CAPÍTULO XVII
EL DESAFIO
Pete llamó a sus comisarios y les mostró el colgante de las iniciales. Los ojillos azules de Hicks “Miserias” destellaron al verlo. El severo rostro de Teeny Butler se iluminó de alegría.
—¡Ya llegó! —explotó Hicks “Miserias”—. ¡Ya hemos cogido al culpable!
—¡Para celebrarlo, voy a beberme todas las botellas de medicina que tienes en tu tienda! —convino Teeny Butler.
Pete no hizo comentario alguno. Se dedicó a examinar atentamente el terreno. Las huellas del caballo que el bandido había utilizado eran relativamente fáciles de seguir. Al animal se le había aflojado un clavo de la herradura trasera izquierda. Se veía el claramente en las señales impresas sobre seco suelo del corral.
Pete sintió que la sangre se le aceleraba en las venas. Era aquel un buen rastro, ¡un gran rastro! Le sería fácil seguirlo. Si llegaba a hacerse confuso, si conducía a algún terreno rocoso, llamaría a Hopi Joe, el explorador indio. Y “Vulcano” sería también una ayuda inapreciable para dar, al fin, con la guarida del bandido.
Tod Carey y los comisarios volvieron a montar, y Pete abrió marcha con la mirada fija en el terreno. El rastro se prolongaba durante algunas millas hacia el Norte, desviándose ligeramente hacia el Este. Al llegar a la cumbre de una pequeña colina se metía por un bosque de pinos. Pete detuvo a “Sonny” y señaló hacia abajo. Había allí un caballo ensillado y embridado, que pastaba la rala hierba que crecía en el pequeño valle. Unos centenares de metros más allá se veía una choza.
—Ese es el caballo que montaba Borklund cuando lo vimos por última vez —dijo el sheriff—. Es muy posible que Borklund se encuentre en aquella choza. Preparaos para actuar, muchachos. La cosa se presenta demasiado fácil y bien pudiera ser una trampa.
“Miserias” llevaba un rifle y, a una orden de Pete, lo sacó de su funda. El rifle y el 45 de Teeny cubrirían a Pete mientras se aproximaba cautelosamente a la choza. Si atacaban desde ella, Pete se refugiaría tras un árbol solitario que crecía a la derecha, mientras sus comisarios concentraban el fuego sobre la endeble puerta. Sí conseguían derribarla, los tres hombres se lanzarían a ella y llevarían la lucha al interior de la caza. No podía haber muchos malhechores dentro, decidió Pete. Era muy pequeña y, evidentemente, no tenía más que una habitación.
Dejaron los caballos y el perro atados a los árboles que coronaban el pequeño montículo, y descendieron cautelosamente hacia la choza. Tod quedó encargado de los animales.
A una palabra de Pete, pronunciada en voz baja, los comisarios se echaron de bruces entre altos hierbajos. El sheriff se arrastró luego avanzando con toda clase de precauciones. Llevaba en las manos sus dos Colts de culatas de nácar.
No se notaba en la choza movimiento alguno; no salía de ella el menor ruido. Pete se sentía ya inclinado a creer que estaba desocupada. Pero aquello no significaba necesariamente que no hubiera peligro. Podían haber sujetado al interior de la puerta alguna bomba dispuesta de tal modo que explotase al menor empujón.
El sheriff atravesó rápidamente la distancia que le faltaba y se colocó bajo la única ventana de la choza. Atisbó por el sucio cristal. Se atensaron todos los músculos de su largo cuerpo.
Sobre el polvoriento suelo de la choza había un hombre tendido de bruces. Pete creó reconocer en él a Borklund por el color de su pelo. Temblaba y se retorcía como bajo los efectos de un intenso dolor. Muy cerca de él, a cosa de unas pulgadas, se desenroscaban dos culebras de cascabel.
Una había levantado ya la fea cabeza, y su cola golpeaba nerviosamente el suelo. Aun a través de la vidriera, Pete pudo oír su silbido característico. La culebra iba excitando a su compañera, un poco más adormilada. Este segundo reptil empezaba a arrastrarse por el suelo.
