CAPÍTULO IX
LA MADRE DE PETE RICE
El hombre muerto era completamente desconocido para las autoridades de la Quebrada del Buitre. Ni aun Larry Keeler le había visto nunca, y eso que el comisario de Agua Fría conocía a todos los habitantes del Valle.
—¿Qué te parece mejor que hagamos ahora, Pete? —preguntó Hicks “Miserias”.
—Nada —fue la respuesta, algo sorprendente, del sheriff—. Al menos por el momento. He aquí la situación, muchachos. Alguien —Gila Kid, o quienquiera, que sea— se propone despoblar este valle por procedimientos de terror. Eso está bastante claro, ¿no es cierto?
—¿Pero qué se propone hacer con un lugar tan improductivo? —preguntó Teeny Butler.
—Algo. La envidia es tan natural al corazón humano como la sangre a su cuerpo. El hombre que interviene en este extraño asunto ambiciona algo que hay en el valle, y no quiere competidores.
—Pero supongo que no tardaremos en ponerle el pie en el cuello a ese coyote, ¿no es así? —preguntó “Miserias”.
—Si Dios quiere, Hicks. El hombre que se oculta tras todo esto está haciendo imposible la vida de las gentes del valle. Y el que ultraja a un semejante nos ultraja a todos, porque a todos puede llegarnos nuestra vez. Sí, “Miserias”. ¡Ya lo creo que atraparemos a ese bandido!
Masticó su goma lentamente.
—Las batallas no siempre se ganan a pecho descubierto. Se necesita estrategia también. Y yo voy a dar a ese asesino la ocasión de que se crea que el campo es suyo. Me vuelvo a la Quebrada a pasar un par de días.
—¿Vamos contigo, patrón? —preguntó “Miserias”.
—No. Vosotros os quedaréis en Agua Fría para averiguar lo que podáis.
El sheriff conocía el carácter de “Miserias”, acostumbrado a su barbería, y contaba con su afición a la charla, que ahora podría resultar valiosísima.
—¿Pero no crees que el coyote haya abandonado ya estos lugares? —preguntó el pequeño comisario.
—Apuesto a que no —contestó Pete—. Va contra la naturaleza humana. Al hombre le cuesta trabajo abandonar un juego cuando está ganado. Y, por ahora, nuestro enemigo tiene todos los triunfos en la mano.
—¿Llevamos los cadáveres a Agua Fría, sheriff? —preguntó Larry Keeler.
Pete señaló el cuerpo tendido en el suelo.
—Llevaré a éste atravesado en mi caballo para ver si Jed Larking lo identifica. Jed conoce a mucha gente, y su hacienda me pilla de camino.
El sheriff colocó sobre “Sonny” el cuerpo del asesinado y partió hacia el rancho de Larking. Sus comisarios continuaron hacia Agua Fría. Un examen del terreno cercano al cadáver demostró que era imposible seguir las huellas de su asesino antes del amanecer. Teeny, “Miserias” y Larry tratarían de descubrir el rastro en cuanto fuese de día.
“Sonny” resopló como si el terreno se le deslizase bajo las patas. Sentía que su jinete extra era un muerto, pero Pete no tardó en tranquilizarle, y pudo continuar hacia el rancho de Larking, sin más incidentes.
Larking y Tod salieron a la corralada en cuanto oyeron pasos de caballos.
—¿Vuelve usted con el cadáver? —preguntó Larking al ver la rígida forma atravesada en la silla.
—¡Es otro! —contestó Pete—. Quiero ver si usted lo reconoce.
Larking encendió una linterna y contempló el rostro del muerto.
—No lo he visto nunca —dijo tras un minucioso examen—. Apuesto a que es completamente desconocido en el valle.
Charlaron brevemente, y Larking se ofreció para llevar el cadáver a Agua Fría. Pete se dispuso a continuar su camino hacia la Quebrada. Larking parecía preocupado. Envió al joven Tod a la casa con un pretexto y bajó la voz.
—Me disgusta tener a Tod en el valle —dijo a Pete—. Gila Kid cumplió sus amenazas una vez. La próxima quizá trate de herirme en la cabeza de Tod. ¿No haría yo bien en sacarle de aquí y ponerlo a pupilo en la Quebrada?
—Tiene usted razón. Pero el muchacho no necesita pagar pupilaje. Puede permanecer en mi casa hasta que se calme todo esto —dijo Pete.
