CAPÍTULO II
PRIMER INDICIO
“Pistol” Pete rice masticaba goma furiosamente mientras cabalgaba hacia la ciudad de Sutter´s Bend, llevando el cadáver de Job Bentley. El sheriff siempre masticaba goma cuando iba pensando. Sus incansables mandíbulas parecían estar relacionadas con algún mecanismo de su cerebro.
Se había dado cuenta de que tres de los dedos de la mano derecha de Bentley estaban doblados de un modo curioso y extraño. Pete había conocido a Bentley hacía sólo pocos días, pero el ojo del sheriff era como una máquina fotográfica. Generalmente, a primera mirada, abarcaba todos los detalles de un hombre. Y en vida, los dedos de Bentley no estaban deformados de aquel modo.
La coz de un caballo podía romper los dedos de un individuo, claro está. Pero Pete Rice, experto jinete, sabía que, en tal caso, los dedos no habrían quedado de aquella manera. Un ser humano había quebrantado aquellos dedos. ¿Quién? ¿Por qué?
El recuerdo de Clem Rogers no se apartaba de la imaginación del sheriff. No había duda de que Rogers y Bentley habían sido enemigos. Su enemistad debía ser muy anterior a la escena de la colina, cuando el rifle de Clem se disparó y puso en fuga a la manada de caballos salvajes.
Rogers había insinuado que Job Bentley era un ladrón. Sin embargo nadie avecindado en los alrededores de Sutter´s Bend tenía mejor reputación de honradez que Job Bentley. Aunque Pete le había tratado muy pocos días, su comisario, Hicks “Miserias”, hacía años que lo conocía. Bentley iba siempre a la barbería de “Miserias” cuando estaba en la Quebrada del Buitre, cabeza del distrito.
Pete conferenció con el barberillo mientras esperaban la llegada del forense aquella tarde.
—Bentley no tenía bienes terrenales, ¿verdad, “Miserias?” —preguntó el sheriff.
“Miserias” puso un gesto de seriedad en su rostro picado de viruelas.
—¿Dinero quieres decir, patrón? —contestó—. No tenía un centavo. Pero nunca conocí hombre más honrado ni de más carácter que Job.
—¿Sabes si tenía algunos enemigos?
—Hombre... reconozco que tenía muchos. Job era de los que no perdían el tiempo en discusiones. Pero no creo que nadie le odiase hasta el punto de querer asesinarlo.
—Yo he oído que era muy testarudo —dijo Pete;— pero prefiero un hombre testarudo a un hombre débil. Vale más el que mantiene su punto de vista, aunque esté equivocado, que el que se muestra indeciso cuando tiene razón.
Hicks “Miserias” se dirigió con Pete a la funeraria de Sutter´s Bend. El barbero comisario no habló mucho, pero la seriedad de su rostro mostraba su pesar. En la trastienda de la funeraria contempló el quebrantado cuerpo de su amigo, tendido sobre la losa.
—El pobre Job parece muy magullado —dijo—. ¿No encuentras en esto algo... algo de irregular, Pete?
Pete Rice masticó lentamente su goma antes de contestar.
—Ya lo creo, camarada. A Bentley le rompieron los dedos... y no fue un fantasma. También podrás ver una rozadura en la palma de su mano derecha.
—¿Y significará eso algo?
—Quizá. Puede significar que esa mano retenía algo fuertemente apretado... algo que le arañó la carne. Y por ese algo le partió su asesino los dedos para sacárselo.
—¡Por Judas! —exclamó “Miserias”—. ¿Asesino has dicho?
—Eso dije —contestó Pete, sombrío—. “Miserias”, mejor será que envíes un telegrama a Teeny. Sospecho que vamos a tener trabajo por estos vericuetos.
Se refería a su otro comisario, William Alamo Butler, humorísticamente llamado “Teeny”, debido a su prodigiosa estatura. Teeny Butler era el tercer miembro del célebre trío de representantes de la ley en la Quebrada del Buitre.
Medía bastante más de seis pies, y pesaba algo así como sus trescientas libras. Su humeante pistola y sus puños como mazas podrían ser necesarios, antes de que “Pistol” Pete Rice lograra aclarar el misterio que se cernía sobre el poblado de Sutter´s Bend.
Pete decidió registrar la choza donde le habían dicho que Job Bentley había vivido solitario. Pete hizo indagaciones por el poblado y averiguó la dirección de la choza por un ricacho de Sutter´s Bend, llamando Ransome Beale, que poseía gran parte de los terrenos de Charici Valley y tenía hipotecas sobre otros varios ranchos.
Beale estaba tomando unas copas en compañía de Clive Foxleigh, el inglés, en la taberna “El Filón de Oro” situada en la calle principal. El americano tomaba su whisky puro, mientras que el inglés lo mezclaba con agua. Beale parecía muy jovial.
—Es una vergüenza estropear el buen whisky con agua —dijo a Pete Rice, que se había aproximado al mostrador y había aceptado una copa de soda.
—Es cuestión de costumbre —replicó Pete.