Pete Rice no se detuvo siquiera a pensar en la causa de aquella angustiosa situación. En cualquier instante uno o ambos de los reptiles podían descargar su golpe. Era fácil disparar sobre ellos. Pero estaban en línea recta con el cuerpo del hombre tendido en el suelo.
Romper la vidriera y saltar por ella para situarse más ventajosamente, sería excitar a las culebras... precipitando posiblemente lo que Pete Rice trataba de evitar. El hombre consiguió incorporarse ligeramente. Era, en efecto, Borklund, como Pete había supuesto desde un principio. Tenía una herida en la sien y huellas de sangre seca en las mejillas. Miró como atontado a su alrededor. Uno de los reptiles se arrastró aún más hacia él.
Pete examinó rápidamente la ventana. No tenía la falleba echada, o más bien, carecía de falleba. Enfundó sus revólveres un instante mientras levantaba la vidriera. Lo hizo con todo cuidado, pero los reptiles oyeron el ruido. Ambos silbaron amenazadoramente.
—¡Borklund! —musitó Pete—. No se mueva. ¡No se mueva ni una fracción de pulgada! ¿Me oye usted?
—Le oigo —contestó la débil voz de Borklund—. ¿Quién es usted? ¿Fue usted quién me golpeó?
Parecía semi-inconsciente. Había contestado a la pregunta de Pete, pero el resto de sus palabras fue una retahíla incoherente. Pete apoyó sus manos en el marco. Un instante después saltaba a la habitación. Hizo ahora todo el ruido que pudo. Trataba de atraer la atención de los reptiles, y lo logró.
El más despierto de los dos disparó hacia él su cabeza, erró el golpe por unas pulgadas y se dispuso a atacar otra vez. La mirada de Pete voló hacia la segunda culebra. Estaba todavía semi alegartada. Borklund se encontraba a salvo de sus colmillos, al menos por unos segundos.
El sheriff alargó un pie calzado con resistente bota, presentando al primer reptil, ya inconteniblemente enfurecido, un blanco tentador. La culebra se disparó como un muelle en terrible tensión. Pete descargó al mismo tiempo uno de sus 45.
¡Bang! Disparó casi a bocajarro. La cabeza del reptil voló separada de su ondulante cuerpo. Pete dio un salto, pasó sobre el crótalo más adormecido y arrastró a Borklund hasta la pared posterior de la choza. Luego, su Colt volvió a vomitar humo y llamas, y la compañera de la primera culebra se unió con ella en la muerte.
Se oyó terrible estrépito a la puerta de la cabaña. Un instante después, el corpachón de Teeny Butler atravesaba los destrozados tableros. Le siguió “Miserias”, pisándole los talones. La expresión de temor en sus ojos —temor por su jefe y no por ellos mismos— se cambió en otra de sorpresa al ver los descabezados reptiles y a Carl Borklund, ya medio incorporado contra la pared.
—¿Qué ha sucedido, patrón? —preguntó Hicks “Miserias”.
—No tardaremos en saberlo —contestó Pete, arrodillándose junto a Borklund.
Pero Borklund le miró como si jamás le hubiera visto.
—¿Mató la culebra? —preguntó—. ¿Lo mató usted a él? Yo ya estaba a punto de echarle mano cuando...
Borklund cayó otra vez en la incoherencia.
Pete le examinó la herida. Tenía los rubios cabellos empapados en sangre. Le habían golpeado la cabeza y la cara con un revólver. La herida de la sien se la había causado el agudo mordisco de la mira del arma.
—“Miserias”, grita a Tod que baje los caballos —ordenó Pete—. Tenemos que llevar a este hombre a que lo vea un médico enseguida. Tú, Teeny, coge el rifle y ponte de guardia en la puerta. Es muy posible que nos ataquen. No acabo de comprender lo que ha sucedido aquí.
Era inútil tratar de interrogar a Borklund. No hacía más que desvariar refiriéndose siempre a “aquella culebra”. Iban empañándose sus azules ojos.
“Miserias” corrió a llamar a Tod, mientras Teeny montaba la guardia a la puerta. Pete registró la sucia habitación. Había una pequeña estufa a un lado, cuya tubería atravesaba una de las paredes de la choza. Era evidente que hacía varias semanas que no se encendía fuego en ella.
