CAPÍTULO XX
¡AL ASESINO!
“Pistol” Pete Rice no era precisamente un orador. Por lo general hablaban por él sus revólveres o los mazazos de sus puños. Pero aquella noche se sentó tras la mesa presidencial de la sala de audiencias y se dispuso a discursear en la reunión pública que había convocado.
El salón era espacioso, pero no demasiado. Los concurrentes se apretujaron hasta que todos los asientos estuvieron llenos, y los que no los lograron, se colocaron a los lados y al final del salón.
Frente a la mesa de Pete, en el lugar usualmente asignado al ordenanza del tribunal, se sentó Hicks “Miserias”. Teeny Butler no se encontraba en el local.
Les Moline, comisario de Sutter´s Bend, se acomodó hacia la mitad de la sala, donde se puso a charlar con Ransome Beale y con García, el desbravador.
Banty Tolliver, el doctor Kent y Mel Cantrell tenían asientos muy adelante. Hablaban con Slim Patten y Mike Curry.
Los dos indios Cori, que no habían podido encontrar silla, se sentaron con las piernas cruzadas sobre el no muy limpio suelo.
A las nueve en punto, Pete Rice golpeó con el mazo reclamando silencio. Cesaron el murmullo de las conversaciones y el arrastrar de los pies. Hicks “Miserias” se levantó para cerrar la puerta, dejando fuera a los rezagados.
Reinaba en la sala una tensión eléctrica. La multitud esperaba algo dramático. Todos observaban el rostro del sheriff. Tenía éste una expresión extrañamente burlona. Pete paseaba su mirada por la concurrencia, observando a su vez todas las caras.
—Comprendo, ciudadanos —empezó diciendo—, que esto exige una explicación. Es conveniente celebrar de vez en cuando estas reuniones públicas. El pueblo se interesa así por los asuntos de la ciudad. Y, además, se mantiene firme sobre sus pies. Y el que se mantiene firme sobre sus pies no tiene que temer que otros vengan a atropellarle. Masticó su goma lentamente, y continuó: —Voy a contaros una pequeña historia. Es un poco embrollada a veces, pero, en conjunto, muy interesante. Es la historia de una familia que se empeñó en poseer unas tierras que no le pertenecían en derecho.
El sheriff hizo una pausa y se aclaró la garganta.
—Hace muchísimos años, un gobernador mejicano hizo una cesión de terrenos de este distrito antes de que el territorio entrase a formar parte de la Unión. Pero después que este gobernador murió se enredaron bastante las cosas. Había un hombre más avispado y ambicioso que el resto de los beneficiados por la concesión. Este hombre rapaz acechaba la ocasión de apoderarse de la mayor parte de los terrenos.
El sheriff se colocó más cómodamente, poniendo la cartuchera y los Colt sobre la mesa, al alcance de la mano.
—Y la ocasión se presentó cuando murió el gobernador. No voy a hacer una crítica de nuestros vecinos del Sur, pero en aquellos tiempos un poco de dinero repartido entre las autoridades mejicanas realizaba las cosas más extrañas. El caso es que el avaricioso individuo consiguió apoderarse de las tierras concedidas a los otros... o al menos él lo creyó así.
Pete Rice hablaba lentamente, pero ninguno de sus oyentes mostraba impaciencia o inquietud. Parecían todos pendientes de las palabras del sheriff. Sabían que Pete Rice nunca hablaba por hablar y que aquel exordio tenía también su objeto.
—Pero el gobernador mejicano tenía la astucia de su pueblo materno, los Coris. Hizo que se erigiese sobre su tumba un monumento de granito y que se inscribiese en su lápida, en dialecto Cori, la concesión de los terrenos. En aquel tiempo, y según la ley de la provincia, aquello equivalía a un testamento.
La mirada de Pete se posó sobre el doctor Kent, sentado en los bancos de delante.
—Después de la traducción hecha por mis amigos Cori de los trozos de aquella lápida, el doctor Kent me ha explicado el resto. El doctor Kent, aunque solamente hijo adoptivo de Arizona, es un perito en la historia del Estado de su adopción.
