13. EL GRUPO DE SEVILLA
Sin alcanzar una conciencia clara de la importancia de lo que estábamos labrando, un grupo de jóvenes, recién licenciados en la Universidad, y un número reducido de trabajadores, luchadores sindicalistas, nos empeñábamos cada día en dar una respuesta modesta, irrelevante para la coraza institucional de la dictadura, que fue, sin embargo, cimentando una alternativa política que daría sus frutos años después.
Éramos un grupo de amigos que se sentía comprometido contra la dictadura, que soñaba con otra realidad para nosotros y para todos y que había encontrado la fórmula para expresar nuestro descontento, nuestra rebeldía, en una acción entre compañeros con los que resultaba grata la lucha.
No sabría establecer cuánto de movimiento romántico encerraba nuestro desprendimiento personal al arriesgar en la batalla contra el régimen, cuánto de compromiso político consciente y cuánto de proyecto común de unos jóvenes que han coincidido en un proyecto que quiere la subversión de una situación política por convicción, por estética y por impulsos humanistas.
Nos habíamos agrupado alrededor del socialismo, pero podríamos haberlo hecho en el seno de otra organización. Aún más, en los momentos más difíciles de nuestra relación con la dirección del PSOE en el exilio nos planteamos descarnadamente qué debíamos hacer. Siempre manejábamos tres alternativas, las tres salidas posibles: colaborar con el Partido Comunista, fundar un nuevo Partido, o intentar cambiar la realidad insatisfactoria del PSOE.
En todas las ocasiones en las que examinamos con seriedad la orientación que debíamos dar a nuestros pasos en el compromiso político, desembocábamos en el único camino, intentar consolidar nuestras posiciones en el PSOE, en el que habíamos encontrado un panorama que nos producía desasosiego. Fue una extraordinaria satisfacción comprobar que la organización mantenía una seria implantación en el País Vasco y en Asturias. Las visitas a esas regiones se multiplicaron, y al compás de nuestro descubrimiento de un poso socialista de fuerza moral y organizativa, los militantes asturianos y vascos iban apreciando en nosotros una clara apuesta por planteamientos políticos nuevos, menos apegados a la tradición orgánica pero de mayor eficacia y libertad de pensamiento. Pronto se extendió la idea en la estructura clandestina de que el norte de España representaba la base, "los pies" de la organización, y el sur, las ideas, "la cabeza".
Se fue labrando una fuerte relación basada en un respeto y admiración mutuos entre los grupos de trabajadores de Asturias y País Vasco y el grupo de "trabajadores intelectuales" de Sevilla, aunque para algunos éramos, los sevillanos, demasiado radicales, un peligro para la tradición del socialismo.
Fueron unos años apasionantes, en los que convergían nuestras actividades políticas clandestinas con el aprendizaje continuo de lo que había sido nuestra historia: ¡conocíamos a figuras señeras de la historia de la República!
Nos conmovían algunos encuentros; era emocionante oír contar a los hombres que habían sido protagonistas destacados de la gran esperanza de la Segunda República pasajes de aquella abortada aventura; pero al mismo tiempo íbamos tomando conciencia de que los que habían sabido durante años, con un sacrificio desmesurado, mantener la llama de las ideas, la luz de la ilusionada experiencia del pasado, habían enredado el ancla de su proyecto en el fondo arenoso del pasado.
Tras tres décadas alejados, no por su voluntad ciertamente, de su país, desconocían casi todo de España. Su visión política de lo que aquí sucedía se había detenido en el año 1936, en un escenario republicano contestado por la sublevación del ejército del general Franco. Era a partir de esta esquemática visión como se explicaban todos los acontecimientos de la vida española, acrecentando todo lo que pudiera servir de menoscabo al régimen de la dictadura y magnificando los menores atisbos de resistencia de la oposición clandestina, en especial de los diezmados efectivos socialistas.
Su análisis se completaba con la estrategia cerrada de incomunicación con los comunistas, a los que se consideraba manipuladores profesionales al servicio de la política soviética.
Rodolfo Llopis, secretario general del Partido en el exilio, vislumbró bien pronto que el grupo de jóvenes sevillanos podría representar un peligro para la estabilidad de la que disfrutaba la dirección del Partido. Así que intentó en varias ocasiones ganar para su causa a los jóvenes, a los que nos pedía que abandonáramos a Alfonso Fernández por su actitud hostil contra él.
En Algeciras vivía un abogado, Antonio Ramos, que actuaba como delegado personal de Rodolfo Llopis en Andalucía. Aunque no contaba con organización ni militantes, representaba al secretario general. Fue este abogado el que nos cursó una invitación para asistir en Bayona a la reunión del Comité Nacional del Partido. Acordamos asistir, y allí se desplazaron Felipe González y Rafael Escuredo, que estuvieron en la puerta de La Nautique durante horas porque Llopis no aceptaba su presencia. Por fin, Felipe González pudo participar y dirigirse a los reunidos. El impacto fue extraordinario; fue el descubrimiento de un nuevo socialismo y de un joven cuyo tono serio, responsable, realista hacía presagiar una organización andaluza que desconocían por completo. A partir de aquel momento, y con el apoyo de Enrique Múgica, Nicolás Redondo y Agustín González, de Asturias, la dirección del Partido volvió a considerar que la organización socialista de Andalucía formaba parte del PSOE.
A la vuelta del viaje, Felipe hace un informe de lo que se ha encontrado en la organización y expresa su optimismo sobre lo que podemos hacer dentro del PSOE. Una infraestructura no bien utilizada que permite una acción política de mucha mayor dimensión que la realizada hasta aquel momento. Fue para el equipo de los sevillanos la confirmación de que era en el interior del PSOE donde debíamos desempeñar la labor que nos exigía nuestro compromiso político contra la dictadura.
En agosto de 1970 se celebra en Toulouse el XI Congreso del PSOE en el exilio. Los socialistas sevillanos participamos por primera vez en un Congreso del Partido. Las tradiciones propias de la posguerra clandestina habían establecido unos usos intolerables para nosotros, treinta años después de finalizada la guerra. Por razones de "seguridad", los militantes del interior de España no podían hablar a cara descubierta en los congresos, así que se colocaban tras una cortina durante su discurso. Los delegados al Congreso solo podían ver sus zapatos bajo la cortina. Nuestra llegada acabó con un ritual absurdo y discriminatorio. Felipe fue la estrella del Congreso. Presentó una propuesta para que la dirección del Partido estuviera compartida por militantes del exilio y del interior del país. El propio secretario general, Rodolfo Llopis, se opuso, y se asistió a un magnífico combate entre la autoridad del secretario general, depositario de las esencias históricas del socialismo español, y un joven recién llegado que descubría ante los delegados una nueva realidad y un estilo político sin prejuicios ni cautelas innecesarias. Muchos delegados lloraban de emoción al escuchar a Felipe. Tras cinco horas de debate Llopis Felipe, el presidente sometió a la decisión de los delegados la propuesta de Felipe, que fue aprobada por el 80 por 100 de los delegados. Aquel fue un punto de no retorno de la renovación del Partido: se acabó con la ocultación de los militantes del interior que impedía que pudiesen ejercer un liderazgo político; hubo controversia con la dirección y votación consecuente; y sobre todo la dirección del Partido pasó a estar formada por dirigentes del interior clandestino y dirigentes del exilio. El primer paso para la recuperación de todas las decisiones en el interior del país estaba dado. La legitimidad que recaía sobre las propuestas de los que en la clandestinidad luchaban por la democracia hacía presagiar a Llopis la pérdida del control de la organización. Solo dos años más tarde se consumaría el traslado total de la política al interior del país, lo que había de costar una escisión transitoria, temporal, de una parte de la militancia del exilio.
