1. RETRATO DE FAMILIA, RETRATO DE ÉPOCA
En la primavera de 1940, Sevilla había olvidado la guerra, pero vivía amargamente sus consecuencias. Aunque habían pasado casi cuatro años desde que se oyeran los últimos disparos en la ciudad, la represión, el miedo y la escasez dominaban la vida de los sevillanos. A diario se conocían nuevas delaciones, detenciones, encarcelamientos y muertes.
Los sevillanos aprendieron pronto la ley que regiría sus vidas durante años: la simulación. Todos simulaban en un proceso de adaptación al medio que les permitiera la supervivencia.
Al atardecer, las guarniciones militares de la ciudad arriaban las banderas -con el escudo insertado por los vencedores en la contienda- de los mástiles que emergían amenazadores de los balcones y terrazas militares.
La guardia formada, el corneta interpretaba el toque que anunciaba el fin del día militar con la ceremonia de bajar la enseña. Los soldados que fueran sorprendidos por aquel sonido de la corneta debían abandonar cualquier actividad, colocarse en posición de firme y saludar militarmente. El miedo a ser denunciados como poco reverentes fue haciendo que también los civiles respondieran a aquella llamada militar y se paralizaran en las calles, en las plazas, en las tabernas, en las colas de las tiendas. El panorama que se ofrecía al observador era triste y grotesco a la vez. Se oía el lento desgarro de la trompeta y las calles, como en una imagen cinematográfica congelada, se paralizaban, se detenían en el tiempo. Y así todos los días.
La tristeza, el miedo, la vida gris se extendían por la tranquila ciudad, pero la lucha por la vida no daba tregua al horrísono augurio de una posguerra famélica y plena de lamentos.
Al amanecer del día 30 de mayo, en el popular barrio de La Puerta de la Carne, una mujer se esforzaba en traer a la luz, a la vida, a un nuevo hijo. Ana conocía bien el dolor y la ternura de un nacimiento. Diez hijos avalaban su experiencia. Su preocupación principal era, naturalmente, la salud del hijo que iba a nacer, pero su mente estaba ocupada también con la actitud de la hija mayor, Julia, que con diecisiete años había ya dedicado muchos días y muchas noches al cuidado de sus hermanos menores. En esta ocasión, en edad de disfrutar de las relaciones de chicos y amigas, Julia se había plantado. Había dado a conocer con solemnidad que ella no se ocuparía del nuevo hermano.
En las primeras horas de la mañana un niño de pelo rubio inundaba de llanto los cuartos de la casa. La comadrona y una vecina ayudaron a la madre a reponerse del trance y dejaron la habitación preparada para el desfile habitual de familiares, amigas y vecinas que querrían ver al niño.
Isabel, la mujer del cochero, que guardaba el caballo y la calesa justamente debajo del dormitorio donde acababa de nacer el nuevo hijo de Ana y Julio, subió las escaleras con ansiedad; casi tropezó con Julia, que miraba distraída por la ventana. Isabel miró a Julio y con un gesto, señalando a la joven, preguntó qué había ocurrido. Julio negó con la cabeza y añadió en voz baja:
- No ha querido ni verlo.
- Va a ser el primer hijo que se críe solo, porque Anita con tantos niños no podrá dedicarle mucho tiempo.
Pronóstico equivocado. Julia sentiría pronto una pasión maternal extraordinaria por aquel pequeño, con el que compartiría muchos momentos de su juventud.
Al día siguiente, Julio, sentado sobre la cama, le preguntó a su esposa:
- Ana, voy al Registro Civil. Por fin, ¿qué nombre le ponemos al niño?
- Ya lo sabes: Alfonso. Es lo menos que podemos hacer por el recuerdo de tu hermano.
Julio y Ana se casaron jóvenes. Si el amor era una razón suficiente, la necesidad de vivir más holgadamente les impuso un tiempo corto de noviazgo.
Julio había nacido en un pueblo agrícola sevillano, Utrera, donde comenzó a trabajar de niño como porquero, sacando al campo a la piara de un propietario agrícola y ganadero. Desde el amanecer a la puesta de sol, el niño pasaba las largas horas del día buscando distracciones a la soledad.
Conocía bien a los animales. Durante toda su vida se alegraría con la llegada del verano, porque «los animales están más vivos». Observaba con atención a las hormigas, sus escondrijos compartimentados en ordenadas alineaciones; seguía a las víboras durante kilómetros para conocer sus costumbres; contemplaba las salidas y caídas del sol, diferentes en cada estación, y se admiraba de los mapas del cielo, llenos de estrellas y luceros.