Pete abrió la orinienta portezuela. Había dentro papeles, recortes y hojarasca seca. Una caja de fósforos abandonada sobre la estufa indicaba que alguien tuvo intención de encender fuego, pero sin llegar a realizarlo. El sheriff removió el combustible y sacó de él varios trozos de paño verde. Los llevó a la puerta y los examinó a mejor luz.
—Esto deben de ser pedazos de los calzones verdes de Gila Kid —dijo a Teeny—. Pero lo que no comprendo es por qué no acabaron de encender el fuego.
—Cada vez que nos movemos nos sale al paso un nuevo misterio —dijo Teeny—. Pero tengo el presentimiento de que estamos muy cerca del fin.
—También lo tengo yo —dijo Pete—. Si Borklund recobra el conocimiento y puede hablar, nos contará muchas cosas.
—¿Será él Gila Kid? —preguntó Teeny.
—Es difícil decirlo. Quizá le hayan traicionado sus compinches. Quizá se trate de uno de los lugartenientes de Kid; quizá intentara éste matarle como ya hizo con otros. Como ves, el asunto está lleno de quizás. Lo importante ahora es que Borklund recobre pronto el conocimiento.
Pete examinó las huellas que había frente a la choza. Aparte las dejadas por él y sus comisarios, se observaban únicamente las pisadas de un solo hombre. Y no habían sido hechas por las botas de Borklund. A éste debieron golpearle en algún otro sitio, llevándole luego a la choza sobre su propio caballo, que cargó al mismo tiempo el agresor.
“Miserias” y Tod bajaban de la colina con los caballos, precedidos por los jubilosos ladridos de “Vulcano”, que corrían en libertad.
—Bien, marchémonos ya, Teeny —dijo Pete.
—¿Cogeremos al asesino? —preguntó Teeny con ansiedad.
—Tarde o temprano. ¡No hay duda! Cuando un hombre levanta su mano para matar, “Madama la Justicia” empieza a quitarse la venda de los ojos para fabricar con ella el primer trozo de cuerda que ha de ahorcar al delincuente. No estamos todavía al final. Pero nos falta muy poco...
El delirante Borklund fue atado a su propio caballo, que Teeny llevaría de las riendas. Tod y los representantes de la ley emprendieron el regreso a Agua Fría. El sol estaba ya muy alto. Llegaban del desierto grandes ráfagas de aire caliente. Caballos y jinetes estaban empapados en sudor cuando se detuvieron frente a la casa del doctor Okey.
Pete subió el inanimado cuerpo de Borklund. El doctor se encontraba en su domicilio y examinó al herido.
—Tiene una ligera fractura —dictaminó—. Voy a curarle enseguida. Unas cuantas horas de descanso nos dirán si es necesaria la operación. Si lo es, sería un contratiempo. Francamente, yo no me atrevo a intentarla solo. Necesito consultar con el doctor Bayley en Tucson.
—Bien, ocúpese del herido —dijo Pete—. Yo vendré por aquí a menudo. Si me necesita por cualquier razón, no estaré lejos del despacho de Larry Keeler.
Pete abandonó la casa del médico y se dirigió con Tod y los comisarios a la oficina de Keeler. Este acababa de despertar de su sueño reparador. Estaba ya vestido y sentado a la mesa, hablando con Raggan. El ferroviario saludó amistosamente al sheriff.
—Me cansé de estar en la cárcel —dijo—, y estaba esperándole para despedirme de usted antes de abandonar el pueblo.
Pete conferenció con Hicks “Miserias”. Una moneda de oro de cinco dólares cambió de manos. Pete se aproximó a Raggan y se la entregó disimuladamente.
—Buena suerte, muchacho —le dijo—. Yo que tú, trataría de volver a ocupar aquel puesto en el ferrocarril. Y si vuelves a encontrarte en otro lío, di la verdad desde un principio... y ponte en contacto conmigo. Yo siempre hago algo por los que dicen la verdad.
—Siempre la diré de aquí en adelante —prometió Raggan—. Y no lo olvidaré a usted mientras viva, sheriff. Si todos los policías fueran como usted...