Mientras tanto, en Sevilla, los jóvenes socialistas íbamos construyendo una organización sobre la base de dos fuentes de afiliación: los veteranos, con experiencia en la Guerra Civil, víctimas perseguidas en la larga posguerra, y los nuevos, unos jóvenes universitarios, empleados y trabajadores de la escasa industria sevillana. Y en el centro de la organización, el pequeño grupo de amigos que había conquistado poco a poco prestigio en la organización nacional.
Éramos amigos, cada uno con su carácter, sus orientaciones políticas, pero contentos de compartir no solo la lucha por la libertad, arriesgando ante la persecución, sino la vida cotidiana, sintiéndonos protegidos dentro del grupo, confiando unos en otros, aunque conscientes de una cierta jerarquía natural que, sin embargo, no impedía una actividad muy solidaria, siempre reflexionando en común y decidiendo entre todos.
Felipe González era un personaje brillante, imprescindible por su capacidad de transmitir nuestros anhelos; abogado dedicado al Derecho laboral, fundó con Rafael Escuredo y otros una asesoría laboral por la que habían de pasar muchos de los conflictos de los trabajadores de aquellos años.
Felipe era entonces un joven con características propias que le otorgaban un predicamento sobre el conjunto de gentes de su edad. Ya en la Universidad, en su última etapa de estudiante, sobresalía por su desenfadada manera de vivir la vida universitaria. Acudía a las clases con un tabardo de piel adornado en el cuello por una piel de borrego. Despedía un intenso olor a establo, porque ayudaba en las tareas de vaquero, marcando reses, lo que le daba un aire viril, de persona independiente, capaz de hacer compatible los estudios de Derecho con una actividad "real" conectada con la naturaleza.
Sus preocupaciones sociales le habían hecho conectar con las organizaciones de la Iglesia, la HOAC, la JOC, y Vanguardia Obrera, de los jesuitas. Cuando finaliza los estudios colabora con el despacho de un abogado "compañero de viaje" comunista, lo que provocaría ciertos recelos en algunos cuando da el paso de agruparse con los jóvenes socialistas. Era prudente, moderado, de oratoria convincente; tenía su propio coro de admiradoras que le escuchaban arrobadas, estudiantes de Filosofía y Letras, compañeras de Carmen Romero y de su hermana menor. Felipe mostraba una gran generosidad en las relaciones personales. Poseía un piso, regalo de su padre, del que varios teníamos una llave para usarlo en diversos menesteres, además de convertirse en uno de los más frecuentes centros de reuniones para preparar nuestras acciones contra la dictadura.
Él y yo establecimos pronto una relación singular. Sin una plena conciencia aceptamos nuestra complementariedad. Él era fuerte, yo resistente; él brillante, yo sistemático; él buen improvisador, yo minucioso en la preparación. Juntos multiplicábamos la eficacia de la capacidad de cada uno de nosotros, y trabajábamos con la tranquilidad de sostener nuestra relación sobre la amistad, el respeto y la lealtad. Llegamos a hacernos un juramento, que puede resultar infantil a algunos pero que rezumaba mito, leyenda y heroicidad para nosotros entonces, en aquellas circunstancias arriesgadas por la persecución del régimen. Nos prometimos mutuamente y con una sinceridad novelesca que si a alguno de nosotros le ocurría algo grave, el otro quedaba comprometido a tomar como suya la responsabilidad familiar del afectado. Tal compromiso de asumir las cargas familiares lo renovamos en algunas ocasiones. Me pregunto hoy qué queda de él.
En otro momento, pasados algunos años, Felipe me pidió otro compromiso, este imposible de cumplir. Fue en enero de 1979; habíamos acudido los dos al entierro de Pietro Nenni en Roma.
Sentíamos un gran respeto por la figura del socialista italiano que había participado en la Guerra Civil en defensa de la República. En el Congreso del PSOE de 1976, en Madrid, aún sin legalizar el Partido, Nenni había acudido a ofrecernos su testimonio de solidaridad que nos emocionó fuertemente y que hizo crecer un gran afecto hacia el venerable político.
Llegamos a Roma y de inmediato nos trasladamos al Senado, en uno de cuyos salones habían colocado el catafalco con el cuerpo exangüe de Pietro Nenni. Al entrar en el salón, oscurecido por cortinajes negros y solo iluminado por unos gruesos cirios mortuorios, observamos un grupo de hombres dispuestos en forma de media luna, rodeando al cadáver. Nos situaron en el centro y allí permanecimos unos largos minutos rindiendo nuestro homenaje al político amigo. Pasados los primeros momentos, nuestros ojos fueron adaptándose a la semioscuridad del salón y comenzaron a distinguir a los presentes. Eran todos representantes de altas magistraturas del Estado, ofreciendo un común denominador: todos eran muy ancianos. Felipe, todavía en la media rueda, me susurró al oído: "Nosotros no terminaremos así, ¿verdad? No estaremos en política con la edad de todos estos". Al salir del Senado continuamos la reflexión sobre la edad en relación con la actividadpública, y fue entonces cuando Felipe me pidió algo contradictorio: "Alfonso, si tú ves que yo algún día pierdo el sentido de la realidad, me desvío de la senda acertada, adviértemelo para corregir inmediatamente. Y si te ocurre a ti, yo te llamaré la atención".
Con las más suaves palabras que encontré intenté hacerle ver que tal petición carecía de sentido, porque si llegase ese día la pérdida de la orientación implicaría la incapacidad para aceptar mi actitud crítica y solo serviría para incomodarle y enfriar unas relaciones políticas y personales hasta entonces ejemplares.
Conociendo la evolución posterior de las cosas, puede pensarse que esta narración está forjada sobre todo lo sucedido después, pero no es así; la historia es real y todo lo veraz que puede asegurar la memoria.
En aquel viaje sucedió algo que me hizo pensar en las dificultades que nos esperaban en la España que queríamos forjar tras la aprobación hacía solo un mes de la Constitución democrática.
