8. OPCIÓN DE VIDA
A partir de los quince años dedicaba gran parte de mi tiempo libre a dar clases particulares a chicos menores, lo que me permitió entrar en casas de familias muy diferentes a la mía y observar que tanto en las acomodadas como en las pobres la vida se desarrollaba alrededor de preocupaciones comunes, aunque se distinguiera netamente la mayor libertad en la que vivían los jóvenes en el interior de las familias pobres.
Los exiguos ingresos por las clases me permitían ahorrar algo para viajar, siempre en autoestop.
Durante mi niñez no había viajado nada. Mi primera salida de Sevilla fue acompañando a mis padres a preocuparnos por unos familiares que vivían en Cádiz. En el verano de 1947 se produjo una tremenda explosión en la base de defensa submarina, en un contenedor de cargas de profundidad, que arrasó parte de la ciudad de Cádiz. En ella vivían unos familiares, y mis padres acudieron a comprobar si habían sufrido daños o muertes. El viaje en tren me sorprendió.
Atravesábamos los campos con cierta lentitud, lo que permitía la contemplación del paisaje hasta el lejano horizonte. Ya en la ciudad encontramos a la familia a salvo y con deseos de agradecernos nuestra muestra de solidaridad. Mis dos primas, guapas jovencitas, me llenaron de zalamerías y caramelos, y al agacharse para besarme me mostraban sus pechos casi justo en mis ojos, lo que me produjo curiosidad e inquietud.
Los otros viajes de infancia se reducían a excursiones al pueblo de Alcalá de Guadaira, población panadera que abastecía a la ciudad de Sevilla. El novio de mi hermana Ana era panadero alcalareño, y a su pueblo íbamos con frecuencia a pasar el día en los pinares. Allí conocí a un joven "el Risueño" cuya vitalidad, sonrisa y creatividad en cualquier instante de la vida se fraguó en mí como el símbolo de la felicidad, y que más tarde vería reproducido en la figura de Federico García Lorca, cuya sola presencia debía de crear una especie de disfrute y alegría de los presentes, justo lo que ocurría con el Risueño. Recuerdo vivamente un día en Alcalá: el Risueño estaba instalando un columpio para los niños, a la sombra junto a la alberca; una vez terminado el columpio, dos cuerdas y una manta como sillín, quiso probarlo él mismo, se impulsó con fuerza, la cuerda falló y el Risueño vestido inmaculadamente de blanco cayó al agua de la alberca.
Surgió del agua con una sonrisa contagiosa que nos tuvo a todos un largo rato doblados de risa alrededor de la alberca mientras él en el centro parecía dirigir la orquesta de risas.
De adolescente comencé a recorrer España y después Europa por el sistema de mover el dedo solicitando que los automovilistas me llevaran en su vehículo. Mi primer viaje lo inicié llevando en el bolsillo un peine, un bañador y 25 pesetas. Era un método extraordinario, no solo porque podía viajar con poco dinero, sino sobre todo porque conocía a mucha gente en situaciones tan variadas que convertía el viaje en una fuente de conocimientos de la condición humana.
Al terminar el bachillerato emprendí un extraño curso de preuniversitario. Se iniciaba un nuevo plan de estudios que había derivado hacia un curso, "Preu", totalmente disparatado. Comprendí entonces, y lo he comprobado después, que todos los ministros de Educación están obsesionados no con la mejora de la educación, sino con dejar inscrito su nombre en el libro de oro de los planes de estudio. Y en este empecinamiento pretencioso no hallo diferencia entre los distintos orígenes ideológicos. Pues en aquella ocasión perdimos un curso preparando los alocados programas oficiales, que imponían el estudio de un solo tema por asignatura. Así, de geografía, solo teníamos que estudiar Portugal; de física, el automóvil; de literatura, El Gran Teatro del Mundo, de Calderón de la Barca. En materia educativa era un adelanto de lo que después se nos vendría encima, la copia mimética de los planes de estudio foráneos sobre todo de Estados Unidos sin tomar en cuenta que ni los medios, ni los profesores, ni casi nada admite comparación con las instituciones educativas a las que se quiere imitar.
Fue un curso malgastado por una generación ávida de conocimientos, aunque en mi caso toda una compensación nada desdeñable. Los profesores no sentían entusiasmo por los temas y acordamos que nosotros mismos, mediante un reparto, prepararíamos unos apuntes que pudieran utilizar todos los estudiantes. Como es hábito casi inmutable, los apuntes se fueron retrasando y todo hubo que hacerlo en el último mes. Mientras tanto, durante el curso hablamos de cualquier cuestión de actualidad. Especialmente el profesor de Geografía, hombre culto, viajero, simpático y siempre dispuesto a cerrar los libros y contestar a todas las preguntas de sus estudiantes.
