CAPÍTULO XIV
PISTA PELIGROSA
Pete y sus dos comisarios desataron apresuradamente del arrimadero sus caballos. Jed Larking los vio desde la taberna, situada enfrente, y salió a la puerta.
—Se trata de Gila Kid —le informó Pete—. ¡Creo que anda disparando tiros por Todhunter!
—Entonces me voy con ustedes —dijo Larking—. Y no estará de más que nos acompañen Dooneford, Rowland y otros individuos de valor probado. Nadie sabe los hombres que tendrá Gila Kid.
Tod Carey saltó del despacho corriendo.
—¿Verdad que me llevará usted, sheriff? —suplicó.
—Esta noche tú no vas a ninguna parte, Tod —dijo Larking severamente—. Esto es cosa de hombres. Te quedarás aquí.
Por primera vez desde que le conocía Pete, el joven refunfuñó un poco y se volvió al despacho de mala gana.
—Es preciso que le convenza usted, Pete —dijo Larking—. A usted le hace mucho más caso que a mí. No creo que debemos llevarle a una excursión tan peligrosa como esta.
Pete entró en el despacho.
—Estamos deprisa y no hay tiempo para hablar —dijo al muchacho—. Tu padrastro tiene razón. Esto es cosa de hombres. Tú todavía no tienes edad para este trabajo. Es muy triste verse golpeado sin poder responder. Cuando tengas un poco más de experiencia, te llevaré siempre entre mis caballistas.
Tod tragó saliva, pero bajó la cabeza.
—Está, bien, sheriff —murmuró—. Reconozco que lo primero que tengo que aprender es disciplina. ¡Que atrape usted a Gila Kid!
—Gracias —contestó Pete, y salió en busca de “Sonny”.
Los dos comisarios, Larking, Trant Rowland, Booneford y un peón de éste, le aguardaban ya montados frente a la oficina. Pete saltó a “Sonny”, dio la señal, y el grupo se puso en marcha.
Salieron de Agua Fría arracimados y con la cabeza baja. Los caballos avanzaban con dificultad contra el viento huracanado. La tierra les cortaba el rostro con agudezas de navaja. Pete comprendió que se les echaba encima la tempestad.
Al subir la cuesta de Todhunter silbaba el viento en las ramas de los árboles que agitaba y retorcía. La arena se elevaba del desierto en remolinos que giraban en el aire como cuchillos esgrimidos por un atacante invisible.
A Pete no le preocupaba la tempestad en si misma. Le disgustaba porque dificultaba el avance de sus hombres. Era un elemento que trabajaba en favor de Gila Kid. Pero “Sonny” sabía también luchar contra el viento con inigualable bravura.
Iba oscureciendo rápidamente. Dentro de veinte minutos los caballistas se moverían en las sombras. De vez en cuando azotaba sus rostros alguna rama desgajada. Pero seguían adelante. Salieron por fin a campo descubierto y se dispusieron a escalar la loma a cuyo final se encontraba Todhunter. Rugía allí la tempestad en toda su violencia.
Pete se quitó el limpio pañuelo del cuello e improvisó un sombrerete que protegía los ojos y las fosas nasales de “Sonny”. Caminaba a la cabeza del grupo, cubriéndose el rostro con los brazos. Se alegraba de no haber llevado a “Vulcano”. El valiente mastín inglés nunca había sufrido una tempestad de arena.
—¡No puede durar mucho! —animaba Pete a sus hombres—. ¡Dentro de algunos minutos todo habrá pasado!
Se cumplió su profecía. Dos millas más allá, el viento aminoró su violencia. Pero ya era completamente de noche. Por la parte del desierto empezaba a elevarse la luna nueva sobre los Pompanos. Parecía regar de sangre aquellas soledades.
Esta sensación pareció aumentar el deseo de Pete Rice de llegar cuanto antes. Sabía que Todhunter era un pequeño empalme del ferrocarril. Vivían allí pocos hombres, inofensivos jornaleros no acostumbrados a luchar a tiros. Seguramente que no habrían podido resistir el ataque de Gila Kid y sus secuaces.
Los caballos agitaron más rápidamente sus patas, moviéndolas con ritmo de pistones. Traspusieron un montículo y apareció a la vista el ferrocarril de línea corta. Brillaban sus rieles bajo la luz de la luna como dos regueros de plata.
El grupo galopó paralelamente a la vía sin encontrar una curva durante tres millas. Siguió luego una revuelta y, tras un corto descenso, apareció el poblado de Todhunter. Un pequeño grupo de hombres salió a recibirlos en las afueras del pueblo. Uno de ellos corrió hacía Pete. Era el telegrafista local. Llevaba la camisa manchada de sangre en el sitio en que una bala le había rozado el hombro.