Nos habían informado de que la comitiva del sepelio partiría del Senado hacia la Piazza del Popolo, donde se pronunciarían los discursos de homenaje a Nenni. El camino acompañando al féretro se cubriría a pie por las autoridades y el gentío de romanos que a buen seguro acudirían a despedir al ilustre italiano. Habiendo viajado sin abrigo ni gabardina, con solo un traje ligero -siempre me ha atenazado el traje de paño invernal-, me propuse escapar unos momentos de los actos oficiales para procurarme al menos un jersey que me aliviara del intenso frío que aquella tarde noche se sentía en Roma.
Entré en el primer negozio que encontré, una pequeña tienda con mostrador de estilo tradicional.
Allí hacía sus compras una pareja sesentona que al verme noté que me habían reconocido. Cuando pedí un jersey, el que tenían expuesto en la tienda no tenía mucho tiempo, la señora, española, con voz altisonante, se dirigió a mí provocativamente: "Oiga, usted es Alfonso Guerra. Un socialista comprándose un jersey; lo contaré cuando llegue a España. ¡Qué barbaridad!".
Le contesté educada pero algo desabridamente: "Señora, ¿usted qué quiere, que los socialistas pasen frío?".
La señora insistió: "No es eso; pero claro, venir a Roma a comprarse un jersey, un socialista, eso lo tienen que saber en España, para que no engañen ustedes".
Mi respuesta fue ineducada, pero no había margen para dialogar con tal energúmena: "Cuente usted lo que quiera; yo contaré que en Roma encontré a una pareja del Neolítico envuelta en sus pieles". Pagué y salí de la tienda, con el jersey abrigando mi cuerpo, pensando en la incapacidad de algunos sectores de la sociedad española, ya en 1979, para aceptar la igualdad de derechos de los vencidos en la guerra. Para algunos seguíamos siendo unos bárbaros sin derechos, cosa que no debíamos ignorar a la hora de realizar nuestros sueños y proyectos para España.
El grupo de sevillanos se forjó sobre un racimo de amigos que dedicábamos las primaveras a recorrer los pueblos de Sevilla buscando una casa grande para pasar todos juntos el verano. Nunca lo hicimos, posiblemente porque los alquileres que nos pedían sobrepasaban nuestros limitados ingresos, pero disfrutamos mucho de la amistad, el humor, la convivencia durante todos los fines de semana empleados en la búsqueda de la casa ideal para las vacaciones veraniegas.
Felipe incluso insistía en adquirir una casa cercana a Sevilla para vivir todos en régimen de semicomuna, dormitorios para cada pareja e instalaciones de cocina, comedor y biblioteca conjuntos. Llegó a localizar una casa en la carretera de Dos Hermanas que me mostró en repetidas ocasiones. Mi espíritu no coincidía con la moda de vida en comuna y siempre puse obstáculos a aquel proyecto, que obviamente nunca se realizó.
El grupo de amigos lo constituían Felipe, Luis Yáñez, Guillermo Galeote, Rafael Escuredo, Ana María Ruiz Tagle, Manolo del Valle, Manolo Chaves, Carmen Hermosín (Carmeli), Carmen Romero, cada uno con su personalidad, su capacidad, su utilidad para la lucha política, pero todos apoyando un proyecto que rezumaba por todos los costados ansia de libertad. Nuestras acciones contra la dictadura, reparto de panfletos, pintadas nocturnas, reuniones clandestinas, coordinación con otras fuerzas políticas, batallas para renovar el interior del PSOE, apoyo a los movimientos huelguísticos, levantamiento contra el régimen en la Universidad, protestas callejeras, todo tenía un objetivo político y humano: la libertad, sabernos libres, vivir autónomamente, sin los corsés que imponía la realidad de la dictadura.
En Sevilla la policía nos tenía bastante controlados. Esa era, al menos, la creencia firme que nosotros teníamos. Las detenciones se producían en dos formas muy diferentes. Una era previsible; la otra, no. Sabíamos que el riesgo de detención era alto cuando salíamos de madrugada a llenar las calles de panfletos o a pintar las paredes con frases contra el régimen o convocando a alguna protesta. Pero la detención inesperada se producía con una visita en el domicilio, o al salir o entrar en él.
Había evitado yo varias detenciones escapando a tiempo o simulando que no había nadie en el piso cuya puerta aporreaba la pareja de "grises" o de la político social. Una tarde estaba yo solo en casa escribiendo los artículos de El Socialista que editábamos y distribuíamos de forma clandestina, cuando llamaron al timbre. Sigilosamente había que actuar siempre así, por si acaso me desplacé hasta la puerta, me acerqué a la mirilla y vi a dos policías uniformados. Volví a la habitación, en silencio recogí todos los documentos que manejaba cuando sonó el timbre, y me senté a esperar que se fueran o que derribasen la puerta. El timbre volvió a sonar tres o cuatro veces más; después pude oír las pisadas de los policías bajando las escaleras. Vivía yo en un cuarto piso en un edificio que carecía de ascensor. Por curiosidad y por precaución me asomé con mucho cuidado a la terraza situada en la esquina de la confluencia de dos calles. La sorpresa casi me deja sin aliento. La calle estaba llena de gente. Dos coches de la policía se cruzaban en la calle y un coche de bomberos con la escalera móvil semidesplegada. ¡Era una detención espectacular! ¿Qué podía haber ocurrido para que la policía hiciese una demostración tan extraordinaria para detenerme ¡a mí!? No encontraba explicación. Empecé a imaginar la forma de salir de aquel atolladero. Pensé en escapar por el tejado, pero con tantas personas mirando hacia arriba me descubrirían. Opté por lo más cómodo: esperar. A cada rato, procurando no ser visto, echaba una mirada a la calle. Ahí seguían todos, y mi desconcierto iba creciendo. Después de dos horas y media de espera y tras comprobar que la escena no cambiaba, decidí bajar y salir a la calle. Fui bajando las escaleras seguro de mi detención y temeroso de sus consecuencias. Al aparecer en el portal todos empezaron a aplaudir. El estupor que reflejaba mi cara hizo que muchos se acercaran a calmarme y a explicarme lo sucedido. No era nada heroico. Yo, que me había imaginado la gran redada para detenerme, estaba lejos de adivinar qué había ocurrido. Un vecino de la planta baja quiso ampliar su garaje sin encomendarse a técnicos ni a prudentes, cortó un pilar que le molestaba para maniobrar con el vehículo y el edificio se resintió. En la primera planta las puertas se descolgaron, impidiendo su total apertura. Avisados policías y bomberos, procedieron a desalojar a todos los inquilinos, para lo que llamaron a todas las puertas. Los aplausos se debían a que horas después del incidente aún aparecía un vecino ileso saliendo del edificio. Mi fantasmagoría se explicaba por la funesta influencia que tenía sobre los luchadores contra la dictadura la permanente cautela ante la presencia policial.
