CAPÍTULO V

EL JINETE SOLITARIO

El sheriff sabía que era cuestión de tiempo —de muy poco tiempo, además— el alcanzar al fugitivo. El individuo no sabía montar, y unos centenares de metros más allá Pete podría arrancarle de la silla con su lazo. El sheriff clavó, pues, las espuelas a su caballo y éste salió disparado como una flecha.

El ferroviario castigaba furiosamente los flancos de su cabalgadura, y ya empezaba a llamar la atención. Pero la mayor parte de los hombres del pueblo se había congregado en la estación del ferrocarril. Raggan, continuaba avanzando sin tropiezo. Se encontraba ya a la altura de la cárcel, junto a las oficinas de Pete Rice.

El sheriff vio entonces que surgía un hombrecillo del oscuro callejón. Era Hicks “Miserias” que volvía con dos rifles y una bolsa de balas. El comisario-barbero llevaba también sus boleadoras. Era un arma compuesta de dos esferas de metal atadas a los extremos de una cuerda de cuero.

Pete vio que las boleadoras empezaban a describir círculos sobre la cabeza de “Miserias” impulsadas por éste. Un instante después surcaban, girando, el aire. Las boleadoras se enroscaron en las patas del caballo de Raggan. El animal trompicó y cayó.

Pero Raggan reaccionó con la velocidad de la luz y consiguió caer en pie y echar a correr como un desesperado. Pete vio otra figura —todavía más pequeña que la de “Miserias” que se interpuso ante el fugitivo Raggan con la maestría de un jugador de football. Era Tod Carey, que se encontraba ante la barbería, ocupado en desatar su potro de la baranda.

El choque hizo rodar por tierra a Raggan y al jovenzuelo. Raggan se revolvió. El joven no era enemigo para él; apenas podía parar sus puñetazos, y se limitó a mantenerse agarrado a sus tobillos con ambas manos hasta que acudió Hicks “Miserias” en su ayuda. Raggan logró ponerse en pie una vez más, pero no tardó en rodar nuevamente por el suelo, golpeado por los puños de “Miserias”.

Durante uno o dos segundos, Pete Rice no pudo ver otra cosa que una densa nube de polvo. Después distinguió que ambos hombres estaban en pie aporreándose sañudamente. Pete refrenó su cabalgadura y saltó a tierra con rapidez, pero “Miserias” le suplicó que le dejase entendérselas con aquel “coyote”, y el sheriff, que conocía bien la fortaleza de los puños del barberillo, se abstuvo de intervenir.

Al poco rato la despreciativa expresión del rostro de Raggan se cambió en asombro al recibir uno de los terribles directos de Hicks. El barberillo, en cambio, tuvo que encajar un mazazo a la mandíbula. Salió despedido hasta la baranda de su tienda, pero pareció rebotar como una pelota de goma, sacudiendo puñetazos a diestra y siniestra sobre él rostro de su enemigo.

Aquello fue el final de Raggan. Los mazazos le llovían por todas partes, sin que él pudiera apenas devolver ninguno.

—¡Ande con él! —gritaba el excitado Tod Carey—. ¡Aplástele como si fuera...!

El muchacho cesó de gritar al ver que Raggan se desplomaba alcanzado por un “swing” del barbero. “Miserias” se agachó y levantó en vilo a su rival. De dónde sacaba fuerzas aquel cuerpecillo esmirriado, era un misterio. Pero lo cierto es que la fuerza estaba allí cuando “Miserias” la necesitaba.

—¿Por qué lo perseguías? —preguntó al sheriff.

—Eso lo averiguaremos ahora —contestó Pete—. Raggan, ¿qué tienes que decir en tu justificación?

El ferroviario, respirando todavía trabajosamente, sostuvo la mirada de acero de Pete.

—No sé a lo que se refiere usted —contestó.

—¡De sobra sabes a lo que me refiero! ¿Quién era aquel individuo de las patillas con quien estuviste hablando en Todhunter? ¿Qué fue de él? ¿Por qué tratabas ahora de huir?

El rostro del ferroviario palideció intensamente. Su boca se apretó como un tornillo.

—¿No has oído lo que te pregunto? —repitió Pete.

—Nada tengo que ver con el asalto al tren, si es eso a lo que usted se refiere.

—Contesta a mis preguntas.

—Nada tengo que contestar hasta que vea a un abogado —insistió Raggan con decisión.

