CAPÍTULO XVIII

“SONNY” HACE TAMBIÉN LO QUE PUEDE

Pete levantó el inconsciente cuerpo de Foxleigh y lo llevó cuesta arriba, hasta el sendero. El comisario Les Moline paseó la mirada del rostro de Foxleigh a la negra capa que Hicks “Miserias” tenía en las manos.

—Bien al fin hemos cogido al asesino —comentó—. Esperaremos ahora que no muera sin declarar.

Pete examinó rápidamente la herida. Foxleigh había sido alcanzado por una bala.

—Apuesto diez contra uno —dijo Les Moline—, que ha intentado matarle uno de sus cómplices. Alguien le traicionó, como él traicionó a Fuzzy Manton y Reese Spence.

Pete Rice guardó silencio. Masticaba goma lentamente.

—¿Estás en condiciones de llevarlo a la ciudad, Les? —preguntó.

—Claro que sí —contestó el comisario—. Mi herida no tiene importancia. ¿Quieres que lo meta en la cárcel?

—Sí, llévale a la cárcel: pero cuida de que tenga un lecho cómodo y una buena asistencia médica.

El sheriff se volvió a Teeny y “Miserias”.

—Nada más hay que hacer aquí, muchachos —les dijo—. Sigamos hacia el Valle de Pompano.

Una larga línea púrpura coronaba lo alto del cañón cuando los tres camaradas llegaron a la barranca, ya anochecido. Miraron hacia el Valle de Pompano.

Una pequeña cortadura en la parte Norte era su única salida aparente. Semejaba aquello una pequeña prisión de granito, circundada por muros ciclópeos. Pero los malhechores que utilizaban el Valle de Pompano como escondrijo —y lo utilizaban muchos— conocían caminos secretos que conducían a la frontera.

Había varias cabañas en el valle, pero desde el punto que ocupaba Pete, sólo se podía ver una en la que brillaba una luz. Los leñadores debían de haberse acostado hacía unas horas; muchos se retiraban al anochecer y rara vez encendían una lámpara.

—Me parece que aquélla de la luz es la que buscamos —dijo Pete a sus comisarios.

Señaló hacia abajo. Una tenue y ondulante columna de humo azul salía de la tosca chimenea.

—No parece que se mueva nadie por allí, patrón —observó Hicks “Miserias”.

—No lo parece —concedió Pete—. Pero nos aproximaremos con toda precaución, por si acaso. Probablemente habrán dejado a alguien de centinela.

Desmontaron los tres compañeros y, como de costumbre, procedieron a atar sus caballos fuera de la zona de peligro. Luego, con Pete a la cabeza, se deslizaron cautelosamente hacia la pequeña construcción de madera.

Mientras observaban, se abrió la pequeña puerta y salió un hombre con un cubo de agua, cuyo contenido arrojó entre las malezas. Pete aprovechó el momento para escudriñar en el interior de la iluminada cabaña. Sus ocupantes no estaban en línea con la puerta, pero Pete pudo oír el ruido de naipes al ser arrojados sobre una mesa.

—Lo menos debe de haber ahí dentro media docena —musitó a sus comisarios, cuando el hombre del cubo volvió a entrar en la cabaña y cerró la puerta.

Mientras Pete se disponía a rodear el pequeño edificio para ver lo que podía descubrir por la ventana trasera, volvió a abrirse la puerta y aparecieron dos hombres. Ambos se detuvieron frente a la choza y parecieron escuchar.

—Parece que esperan visita —musitó Teeny Butler.

Pete sonrió lúgubremente.

—Pues no van a tener que esperar mucho —dijo.

Los dos bandidos se alejaron de la cabaña y caminaron hacia los comisarios en la oscuridad.

—Debes de estar equivocado, Jake —decía uno—. Yo no oí nada.

El individuo llamado Jake murmuró entre dientes y los dos siguieron avanzando hacia los defensores de la Ley.

—Uno para cada uno, compañero —susurró Pete al oído de Teeny Butler—. Podemos cortarles el paso sin necesidad de meter ruido. Dedícate al de las patillas.

Los bandidos seguían aproximándose. De pronto, Pete y Teeny parecieron surgir de la nada. Las manos de los bandidos se dirigieron a sus revólveres, pero no con la suficiente rapidez.

¡Plash!

¡Plash!