Ocurrían algunas otras cosas extrañas. En una ocasión en la que la vida universitaria estaba totalmente alterada con protestas y manifestaciones, se había convocado una asamblea de estudiantes y profesores para plantear algunas acciones fuertes contra las autoridades. Dos horas antes de la señalada para la asamblea recibí una llamada telefónica que me aconsejaba no acudir a la concentración porque me esperaba la policía para detenerme. Pregunté quién me hablaba y solo obtuve una ambigua respuesta: "Un amigo". Pero reconocí la voz. Pertenecía a un antiguo compañero de colegio del que se rumoreaba había sido captado para la policía secreta político social. Le di las gracias y añadí su nombre. Colgó inmediatamente. Asistí a la asamblea y no fui detenido. ¿Era una táctica de la policía o la debilidad personal de uno de sus miembros?
La grosería cultural de los regímenes autoritarios alcanza su máxima expresión en las sospechas exageradas ante cualquier signo que les haga pensar. Una vez fui detenido en la frontera, yo salía hacia Francia, porque encontraron en el registro de mi equipaje un ejemplar de ¡La conjuración de Catilina!, de Salustio. No me fue fácil convencer a los guardianes de la fe de que aquel libro trataba de una conjura muy antigua.
Los libros les creaban una inquietud que les abrumaba. En una ocasión pasábamos Felipe y yo, en coche, la frontera por el valle de Arán hacia Francia cuando la policía descubrió un libro sobre las Leyes Fundamentales publicado por el sindicato vertical franquista que Felipe utilizaba para la defensa de los derechos laborales de los trabajadores. El policía abre el libro y se encuentra con un capítulo titulado "El Caudillo", y nos dice: "¿Con que enemigos del régimen,?eh¿". Nos retuvieron durante horas por trajinar un libro de su doctrina.
Para mí la lucha democrática tenía otro frente, el cultural, el teatro y la poesía y los libros.
Fueron años de una actividad frenética, que me obligaba a compaginar mis clases en la Universidad Laboral y en la Escuela Universitaria de Arquitectos Técnicos con el estudio de Filosofía y Letras (Felipe y Galeote también se matricularon, pero abandonaron en pocos meses), con los ensayos de teatro, con la profesión de librero y con el combate político, que entre otras actividades me obligaba a viajar en automóvil a Francia casi cada semana.
Comencé a dar clases muy joven, por lo que en los cursos iniciales el primer día lectivo soportaba algunas bromas de los alumnos, que me confundían con uno de ellos. Al entrar en el aula siempre me comentaban que el profesor o sea, yo era un hueso duro, un hijo de…, que aunque era bueno enseñando, luego era demasiado exigente en los exámenes. Es fácil adivinar las caras de los estudiantes que me habían informado cuando, ya dentro del aula, me dirigía al estrado del docente.
Fui un profesor exigente, pero cumplidor; el primer curso los bedeles se sorprendían de mi insistencia en acudir a clase, pues estaban habituados a que los profesores se hicieran sustituir por los ayudantes frecuentemente.
En clase me tomé la libertad, no sin riesgo, de hablar claramente de los acontecimientos desde un punto de vista que no era aceptado por las autoridades académicas. El director de la Escuela, del que guardo un cariñoso recuerdo, seguro que conocía de mis actitudes en clase, pero nunca me molestó, a pesar de pertenecer a una familia sevillana muy tradicional y religiosa.
Los estudiantes rebeldes tenían sus propias actividades y en muchas ocasiones contaron con mi complicidad para resolver los apuros, como una tarde que se me presentaron en clase con una multicopista, agobiados porque la policía les había seguido y estaba rodeando el edificio.
Colocamos la vietnamita en el techo del ascensor de profesores. La policía se pasó la tarde subiendo y bajando en el ascensor sin sospechar que estaban tan cerca de la máquina que les obsesionaba.
La fundación de la librería fue una aplicación estricta del principio "hacer de la necesidad virtud". El asunto era que tanto un amigo y compañero del teatro como yo éramos muy aficionados a la lectura, y nuestros ingresos económicos no llegaban a nuestros deseos infinitos de poseer los libros que necesitábamos. Se nos ocurrió montar una librería, pues además de la difusión de la literatura prohibida nos permitiría leer todos los libros que quisiéramos. Solo se alzaba ante nosotros un obstáculo: no teníamos ni un céntimo para establecer el "negocio" de librería.
Acudimos a los bancos y las cajas de ahorro, en demanda de un crédito para montar una librería.
Nos recibían con incredulidad, abrían los ojos ante locos tan despistados corrían los años sesenta y nos negaban el préstamo. Hasta que un avispado hombre del mundo financiero seguro que buen lector nos aconsejó pedir el crédito para una instalación agrícola y utilizarlo para la librería. Le aclaramos que no teníamos relación alguna, ni intención, de relacionarnos con el mundo agrícola.
Pero él de forma resoluta preguntó: "¿Ustedes piensan devolver el crédito?". "Claro", insistimos.
"Pues entonces no se anden con escrúpulos, pídanlo para la agricultura y utilícenlo para la cultura."
Y así fue. Nos prestaron 50.000 pesetas, que empleamos en adecentar un pequeño garaje en la calle Miguel de Mañara. Elegimos el nombre de Antonio Machado, que entonces era una provocación para el régimen; fue la primera con ese título, que habríamos de pagar en reiterados ataques de la extrema derecha, con rotura de vitrinas, pintadas identificándonos con ETA y vigilancia permanente, aunque distante, de la policía político social.
El nombre de la librería Antonio Machado provocó más de una anécdota que evidenciaba el grado de conocimiento del poeta. Muchos me saludaban como don Antonio; otros señalaban el rótulo y comentaban: "Es el letrista de Serrat". Y hasta un embajador escribió preguntando el número de cuenta bancaria de don Antonio Machado para ingresar el importe de un pedido.
Las prolongadas horas que pasé en aquel pequeño local son inolvidables para mí. Rodeado de libros y conversando con clientes de librería, con personas cuya sensibilidad pretería las razones del pragmatismo, enamorados de la literatura que convertían una charla sobre los libros en una lujuriosa promesa de un mundo coronado por la estética y los valores humanistas. En la librería conocí a muchas personas que influyeron con fuerza en mi vida: poetas sin editor, lectores solitarios, jóvenes románticos, profesores aislados en sus centros de enseñanza, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, para los que entrar en una librería con "librero" les hacía sentirse en su mundo, un mundo despreciado por la mayoría, y que allí encontraban con naturalidad, sin sentirse descolocados, y por ello desenvolvían todas sus actitudes guardadas, empolvadas, sin salir, por temor al ridículo, a la mofa de los demás. Estaban en su reino y podían mostrarse como en sus sueños. La vida se hacía, por unas horas, literaria, y conversar sobre Emma Bovary, Fabrizio del Dongo o Ana Karenina se convertía en el centro de la vida, en la tarea más importante; fútil, sí, para la vida práctica, pero necesaria, imprescindible, para respirar.