Mi padre siempre había sostenido que yo me convertiría en un ingeniero industrial. Nunca le llevé la contraria, aunque no era una orientación que me entusiasmara. Cuando llegó el momento de la elección, con solemnidad me dijo:
- Mi ilusión y tu conveniencia es que estudies ingeniería industrial, mas aún no es posible hacerlo en Sevilla. La familia ya ha hecho un enorme esfuerzo para que estudiaras, pero costearte la estancia en Madrid está fuera de toda posibilidad, no está a nuestro alcance. Así que vas a estudiar perito industrial, y cuando acabes y te pongas a trabajar podrás completar los estudios de ingeniero.
Me sentí tan apurado al verlo a él tan triste, que fui incapaz de contraargumentar con mis preferencias, que ya estaban en el arte y la cultura. Quizá fuera aquella la primera gran decisión de mi vida que no tomé con libertad, por el condicionamiento de los demás. Otras muchas veces la piedad, la compasión, la tristeza de los demás, las lágrimas me han forzado a adoptar resoluciones que no eran las que más deseaba, pero que suponían el menor sufrimiento para otros. Siempre lo he pagado, mas no he conseguido endurecer mi carácter para negarme a la fluencia natural de los acontecimientos. ¿Debilidad o comprensión? Posiblemente los dos rasgos influyen sobre mi existencia. El dolor ajeno me hace sufrir como si lo soportara yo, situación que debilita mi posición ante los demás.
Así fue como me encaminé a la Escuela de Peritos Industriales en el barrio sevillano de Los Remedios, formado por dos sectores bien diferenciados. Unas casas modestas y antiguas y el sector moderno, ocupado por la clase media alta de la sociedad sevillana, construido según un modelo nada racional ni atractivo pero que funcionó como un imán para las familias que respondían más a la preocupación por la apariencia de acomodados que a la realidad de la exigua fortuna.
En la Escuela encontré un grupo de profesores muy sólidos técnicamente, cumplidores, conocedores de las materias pero nada proclives a hablar de otras cosas que no fueran sus programas. Y las instalaciones eran tristes, con muy poca luz y cierto abandono que le daban un carácter algo siniestro. No era un lugar cómodo para permanecer en él varias horas al día. Me refugié en el estudio y en la mínima brecha de actividad cultural.
Pronto tuve el prestigio de "el de la cultura" y me atribuyeron la autoridad para decidir sobre el pequeño presupuesto y para realizar algunas experiencias. Me gané la enemistad de los alumnos "perennes", pues suprimíla financiación de la tuna en beneficio de una revista, Ahora, que dirigía yo mismo, y de montajes teatrales como El zoo de cristal, de Tennessee Williams, y La farsa y justicia del corregidor, de Alejandro Casona.
Al mismo tiempo que me entregaba al estudio técnico, matemáticas, termotecnia, mecánica, cálculo, me multiplicaba para leer cuanto caía en mis manos. La editorial Aguilar comenzó a publicar las obras completas de los grandes autores en una edición en papel biblia. Ese fue mi alimento espiritual durante años, completado por los libros de la editorial Losada en los que bebíamos, más que leíamos, a los autores españoles exiliados.
Mis preferencias empezaban a dirigirse a la poesía y al teatro. Me embriagaban los libros.
Miguel Hernández, Rafael Alberti, León Felipe, Antonio Machado, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Nicolás Guillén, Borges, Unamuno, Valle Inclán, Luis Cernuda, José Luis Hidalgo, Larrea, Chabás, todos eran objeto de adoración descontrolada.
La lectura del Werther de Goethe fue un aldabonazo en mi con ciencia que orientó mi concepción estética.
Leía de un tirón las obras de Shakespeare, de Ugo Betti, de Michel de Ghelderode, Beckett, Ionesco, y nacía en mí la necesidad de la representación.
Pero primero llegó la poesía y en ello fue clave el encuentro con dos personas socialmente alejadas del mundo cultural sevillano. José Barrera estaba empleado en La Previsión Española, un seguro médico privado. Ocupaba un pequeño despacho en la calle Pastor y Landero, donde se pasa ba las horas entregando los boletos o pases para los diferentes especialistas que solicitaban los asegurados. Allí mantuvimos largas y estremecedoras conversaciones literarias. Barrera leía todo y conocía todas las ediciones de cada libro, poseía una cultura que me deslumbraba, a pesar de que su profunda timidez le hacía expresarse como si no diera importancia a nada de lo que decía.
El otro encuentro definitorio fue el de José Batlló, trabajador en un pequeño vivero de su padre.
Brusco, pasional, irónicamente cruel, seguro de su fuerza intelectual, provocaba una reflexión sobre cada tema en todas sus charlas.
Los tres habíamos tenido alguna relación con el mundo poético provinciano y empezamos a contemplar la aventura de iniciar una publicación. Pasábamos jornadas nocturnas inacabables, antes y después -a veces también durante- de alimentarnos con una sesión doble de cine al aire libre.