Con la navajita de cortar el pan comenzó a tallar pequeñas ramas de pinos, encinas y olivos. Un día, casi sin darse cuenta, construyó una flauta. La sopló y logró algunos sonidos agradables.
Durante años porfió hasta adquirir un dominio aceptable del primitivo instrumento.
Más tarde, en su juventud, empleó los escasos ahorros en la compra de un clarinete, que le habría de dulcificar muchas horas solitarias. En el campo también aprendió a leer solo, con un catón que le regaló una mujer del cortijo. Su combate personal, sin ayuda, contra las letras le hizo comprender la importancia de la lectura y le llevó al ejercicio sagrado de enseñar a todos sus hijos a leer y a escribir en casa, antes de enviarles al colegio.
Cuando marchó a la ciudad, a la capital, para cumplir el servicio de las armas, conoció otra realidad y ya no pensó en volver a los campos. Se empleó en una empresa dedicada a la fundición -Marvizón-, asentó su vida en Sevilla, conoció a una joven muchacha y muy pronto sellaron su relación con los esponsales.
Ana, la joven de la que se enamoró, encontró en la boda su camino de salvación. Huérfana desde los primeros años, hubo de labrar su propia vida.
Su padre formaba parte de una banda musical, y como tal acudió a tocar a la fiesta de San Fermín en Pamplona. En medio del jolgorio le hicieron beber en una bota nunca había probado el alcohol y las consecuencias no se hicieron esperar. Borracho durante la noche, en plena inconsciencia, se dejó llevar a la salida de los toros, trastabilló acompañando a los morlacos, fue pisoteado y murió, cuando la niña cumplía seis meses. Un año y medio después fallecía la madre de miserable enfermedad.
Comenzó a trabajar a los once años, en una empresa de torrefacto de café, seleccionando los granos. A tal edad era el sostén de la familia, compuesta de su abuela y un tío postrado en el lecho, enfermo de tuberculosis. El salario de la niña suponía todo lo que entraba en la casa.
Los jóvenes se casaron y fueron a vivir a una habitación de los muchos corrales que había en Sevilla. Cocina común en la galería que rodeaba al conjunto de habitaciones; servicios comunes en medio del patio, presidido por un pilón, donde las mujeres lavaban la ropa y de donde se extraía el agua para las decenas de familias que habitaban el "corralón".
La pronta llegada de hijos, Julia, Pepe, los mellizos Antonio y Ana, Manolo, Consuelo, Carmen y aún otros más les obligó a cambiar con frecuencia de vivienda, aumentando progresivamente el espacio para albergar a toda la chiquillería.
Cuando nació el hijo número once (Alfonso), Julio y Ana vivían en la primera planta del número 8 de la calle Rastro. El niño fue visitado por el médico de cabecera, don Federico Argüelles Terán, hombre bajo, serio, circunspecto, con una voz grave que imponía respeto a los mayores y provocaba un poco de miedo en los niños.
Dio su conformidad al estado del recién nacido, felicitó a los padres, y terminó con su frase inevitable: «Si hubiera alguna complicación, no duden en llamarme».
Pasados seis meses, la llamada se produjo con alguna angustia. El niño se había acatarrado y la fiebre no bajaba.
La llegada de don Federico se vivió con tensión. Tras examinar detenidamente al pequeño, el diagnóstico tuvo aire de veredicto:
- El niño tiene pulmonía doble. Es grave.
Rellenó las recetas, dio instrucciones sobre fármacos y cataplasmas, y anunció que volvería al anochecer.
La casa se transformó. Unos corrían a comprar los medicamentos, otros preparaban los ungüentos, untaban de aceite el papel de estraza para las cataplasmas, y los inactivos, los niños, se pegaban a las paredes, tristes, callados, con los ojos muy abiertos, como si estuvieran en un velatorio.
A la noche volvió el doctor. Las caras reflejaban ansiedad, le miraban con una expectación que mostraba una esperanza salvífica.
Las palabras remataron el pálido rayo de luz de los corazones de todos.
- No se puede hacer nada. Lo siento.
La penumbra de las habitaciones se transformó en oscuridad. Todos buscaban desaparecer, esconderse, no aceptar el desenlace. Años atrás había muerto una hermanita, María Luisa, con solo seis meses.
Los esposos se miraron con tristeza en los ojos. Julia se unió a ellos llorando. Sin palabras, mientras permanecían abrazados, creció en ellos una fuerza interna que les gritaba «no rendirse», «no resignarse».
