5. LA RELIGIÓN Y EL PECADO

Personalmente no fui de los niños más perjudicados por la obsesión del pecado que imbuía la Iglesia en los chiquillos. Me impresionaba la presencia de curas, monjas y procesiones religiosas en la calle. Cuando aparecía un sacerdote, en cualquier momento, en cualquier lugar, los niños se apresuraban a besarle la mano, que él ofrecía con delectación con una sonrisa hipócrita. Si se trataba de una monja, se besaba la cruz que prendía del cíngulo. Si era una procesión de curas y monaguillos, los santos óleos, la extremaunción que se llevara a un enfermo, los viandantes se arrodillaban, destocaban y hacían la señal de la cruz.

En muchos amaneceres me despertaban las señoras beatas cantando en la procesión del rosario de la aurora, con una reacción mezclada de enfado e incomprensión.

En el colegio infantil la religión era algo natural, pero en mi caso no fue muy intensa. Mi hermana en la sección de niñas del mismo colegio se sabía de memoria tanto las preguntas como las respuestas de todo el catecismo de Ripalda. "¿Entonces hay tres dioses?". "No, sino uno en esencia y trino en personas." Yo nunca tuve que aprender un libro aberrante como aquel catecismo. Sí nos llevaban a los ejercicios espirituales en la iglesia de Santa Cruz. Era aburridísimo escuchar a aquel sacerdote desde el púlpito repetir las mismas advertencias y amenazas. Siempre acababa avisando de la necesidad de estar preparados para el momento de la muerte, "porque en cualquier momento esta puede llegar, y si no estáis en gracia de Dios, iréis al infierno. Hoy mismo, al salir de la iglesia, os puede caer una teja en la cabeza y os envía directamente al infierno si os coge sin estar en gracia de Dios". Este discurso lo creí propio del régimen de la dictadura que daba todo el control de las conciencias a la Iglesia española, pero más tarde encontré el mismo argumento en la novela de James Joyce Retrato del artista adolescente, de lo que hay que deducir la capacidad de insuflar a fuego perenne un discurso único en la mente de los predicadores para todo el orbe.

De aquella religiosidad impuesta recuerdo bien que toda la atención se centraba en el final del acto eclesial, pues se procedía al sorteo de un único premio entre los forzados cursillistas: un paquete de galletas María. Tan escuálido premio tenía un auditorio expectante, comprensible si consideramos el hambre acumulada de los niños de familias humildes de aquella época.

Uno de los extraños fenómenos de mi vida es que me opusiera sin miedo, pero con firmeza, a acudir a la catequesis. Mis hermanos y hermanas iban una vez por semana a la catequesis en la iglesia de San Isidoro. Allí les adoctrinaban y les proporcionaban, por la asistencia, un vale, una cartulina que coleccionada hasta alcanzar un número fijado les valía para cambiarlo por una manta, una rebeca de punto, calcetines, los productos que escaseaban en la pobreza del momento. Como las sesiones eran después de las horas de clase, yo les acompañaba y siempre, siempre, me quedaba en la calle, en un pequeño parterre delante de la escalera que llevaba al templo. Y esperaba. En una ocasión, sentado en un escalón, vino un niño desconocido a importunarme y terminamos en una "violenta" pelea que nos hizo rodar por el parterre, con la "fortuna" de estar lleno de ortigas, la hierba que produce un picor insoportable. La picazón nos hizo firmar una urgente paz, porque las piernas y las manos nos ardían. Fue aquella una de las pocas luchas infantiles fuertes que recuerdo.