Aquel verano rebuscamos todos los títulos posibles. Batlló se inclinaba por nombres de ruptura, El Palaustre, La Trinchera; pero en un principio nos inclinamos por uno más tradicional, El Silbo, claro homenaje a Miguel Hernández, que todos disfrutábamos. Pero algunas dificultades de inscripción nos hicieron volver a La Trinchera, con un subtítulo que era entonces una declaración de principios: Frente de Poesía Libre. La revista nació en 1962 con un consejo de redacción excepcional en el que estaban: Carlos Barral, José María Castellet, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Jaime Ferrán y Pedro Pérez Clotet.
Todos habían de pagar 300 pesetas para sufragar los costes de la publicación. Hasta Camilo José Cela, con su fama de agarrado, nos obsequió con unas pesetas.
El primer número incluía poemas de Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Félix Grande, Rafael Guillén y Jaime Ferrán.
El siguiente número lo concebimos como un homenaje a Vicente Aleixandre. Lo planeamos y logramos un buen nivel de poetas. Presentamos, como era preceptivo, las copias para la aprobación por el Ministerio. Nos fue devuelta con un sello que ordenaba su no publicación. La censura prohibía todo el número.
Aún eran tiempos de condena para Aleixandre, "rojo peligroso que podría hacer caer las columnas del régimen". Cuánta obcecación y miopía en los ya "aperturistas" del franquismo decadente. La Trinchera sufrió un parón irremediable, y más tarde, con el traslado de Batlló a Barcelona, tendría su continuidad en El Bardo, excelente colección de gran influencia en el colectivo poético de las últimas décadas.
Las dificultades en la revista nos dirigió hacia la otra pasión soterrada: el teatro; tal vez creíamos -¡cuán ingenuos!- que tendríamos un camino más fácil en el laberíntico mundo de la Administración.
Vuelta a discutir el nombre que daríamos al grupo teatral. Era una época de nominalismos estériles, pero es que el solo enunciado de un nombre mostraba la orientación cultural e ideológica.
Por fin nos pusimos de acuerdo en llamar al grupo independiente de teatro Hora Primera, lo que nos valió de salida la descalificación, por pretenciosos o arrogantes, de los sectores conservadores del mundo teatral de provincias.
En los tiempos de nuestra virginidad teatral los jóvenes que se refugiaban en el teatro tenían dos nombres en la cima: Buero Vallejo y Alfonso Sastre. Con este iniciamos nuestros esfuerzos sobre un escenario. Representamos La mordaza, una obra por la que hoy no mostraría ningún entusiasmo.
La representación, única, subió al escenario del Teatro Cine Nervión. No tendríamos público más allá de las seis primeras filas de butacas. Lo vivimos como un fracaso, a pesar de que los componentes de grupos "rivales" vinieron a escena a felicitarnos. Díaz Zabala, del grupo Lope de Rueda, pronunció con énfasis una frase que me confundió totalmente: "Esto es como echar margaritas a los puercos". ¿Qué querría decir en aquel contexto? ¿Quiénes eran los puercos? ¿El escaso público que nos había apoyado? En todo caso, lo peor estaba por llegar. Al salir del teatro, excitados por la tensión del estreno, pero ajados por el resultado, nos tropezamos con el estadio de fútbol, abarrotado de público, miles de personas que gritaban y aplaudían desde las gradas. Ningún estudio hubiese evidenciado mejor nuestra soledad. Comprendimos que el camino elegido era para pocos, que casi en solitario había que intentar captar muy despacio a personas interesadas en la cultura, pero que en todo caso siempre serían minorías insignificantes respecto a los espectáculos que arrastran casi sin esforzarse a gran cantidad de aficionados o fanáticos.
Fue una lección contundente que nos apeó de la idea de que se podría cambiar el mundo con el teatro, la poesía y el arte.
Una ducha de humildad que nos hizo tomar el teatro como algo más íntimo, más divertido, sin bajar la exigencia de calidad y penetración intelectual, pero para los que conocen el gozo de la comunicación cultural.
Nos planteamos la actividad teatral como algo aún más de afición personal; debía gustarnos a nosotros más que al público. Al menos, que nuestra preocupación no estuviera marcada por el deseo de responder a las peticiones del público. Así fue como orientamos nuestras preferencias hacia el teatro del absurdo y montamos Final de partida, de Samuel Beckett.
Hube de interpretar al personaje principal, Ham, y José Batlló, a Clov. No me sentía cómodo en el escenario, en un papel de larguísimos monólogos, sin movimiento, pues Ham es un paralítico moribundo. Tras el estreno, con una buena recepción del público, llegaron, ¡cómo no!, los problemas con la Administración. En esta ocasión eligieron el camino económico para la sanción.
Yo había hecho la traducción de la obra, pues la publicada en castellano había suavizado totalmente las expresiones duras de los personajes. Así que el Ministerio me impuso una multa de 30.000 pesetas, una fortuna para la época y sobre todo para nosotros, por haber representado una versión no autorizada.
Fue una larga y tediosa lucha la que sostuvimos con las autoridades para evitar el pago de la multa, cuestión que fue diluyéndose en el tiempo hasta que dejaron de molestarnos con ella.