El sheriff fijó la vista n unas notas que tenía sobre la mesa.
—La lápida escrita en Cori desapareció poco después de la muerte del gobernador mejicano. ¡La robó un antepasado de un hombre que se encuentra entre nosotros!
Recorrió el auditorio un sordo murmullo de sorpresa.
—Pero no siempre es fácil triunfar con el crimen. Hubo una lucha entre dos facciones. Una consiguió apoderarse de parte de la lápida, y la otra, del resto. Con el tiempo, estos hombres siguieron distintos caminos, y el fullero se las arregló de tal modo que consiguió la posesión del erial. Las propiedades fueron heredadas por un hombre que se encuentra en esta sala, pero sin ningún título real para ello.
Se elevó otro murmullo, y Pete golpeó la mesa, reclamando silencio.
—No sé si recordaréis que hace tres años se recibieron noticias de Washington diciendo que el Gobierno Nacional se proponía comprobar los títulos de propiedad de una gran parte de Arizona. Y cierto individuo de este distrito se sintió muy nervioso.
“Es hombre de grandes recursos y se propuso reunir los diferentes trozos de lápida para averiguar dónde estaban los títulos y otros documentos, en el caso de que estuvieran ocultos o enterrados. Necesitaba destruirlos para retener las tierras de que realmente no era dueño.
“Se sucedieron en esta región los asesinatos. ¿Por qué? Porque dos de los hombres asesinados —Job Bentley y Clem Rogers— poseían trozos de la lápida y ser resistían a entregarlos.
—¿Quién es el culpable, sheriff? —preguntó una voz desde el fondo de la sala.
—A eso voy. Se supuso que Job Bentley y Clem Rogers habían sido coceados por los caballos salvajes, que corren aún por Charici Valley. Pero yo logré averiguar que habían sido derribados por esta porra, que dejó caer en sus cráneos la marca de un casco.
Pete alargó la mano al banco que tenía al lado y exhibió la porra hecha con la pata delantera de un caballo.
—Las otras muertes fueron perpetradas para cerrar bocas. El asesino trató primero de reunir las partes que le faltaban de la lápida y que él sabía se encontraban en este distrito, poniendo anuncios en “la Bonanza”, de Sutter´s Bend. Redactaba los anuncios de tal modo, que sólo los poseedores de los trozos podían saber de qué se trataba.
“Esto no dio el resultado que esperaba el criminal. Y entonces fue cuando empezaron los asesinatos en este distrito. Cuito, el indio, fue muerto para cerrarle la boca para siempre. Más tarde, Reese Spence, lugarteniente del asesino, cayó de un tiro. El criminal conseguía escapar siempre. Es hombre muy astuto, como lo prueban sus actos, sin duda alguna.
Pete golpeó la mesa por tres veces. En respuesta a la señal, Teeny Butler entró en el salón, procedente del despacho de los jueces. El corpulento comisario llevaba a “Vulcano”, el mastín, cogido de una gruesa correa.
—El asesino —prosiguió Pete—, hirió gravemente a este perro cuando intentaba su fuga. He observado que nunca más se ha aproximado a mí en la población cuando me veía acompañado de este animal. Es hombre muy listo. Entiende de perros y sabe que el mío se le abalanzaría.
Pete se inclinó y acarició la cabeza del mastín.
—¿Verdad, muchacho, que conoces muy bien el olor del que te hirió y de su capa negra?
El perro meneó la cola y lanzó un ladrido. Pete volvió a dirigirse al auditorio.
—El asesino vino esta noche a esta reunión porque no creía que yo sospechaba de él. No ha podido escabullirse mientras yo hablaba, por no despertar sospechas ¡Pero yo os aseguro que desearía no encontrarse en este momento en la sala!
Pete se inclinó y desenganchó la correa del collar de “Vulcano”.
—¡Busca al asesino! —le ordenó.
Su voz tuvo el agudo chasquido de un disparo de rifle.