—Llega usted un poco tarde, sheriff. El bandido armó la gran jarana con sus hombres y después huyeron todos hacia el Sur. A mi me hirieron en el rostro cuando iba a transmitirle un mensaje a Agua Fría. Tuve que escapar de la oficina. Los vi que cortaban los alambres. Y me quedé sin saber si había recibido usted mí aviso.
—¿Hay algún herido más? —preguntó Pete.
—Al agente de la estación le pegaron un tiro en la mano cuando hacía fuego sobre Kid por la ventana del depósito.
—¿Cuántos hombres acompañaban al bandido?
—Siete u ocho. Quizá diez. Preocupados en buscar refugio, no nos entretuvimos en contarlos.
—¿Visteis a Gila Kid en persona?
—Pues... sí y no. Iba enmascarado. Debe de ser mejicano, pero es un poco más corpulento que el promedio de los habitantes de ese país. Es tan alto como usted... y más fuerte. Llevaba unos zahones verdes, y esgrimía dos revólveres que disparaba sin cesar.
—¿De seguro que era Gila Kid?
—Eso creemos nosotros. Ahora usted piense lo que quiera.
Pete espoleó a “Sonny”. Unos centenares de metros más allá le detuvo junto al gran tanque utilizado por las locomotoras del Southern Arizona. Rebosaba el agua y caía por sus costados.
Pete pudo ver la causa a la luz de un farol de la estación. La chapa estaba perforada por varios sitios. Estas perforaciones formaban las letras “G. K.”
—Las dibujó a tiros el hombre de los dos revólveres —explicó el telegrafista.
Pete comprendió. Gila Kid había hecho una visita a Todhunter y, al parecer, se había marchado sin llevar ningún botín. Evidentemente, su objeto había sido sembrar el terror; y en un alarde de bravuconería, como burla al sheriff Pete Rice, había dejado su firma, para que todos la vieran en el tanque de agua.
Pete Rice contempló el tanque unos momentos con expresión severa. Desmontó y se dirigió al almacén frontero al depósito. Este almacén era una construcción de madera toscamente labrada.
Todhunter había sido fundado unos años antes por unos parientes de la madre de Tod Carey que se llamaba María Todhunter. El poblado nunca había sido muy próspero, pero ahora parecía más abandonado que nunca. Las fachadas de las casas estaban acribilladas a balazos, y no había un vidrio sano en ninguna ventana.
Pero los habitantes se mostraban animosos. Conocían la reputación de Pistol Pete Rice; sabían que el sheriff seguiría la pista a Gila Kid y que sólo algún suceso imprevisto le impediría capturar al bandido. Muchos de los hombres preparaban ya sus caballos para acompañar al sheriff.
Pete consintió en que le acompañasen dos o tres de los mejores tiradores. Los dos heridos y los trabajadores de la vía, poco acostumbrados a montar, debían quedarse en el pueblo. El sheriff organizó rápidamente la pequeña cabalgata.
—All right, muchachos! —exclamó—. ¡Marchemos ya! Pero si alguno de vosotros tiene familia, mejor será que se quede.
Los jinetes salieron de Todhunter y se orientaron hacia el Sur. Iban en fila y charlaban animosos. A Pete le fue fácil seguir las huellas de los fugitivos. La luna estaba ya muy alta en el cielo.
Desaparecieron gradualmente cactus y mesquites, y el aroma de la salvia invadió el aire. Más tarde, al atravesar estrechas cortaduras y cañones, se llenó el ambiente de fragancias de pino y enebro. Al fondo la cordillera de los Pompanos se destacaba negra e inaccesible. Pete refrenó a “Sonny”. Tenía que ir observando el rastro mientras galopaba, y no convenía alejarse mucho de sus comisarios y del resto de los caballistas. Una cosa era el valor y otra la temeridad.
Las huellas iban a perderse en un bosquecillo de malezas y pinos. Algo decía a Pete que el peligro no estaba lejos de allí. El instinto le trompeteaba en las venas como un clarín de aviso. Reinaba la mayor oscuridad en el bosquecillo, a pesar de la luna. La mirada de Pete trató de perforar las sombras.
Su intuición, su experiencia, le decían que el peligro acechaba tras aquel grupo de pinos. Los fugitivos podían haber soslayado los árboles y ganado tiempo tomando otro camino. ¿Por qué, pues, se habían metido deliberadamente en aquel bosquecillo? ¿Proyectaban alguna emboscada contra sus perseguidores?
La suposición era muy lógica. Pete hizo que sus hombres avanzasen extremando la cautela. Su sexto sentido había entrado en funciones. Sentía casi unos ojos hostiles que le miraban a través del ramaje. Y cuando surgió de él un ramalazo y silbó una bala sobre su cabeza, apenas le causó sorpresa.
