos efectivos humanos. La orientación ya en 1974 era la correcta, pues muchas de las propuestas entonces planteadas se lograron consolidar en el debate constitucional de 1978.

La "Declaración de Septiembre" fue importante en el panorama político general, y lo fue aún más en el interior del Partido Socialista, pues representó una guía clara para las decisiones que se tomarían en el determinante Congreso de Suresnes.

Pero en la reunión de Jaizquíbel no solo se elaboró la "Declaración de Septiembre". Los miembros de la Comisión Ejecutiva querían comprometernos para formar parte de la futura dirección que se elegiría en el Congreso. No aceptamos entrar en el juego de componer allí una dirección a la que no teníamos previsión de pertenecer.

Después de muchos ruegos, preguntas y discusiones, aceptamos opinar sobre una treintena de nombres que ellos habían preparado. Se trataba solo de dar un criterio sobre los nombres de los militantes que fuesen puestos sobre la mesa. Aunque no fue explicitado, me pareció que actuábamos en el sobrentendido de que aquel que obtuviese oposición de alguno quedaba descartado para la dirección. Me sentí molesto, pues era participar en un jurado que solo disponía de bolas negras; no se trataba de apoyar a los de mayor virtud o competencia, sino solo de ejercer una acusación. Me refugié en un silencio discreto, pero ni aun con esa cautela logré evitar las consecuencias que el método me había hecho temer. Cuando se exponía el nombre de una persona admirada por su seriedad y capacidad intervino Pablo Castellano descalificándole por razones que ninguna relación tenían con la política. Dos años más tarde supe que él mismo había "informado" al afectado de la oposición y las razones de esta, pero ¡atribuyéndomelas a mí! Durante dos años noté una frialdad y hasta hostilidad que no entendía, hasta que se descubrió el feo juego de Castellano.

Afortunadamente, recuperé la amistad con el "descalificado" y la labramos en los años siguientes con una fraternidad irrompible.

Salimos de Jaizquíbel con la certeza de poseer más respuestas a los interrogantes que las que podría aportar la dirección del Partido. El equipo forjado casi sin conexiones con la autoridad había logrado una sólida posición en la organización.

De vuelta a Sevilla nos reunimos los amigos para intentar dibujar lo que sería el XIII Congreso del Partido.

Cuando analizamos las posibilidades de liderazgo, el acuerdo fue unánime: el Partido necesitaba una personalización en la dirección; no se podía continuar con una dirección colegiada que elevaba la conformidad moral democrática, pero que producía una inmersión en el anonimato que sería devastadora para el futuro inmediato, pues la llegada de la democracia exigía un rostro, una voz, una persona. La pregunta consecuente era ¿quién puede desempeñar ese papel? La unanimidad fue expresada con naturalidad: Nicolás Redondo. A todos nos pareció el correlato más evidente: luchador sindicalista, militante de muchos años, hijo de socialista, con prestigio y autoridad en el Partido. Todo estaba bastante claro. Pero de pronto alguien preguntó ¿y si Nicolás no acepta? La certidumbre pareció desvanecerse. Todo eran excusas, razonamientos tautológicos -¿cómo no va a aceptar?, ¿por qué no va a aceptar?-, pero el asunto no era dilucidar las razones o las maneras de inaceptación de Nicolás. Se trataba de responder a un supuesto posible, aunque no probable. Si Nicolás no acepta, ¿quién? Y ahí empezó a perfilarse la hipótesis de que Felipe González ocupase la máxima responsabilidad del Partido. Nada quedó explícito, pero en la mente de cada quien la idea empezó a fructificar, aunque se colase subsidiariamente a la renuncia de Nicolás. Lo cierto es que nadie supo nada de aquella digresión, mas el resultado de Jaizquíbel empezaba a cuajar.