El sheriff no perdió más tiempo.

—Enciérralo en un calabozo, “Miserias” ordenó —. Después coge tu caballo y ven a la estación lo más pronto que puedas. Más tarde nos ocuparemos de esta buena pieza.

Una mano se agarró a la manga de Pete. Tod Carey miraba suplicante al sheriff.

—¿Puedo ir con usted? —preguntó.

Pete sonrió al jovenzuelo.

—Eres un muchacho valiente, Tod; me gusta tu temple. Veo que no le tienes miedo a nada. Este hombre pesa el doble que tú y no lo dejaste escapar. —El rostro del sheriff se revistió de seriedad—. Pero esta tarea es para hombres, Tod. No quiero chiquillos a mi lado.

—Pero si yo no estorbaré —insistió Tod.

—Puedes estorbarles a las balas. No, Tod. Lo siento muchísimo, pero es cosa decidida.

—¿Pero no podré meter mi caballo en el vagón? —suplicó Tod—. Me ahorraría un largo viaje hasta casa. Y escuche, sheriff: no he querido decírselo antes porque quizá no le guste a mi padre; hay un malhechor que ronda por el Valle. Le llaman Gila Kid. Tiene asustada a la gente de aquellos contornos. Y hasta pudiera suceder que estuviera mezclado en lo del asalto al tren.

All right, entonces —concedió Pete—. Voy a entrar en la cárcel un minuto. Vete a la estación y preséntate a Teeny Butler. Dile que estoy conforme en que metas tu caballo en el vagón.

—Gracias, patrón —contestó Tod. En su pecoso rostro se dibujó una mueca maliciosa mientras seguía con la mirada a Pete y “Miserias”, que se metieron por el callejón de la cárcel con su prisionero.

Encerrado ya Raggan en la prisión, Pete y “Miserias” se apresuraron a regresar a la estación del ferrocarril.

Teeny Butler y Sam Hollis lo tenían todo dispuesto. Los caballos —excepto los de Pete y “Miserias”— habían sido embarcados en los vagones ganaderos. Antes de abandonar la estación, Pete Rice, siempre en todo, se cuidó de que cargasen en el tren varios tablones procedentes de los almacenes. No había muelle de carga en el Valle de Agua Fría y exigiría demasiado tiempo construir una rampa para que desembarcasen los caballos.

Pero el sheriff, familiarizado con todos los rincones del Distrito de Trinchera, recordó que existían unos peñascos muy cerca del sitio del asalto, en los que podrían apoyarse los tablones formando una suave rampa para el desembarque de hombres y ganado.

Pete hizo una seña al conductor cuando todo estuvo listo. La locomotora silbó estridentemente. Salió de su chimenea un negro chorro de humo, y el tren se puso en marcha, iniciando la ascensión a los Pámpanos.

Al llegar a los peñascos, a una milla de escena del asalto, fueron tendidos los tablones, y los caballos descendieron del convoy. Los hombres se reunieron esperando órdenes de Pete. El joven Tod Carey se aproximó al sheriff.

—Iba a preguntarle, patrón —dijo—, si podría seguir con ustedes... aunque sea en la retaguardia. No estoy lejos de casa ahora, pero no creo que me deje usted marchar solo. Los salteadores del tren quizá se encuentren todavía por esta región...

Pete Rice le miró con severidad.

—Nos proponemos partir ahora mismo —contestó—. Ese potro tuyo no podría seguirnos.

Tod repitió su mueca de pillete.

—Ya sabía yo que no podría, sheriff —confesó—. Por eso no me lo traje. Fue el garañón blanco el que metí en el vagón. Usted mismo dijo que “Medianoche” era demasiado fogoso para mí. ¿No podría usted montarlo y cederme su alazán, que está mucho mejor domado?

—Perfectamente —accedió Pete para ahorrar tiempo—. Reconozco que has arreglado de tal modo las cosas, que no puedo evitar que nos acompañes. Monta en “Sonny”. Marcharás entre mis comisarios Hicks y Butler.

—Gracias... muchas gracias, patrón.

Pete saltó al lomo de “Medianoche” y maniobró el caballo para colocarlo a la cabeza de la cabalgata. “Medianoche” levantó sus cascos en protesta. Se distendieron sus poderosos músculos. Daba la impresión de un muelle de acero a punto de libertar su oculto poder.