Pasaron la noche entera controlando la temperatura del niño, aplicando paños de agua fría en su frente, dándole friegas en las piernas y los brazos, empujándole a resistir, a clamar por la vida.
Cuando llegó la mañana el niño parecía reaccionar a los desvelos de la noche. Esperanzados, acudieron a un locutorio telefónico para llamar al médico. Les dio buenas palabras y les prometió visitar al niño durante la mañana. Al colgar el teléfono, le comentó a su esposa:
- Siempre ocurre lo mismo; los padres se agarran a un clavo ardiendo, a la mejoría de la muerte.
Pasado el mediodía, el doctor llegó a la casa y le preguntó a la vecina María: ¿se ha muerto ya?
Entró en la habitación con un aire de preocupación. El niño sonreía.
- Este niño ha resucitado.
Durante años, cuando los hermanos visitaban en su consulta al doctor, él inexorablemente preguntaba: -¿No viene el resucitado?
Un niño que se asoma al abismo de la muerte parece que se inmuniza contra los ataques de la enfermedad. Fue el hijo que menos acudiría a la consulta del médico que le vio renacer.
Al compás de su renacimiento, el niño desarrolló la costumbre de parlotear largamente, lo que divertía a los mayores.
A la edad de tres años los unos y los otros le fueron creando el hábito de "discursear" a las primeras sombras de la noche. Tras la cena infantil y el baño, el niño se colocaba de pie sobre la cama que compartía con otros hermanos, se agarraba a las barras del respaldo y comenzaba a chapurrear una perorata incomprensible que provocaba estados de hilaridad en las hermanas, sus amigas y las vecinas. Algunas reclamaban desde la calle o la escalera una pausa para no perderse un ripio del pequeño charlatán.
A aquellos discursos están ligados mis primeros recuerdos. Permanece aún el olor a jabón de baño, la suavidad de los polvos de talco, el roce de tiesura pero grato del ligero almidonado del camisón, los rostros pacientes de las jóvenes que escuchaban con un interés que yo no comprendía.
La casa donde nací y pasé los primeros siete años de mi vida era para nosotros el hogar. Las otras casas en las que he vivido han sido solo viviendas. El hogar fue la modesta pero hermosa casa de la calle Rastro.
Se abría la casa a la calle con un portalón enorme que daba paso a un zaguán arábigo tradicional limitado por una cancela de hierro forjado, una reja afiligranada en cuya cabecera rezaba la fecha 1837 de la construcción ¿de la casa o de la cancela? Esta no se podía abrir desde el zaguán, ni aun con un descoyuntado brazo que se adentrase en el patio manteniendo el cuerpo fuera. Era preciso tocar la campanilla, que advertía la llegada.
Respondía a la campana María, una anciana agachada, pero veloz como ardilla, envejecida, cuyo refunfuño de protesta no dejaba de asustar a pesar de lo habitual. María vivía con su hijo, Paquito, y su hermana en una vivienda que podía considerarse hoy como portería, aunque entonces no lo fuera. Pero a su pesar, por ser el único inquilino en la planta baja, ejercía la función de portería, lo que le tenía siempre encrespada contra todo el que agitase la campana.
La vivienda de María era pequeña y muy oscura. Su afición a las plantas me parecía obsesiva, pues solo poseía cactus, centenares de macetitas con todos los cactus imaginables, que colgaban en los barrotes de las rejas de las ventanas desde arriba hasta abajo, cubriendo todo el espacio, impidiendo el paso de la luz.
En la sala principal colgaba un cuadro del paso procesional de la Virgen Macarena que al pulsar un interruptor situado en el marco iluminaba cada uno de los cirios que rendían su luz ante el rostro de la Virgen. Era un momento sobrecogedor el instante del encendido. Me parecía la encarnación material de las imágenes espirituales.
En aquella vivienda me enfrenté por primera vez a la contemplación de un muerto. La hermana de María murió y fue amortajada con sus negras ropas y colocada en la sala principal.