Hubo otra que estuvo a punto de tener con secuencias terribles. Una mañana, esperando para entrar en el colegio, ya en el Miguel de Mañara, estaba aterido de frío -fue el 21- de enero, cuando no pude evitar que unas lágrimas rodaran desde mis ojos. Un compañero lo vio y comenzó a bromear con la crueldad que solo saben poner los niños. Mi callado llanto manaba por la muerte de mi hermana Consuelo dos días antes, y como el niño persistía en motejarme de niña, tontita y otras boberías, mi furia fue creciendo hasta que me lancé como un cohete contra él; mi cabeza le golpeó en el vientre, tirándole con violencia al suelo, en el centro de la calle. Sonó limpiamente, como una campana bien templada, el golpe de la cabeza contra el adoquinado de la calzada. El niño perdió el sentido y yo quedé aterrado. Estuve seguro de que yacía muerto. Se recuperó enseguida, pero la lección me sirvió durante toda la vida. Mi condición física, delgado, nada musculoso, me hacía evitar las confrontaciones a golpes, habituales entre los niños y aun entre los adolescentes, conduciendo la confrontación hacia una dialéctica verbal que ofuscaba al brioso guerrero, le confundía y debilitaba sus ansias de lucha. Pero después de aquel episodio, a mis diez años, me di cuenta de las consecuencias no queridas que pueden tener las broncas que derivan en trompazos.

Entonces era frecuente contemplar peleas entre hombres y entre mujeres. En las de "machos", las hojas de las navajas no tardaban en brillar, y siempre me sentí muy inquieto, tenso, como si estuviera yo implicado. Aquella preocupación estaba de seguro inspirada por aquella rápida pelea por un llanto imposible de detener.

Otro espectáculo corriente en las calles de mi infancia era los borrachos, dando camballadas, haciendo eses, cayendo al suelo, destrozándose el rostro, sangrando mientras gritaban cualquier impertinencia a nuestro paso. Mi deseo de ayudarle era neutralizado con mi miedo a una reacción violenta.

En el colegio Miguel de Mañara los asuntos religiosos se llevaban con otra actitud. Se cumplían todos los requisitos a que obligaban las autoridades, pero nunca vi un instante de misticismo en los profesores. Cada mañana se leía el santoral en la capilla, los domingos era obligatorio acudir a la iglesia de San Bartolomé junto al colegio, para "oír" la misa, y cuando llegaban las principales fiestas religiosas, especialmente la de la Inmaculada Concepción, Patrona del colegio, debíamos, sin excusa, confesar y comulgar. Y aquí llegaba el problema, pues disponíanse dos sacerdotes en sus confesonarios y distribuían en sendas filas a los estudiantes. Al poco rato una cola se había alargado interminablemente, mientras en la otra apenas quedaban tres o cuatro chicos. Llegaba un profesor y volvía a repartir a los chicos en dos filas aproximadamente iguales. En cuanto se ausentaba, las filas volvían a descomponerse. La razón era clara para nosotros: uno de los curas acariciaba el rostro de los chicos, arrodillados ante él y casi ahogados por el confesor, que se inclinaba hacia el chico y le cubría con sus brazos. Aquel cura convirtió en incrédulos a muchos chicos. Alguno, sin embargo, pasaba por encima de aquellas humillaciones, y en la misa, en el momento de alzar el copón con la Sagrada Forma, se les veía en una especie de éxtasis, de comunión verdadera con la figura de Cristo, y a algunos en aquellos momentos les corrían lágrimas por las mejillas. En ocasiones yo quise intentar ese ensimismamiento, para comprobar qué efecto podía tener sobre mí; pero todo fue inútil, no lograba salir de una posición de observador, de mirón de lo que pasaba fuera de mí. Y lo que ocurría era que sonaba la música del órgano, y en ese instante empezaba otra cosa para mí. El párroco, en combinación con el colegio, había recurrido a un organista joven, que me alegró las mañanas de los domingos. Tocaba bien y sobre todo interpretaba piezas que nos encantaban. Sus preferencias estaban en Bach, y cuando arrancaba con una tocata y fuga a los chicos nos emocionaba y nos provocaba una euforia magnífica, nos ensanchaba el corazón con una alegría que nos duraba todo el día.