Pete se arrojó de “Sonny” instantáneamente. Una palmada en el flanco del alazán le hizo alejarse de la zona del peligro. El sheriff emitió un débil silbido... una señal convenida de antemano para que sus hombres desmontasen y pusieran a resguardo sus caballos.
Pete se había ya arrojado al suelo y sus dos Colts ladraban alternativamente. Disparaba hacia los fogonazos que surgían de la oscuridad, para cubrir a sus hombres mientras desmontaban.
Vio que una figurilla se adelantaba corriendo por la derecha. Conoció instintivamente quién era. Hicks “Miserias” se mostraba siempre en la lucha de un modo impetuoso que, a veces, ya no era valor sino imprudencia.
—¡”Miserias”! —gritó Pete—. ¡Échate al suelo!
Hicks “Miserias” se arrojó a tierra en el preciso momento en que cruzaban dos balas por el sitio en que había estado su cabeza. El jornalero de Booneford cayó alcanzado por un balazo, pero gritó inmediatamente que todavía estaba en pie, ya que el plomo sólo le había tocado el antebrazo.
Jed Larking, tumbado junto a Pete, se batía con el mayor entusiasmo.
Había llevado un rifle y lanzaba un proyectil a cada fogonazo del enemigo.
Salió de las malezas un grito penetrante que fue amortiguándose en largo sollozo. Reinó luego el silencio por aquel sitio.
Pero los bandidos luchaban todavía con entusiasmo. Debían de haber comprobado que tenía ventaja numérica. Granizaba balas. Booneford se vio obligado a retirarse con un balazo en el hombro, y el gran chambergo de Teeny Butler voló de su cabeza. Llovían hojas de los árboles y saltaban astillas de los troncos.
El impetuoso Hicks “Miserias” había vuelto a adelantarse, y Pete vio, casi demasiado tarde, que asomaba un rifle por entre unas ramas apuntando al comisario. Pete disparó rápidamente. El individuo del rifle soltó el arma y se desplomó junto a ella.
Uno de los vecinos de Todhunter había llevado un rifle de repetición. Sus agudas y frecuentes detonaciones contribuían en gran parte al estruendo de la batalla.
Sonaron gritos de terror entre los bandidos. Su fuerza estaba desmoralizada. Habían quedado reducidos a un número que casi les igualaba con el de sus perseguidores. Pete Rice silbó por tres veces. Era la señal convenida para rodear a los malhechores.
Hicks “Miserias” fue el primero en destacarse. Un momento después los característicos ladridos de su 45 anunciaron que había alcanzado sin novedad un punto ventajoso. Del lado opuesto salió un grito de triunfo del tejano Teeny Butler. Uno de los bandidos abandonó su refugio y empezó a retroceder sin dejar de disparar. El sheriff lo derribó de un balazo en la cadera. Podría haberle dado en el corazón pero nunca arrancaba vidas innecesariamente.
Se lanzó hacía adelante sabiendo que se exponía, pero sabiendo, también, por anteriores experiencias, que los pistoleros pagados, como él creían que eran aquellos, temían el cuerpo a cuerpo más aún que a las balas.
Sonaba hacia la derecha el chasquido del látigo de Teeny Butler. El corpulento tejano se estaba despachando a su gusto esgrimiendo su arma favorita. Se componía ésta de una larga tira de piel seca unida a un corto mango de hueso. No mataba, pero manejada por el gigantesco comisario, era un instrumento terrible.
—¡Me rindo! —oyó Pete que gritaba alguien—. No disparéis en esta dirección. ¡Me rindo!
—¡Mejor será que os rindáis todos a un tiempo! —gritó Pete—. ¡Arrojad las armas! Estáis perdidos. Es inútil derramar más sangre... a menos que lo deseéis. ¡Salid con las manos en alto... y vacías! ¡Alto el fuego, muchachos! —ordenó a sus hombres—. Démosles una oportunidad. —Y añadió, dirigiéndose a los bandidos:— ¡Salid pronto! No os concedo más que diez segundos. ¡Aprovechadlos! ¡Reunios y salid con las zarpas bien levantadas!
Hubo un silencio de varios segundos y, a continuación, surgió una fila de cinco hombres de entre los árboles. Llevaban las manos en alto. Uno de ellos cojeaba ligeramente.
Pete los condujo a un pequeño descampado, donde podría verlos a la luz de la luna. Dos de los hombres eran gruesos y tenían cabellos rojizos. Pete los juzgó hermanos y, posiblemente, mellizos. Un tercero era también americano por su aspecto y su traje. Los otros dos no había duda de que eran mejicanos, por su tipo.
El sheriff se sintió decepcionado, aunque ya se lo esperaba. Desde el principio del empeñado combate había abrigado pocas esperanzas de que Gila Kid estuviera por allí cambiando balas. Gila Kid no luchaba de aquel modo. Ya debía de estar galopando hacia el Sur. Quizá fuera posible seguirle la pista; posiblemente alguno de los prisioneros se prestaría a revelar su escondite.