A los niños nos advirtieron con admonición solemne de la prohibición de entrar a la sala. Pero cuando cruzábamos el patio para entrar o salir de la casa no podíamos resistir la fuerza de atracción del misterio y mirábamos de soslayo. Dirigiéndome hacia la cancela para salir, miré. Allí estaba la mujer muerta, envuelta en ropas agresivamente negras, con un rostro diminuto, ensombrecido -grisáceo, marmóreo-, en el que restallaba el blanco del pañuelo anudado del cráneo a la barbilla, forzando el cierre de una boca inesperadamente abierta en la última exhalación. Una descarga eléctrica me recorrió el cuerpo de la frente a las piernas; corrí a la cancela, pero no atiné a abrir el mecanismo; me azoré, me di la vuelta y corrí escaleras arriba para refugiarme en mi casa, en mi hogar. Durante días no pude apartar la imagen de la muerte Traspasada la cancela, se cruza un pequeño patio y de frente arranca una escalera de tres tramos que desembocaba en una amplia galería, abierta al patio, que llamábamos pasillo, aunque ninguna semejanza tenía con los distribuidores de las casas actuales.
Ya en la galería, si giramos a la derecha entramos en la cocina, de gran amplitud, con hornillos alimentados por carbón, agua en la pileta y un pequeño retrete, este sin suministro de agua. Los sábados la cocina oficiaba también como cuarto de baño. En medio de la habitación se colocaba un barreño de cinc, que se llenaba con baldes de agua calentada en los hornillos, y por riguroso turno, los niños por la mañana, los mayores por la tarde, servía para el baño semanal, con estropajo y jabón verde Lagarto. Eran momentos de risas y bromas, por la necesaria preservación de la intimidad, continuamente a punto de ser violada por los unos y los otros.
Una ventana alta -teníamos que subir sobre la encimera para ver el paisaje- permitía observar la huerta, más parque que tierra de hortelanos, en casa de los señores, hermano él del célebre arquitecto Aníbal González, autor del extraño pastel de ladrillo y cerámica que rodea la plaza de España en el parque de María Luisa.
Al pasar de la galería a la cocina -no era fácil de percibir- un oscuro agujero en la pared lateral anunciaba una escalera pina y angosta de madera que conducía a la azotea. Tanta angostura y bajeza del techo la hacían parecer horadada en el muro, y obligaba a subir apoyando las manos en los escalones superiores. La azotea era amplia, clara, limpia. Los lavaderos habían sido transformados en una minúscula vivienda, de una habitación y un estrecho lavabo. Allí vivía Enrique y su… esposa.
Era una verdadera historia de amor, sexo y misterio para los niños. Desde luego, era territorio prohibido, del que, salvo mandato, debíamos abstenernos. De los comentarios que habíamos podido pescar, teníamos figurada nuestra propia leyenda, que no difería mucho de la realidad.
Enrique era hijo de una familia acomodada -al menos así nos lo parecía a nosotros: eran dueños de un comercio de droguería donde trabajaban ellos mismos, con sus babis de color pizarra- que habitaba un piso en un edificio llamado América Palace, cerca de nuestra casa, frente a la estación de autobuses. Eran casas de postín, con unas cancelas de hierro, no en la forma tradicional de cerrajería sevillana, sino de estilo fantasioso, «de cine», altas, negras, impresionantes.
Tras ellas, dos escaleras de mármol, amplísimas, por donde solo podían adivinarse gente bien vestida, jóvenes de jersey y shorts, con raquetas de tenis.
Un capricho de amor de Enrique le había valido el repudio familiar. Había conocido a una mujer en una casa de citas, una mujer de la vida; habíase enamorado de ella y resuelto sacarla de la calle. La familia tronó, y el joven huyó de la casa familiar, se empleó como taxista y alquiló aquella infravivienda en la terraza de nuestra casa.
Jamás veíamos subir a la mujer, a pesar de que había de atravesar una zona de nuestra vivienda.
A Enrique, solo de noche, al regresar de su jornada de conductor de taxi.
Una mañana de domingo mi madre me mandó recoger unas sábanas tendidas para el oreo en la azotea. Me advirtió que no mirase para los lavaderos.
Pero la tensión con que vivíamos aquella relación fue más fuerte. Me volví, y les vi en la cama, incorporados, mirándome. Corrí arrastrando conmigo las sábanas, me lancé por el agujero negro de la escalera, tropecé o pisé las sábanas y caí rodando hasta el último escalón. La hinchazón del golpe en la frente se bajó, como siempre, con una moneda sujeta con un pañuelo. Aquel chichón me acompañaría toda la vida, convertido en memorabilia, remembranza, unicornio recordatorio del morboso interés que entonces excitaban las relaciones «irregulares».
La casa era una fiesta permanente para los niños, para los que las familias de muchos hijos son un motivo continuo de diversión. Mis padres, la bisabuela y doce hijos de edades próximas componían la unidad familiar.