CAPÍTULO VI

TRANT ROWLAND

El cadáver era el de un hombre alto, más bien delgado, con un cuello excesivamente largo. Pete Rice se acordó enseguida de la descripción que el maquinista había hecho del bandido que asaltó la locomotora.

El sheriff conferenció con Hopi Joe, que se hallaba dedicado a examinar las huellas de los caballos.

—No haber más huellas —informó Joe—. El rastro llegar hasta aquí, pero no salir. Quizá los hombres ocultarse en alguna parte.

El Indio señaló hacia un grupo de árboles situado a la izquierda de la hondonada. Pero Pete denegó con un movimiento de cabeza. Hizo luego que uno de sus hombres sostuviera una linterna mientras hacía un examen más detenido del cadáver. Las heridas causadas por el cuchillo habían sido restañadas eficazmente.

—No —dictaminó—, no encontraremos aquí a los bandidos.Los ladrones del tren mataron a este hombre, lo ataron a un caballo y espantaron a toda la manada para que cruzase el desfiladero. Los animales continuaron corriendo hasta llegar a la hondonada. Su instinto les dijo que aquí había hierba y agua, cosas bastante raras en el Valle de Agua Fría.

La expresión de gravedad abandonó la mayor parte de los rostros de los caballistas. La sola mención del Valle de Agua Fría bastaba para hacerlos reír. Aquellos hombres, criados junto a la frontera, conocían el Español. Y sabían que Agua Fría significaba “Cold Water”, y la impropiedad del nombre provocaba siempre su hilaridad. Lo de Valle de Agua Fría no era más que una muestra del buen humor de algún antiguo explorador, pues en casi todo el territorio escaseaba el agua y sólo se veía aridez y desolación.

—El jefe de estos bandidos debe ser un hombre muy astuto —continuó diciendo Pete—. Lo son por lo general los jefes de bandidos. Sólo hay un paso de la astucia a la improbidad, y los hombres astutos siempre están acechando la ocasión de sacar partido de sus tretas.

Pete masticaba su goma lentamente. El caso que tenía ante sí era de los más intrincados. Por el momento era inútil seguir galopando. Lo que había que hacer era tratar de descubrir la intención del bandido que había planeado el golpe al tren de Southern Arizona.

Los miembros del escuadrón de caballistas mostraron su conformidad cuando Pete les explicó que el bandido del largo cuello había sido utilizado como víctima propiciatoria por sus compañeros. El pobre diablo, indudablemente aleccionado por su jefe, había dicho a los tripulantes de la máquina que la banda se componía de muchos hombres.

Pero opinaba el sheriff que el plan había sido ejecutado, no por una gran banda, sino por una pequeña —quizá solamente por dos o tres hombres, que se las habían arreglado para que solamente el del largo cuello fuese visto claramente por los empleados del tren, si las cosas marchaban mal.

El hecho de que los caballos estuviesen preparados para ser lanzados a través del desfiladero, dejando así una falsa pista, en caso de rápida persecución, probaba también que el asesinato del bandido había sido planeado antes de llevarse a cabo el asalto al convoy.

—Apuesto diez contra uno —concluyó Pete—, a que todos esos caballos fueron robados a los rancheros del Valle de Agua Fría.

El joven Tod Carey era posiblemente el más interesado oyente del grupo.

—¡Soberbio! —exclamó—. ¡Qué cosa más grande es acompañarle a usted sheriff, y aprender cómo descubre usted estas cosas! Le estoy muy agradecido por haberme traído.

—Bien, pues ten los ojos y las orejas bien abiertos —dijo Pete—. El dominar cualquier oficio es cuestión de experiencia. El cerebro de una persona tiene que aprender a pensar lo mismo que sus manos a trabajar. Nadie ha nacido sabiendo. Los conocimientos se adquieren por grados a través de la vida.

—¿Pero verdad que usted capturará a esos ladrones, sheriff? —preguntó Tod con ansiedad.

Pete masticó su goma, pensativo.

—No me gusta profetizar, Tod. Si aciertas, nadie lo recuerda. Y si te equivocas, nadie lo olvida. Sólo puedo decirte que lo intentaré y que voy a empezar ahora mismo.

El cuerpo del traicionado bandido quedó atado al caballo. El resto de los cuadrúpedos formó una manada, que los caballistas llevaron por delante al regresar a la vía del ferrocarril.

Las decepciones nunca desanimaron a Pete Rice un momento. “Si la vida no tuviera sus decepciones, resultaría demasiado empalagosa”, era uno de sus dichos favoritos.

Vueltos a la vía, ni aun Hopi Joe, el explorador indio fue capaz de descubrir una nueva pista. Pete sabía por qué. El jefe de los bandidos se había cuidado de ello. Tras matar a su cómplice y espantar los caballos, él y sus compañeros debieron caminar vía adelante por terrenos rocosos, hasta llegar al escondite donde ahora se encontraba.