Eran horas de ensueño, los personajes de la literatura nos rodeaban como seres queridos, el estilo de los artistas se transformaba en un asunto urgente, clave; las preferencias (¿La Cartuja de Parma o Rojo y negro?) se alzaban como objetivos totales de un torneo a primera sangre; el descubrimiento de una nueva edición de autor exiliado, prohibido, alcanzaba un derroche de felicidad y de espíritu festivo inefables. Nada puede compararse al festín de la cultura y el arte, al acto de embriagarte con los textos iluminados por la inteligencia creadora. Para Fernando Pessoa el arte sirve de fuga hacia la sensibilidad que la acción tuvo que olvidar. El hombre pragmático, en aras de la eficacia, aparta de sí la sensibilidad, que se refugia en el arte y la literatura para los espíritus capaces de sentir con agudeza y placer.
De entre tantos lectores clientes que enriquecieron y profundizaron mi vida, sobre todos un norteamericano que apareció una mañana vestido con una trenca que le hacía parecer mucho más joven. Se sentó con un libro de Federico García Lorca y empezó a preguntar. Su nombre, César Graña, profesor en la Universidad de Berkeley, en Sevilla para pasar su año sabático.
César era uno de esos personajes que uno tiene la fortuna de encontrar una vez en la vida. Y cuando tomas conciencia de tal suerte, ya no te abandona la felicidad de su amistad.
Dominaba en él un sentido irónico de la vida. Nunca le vi enfadarse, aunque sí enfadado, siempre por reacción a actitudes intolerantes de los demás.
Son palabras de César:
El universalismo andaluz empieza con el sentido irónico de la vida. Por eso Andalucía es inherentemente más tolerante de diversidades que una cultura basada en una definición doctrinaria esencialista .
Extraordinaria es la reflexión de andaluz universal como réplica a una carta mía anterior que yo había fechado el 1 de abril (la primavera en Sevilla).
Lo de "primavera en Sevilla", que adjuntas entre paréntesis a la fecha de tu carta, revela unos relampagueos sádicos, sabiendo como sabes mis emociones. Mi nostalgia por Sevilla Andalucía tiene dos modalidades. Una lírica, la otra clamorosa. Soy víctima de las "hechuras anímicas" (invento la expresión) de esa cultura.
Algunos datos reflejan su devoción por la ciudad de Sevilla. César siempre anduvo preocupado, angustiado diría yo, por el patrimonio arquitectónico sevillano.
De manera singular sus obsesiones se dirigían al edificio del Hospital de las Cinco Llagas, que él veía derrumbarse y me presionaba para que hiciera algo para salvarlo (hoy es sede del Parlamento andaluz), y sobre todo a la calle Betis. Era un enamorado impenitente de aquella orilla del Guadalquivir. Siempre me decía: "Podríamos hacer una calle de librerías, galerías de arte, cafés antiguos. La rive gauche empalidecería ante nuestra orilla del Betis".
Concebimos un plan de lunáticos que estuvo a un palmo de hacerse realidad: proyectamos comprar una a una todas las casas de la calle Betis.
Y puesto manos a la obra, César contactó con unos millonarios locos dispuestos a invertir sus capitales en aquel romántico proyecto. Cuando se iba a constituir la sociedad, los ricos mecenas se volvieron atrás. Sevilla perdió una bella idea y César se dolió durante años.
César practicaba con total naturalidad los ejercicios que son pruebas contra el cáncer del tiempo: la sinceridad, el amor, la amistad, los libros.
César era andaluz, su pasión le delata, además de la filiación de su abuelo, de Sanlúcar de Barrameda; era peruano, allí nació; y estadounidense, desarrolló su vida académica e intelectual en aquel país desde su juventud.
César era amante de Andalucía y novio de Sevilla, Chiclana y El Puerto. Lo mismo arrastraba a una troupe de yanquis hasta Morón, para escuchar la guitarra de Diego del Gastor, que se encandilaba con la interpretación de la Romería del Rocío. Algunos descubrimientos de aquella devoción no puedo revelarlos, pues me pidió secreto.
Hermano de la cofradía de los gitanos, ¡qué preocupación aquel día que fuimos a San Román para hacerle cofrade! Le atormentaba que no hubiera capirote para su voluminosa cabeza.
César era un personaje singular, incatalogable.
Soy uno de esos -decía- para quienes lo superfluo es una necesidad. Me gustan las cosas y las personas en razón inversa a los servicios que pueden proporcionarme.
Era como Juan Gil Albert, para quien lo contrario del lujo no era la pobreza, sino la vulgaridad.
César era un puritano voluptuoso, como Albert Camus, como algunos de nosotros.
Un puritano enamorado de Sevilla.
Un hombre culto, sensible, bueno. Sociólogo del arte y la literatura, de una lucidez brillante. Y popular al mismo tiempo. En su tumba pueden leerse dos textos definitorios. La copla flamenca:
Vente conmigo vente conmigo y a tu madre le dices que soy tu primo.
Y unos versos de un "blues:
I was born at midnigbt By morning I could walk.
[Nací a media noche por la mañana ya pude caminar.] Describiendo un círculo, su periplo vital, que partió con sus ancestros de Andalucía, terminaría también allí, un cálido 22 de agosto de 1986, en un trágico accidente de coche en la carretera Sevilla Cádiz, cuando regresaba de una corrida de toros de El Puerto de Santa María. A los cuatro días fue enterrado tal como él mismo había imaginado y, en cierto modo, predicho al ingresar, como hermano, en la cofradía de los gitanos. "Los gitanos deben enterrarme", así habló entonces a su mujer y así sucedió, como un augurio, dieciséis años después. Fue amortajado con el hábito de cofrade y sepultado no en cualquier sitio, sino en el epicentro de esa Andalucía del más allá que es el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde, para su contento, podría seguir en coloquio eterno con los toreros, los cantaores y los artistas que tanto admiró: Joselito, Belmonte, La Niña de los Peines…, y a los que tanto visitara en vida. Allí lo condujo una comitiva gitana desde la iglesia de San Román, al compás de soleares y bulerías.
Las coplas de su infancia también sonaron el día de su muerte. Estaba escrito. Así pudo, por fin, reposando para siempre en la calle Virgen del Rocío, 36, del cementerio hispalense (otra vez El Rocío…), dejar de ser un desterrado. El amor y la muerte cerraron al fin su círculo ritual en la tierra que más amó.
En su entierro, rodeado de su familia y sus amigos, dejándome envolver por los cantes gitanos que surgieron de las entrañas de aquellos amigos calés, me asaltaron pensamientos fugaces.
Me di cuenta de que las personas no están realmente muertas hasta que se las siente como tal.
Me hizo recordar que todos hemos de morir, que las relaciones personales que forman el entramado de nuestra vida son temporales.