Larking cogió la mano del sheriff y se la estrechó vigorosamente.
—Crea usted que me quita una gran preocupación, Pete. No sabe lo que se lo agradezco. Tod es cuanto me queda en el mundo. De ahora en adelante cooperaré en este asunto con usted, aunque me cueste la vida. No perderé el tiempo mientras esté usted fuera.
Tod Carey saltó de alegría al saber la noticia. Un momento después tenía su caballo ensillado. Era un potrillo ruano llamado Rowdy. A los pocos minutos el sheriff y el muchacho desaparecían en una revuelta, camino de la Quebrada.
Hacía poco que había amanecido cuando penetraron en un sendero a cuyo final se veía una linda casita rodeada de macizos de flores. Salía de ella un delicioso olor a tocino y huevos. La señora Rice, madre de Pete, madrugadora impenitente, había empezado ya a cocinar su desayuno.
La anciana se asomó a la puerta de la cocina cuando oyó las pisadas de los caballos. Tenía en su rostro una expresión expectante... Los grises ojos, bajo el cabello de plata, mostraron su alegría al ver al hijo que volvía sano y salvo.
Pete desmontó y levantó a su madre en vilo para besarla. Después hizo un guiño señalando a Tod.
—Le traigo a usted otro hijo, madre —rió—. Este es Tod Carey. ¿Recuerda usted a Jim Carey? Pues es su pequeño. Va a quedarse con nosotros unos cuantos días.
La señora Rice besó al muchacho, que enrojeció de emoción.
—Los chicos que están creciendo necesitan mucha comida —dijo la madre del sheriff—. Voy allá dentro a poner media docena de huevos en la sartén.
La anciana se afanó en la cocina mientras Pete y Tod acomodaron sus caballos y les dieron agua y pienso. A continuación el sheriff y su joven amigo se lavaron y luego se sentaron a la mesa con la señora Rice.
Había allí comida para una familia numerosa, pero todo había desaparecido cuando Pete se recostó en su asiento. En el campo sabía pasarse casi sin alimento, pero comía siempre vorazmente lo que su madre cocinaba.
Tom Carey, joven y sano, encontró que el aroma y el gusto de los torreznos, de los huevos fritos, de los dorados pasteles y del moreno café eran curas maravillosas para su timidez de muchacho.
“Vulcano” recibió los restos de la comida, más un par de galletas de perro y el hueso de un asado que la señora Rice estaba preparando para la cena de aquella noche.
—Pete, Tod y tú habéis estado caminando toda la noche —dijo la anciana—. Necesitáis dormir. Prepararé para Tod el cuerpo de reserva y tú ocuparás, el tuyo. Tenéis que descansar todo el día. Tus asuntos oficiales pueden esperar.
Pete bostezó.
—No me vendrá mal ese sueñecito, madre —dijo—; pero primero tengo que hacer una visita a la cárcel. En cuanto a Tod, creo que lo mejor será que se vaya a mullir la lana ahora mismo.
Tod Carey subió a su cuarto, y Pete besó a su madre y se encaminó a la cárcel de la Quebrada. Esperaba despachar en media hora.
Pero el elemento revoltoso de la Quebrada se había aprovechado, al parecer, de la ausencia de Pete Rice y sus comisarios. Había habido una gran pendencia en una taberna del Barrio Mejicano. Y ya era cerca del mediodía cuando Pete acabó la criba de inocentes y culpables.
A continuación le llevó bastante tiempo tratar de hacer hablar al adusto Bert Raggan, supuesto cómplice de los ladrones del tren. Pero Raggan rehusó decir nada, y Pete le dejó por imposible y regresó a su casa.
Tod dormía profundamente, y la señora Rice cosía, con “Vulcano” tendido confortablemente a sus pies. El sheriff subió a su habitación. A los pocos minutos dormía tan plácidamente como un niño.
Poco antes de las cinco de aquella tarde, bajó Tod Carey de su cuarto. Casi había dormido una vuelta entera del reloj. Sus infantiles ojos azules brillaban descansados. Llevaba peinado el rubio cabello. Relucía su respingona nariz, efecto de una generosa aplicación de jabón.
Encontró a la señora Rice muy atareada en limpiar y aceitar los Colts de su hijo. Tod la contempló con interés.