Los puños como mazas de Teeny Butler alcanzaron al hombre de las barbas en la mandíbula. El de Pete Rice levantó al otro en vilo y lo lanzó a un metro de distancia. Ambos malhechores cayeron sin lanzar un gemido. Cuando Pete Rice y Teeny se aproximaron a ellos, estaban inmóviles en las más absurdas posturas.

Pegado a los talones de Pete, “Vulcano” dejó escapar un discreto gruñido.

—Mejor será que te lleves a “Vulcano” y vuelvas dentro de un rato —sugirió Pete a Teeny—. Este animal no puede por menos de expresar sus sentimientos, y la gente de ahí dentro podría oírle.

Pero “Vulcano” se resistió a separarse de Pete. Y de todos modos, el daño ya estaba hecho. La puerta de la cabaña volvió a girar sobre sus goznes y una cinta de luz perforó la noche. Apareció en el umbral un hombre cubierto con amplio sombrero. Su mano derecha empuñaba un Colt del 45.

—Esta vez estoy completamente seguro —dijo a alguien que había a su espalda.

—De lo que puedes estar seguro —dijo Pete, alzando la voz—, es de que, si no tiras ese revólver, te agujereo la piel. ¡Tíralo... y levanta las zarpas!

El bandido retrocedió instantáneamente y cerró la puerta de golpe. Se oyó que echaban la tranca en el mismo momento en que la bala de Pete se clavaba en el marco. Casi simultáneamente brillaron unos fogonazos. Las balas surcaban la noche a ambos lados de los defensores de la Ley.

—¡Desplegados! —ordenó Pete a sus camaradas—. Teeny, llévate a “Vulcano” y átale a un árbol. Tiene aspilleras en la puerta.

El 45 de Hicks “Miserias” ladraba sin cesar. Pete se echó a tierra y empezó a hacer llover balas que era una bendición.

Uno de los bandidos derribados recobró el reconocimiento e intentó ponerse en pie. El puño de Pete le volvió inmediatamente a su posición horizontal. Acto seguido el sheriff les despojó, a él y a su compañero, de sus Colt, y las voces de sus 45 volvieron a unirse al coro de la batalla.

Salían de la choza granizadas de balas. Los bandidos ocupaban una buena posición. Protegidos por el grueso de la puerta, podían mirar por las aspilleras y cazar a los defensores de la Ley como conejos. Pete rodeó la cabaña y trató de saltar por la ventana. Pero ésta estaba cerrada por barrotes como si correspondiera a un calabozo.

Hicks “Miserias” vino a unirse a su patrón.

—Patrón, si pudiéramos cargar todos juntos contra la puerta, quizá la derribaríamos y...

—Sí, y quizá quedasen de nosotros unos cuantos pedazos para enterrar —le interrumpió Pete, secamente—. No, mi fogoso compañero; no es ese el procedimiento que debemos emplear.

Las manazas del sheriff palparon los tablones de la parte posterior de la cabaña. Eran muy recios. A pesar de su extraordinaria fuerza, Pete comprendió que no le sería posible romperlos. Ni el mammuth de Teeny Butler era capaz de semejante hazaña. Pero Pete tuvo una idea.

—Vuelve frente a la puerta, “Miserias” —ordenó—. Y procurad, tú y Teeny, atraer la atención de estos coyotes. Yo, entretanto, voy a operar por aquí.

—¿Qué vas a hacer, patrón? —preguntó “Miserias”.

—Luego lo verás —contestó Pete.

El sheriff se alejó de la cabaña y se metió dos dedos en la boca. Un agudo silbido cruzó la noche. Al cabo de unos segundos oyó el rápido batir de unos cascos, y no habían trascurrido otros muchos cuando vio aparecer a “Sonny”.

Pete condujo a su alazán a la parte posterior de la cabaña y lo colocó de manera que sus patas traseras estuviesen cosa de un metro de los tablones.

—Muy bien, “Sonny” —dijo al alazán, acariciándole—. ¡Golpea de firme ¡Tú vas a salvarnos!

“Sonny” enderezó las orejas y relinchó suavemente. Luego, con la rapidez de un muelle de acero y la fuerza de un ariete, disparó sus patas traseras, herradas de acero, contra las tablas.

Se oyó el chasquido de la madera al partirse. El alazán volvió a disparar sus patas, y esta vez una gran parte de la tablazón se vino abajo entre crujidos. Rápido como el relámpago, Pete ahuyentó a su caballo de la línea de fuego y, casi simultáneamente, sus revólveres empezaron a escupir metralla.