Miró por la ventana al oír galopar de caballos. Por la calle principal avanzaba un grupo de jinetes. Pete se asomó también. Venía a la cabeza Galt “Dinamita”. Y Galt parecía tan embriagado que apenas lograba sostenerse en la silla. Los jinetes se detuvieron delante de una taberna... la de peor fama de Agua Fría. Los vecinos del pueblo la llamaban “La Puñalada”.
—¿No se armará algo ahí, Larry? —preguntó Pete a Keeler.
—No sé... no sé —contestó titubeando el comisario de Agua Fría—. Galt es peligroso cuando está bebido. Dicen que fue pistolero en otros tiempos, pero en lo que lleva viviendo aquí se ha portado honradamente.
—¿Le tuviste que encerrar alguna vez?
—Una sola. Discutió con Jed Larking y casi se enzarzaron a tiros. Galt hizo un disparo contra Larking. Pero estaba como una cuba... y falló la puntería.
—Las únicas victorias que gana el whisky son sus propias derrotas —sentenció Pete—. Pero podría llegar una ocasión en que a Galt, embriagado o no, no le fallase la puntería. Eso es lo que hay que evitar.
El sheriff salió a la calle y se dirigió a “La Puñalada”. Se detuvo frente a la taberna un momento, pero no entró. En lugar de ello, dio la vuelta por el pequeño callejón que había a un lado. Era un lugar sucio y maloliente. Pero sirvió para los propósitos de Pete, ya que daba a él una gran ventana que utilizaba para ventilar el local. Sus cristales estaban cubiertos de polvo, pero aun dejaban ver el interior.
El primer individuo a quien reconoció el sheriff fue Trant Rowland, el ranchero de Agua Fría. Rowland estaba solo. Se había sentado a una mesa junto a la pared del fondo. Tenía un vaso delante, pero no estaba embriagado. Pete observó que no apartaba la mirada del grupo formado por Galt y sus alborotadores compañeros, arrimados al mostrador.
Hablaban de los crímenes que venían ocurriendo en el Valle de Agua Fría.
Galt era el que más vociferaba.
—¡Nosotros cumpliremos aquí nuestra propia ley! —gritaba—. ¡No necesitamos del sheriff Pete Rice para nada! Organizaremos partidas nocturnas y...
De pronto se volvió y se encaró con Trant Rowland.
—¿Está usted con nosotros, Rowland? —preguntó.
Trant Rowland sonrió.
—Es muy posible —contestó fríamente—. Hablaremos del asunto cuando esté usted sereno.
Galt “Dinamita” avanzó hacia la mesa, tambaleándose, con la mano apoyada en la pistolera.
—¿Me ha llamado usted borracho?
—No utilicé esa palabra —contestó Rowland sin perder la calma—. Ha estado usted bebiendo y yo también. El beber es cosa de hombres —añadió diplomáticamente.
—¡Usted me ha llamado borracho! —insistió Galt cada vez más excitado—. Yo no acostumbro a morderme la lengua. ¡Yo le llamo a usted “coyote con dos patas”!
Rowland se levantó de la mesa. Estaba pálido, pero tranquilo.
—Yo no repetiría eso, Galt —aconsejó.
—¡Pues yo lo repito! —rugió el otro—. ¡Es usted un coyote! ¡Es usted un fullero!
—¿Consientes eso, Rowland? —intervino uno de los borrachos.
—Pido una satisfacción —dijo Rowland. Palpitaban sus fosas nasales como las branquias de un pez. Su musculosa mano temblaba, ansiosa de golpear.
—¡Pídamela con la boca de su revólver! —rugió Galt “Dinamita”.
El ambiente del salón adquirió una tensión eléctrica, que fue rota por el crujido de la ventana que daba al callejón. Cayeron algunos vasos al suelo. Todo el mundo concentró sus miradas en aquel sitio. Por el vidrio roto asomaba su chata boca un Colt del 45.
—¡Ya se ha derramado bastante sangre en este país! —gritó Pete Rice—. ¡Que nadie desenfunde un arma! ¡El que lo haga tendrá que habérselas conmigo!
Uno de los del grupo que estaba junto al mostrador, hombre malencarado y picado de viruelas, miró desafiadoramente a Pete.
—Estos dos hombres iban a batirse noblemente —dijo.