—¿Hace usted siempre esto por el sheriff, señora Rice? —le preguntó.
—Oh, casi siempre —contestó la anciana, quitando el exceso de grasa con un trapo de franela. Luego volvió a cargar las armas cuidadosamente y las puso a secar en la ventana de la cocina, que estaba abierta.
—Mi Pete está generalmente muy ocupado —añadió—. Él ha hecho mucho por mí, y estas pequeñas cosas es lo menos que yo puedo hacer por él. Estas armas han salvado hasta ahora la vida de mi hijo. Yo siempre las miro como objetos que conservan la vida en lugar de quitarla.
La señora Rice se aproximó a una alacena y sacó una bandeja llena de bollos azucarados.
—Voy a dejar dormir a Pete hasta que esté lista la cena —explicó—. Pero me figuro que tú tendrás hambre. Los muchachos siempre la tienen.
Colocó la bandeja en la mesa y puso a su lado un vaso y una jarra de cremosa leche.
—Ahora veremos la brecha que puedes hacer en esta pila de bollos —dijo—. Me voy arriba a arreglar tu cuarto. Cuanto más comas, más contenta estaré.
—Gracias, señora Rice —dijo Tod, encantado—. Haré lo posible por complacerla.
Había ensillado y embridado a “Rowdy”, proponiéndose salir a explorar el pueblo de la Quebrada; pero aquello podía esperar. Salió a la corralada, ató a “Rowdy” a un poste, regresó y se sentó a la mesa. Echó mano a un bollo y se sirvió un vaso de leche.
Los bollos estaban deliciosos. Tod sonrió al pensar que podía agradar a la señora Rice con sólo comer muchos. Oyó que la señora Rice andaba de un lado para otro por allá arriba. ¡Vaya casa aquella! ¡Y qué hombre Pete Rice! ¡Y qué madre tenía!
El muchacho se atragantó al pensar en su desgraciada infancia. Ahora que Pete Rice se preocupaba de él era cuando empezaba a disfrutar algo. Al servirse un nuevo vaso de leche, hizo voto solemne de que el sheriff nunca lamentaría su bondad hacia un niño que no tenía madre.
La gratitud le rebosaba del corazón. Daría su vida por Pete Rice. Pero si no se presentaba ocasión de sacrificársela, y se hacía alto y fuerte como Pete, podría llegar a ser sheriff algún día. Y tomaría en todo a Pete como modelo. Haciéndolo así, por fuerza tendría que triunfar.
Tod la había emprendido con el cuarto bollo cuando oyó un ruido detrás de los altos arbustos del jardín. Se asomó a la ventana.
—¡Aquí, “Vulcano” —llamó—. ¡Ven a comer un bollo!
Pero el perro no apareció. “Vulcano” debía de estar arriba, durmiendo. La señora Rice había dicho que, por lo general, se echaba debajo de la cama de Pete, mientras este descansaba.
Tod continuó escuchando. El ruido, como de roce, que salía de detrás de los arbustos había cesado de repente. Como todos los jóvenes, Tod Carey era curioso. Y decidió investigar la causa de aquel extraño ruido. Salió corriendo por la puerta trasera y se dirigió a los arbustos. Iba comiendo el pedazo final de su cuarto bollo. Ni se le pasó por la imaginación que podía correr peligro. Se volvió rápidamente.
Pero antes de que pudiera lanzar un grito, la culata de un revólver se abatió sobre su cabeza. Perdió el conocimiento.
Cuando lo recobró, se encontró atado y amordazado, y la cabeza le dolía horriblemente. Logró incorporarse hasta quedar sentado, y se dio cuenta de que, durante su inconsciencia, le habían arrastrado hasta un alto chaparral que debía de estar situado a poca distancia del jardín de la señora Rice.
—Será mejor que te estés quieto, muchacho. Tienes que permanecer un ratito aquí.
Tod se volvió y descubrió al que hablaba. Este estaba sentado detrás de él, sobre un montón de tierra. Era un joven de buen aspecto, que mostraba una blanca hilera de dientes al sonreír. Pero Tod le miró con ceño. Aquel hombre no parecía muy rudo, pero debía de ser el que le había descargado el golpe.
El muchacho se revolvió y pataleó tratando de aflojarse las ligaduras.