Yo tenía la impresión, hasta entonces, de que la muerte seleccionaba a las personas. Quizá sea una influencia de la lectura de novelas en las que el protagonista habla hasta el final.
Empecé a pensar, de verdad, que la muerte no perdona a nadie. La añoranza se apoderó de mí.
La sombra de la sombra de un sueño se proyectó sobre los hechos cotidianos, diarios, y objetos y situaciones nunca observados con aquella atención parecieron transformarse en mensajes de otro mundo, de otra realidad.
Ya en el siglo XVIII, William Hazlitt describió a seres como César:
Existen unos pocos seres superiores y felices que nacen con un temperamento libre de cualquier irritación por cosas insignificantes. Estos espíritus se sienten serenos y sonrientes como en su cielo innato y una divina armonía (se oiga o no) suena a su alrededor. Esto es estar en paz. Inútil es huir a los desiertos o construirse una ermita encima de las rocas si el remordimiento y el mal humor hasta allí nos persiguen; y si tenemos esa paz, no nos hace falta hacer tales experimentos. El único retiro verdadero es el del corazón; el único descanso verdadero es el reposo de las pasiones. A tales personas poca diferencia les hace ser jóvenes o viejas; y mueren como han vivido, con una resignación elegante.
Si es que mueren verdaderamente.
En una carta a Regino Sainz de la Maza, Federico García Lorca confiesa que: … Ahora he descubierto una cosa terrible (no se lo digas a nadie). Yo no he nacido todavía. El otro día observaba atentamente mi pasado (estaba sentado en la poltrona de mi abuelo) y ninguna de las horas muertas me pertenecía porque no era Yo el que las había vivido, ni las horas de amor, ni las horas de odio, ni las horas de inspiración. […] Fue ese momento un momento terrible de miedo, mi mamá Doña Muerte me había dado la llave del tiempo, y por un instante lo comprendí todo. Yo vivo de prestado, lo que tengo dentro no es mío, veremos a ver si nazco…
Yo espero, con sus amigos, ver nacer de nuevo a César Graña.
En la actividad política poco a poco íbamos, el grupo de los sevillanos, logrando prestigio y consideración en el conjunto de la organización. La parte de la dirección que permanecía en el exilio continuaba su distanciamiento de los que luchábamos en el interior de España. Se acercaba el momento de un nuevo Congreso, y algunos dirigentes exiliados, sobre todo Rodolfo Llopis, temían que esa asamblea pudiera representar la pérdida definitiva de su poder.
Se había celebrado el Congreso de la UGT en 1971 que prefiguró lo que podía ocurrir en el Partido. Llopis lo entendió así y empezó a buscar pretextos para no celebrar el Congreso del Partido. Era un hombre de una extraordinaria habilidad: lograba capear las dificultades con una técnica de conducción de las reuniones que obstaculizaba la expresión de las opiniones críticas. En las reuniones que celebrábamos en el Hotel Larreta de Bayona, él actuaba siempre con parsimonia, fríamente. Comenzaba la reunión temprano, a primera hora de la mañana. Se limitaba a dar la palabra a unos y otros. Mientras les escuchaba iba anotando en una pequeña libreta, y no intervenía aunque el ataque contra él fuese abierto. A la una de la tarde interrumpía la sesión. Entonces pasábamos a la mesa ya preparada para la comida. Daba muy bien de comer, nos aturdía con la cantidad y la calidad. De inmediato volvíamos a la mesa de discusión, en la misma sala. La mayoría se encontraba adormecida por la comida. Entonces Llopis, inexorablemente, decía: "Yo había pedido la palabra…". Extraía su libreta de la cartera e iba contestando muy larga, muy tediosamente, a todos y a cada uno de los que habían intervenido en la sesión matinal. Nos agotaba.
Lo repasaba todo con largueza, con prolijidad, con un gran detalle, procurando siempre irse por las ramas. Cuando terminaba, dos horas más tarde, nadie sabía qué se le estaba discutiendo al secretario general. Había que empezar otra vez el discurso político, orillando la larga explicación que había desarrollado.
Llopis no discutía los argumentos críticos; se limitaba a colmar de datos paralelos, conexos con el asunto, pero no entraba en el fondo, porque no aceptaba la puesta en causa de su planteamiento.
Sin embargo, soportaba mal que se pusiera en crisis formalmente su autoridad. Y por ahí es por donde yo atacaba. Utilizaba la táctica de desconcertarle llamándole "señor Llopis", en lugar de "compañero Llopis". Perdía los nervios y organizaba una disputa agria, dura, sobre cómo tenía que llamarle. Le sacaba de sus casillas más que cualquier tema político.
En las reuniones con Rodolfo Llopis le insistía yo en la necesidad de conectar con un grupo de socialistas autoorganizado en Canarias. Pero Llopis lo negaba. Mi información procedía de algunos militantes comunistas canarios que trataba yo por mis actividades literarias, teatrales y libreras. Un joven escultor, Toni Gallardo, me advertía de la existencia de unos grupos socialistas que actuaban por su cuenta. Visto que Llopis no me hacía caso, llegué a la conclusión de que a él no le interesaba una extensión grande de la organización que pudiera poner en causa la estructura de la autoridad constituida desde hacía tantos años. Así que tomé la decisión personal de acudir a Canarias a establecer los contactos necesarios. Pablo Castellano decidió acompañarme. Viajamos a Las Palmas, donde nos encontramos con Juan Rodríguez Doreste, Felo Monzón, Agustín Quevedo, Alfredo Herrera, jerónimo Saavedra y algunos otros veteranos y jóvenes socialistas. Castellano conocía por sus relaciones profesionales a un abogado que quiso invitarnos a cenar. Nos recogió en el punto acordado con un automóvil Mercedes que quitaba la respiración. Nos llevó a cenar al Casino de la ciudad, y al finalizar nos anunció que tomaríamos café en un club. Dadas las trazas económicas del abogado, pensé que nos conducía a un club de tipo inglés. Bajamos unas escaleras y nos topamos con un pequeño escenario donde una joven procedía a semidesnudarse.
Aquello era un cabaret, locales que nunca había visitado. Trajeron whisky y se aproximaron las chicas de alterne. En media hora tenía un grupo de chicas escuchando mis protestas por sus condiciones laborales y a punto de afiliarlas a todas a la Unión General de Trabajadores, sindicato aún clandestino. El rostro de Pablo Castellano reflejaba una absoluta incredulidad.
El amigo abogado de Pablo Castellano aparecería con la llegada de la democracia como diputado de UCD, y años después ingresaría en el PSOE. En aquel estrafalario viaje reorganizamos el Partido en Gran Canaria, y en una visita posterior iría a Tenerife a ver a Jerónimo Saavedra quedó toda la organización canaria integrada en la organización nacional, a pesar de los esfuerzos en contrario del secretario general Rodolfo Llopis.