—Las costumbres son como las arrugas de la frente; si usted se alisa una, yo me aliso otra. Pero los dos perderemos el tiempo tratando de hacerlas desaparecer.
Al poco rato, Pete se retiró de la taberna, recogió a Hicks “Miserias” y montó a “Sonny”. El barbero iba a su lado sobre su pequeño ruano, y así atravesaron la calle principal, camino de la choza de Bentley. Pero Pete tomaba muchas precauciones. Al llegar a las afueras del poblado dio un amplio rodeo y se aproximó a la choza por el lado opuesto a Sutter´s Bend.
Los dos representantes de la ley desmontaron, ataron sus caballos entre un grupo de árboles a espaldas de la casa, y penetraron en la miserable construcción por la puerta delantera, que estaba abierta.
El interior de la choza era parecido al de la de cualquier colono advenedizo. Tenía una tosca mesa de pino, unas cuantas sillas, una tarima y una alacena que contenía copas y platos y algunas provisiones.
Se diferenciaba, no obstante, en que contenía tres estantes bien repletos de libros, cuyos asuntos variaban desde la Historia a la Cría del Ganado, y un cofre lleno de papeles y periódicos.
El primer registro de la choza no reveló nada, es decir, nada de algún valor efectivo. Pero en una pequeña habitación situada detrás de la principal, “Miserias” localizó otro cofre con documentos y periódicos.
Encontraron varias cartas que no parecían arrojar gran luz sobre los amigos o enemigos del muerto. La mayor parte eran contestaciones de rancheros a quienes, evidentemente, se había dirigido Bentley pidiéndoles un puesto. Pero Pete dio, al fin, con una carta fechada unos cuantos días antes. La escritura era apretada —desfigurada, pensó Pete— y decía así:
“La piedra me conviene. Pondré otro anuncio en el periódico acerca de su entrega. Siga cuidadosamente las instrucciones. Se le enviará dinero.”
A Pete le intrigó este mensaje. Tenía una importancia evidente. El hecho de no llevar firma le daba una gran significación. No había duda de que el que lo escribió quería permanecer en el incógnito. ¿Pero cuál era el objeto que perseguía?
Era probable que existieran otros anuncios tratando del mismo asunto. Lo que había que hacer era adquirir algunos ejemplares del periódico y rebuscar cuidadosamente.
¿Sería el objeto requerido por el anunciante aquel misterioso algo encerrado en la mano de Job Bentley y arrancado de sus rotos dedos por el homicida?
El objeto que Bentley había retenido era más o menos cuadrado y tenía los bordes mellados. Pete Rice lo había adivinado por las huellas dejadas en la palma derecha de Bentley. ¿Qué relación podía tener con el asesinato? ¿Por qué lo ambicionaba tanto el asesino?
Estas y otras muchas preguntas se hacía Pete Rice mientras examinaba la hoja de papel que tenía en la mano. De pronto, enderezó el cuerpo y se plantó de un salto junto a la ventana. Había oído el ruido distante de unos cascos de caballo.
Un jinete avanzaba por el sendero que conducía a la choza de Bentley. Pete tuvo la corazonada de que la llegada de aquel jinete podría estar relacionada con el misterio. Estaba anocheciendo y no podía reconocer al individuo a distancia, pero se propuso observarle desde lugar seguro.
—Tenemos que largarnos de aquí, “Miserias” —dijo a su comisario—. Llévate los caballos al fondo de la arboleda, y yo me esconderé en la linde para vigilar.
El sheriff saltó por una ventana trasera seguido de “Miserias”. El comisario corrió al bosquecillo, desató los caballos y los alejó de la choza. Pete se ocultó entre unos matojos, frente a la puerta.
El jinete se detuvo junto a la choza y se apeó. Cuando ató su caballo a un algodonero, estaba lo suficientemente cerca de Pete Rice para que éste pudiera reconocerle. Los grises ojos del sheriff relampaguearon de sorpresa.
El visitante se encaminó hacia la casa. Eran furtivos sus movimientos. Mientras abría la puerta miró a uno y otro lado del camino, y después penetró en la choza. Pete se aproximó, arrastrándose por tierra y, agazapado a pocos pies de la ventana curioseó el interior.
El visitante, valiéndose de cerillas, registraba la alacena, los estantes y los rincones. Una o dos veces salió de la choza y miró a uno y otro lado de la senda. Cuando abandonó la casa, unos minutos más tarde, tenía el aire del que no ha encontrado lo que buscaba. Hicks “Miserias” llegó corriendo desde las profundidades del bosquecillo al ver alejarse al jinete al galope.
—¿Por qué no detuviste a ese prójimo, patrón? —preguntó.
—“Miserias” —replicó Pete—, la mejor manera de cazar a algunos animales es darles un poco de respiro. Cuando quiera prender a ese hombre, sabré dónde encontrarle. Por ahora he conseguido enterarme de algo más de lo que él se imagina.
—¿Pero qué ha estado haciendo en la choza de Job Bentley? —insistió el barbero comisario.
—Eso no tardaremos en averiguarlo —contestó Pete—. Pero lo que más me interesa ahora es que el hombre que acaba de alejarse es... ¡Clem Rogers!