La mirada de lince de Joe descubrió algunas pisadas a lo largo de la vía pero aquello no probaba nada. Podían ser huellas dejadas por los que ocasionalmente iban y venían de Toohunter la pequeña aldea de la cabecera del valle.

Jim Bridges y Tom Grogan reconocieron el cadáver del hombre del cuello largo.

—Es el que nos asaltó —dijo Grogan con convicción—. Ya dije yo que el diablo tendría un rival en los infiernos esta noche.

Los caballistas querían quedarse con el sheriff, pero Pete Rice les dio las gracias y los despidió.

—Sólo necesito a mis comisarios por el momento —les dijo—. Ahora no hay mucho que hacer, excepto explorar estos alrededores y tratar de descubrir a donde han ido esos bandidos. Mejor será que regreséis todos en el tren con vuestros caballos. Todos menos Tod. Yo y mis comisarios le acompañaremos hasta su casa. Está sólo a unos cuantos minutos de aquí.

Los caballistas embarcaron en el tren, utilizando los tablones para subir sus cabalgaduras. La locomotora silbó estridentemente por dos veces. El convoy se puso lentamente en movimiento, camino de la Quebrada del Buitre.

Pete agitó la mano en despedida a sus amigos y, cuando el tren desapareció en una curva, saltó a la silla de “Medianoche”.

El joven Tod Carey iba montado en “Sonny”. Cuidando todavía por la seguridad del muchacho en aquel terreno sospechoso, Pete le hizo cabalgar entre sus dos comisarios.

Teeny Butler llevaba de las riendas al caballo en que iba el bandido asesinado. Los animales sin jinete encontrados en el valle caminaban delante, guiados por los representantes de la Ley. “Vulcano”, el mastín de Pete, que siempre acompañaba al sheriff, corría junto a su amo y sólo le abandonaba de vez en cuando para olfatear en el chaparral.

Las mandíbulas de Pete Rice se movían rápidamente. Pero no porque hablase. Sus blancos dientes atacaban un nuevo cuadrilátero de goma de mascar. Su imaginación trabajaba entre tanto a toda velocidad. Aquel robo del tren era de los más extraños. El cofre de las bandas metálicas —el que contenía la remesa de oro del Banco de Agua Fría al de la Quebrada-no había sido retirado del coche correo.

Pete se preguntó la causa. ¿Se habían visto obligados los bandidos a despreciar aquel tesoro en gracia a la rapidez? ¿O fue su primera intención el huir solamente con las valijas? Estas contenían indudablemente certificados de mucho valor. Pero también en el cofre habían un botín nada despreciable ¿Por qué no le habían arrojado del vagón los ladrones?

El detalle continuaba intrigando a Pete cuando la pequeña cabalgata se adentró en una revuelta del camino. “Vulcano”, el mastín, gruñó. Se detuvo y oteó hacia adelante en la obscuridad. Luego levantó la cabeza mirando a Pete interrogativamente. “Medianoche” se estremeció.

—Alguien anda por aquí muchachos —advirtió Pete a sus comisarios. Un instante después sus Colts de culata de nácar estaban en sus manos.

—¿Quién va? —repitió la voz en las tinieblas.

Pete no contestó. No tenía muchas esperanzas de que se tratase de los bandidos, pero no le gustaba exponerse inútilmente. Manejó a “Medianoche” y se aproximó a Hicks “Miserias”.

—Llévate al muchacho a sitio seguro —le musitó.

—¿Quien va? —repitió la voz en la obscuridad—. ¡Ya estáis contestando... o hablará mi revólver!

Pete Rice hizo una mueca. Había reconocido la voz. Era la de Larry Keeler, comisario suyo en el pueblo de Agua Fría.

—¡No te des demasiada prisa para manejar ese chisme, Larry! —contestó a gritos—. ¡Aquí Pete Rice y sus comisarios!

Sonó una carcajada en la oscuridad.

—¡Lo siento, sheriff!

Se oyó un ruido de cascos. Unos instantes después aparecía el comisario Larry Keeler a la cabeza de un pequeño grupo de rancheros del valle.

A uno de ellos lo conocía Pete de vista, y más íntimamente a dos de los otros tres. El de más edad era Larking, padrastro de Tod Carey, persona muy apreciada por aquellos contornos.

El que cabalgaba junto a él era Trant Rowland, dueño igualmente de un rancho del valle. Rowland, por lo general, se las manejaba muy bien y estaba considerado como un negociante sagaz... y hasta con ribetes de pillo. Pero que Pete supiera, nunca había tenido rozamientos con la Ley... al menos en el Distrito de Trinchera. Era hombre que ni agradaba ni disgustaba a Pete Rice.

No obstante, “Vulcano” el mastín, pareció tener formada su opinión respecto a Trant Rowland, pues empezó a ladrar furiosamente en cuanto lo vio. La mano de Rowland se dirigió como un rayo a su Colt al observar que el perro trataba de abalanzarse.