Paso a paso fuimos convenciendo a algunos grupos de exiliados -entre ellos había división-para apoyar nuestras tesis, hasta que hubieron de plantear la cosa directamente, pues Rodolfo Llopis se negó a mantener la convocatoria del Congreso del Partido.
El pretexto que esgrimió para invalidar la convocatoria del Congreso fue la publicación de un artículo sin firma en el periódico El Socialista titulado "Los enfoques de la praxis", en mayo de 1972. Llopis dirigió una comunicación a la dirección del Partido, anunciando que el Congreso no podría celebrarse mientras no fuese sancionado el autor de aquel artículo. Yo lo había escrito. En él diferenciaba la actuación teórica y la praxis política, expresando que la lucha por el socialismo incluía la superación de ciertas estructuras orgánicas que amenazan con la esterilización de sus acciones.
El secretario general envió una circular con fecha 30 de mayo pidiendo una rectificación pública y una sanción al autor (él sabía que era yo) antes del 13 de junio. Cumplido el plazo del ultimátum, decidió no atender la convocatoria del XII Congreso.
La dirección del interior mantuvo la convocatoria y Llopis cursó un telegrama a la Internacional Socialista acusando a los promotores de intentar la ruptura de la organización, y una carta a la prefectura de Toulouse para que impidiera la celebración del Congreso previsto en el cine L' Espoir.
La organización del interior decidió encomendarme a mí la preparación del Congreso en Toulouse. Me pareció paradójico; era mi cabeza lo que exigía Rodolfo Llopis para no boicotear el Congreso y final mente sería yo el responsable de su organización. Me dirigí a San Sebastián para conseguir los documentos falsos que me permitieran entrar en Francia. No tenía pasaporte y para cada reunión de la dirección en Bayona debía recurrir a un permiso temporal para visita turística de cuarenta y ocho horas que conseguía Gerardo, un aragonés que se encargaba también de pasar la propaganda clandestina por los Pirineos. Sin embargo, en muchas ocasiones, al llegar a San Sebastián, Enrique Múgica me anunciaba que había "pases" para todos menos para mí. Siempre tuve la duda sobre la utilización que hacía de las razones técnicas para impedir mi presencia en las reuniones, pues se asustaba de mis posiciones "radicales".
En una ocasión me detuvieron en el paso de frontera. Los policías de la político social sospecharon de la autenticidad de mi pase y pude observar y escuchar la conversación de un grupo de policías que llegaron a la conclusión de que la firma del jefe de policía en el "pase" era auténtica, e insinuaron entre ellos que era un procedimiento para llegar a fin de mes. Así que los enemigos del régimen podíamos atravesar la frontera debido a la corrupción de los jefes de la policía franquista.
Una vez en Toulouse me dirigí a la Rue du Taur, sede del Partido y de la UGT, y me encontré un panorama desolador. Llopis había cerrado todo herméticamente y se había apropiado de todas las llaves. No había otra solución que descerrajar la puerta, cambiar la cerradura y tomar posesión de la sede. El artífice cerrajero fue Máximo Rodríguez Valverde, siempre voluntarioso y entregado a la causa.
Permanecí un mes en Toulouse con serias dificultades para cumplir mi cometido, poner a punto el XII Congreso del PSOE, porque ni los medios, ni el ritmo de trabajo que allí se estilaba, se avenían con mis maneras organizativas ni con mi afán perfeccionista en la realización de las tareas.
Tuve además en el tiempo de mi estancia dos problemas, muy diferentes entre sí, que capeé con dificultad. La organización había alquilado un piso en la primera planta de una casa modesta pero espaciosa. Me anunciaron que allí viviría acompañado de una pareja de jóvenes huidos de España, ella una atractiva aunque extremadamente delgada joven llamada Alicia, y él un nervioso muchacho conocido como "el francés" que se atropellaba hablando, mostrando una prisa enorme por ofrecer su opinión sobre todo. A los pocos días de permanecer en Toulouse, ya había caducado mi "pase" de cuarenta y ocho horas. Tras una cena mínima en la Place Capitole, lugar de encuentro fácil de los exiliados españoles, volví al piso en compañía de la pareja que habitaba también en el apartamento. La puerta de la calle estaba cerrada y nadie nos había proporcionado la llave.
Golpeamos suavemente la ventana más próxima a la puerta. Nadie contestó. Fuimos subiendo el grado de fuerza de nuestros golpes, hasta que una voz lejana y airada contestó diciendo que él no era el portero y que por nada del mundo se levantaría de la cama para abrirnos.
Lo intentamos en otras ventanas del piso bajo y no obtuvimos respuesta, así que no se nos ocurrió otra salida que escalar hasta el balcón del primer piso para forzar la apertura de la puerta del balcón de nuestro apartamento. Cuando estábamos en la mitad de la faena, dobló la esquina de la calle un gendarme que sostenía un enorme perro. El policía, desde lejos, nos gritó que nos detuviéramos. Bajamos y él se acercó conteniendo las arremetidas del can hacia nosotros. Era un chico muy joven, con una corta barba pelirroja y con un rostro apacible. De inmediato le expliqué nuestra situación, y antes de que pudiera reaccionar le pedí que nos condujera a un hotel para pasar la noche. Por fortuna, accedió, y sin pedirnos la documentación ninguno de los tres la poseíamos nos acompañó a un hotel, se despidió con amabilidad y se marchó. A nosotros nos alojaron en la única habitación libre, con tres camas. A los pocos minutos de estar acostados oí cómo la chica se movía para instalarse en la cama del "francés". No hubo más consecuencias; el policía no entregó un informe y nadie me molestó.
El otro momento embarazoso fue al encontrar en un cajón de la mesa del despacho que utilizaba una carta que me desconcertó. La firmaba Ramón Rubial, estaba dirigida a la Comisión Ejecutiva del Exterior y en ella insinuaba que había acudido a la reunión de los ejecutivos del interior, en la que se decidió seguir adelante con el Congreso, sin un conocimiento previo del asunto que se trataría. Aunque no lo decía con una intencionalidad que forzara las cosas, se podría interpretar que él no estuviera totalmente de acuerdo con lo que estábamos haciendo, con la celebración del Congreso.
Fue un golpe duro para mí; por momentos especulaba sobre la posibilidad de que Rubial no nos apoyaba, y esa duda, momentánea, me atormentaba. Ramón era para mí el ejemplo perfecto del socialista íntegro, inteligente políticamente, solidario, infatigable, con una vida dedicada en verdad a la causa del socialismo veinte años en las cárceles de Franco y jamás se le oyó utilizarlo como un mérito, como un galardón que exhibir, como han hecho otros. Decidí que eran escrúpulos exagerados por mi parte. Coloqué la carta donde la encontré y nunca hablé de ello con nadie.
Acerté, porque después de aquello, más de veinte años de convivencia muy cercana con Ramón no hizo más que acrecentar la estima, la admiración y el cariño que sentía por el compañero y maestro.
