INTRODUCCIÓN

«Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte.»

LUIS CERNUDA

El libro que tiene en sus manos, lector, es un conjunto de recuerdos. Escribir acerca del pasado exige sobreponerse a la nostalgia. Hay que mirar la vida como la vemos hoy, pasados tantos años.

Quizá sea imposible evitar cierta idealización de lo que en otro tiempo nos ofreció aristas más filadas. He querido ser honrado en la exposición de los hechos de mi vida. Y para serlo, lo primero es una explicación a quien los lee. Una explicación que justifique la decisión e expresar en letra impresa mis propias experiencias.

Hace ya algunos años que amigos y compañeros me preguntaban si no escribiría mis memorias.

Al mismo tiempo, empresas editoriales me han ofrecido reiteradamente sus colecciones para su publicación. A todos respondía con mi cerrada posición de no escribirlas. Dos eran las razones que me aconsejaban no introducirme en la rememoración de mis años pasados. La primera tiene que ver con la modesta visión que tengo de mi vida. ¿Puede resultar interesante su conocimiento? Tengo profundas dudas. La otra razón es que resulta decepcionante luchar para que aparezcan claros y verdaderos hechos que la crónica histórica, que hoy se hace en los periódicos, ya ha determinado los perfiles con los que se conocerán para siempre. Representar el papel del que pone en causa la forma en que muchos hechos han sido ya fijados no es una tarea agradable.

Tenía, pues, acordado conmigo mismo no redactar unas memorias que tal vez no interesarían a muchos, y que habrían de tropezar con la dificultad de ser creídas, dados los testimonios no siempre coincidentes que ya se habían tomado por definitivos.

El verano de 1996 lo pasé en Oxford, en la casa de un profesor universitario, a orillas del Támesis, que unía a la belleza de su jardín adornado de hermosas flores la vecindad de un historiador eminente, John Elliot. En las conversaciones de sobremesa o en los paseos vespertinos, Elliot insistía en la conveniencia de escribir las memorias, porque, a su parecer, es suficiente que unos pocos historiadores las cotejen con otros testimonios para alcanzar alguna utilidad. Sus argumentos ablandaron mi posición negativa, y mi vuelta a España coincidió con una solicitud de la editorial Espasa Calpe, que me sorprendió en un momento de debilidad de mi actitud; acepté redactar mis recuerdos. Hoy ofrezco a los lectores estos retazos de mi vida, que no es heroica ni especial, pero que puede reflejar un tiempo en el que la libertad personal de muchos se erigía contra un sistema social y político que castraba muchas oportunidades de vida y alegría.

He tenido presente no caer en los vicios que la tradición atribuye a los memorialistas. Es opinión general que muchos de los que relatan su vida lo hacen con objetivos egocéntricos: ensalzar su propia figura y ajustar cuentas con aquellos con los que han vivido. Mi intención ha sido alejarme de cualquier forma hiperbólica al describir mis actuaciones, y no he pretendido zanjar viejos contenciosos con nadie, aunque al desvelar hechos y conductas pueda resultar incómodo para algunos.

A lo largo de mi vida he comprobado cuánto entusiasmo he logrado levantar en multitudes, cuánto afecto, confianza, en miles de personas, muchas de ellas desconocidas, que han creído encontrar en mí un defensor de sus vidas y haciendas. También soy consciente de la hostilidad que un sector de la sociedad, el más conservador, muestra ante cualquier manifestación mía.

No sería realista mantener una actitud de negación del carácter polémico de mis actuaciones.

Han sido muchos los que han reconocido que ante mí solo caben dos opciones: el entusiasmo o el rechazo absoluto.

Comprendo, pues, que pocos o muchos sientan la necesidad de expresar su neta oposición a mis planteamientos. Les respeto y asumo sus críticas. Pero existen ciertos casos concretos que tienen otra explicación que resulta poco edificante. Algunos revelan un odio injustificado contra mí, les excita combatirme, no con argumentos, sino con improperios, insultos y mentiras; parece que se sienten frustrados ante cualquier atisbo de éxito de mis planteamientos.

Mucho he meditado sobre ello -«El hombre que no medita vive en la oscuridad», decía Victor Hugo-, y mi conclusión, corroborada por muchas opiniones que me han aportado personas de muy variada condición, es que no pueden soportar mi integridad. Actúo, sin pretenderlo, como un espejo que refleja su claudicación. Se saben servidores del poder, y aun del poder menos noble, el poder del dinero, y no pueden aceptar con naturalidad que otros se hayan negado siempre a dar coba a los poderosos, que no se hayan dejado instrumentalizar, usar para el placer de los fuertes.

Estos casos particulares no me interesan. Son más fuertes que yo en cuanto no poseen el freno de los escrúpulos morales, pero nunca han conseguido doblegarme, no me he plegado ante cantos de sirena que me ofrecían apoyos a cambio de someterme a las reglas de la escudería, del clan, de la mafia. Mi independencia, aún mejor, mi libertad ha representado para mí un valor supremo, imposible de sustituir por el éxito, la comodidad, la fortuna o el espíritu gregario, el saberse miembro de un grupo autoprotector.