—¡Tranquilízate, muchacho! —volvió a repetir su raptor—. ¡Eso no te servirá de nada! —Hablaba en voz baja, pero severa—. Si quieres saber lo que va a suceder ahora, espera unos minutos. ¡Te enterarás de muchas cosas!
El agraciado joven volvió a sonreír.
—Tu compañero, Pete Rice, está perdido —dijo—. Dentro de unos momentos...
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Las cuatro detonaciones hicieron que el joven cortara bruscamente su frase y se tendiera bajo el chaparral. Se había echado de bruces y miraba con interés hacia la casa de Pete. Su sonrisa era más amplia que nunca.
Tod pudo oír que Pete Rice bajaba apresuradamente las escaleras y que salía a la corralada en busca de su caballo. Oyó, también los furiosos ladridos de “Vulcano”, y se revolcó por el suelo para tratar de rozar su rostro contra la tierra, y ver si podía aflojarse la mordaza y gritar. Pero su raptor adivinó sus intenciones y le tapó la boca con la mano.
—¿Dónde está Tod, madre? —oyó que preguntaba Pete.
—Habrá ido a explorar los alrededores —contestó la anciana—. Hace unos minutos estaba ahí en la cocina.
—Mejor será que le busque, madre —volvió a decir la voz de Pete—. Dígale que he cogido su caballo, ya que estaba ensillado y embridado, y que él monte en “Sonny” y me vaya a buscar a la calle principal, y tomaremos juntos una botella de jarabe en cuanto vea a que obedece ese tiroteo.
Se oyó el galope de un caballo que fue amortiguándose gradualmente en la lejanía. El hombre tendido en el chaparral ahogó una risa. Luego retiró su mano de la boca de Tod.
—Ahí va tu amigo Pete Rice —dijo—. ¡Qué poco sospecha que va a la muerte!
El terror, que ante su propio peligro no había experimentado Tod Carey, se reflejó ahora en su rostro. Una vez más trató de revolcarse y patalear para aflojarse las ligaduras. Pero fue inútil. Su agresor probaba que bajo un rostro agradable puede ocultarse un alma negra.
—¡Basta ya! No te vamos a matar. ¿Por qué patalear de ese modo? —El joven se puso en pie, se sacudió el polvo y siguió diciendo:— Ha sido una gran suerte que Pete dijera a su madre que te envíe a ti a la población con su caballo. Ahora verás la ventaja que saco yo de ese detalle.
Tod estaba sumido en un mar de confusiones, sin acabar de comprender lo que querían decir aquellas palabras y aquellas risas. Su agresor, adivinando sus deseos, procedió a explicárselo.
—Ha sido una cosa muy sencilla. ¡Sencillísima! Cuando Pete Rice se fue a dormir yo ya acechaba por aquí. A mí me han pagado, y me han pagado bien, para espiar al sheriff. Y cuando vi los revólveres en el alféizar de la ventana, se me ocurrió una idea. Lo primero que había que hacer era quitarte a ti de en medio. Y ya viste con que facilidad lo hice.
El joven se echó a reír en honor a su propia hazaña.
—Me acerqué cautelosamente —siguió diciendo—, y puse cartuchos vacíos en los revólveres... pero antes te había atado y amordazado para que no gritases. ¿Y sabes lo que hice después?
Evidentemente, no esperaba respuesta amordazado prisionero. Parecía muy satisfecho de sí mismo y dispuesto a hacer todo el gasto de la conversación.
—Pues corrí a la taberna donde se encuentra mi compañero. Es el hombre más valiente de nuestra banda. Yo soy el más distinguido... el que tiene más talento. En un santiamén lo arreglé todo con él y me volví aquí.
“Mi compañero armará jaleo. Ya habrás oído los cuatro disparos que sonaron hace un momento. Pete Rice ha mordido el anzuelo, como nosotros esperábamos. Nunca deja de meter la nariz en asuntos como éste.
Tod Carey no cesaba de torturarse el cerebro en busca de una idea salvadora. Su mirada expresaba el terror. Ya había adivinado el resto de la historia antes de que la continuase su raptor.
—Todo ha salido maravillosamente —prosiguió el joven—. Mi compañero, provocará a Rice a una lucha a tiros. Volarán las balas. Pero todas se clavarán en el cuerpo de Pete. Sus revólveres están cargados con cartuchos vacíos. Es hombre muerto... o lo será cuando oigas los primeros disparos.