Continué mi trabajo preparatorio del Congreso y dediqué muchas horas a intimar con los compañeros exiliados, lo que me permitió conocer la calidad humana de los exiliados, de sus familias, habitantes todos de un mundo hostil que obligaba a vivir en una pobreza extrema a muchos de ellos. Hice una buena amistad con un viejo militante, Luis Fernández, ya jubilado, de una vida muy austera, sin grandes satisfacciones salvo las mañanas de los domingos, en los que Luis era un emperador. Poseía una mágica habilidad para la pesca de ranas, y cada domingo congregaba a su alrededor a los aficionados franceses que le aplaudían sin descanso. Tan viejo como era, se situaba en el arroyo con una pequeña caña de la que pendía un trocito de tela roja que movía ligeramente; saltaba la rana y con la mano libre, con una agilidad pasmosa, la atrapaba.
Las capturas se sucedían cada pocos segundos y los mirones le premiaban su competencia con largos aplausos. Luis se sentía en aquellos momentos como un rey y susurraba con orgullo: "¡Que aprendan estos franceses!". Su vida de exiliado, ignorado, humillado, se transformaba aquellas mañanas en una gran satisfacción de superioridad. Así que no faltaba a aquellas sesiones de exhibición y adiestramiento a los "gabachos".
Durante un mes, sin documentación, permanecí en Toulouse procurando asegurar la normal celebración del Congreso, pero cuando la fecha de inicio se aproximaba tuve un deseo fortísimo de desligarme, de no estar presente, de evitar aún más compromisos orgánicos para el futuro. Envié un mensaje a Madrid pidiendo que alguien me sustituyera, porque yo tenía que volver con urgencia a España. Me comunicaron que tres días más tarde me esperaría Pablo Castellano en Barcelona, para que le explicara detalladamente todos los aspectos necesarios sobre la marcha del Congreso.
Cuando solo faltaban cuatro días para el comienzo de la máxima asamblea del Partido, me marché de Toulouse hacia la frontera provisto de otro documento falso. La crucé, recogí el coche que había dejado en San Sebastián y me dirigí a Pamplona y de allí a Barcelona, comprobando casi a cada paso si estaba vigilado por la policía, pues no quería que nos detuvieran en el encuentro en la Ciudad Condal. Todo transcurrió bien, le pasé a Castellano toda la información y para oxigenarme tomé la decisión de bajar en el coche hasta Sevilla por la costa. Fue un infierno, la carretera estaba colapsada de vehículos, y tuve que desviarme en Valls para buscar donde pasar la noche y seguir luego el viaje por el interior.
Cuando llegué a Sevilla tenía una insistente llamada de Luis Yáñez, desde Toulouse, para comunicarme que el Congreso me "cargaba" con la responsabilidad de la redacción y confección de la prensa, de El Socialista.
La dirección que salió elegida en aquel Congreso acordó una responsabilidad colegiada para evitar la personalización de un liderazgo que en aquel momento no estaba aún bien definido. La primera tarea que le esperaba sería conseguir la legitimación de la Internacional Socialista, disputada por Rodolfo Llopis, que convocaría en Congreso a los pocos militantes del interior y del exterior que no habían apoyado el Congreso legal del Partido. Atraería Llopis al profesor Tierno Galván, con el que había tenido grandes enfrentamientos que llevaron a la expulsión del profesor.
Ahora Tierno cree encontrar una oportunidad si copreside un PSOE disminuido pero tal vez capaz de lograr el espaldarazo de las organizaciones internacionales. Pero tras asistir al Congreso de Llopis comprobó la exigua realidad que la escisión socialista representaba, solo mantenida por las ayudas secretas de Fraga Iribarne, que desde el poder autoritario cobijaba el experimento con el objetivo de quebrar al socialismo español con vistas al futuro que se avecinaba, en un momento en el que ya declinaba la dictadura. La fortuna y el trabajo de Pablo Castellano y Curro López Real vinieron a auxiliar al partido auténtico, calificado como el PSOE renovado, frente al agónico experimento de Llopis, el PSOE (Histórico).
Curro López Real era un veterano militante, natural de Nerva (Huelva), que padeció cárcel tras la guerra y que fue destinado a trabajos forzados en la construcción del canal del Guadalquivir. De aquel campo se escapó arguyendo una pintoresca necesidad.
Trabajaban por parejas, y cada pareja contaba con un guardia armado. Una mañana, Curro le preguntó a su compañero de trabajo: "¿Te has traído el Norte magnético?". El compañero exhibe una cara desconcertada, expresiva de no saber de qué le hablaba.
Curro se dirige al guardián y le espeta: "Este, que se ha olvidado del Norte magnético. Voy a por el Norte magnético". Y hacia él se dirigió sin que el soldado que le vigilaba pusiera en duda que el preso se disponía a recuperar una herramienta. Curro siguió andando hasta alcanzar el trazado ferroviario, subir a un tren y plantarse en Portugal. Lamentablemente, allí le detuvo la policía portuguesa y le devolvió a España, donde le encarcelaron de nuevo.
En el exilio durante muchos años, en Bruselas, llegó a ocupar un puesto notable en la CIOL, la Confederación Internacional de Sindicatos, lo que tiene un mérito extraordinario ya que Curro jamás ha movido un dedo para ascender en la escala social. Siempre ofrecía una visión corriente de los hechos gloriosos. Sin explicitarlo, su manera de entender la vida y la historia excluía el rol de héroe; para él todas las acciones heroicas tienen una explicación pedestre, corriente. Su amistad y su cultura contaba con una memoria asombrosa fueron para mí una fuente inagotable de conocimiento. Curro tenía un bagaje extraordinario de canciones flamencas, y era habitual que en las conversaciones contestara a argumentos políticos con un fandango, una seguiriya o una soleá.
Su sentido del humor impregnaba todas sus acciones, y se cuentan de él leyendas magníficas. Se dice que en la guerra, confinado con un grupo de republicanos condenados a muerte, a los que anunciaron la ejecución para diez días más tarde, Curro había proclamado con alegría: "No hay que preocuparse, diez días dan para mucho; tengo aquí un método de inglés titulado "Aprenda inglés en diez días". Estos hijos de puta nos van a matar, pero nos van a matar sabiendo inglés". Leyenda o historia, este es el espíritu positivo, vitalísimo, humanístico, de Curro López Real, un hombre singular y entrañable.
Reconocido el PSOE del interior por la Internacional Socialista, y por lo tanto por todos los partidos miembros de la organización internacional, la dirección del Partido tenía ante sí otras tareas urgentes: la consolidación de la militancia en todas las regiones de España, la elaboración de una estrategia que contribuyera al fin de la dictadura y fuese acorde con el futuro democrático, y la recuperación de los socialistas que habían tomado el camino que marcaba Llopis, Tierno o algunas organizaciones procedentes de los grupos de base cristianos.