Pete tiró de las riendas con un rápido movimiento de las manos. El muelle de carne se disparó en el aire, con el lomo arqueado y la cabeza entre las patas delanteras. El animal volvió a posarse en tierra con las cuatro manos a un tiempo. Empezó a hacer la rueda y a corvetear. Pero Pete Rice continuaba graciosamente en la silla, resistiendo todos los embates con increíble naturalidad.

“Medianoche” disparó ambas patas delanteras hacia la aterciopelada negrura de la noche. Se encabritó furioso. Pero un momento le bastó para reconocer una mano maestra en las riendas, y se tranquilizó. Ahora bien; en cuanto Pete asentó su peso en la silla volvió a la carga con renovada energía.

Pete continuaba tan tranquilo. Su amplia boca se abría en complacida sonrisa. Iba a enseñar a “Medianoche” quién era el amo... y a enseñárselo rápidamente.

—Preparaos a correr de firme, muchachos —ordenó.

Acto seguido clavó las espuelas en los flancos de “Medianoche”, y por si esto fuera poco, se echó mano a la pistolera y descargó su 45 a un par de pulgadas de la oreja derecha del enfurecido garañón.

“Medianoche” saltó como una pantera. ¡Bang! Ladró de nuevo el 45 de Pete, lanzando hacia el cielo una culebrina de fuego. El caballo arrancó a espantosa velocidad. Pete palmoteó la poderosa cabeza y acarició la suave crin erizada por el viento.

—¡Ahora todo va bien, muchacho! —gritó al animal—. ¡Ahora te portas como es debido! —El garañón siguió galopando furiosamente. Pete le mantenía tensas las riendas, mientras el grupo de jinetes le seguía a unos centenares de metros de distancia.

Llegaron al lugar del asalto en cosa de pocos minutos. Pete refrenó su cabalgadura y conferenció con Hopi Joe, el explorador indio. Joe se había inclinado sobre algunas huellas que se notaban bajo el chaparral.

—¿Qué opinas, Joe? —preguntó el sheriff.

—Tratarse de doce caballos. Quizá más —contestó el indio.

Pete Rice guardó silencio un momento. Luego dio la vuelta al caballo y se aproximó a Tod Carey.

—Escucha, Tod —le dijo—. Quizá no tardemos en tener jaleo. No sé si debo o no llevarte conmigo.

El joven Tod defendió su causa elocuentemente.

—¡Oh, patrón! Yo quiero ser sheriff, como usted, cuando sea mayor. Me gustaría ver cómo se hacen estas cosas, ¡lléveme, se lo suplico!

Pete no tuvo corazón para rehusárselo.

—Bien. Si nos atacan, te apearás inmediatamente de tu caballo y buscarás cobijo. No abultas mucho, pero no te falta inteligencia. Y desde los tiempos en que el pequeño David mató al gigante Goliath, el cerebro siempre ha valido mucho más que el tamaño y la fuerza.

El sheriff dio a su atezado rostro una expresión severa.

—Y ahora vas a obedecer mis órdenes, Tod. Tienes que acostumbrarte a obrar con nobleza. Me engañaste antes... cuando me hiciste el cambiazo de tu potrillo por “Medianoche”. No quiero volver a cogerte en semejante falta. Te perdonaré por esta vez.

—Gracias, patrón —dijo Tod con humildad—. Es usted noble y franco. ¡Así seré yo de aquí en adelante, aunque viva cien años!

—Es el único camino para andar por la vida —aconsejó Pete—. Una reputación dañada es como un vaso roto. Puede componérsele, pero siempre se nota la rotura. Bien; vamos a continuar la marcha.

Pete se puso a la cabeza de la columna, acompañado de Hopi Joe. Entraron en un estrecho desfiladero. Espesas malezas cubrían de trecho en trecho el terreno, haciendo difícil seguir las huellas. Pero Hopi Joe seguía avanzando sin el menor titubeo. Cada señal, cada rastro, era como una página escrita para su mirada, acostumbrada a explorar el suelo.

El aire iba rarificándose a medida que iban adentrándose en el desfiladero.

La luna parecía una astilla de plata sobre los negros picachos de las alturas.

Hopi Joe no volvió a observar nada... excepto en una ocasión. Se apeó de su caballo y se aplastó contra el suelo, como un podenco que olfatea.

—No estar muy lejos ahora —dijo—. Estas huellas ser frescas.