—¿Dónde está el resto de vuestra banda? —preguntó Pete, dirigiéndose a uno de los individuos de cabello rojizo.
—No somos más —contestó el sujeto—. Algunos perdieron las ganas de pelear en cuanto oyeron el primer lamento, y enseguida tomaron billete para Villadiego. Otros dos, quizá más, han quedado tiesos entre los árboles.
Pete penetró en la espesura. El individuo del pelo rojizo tenía en parte razón. Había allí tendidos tres hombres en diversas posturas de muerte. Pete volvió a salir.
—¿Dónde está Gila Kid? —preguntó al pelirrojo.
—¿Cómo diablos quiere usted que lo sepamos? —contestó el prisionero—. Yo no sé más que lo que he dicho.
—Será mejor para ti que nos ayudes —insistió Pete.
—Lo comprendo sheriff, pero no puedo hacer más. Nunca le hemos visto sin antifaz. Esta tarde se presentó en Hole Squatter, que es donde yo vivo con mi hermano. Y nos ofreció veinte dólares a cada uno si le ayudábamos a raziar Todhunter. Dijo que no habría muertes y que todo se limitaría a hacer ruido.
Pete Rice estaba seguro de que el preso le decía la verdad. Que él supiera, nadie en Agua Fría había visto el rostro de Gila Kid. El bandido era demasiado cauto para fiarse de sus pistoleros alquilados.
—En Todhunter armamos la gran trapatiesta —siguió diciendo el pelirrojo—. Después, Kid... o quien fuera... nos ofreció veinte dólares más si nos apostábamos en este bosque y les hacíamos caer a ustedes en la trampa. Así lo hicimos, pero no creo que hayamos matado a nadie. Si usted quiere llevarnos a la cárcel, a mí no me importa recibir comida a cuenta del Distrito. Después de todo, estaré mejor que en mi casa.
El relato de los otros tres hombres fue parecido. Todos, hasta el americano, vivían en una pequeña aldea mejicana, al Norte, de Todhunter. Les había alquilado un hombre corpulento con zahones verdes y antifaz. Todos llevaban las dos piezas de oro de a veinte dólares en el bolsillo para probar la verdad de su aserto. Era inútil seguir interrogándolos. Pete y sus comisarios los ataron con resistentes cordeles.
—Vosotros tened cuidado de estos coyotes —dijo el sheriff a los individuos de su partida que no habían resultado heridos—. Pero curad primero a Booneford y a su criado. A estos pistoleros hay que llevarlos al calabozo de Agua Fría.
—¿Y usted no viene con nosotros, Pete? —preguntó Jed Larking.
—No. Yo y mis comisarios vamos a seguir el rastro a Gila Kid.
El sheriff montó en “Sonny”. Sus comisarios estaban ya a caballo. El trío atravesó la plantación de pinos y, ya en la linde, descubrió las huellas de unos cascos. Era fácil seguirlas a la brillante luz de la luna. Y todavía fue más fácil al elevarse el astro de la noche. Remontaron un montículo hacia el Sur. El aire era claro y fresco.
Se hizo casi frío cuando los tres defensores de la ley llegaron a la boca de un desfiladero que cortaba la montaña al Sudoeste de Todhunter. Bajaba un riachuelo desde la cumbre. Pete sabía que la corriente se bifurcaba una milla más allá. Ambas ramas se prolongaban aún durante otra milla, donde eran absorbidas por la reseca tierra del Valle de Agua Fría.
Pete esperaba que la pista le conduciría al arroyo. Pero en su lugar, las huellas continuaban, claramente marcadas, hasta la entrada del desfiladero.
—¿Por qué esto? —se preguntó Pete. El fugitivo había desperdiciado la ocasión de despistarles por algún tiempo, al menos. Aunque le hubieran seguido por el río, no habría habido manera de determinar qué rama había tomado después. De donde se deducía que la pista que penetraba en el desfiladero había sido dejada con determinado fin.
Pete, preocupado en examinar atentamente el terreno, apenas se había dado cuenta de que el impetuoso Hicks “Miserias”, siguiendo igualmente las huellas, había espoleado a su ruano y se encontraba ya dando vueltas por la boca de la rocosa cortadura.
El intuitivo sexto sentido de Pete Rice entró instantáneamente en acción. Parecía haber sonado en su cerebro una campanada de aviso. Tiró de las riendas a “Sonny” y lo paró en seco. Levantó un brazo para impedir que Teeny, que cabalgaba a su izquierda, entrase en el desfiladero. La otra mano acudió presurosa a descolgar el lazo del arzón.
—¡”Miserias”! —gritó—. ¡Vuelve! ¡Vuelve... inmediatamente!
Restallaron las palabras como pistoletazos.