Sería, por otro lado, un fácil con suelo pensar que cuando algunos te atacan es porque haces camino, como expresa el proverbio árabe que Marcel Proust hace decir a M. de Norpois en A la sombra de las muchachas en flor: «los perros ladran, la caravana pasa». Aún más elegantemente, Percy Shelley escribirá: «Nadie apedrea un árbol que no esté cargado de frutos».

Kant dice que no debemos interrogar a la naturaleza como si fuéramos un alumno, sino como un juez. Jonathan Glover observa la historia también como un juez. Cuando miro hacia atrás no quisiera hacerlo como un juez; quisiera interrogar a mi vida para que me responda sobre algunas indefiniciones morales que pesan sobre mi recuerdo. Deseo respuestas que aclaren para los demás, pero también para mí, el sentido de mis actos. No quiero juzgar, solo interrogar para comprender.

Cuando analizo la historia no son juicios valorativos lo que busco, sino entendimiento, comprensión de las razones que hacen a los hombres controlar sus deseos cuando su realización puede perjudicar a otros, o saltar por encima de las normas morales y fijar como único objetivo el interés individual, egoísta.

Este tomo de memorias abarca desde mi nacimiento hasta 1982, año de la victoria socialista que les llevó -que nos llevó- al Gobierno de España.

Los hechos de la infancia son una mezcla de recuerdos directos y de las narraciones de otros, de mis padres y hermanos, especialmente. En el libro pueden distinguirse dos partes: en la primera, infancia y adolescencia, dominan mis recuerdos personales, que no dejan de ofrecer un panorama de la vida de la época; en la segunda mitad, la primacía la tienen los hechos políticos, sin que desaparezca una visión personal sobre las acciones y las personas.

El lector podrá señalar la falta de algunos acontecimientos. Es verdad; no he podido tratarlos todos porque habrían hecho este libro interminable. De todas formas, en el próximo tomo que ya estoy escribiendo tal vez pueda volver a algunos hechos anteriores por las repercusiones que tuvieron más tarde.

Me he apoyado durante la redacción de estos textos en la convicción de que no tendrían interés las calificaciones personales o la revelación de noticias potencialmente escandalosas. He procurado expresarme con sencillez, sin alarmar al lector sobre el contenido de las informaciones. La carga política -cuando la hay-, y creo que sí la hay está dosificada con sutileza, como si no fuera importante lo que digo; corresponde al lector valorar la importancia de la crítica social y política implícita en mi narración.

He pretendido cierto distanciamiento a la hora de valorar hechos y actos en los que he tenido alguna participación. Como en mi vida, en la redacción de este libro se produce una suerte de desdoblamiento de la personalidad, para convertirme al escribir en otro que observa a los demás (entre ellos estoy yo mismo). El lector podrá dirimir los aciertos y los yerros de mi vida, en la que siempre he procurado no olvidar la máxima de Dostoievski: "Hay que amar antes la vida que el sentido de la vida". Es decir, que he valorado más las cosas vivas que las repercusiones que estas tienen sobre nosotros.

Mi generación no sufrió la espantosa Guerra Civil. Solo un loco podría lamentar haber escapado de aquello; pero la contienda nos marcó, sus episodios nos han rodeado durante toda nuestra vida, obligándonos a un permanente esfuerzo de objetividad para no ser arrastrados en los análisis por el afecto o simpatía del bando que considerábamos el nuestro.

No vivimos la guerra, pero hemos vivido entre dos fuegos: nuestras ideas y la continua acusación de sectario por defender convicciones diferentes de las del poder.

Algunos hemos conocido durante la opresiva dictadura lo que ocurría fuera de nuestro país: la aparición del "Che" Guevara, la explosión del rock and roll, la lucha en Vietnam, el Mayo francés, la «primavera de Praga», los libros de Marcuse; mas nada o casi nada podíamos experimentar.

Hablábamos en las catacumbas de lo que hacían los jóvenes del mundo. Ese fue el humor en el que se cultivaba nuestro espíritu; quizá por ello nunca hemos dejado de ser adolescentes, aun alcanzando la capacidad de tomar decisiones como adultos, pero manteniendo en nuestro aliento la edad juvenil.

Es posible también que tal «madurez juvenil» me haya empujado irrefrenablemente a hablar con verdad, a ser directo en las afirmaciones, provocando algún frenesí en la comunidad. Hago mías las palabras de Woody Allen: «Mi forma de bromear es decir la verdad. Es la broma más divertida».

El mismo afán de decir la verdad ha guiado la redacción de este libro. Queda al lector su juicio, que yo aceptaré seguro de su acierto.

Para la realización final del libro he contado con dos ayudas imprescindibles: la de mi editora, Pilar Cortés, siempre atenta y paciente, y la de mi colaboradora habitual ante el teclado, Olvido Camarero, sin cuyo apoyo no habría sido posible su culminación. A las dos, mi agradecimiento infinito. Al lector, mi respeto y mi deseo de que encuentre algún interés en las páginas que siguen.