Pete se dirigió a sus hombres.

—Tratad de que los cascos de vuestros caballos no suenen en las piedras —ordenó—. Caminad por las malezas, a ser posible. Joe dice que estamos ahora muy cerca de los bandidos. Es preciso no darles la alarma.

El grupo de jinetes avanzó más silenciosamente, siguiendo las sugestiones del sheriff. Nadie pronunció una palabra. No se oía otro ruido que el que producían los caballos al pisotear hierbajos y malezas.

¡Bang! La explosión despertó mil ecos en el estrecho desfiladero. Pete se volvió rápidamente, echando fuego por los ojos. Uno de sus hombres había disparado aquel tiro. El sheriff se aproximó al culpable. Este era un vecino de la Quebrada, sempiterno, haragán, la mayor parte del tiempo sin ocupación alguna.

—¿Por qué hiciste eso, Preston? —preguntó Pete—. ¿Qué papel desempeñas tú en este asunto? ¿Tratabas de dar la alarma a algunos de tus amigos?

—Lo lamento mucho, sheriff —contestó Preston—. Quizá no debí hacerlo. Pero mi caballo estaba a punto de pisar la cola de una culebra, y para evitar que le mordiera, tuve que disparar sobre el reptil.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Pete, pintada la sospecha en sus grises ojos.

—Se deslizó por aquella resquebrajadura y desapareció entre las rocas.

Pete registró el sitio señalado por Preston. Había allí un montón de peñascos rodeados de matojos. No había tiempo de seguir más adelante para continuar la investigación. El sheriff no dijo nada más. Dio la vuelta a “Medianoche” y volvió a ponerse a la cabeza de la cabalgata. Pero se proponía vigilar a Preston.

Cuando seguía una pista, Pete Rice nunca sospechaba de ningún hombre sin razón. Pero, por otra parte, tampoco concedía patente limpia a nadie... con la excepción, naturalmente, de Teeny Butler e Hicks “Miserias”.

Tres cuartos de milla más allá, el desfiladero se ensanchaba para desembocar en un valle cubierto de abundante hierba. La cortadura se elevaba imponente por tres de sus lados. El único abierto era aquel por donde se filtraba ahora el grupo de jinetes.

Pete miraba hacia adelante, tratando de escudriñar en la obscuridad. Allá lejos había varios caballos. Al aproximarse más, pudo ver que estaban ensillados y embridados. Pastaban tranquilamente, levantando de vez en cuando sus cabezas, como para averiguar la identidad de los recién llegados.

La mano del sheriff se dirigió rápidamente a su pistolera. ¡Caballos sin jinetes, embridados y ensillados! ¿Significaría que los bandidos estaban durmiendo? Pete se apeó de “Medianoche” y levantó una mano, recomendando silencio a sus hombres. Luego avanzó cautelosamente, en la obscuridad, y paseó su mirada de búho por toda la hondonada. Los bandidos podían haber maniobrado para atraer a los jinetes a aquel sitio y rodearles a placer. Los jinetes ofrecerían un blanco excelente una vez dentro del valle.

¿O es que los bandidos habían tomado otra dirección, ahuyentando los caballos hacia el desfiladero para despistar? También era muy posible.

Pero, de pronto, la penetrante mirada de Pete descubrió un único caballo que no estaba sin jinete. ¿Sería aquel hombre el centinela? ¿Se habría dejado vencer por el sueño? ¿Por qué no daba la alarma?

Pete siguió avanzando con extrema cautela. Distinguía ahora más claramente la figura del solitario jinete. Parecía oscilar sobre la silla. Lenta, silenciosamente, el sheriff se arrastró hasta llegar casi a los pies del caballo. Un instante después se erguía de un salto y apoyaba el cañón de su 45 contra la espalda del centinela.

—¡Despierta, hombre! —le ordenó en voz baja—. ¡Da un grito y tu espina dorsal ya no será de una pieza!

El jinete no contestó. Tampoco hizo el menor movimiento.

Pete Rice, familiarizado con el espectáculo de la muerte, comprendió entonces lo que había sucedido. El jinete estaba muerto. Le habían matado sus compañeros, atando después su cuerpo a la silla. Un examen más atento mostró que tenía varias cuchilladas en la espalda y en el pecho.

¿Pero de quién se trataba? ¿Y quiénes eran y dónde estaban sus compañeros?