Teeny y “Miserias” corrieron junto al sheriff a un grito de éste.

El plomo de los defensores de la Ley barría el interior de la cabaña. El Colt de “Miserias” derribó a un hombre que corría a refugiarse tras una alacena.

Otro bandido había desatrancado la puerta y trataba de escapar por aquel lado. Teeny saltó por la brecha abierta por los cascos de “Sonny” y restalló su látigo de piel de toro. El bandido cayó como un pájaro herido en el corazón.

Pete y “Miserias” saltaron también al interior de la cabaña.

—¡Tirad las armas! —rugió Pete.

Uno de los malhechores disparó casi a bocajarro sobre el sheriff. Pero Pete se arrojó a sus piernas y le derribó. Un puñetazo a la mandíbula le dejó sin sentido. La barahúnda cesó entonces con la rapidez de una tormenta de verano. Los ocupantes de la cabaña dejaron caer sus revólveres y levantaron las manos. Quedaban sólo cinco. Uno de ellos tenía un brazo pegado rígidamente al cuerpo. La manga de la camisa chorreaba sangre...

—Recoge esas armas y regístralos, “Miserias” —ordenó Pete.

El sheriff presenció la operación, empuñando todavía sus revólveres.

Sonó un alegre ladrido a espaldas de Pete, y “Vulcano” saltó por la brecha. Le arrastraba un pedazo de cuerda atado a su collar.

—¿De manera que querías mezclarte en este negocio a toda costa, bribón? —le dijo Pete, acariciándole—. Pues tienes que aprender a obedecer las órdenes. Se ve que te gusta la lucha y has procurado buscarte un buen amo.

“Vulcano” agitó la cola mientras miraba a los bandidos, gruñendo amenazador. Los hombres retrocedieron, asustados, y se alinearon contra la pared. Teeny Butler cruzó la habitación. Sobre un camastro de toscas tablas yacían dos hombres atados. Tenían las muñecas y los tobillos ligados fuertemente con cuerdas.

Pete y Teeny los pusieron en pie y les desataron las ligaduras. Eran los dos indios Cori.

Uno de ellos era el viejo hechicero que Pete había conocido como amigo de Hopi Joe. El otro quizá no contaría más de veinticinco años. A pesar de su cautiverio y del duro trato a que indudablemente le habían sometido los bandidos, se mostraba alegre y animoso. No tenía el estoicismo de su anciano compañero y enseñó sus blancos dientes en una sonrisa, mientras Pete de desataba.

—Le damos las gracias, sheriff —dijo.

Entretanto Teeny y “Miserias” prestaban los primeros auxilios a los heridos y ataban a los ilesos. Pete interrogó al joven indio Cori.

—Supongo que tú serás el intérprete especial que esperábamos en Sutter´s Bend —le dijo—. Tengo entendido que sabes leer perfectamente la escritura Cori.

El joven indio sonrió, complacido.

—Yo leer muy bien todo. Mi haber ido al colegio en el Este. Mi hablar Cori, inglés y español. ¿Tú hablar español, sheriff?

Pete afirmó con un movimiento de cabeza. El joven Cori mostró la mayor alegría.

—Eso nos hará entendernos mejor —dijo, en español. Hablaba este idioma sin el menor rastro de acento—. Rubio —añadió, señalando al anciano Cori—, me traía desde nuestra aldea a vuestra ciudad. De pronto nos vimos detenidos por muchos hombres. Algunos de los que tenéis ahí figuraban entre ellos. Uno nos interrogó.

—¿Recuerdas quién era? —preguntó Pete.

El joven Cori sonrió de nuevo.

—Tengo buena vista; pero no puedo ver a través de un paño denso. El individuo que nos interrogó, y que parecía ser el jefe, llevaba una larga capa negra y un antifaz.

—¿Qué os preguntó?

—Parecía saber que Rubio había sido llamado a vuestra ciudad para leer las inscripciones indias de ciertas piedras. Así pues, la mayor parte de las preguntas se las dirigió a Rubio. Quería saber lo que éste había encontrado en las piedras... lo que decía la escritura.

—¿Y qué contestó Rubio?

—Le dijo que eran solamente dos piedras... o más bien trozos partidos de una lápida, y que, a causa de faltar las otras partes, había podido leer muy poco —El joven indio se interrumpió y cambió bruscamente de tema—. Veo que mastica usted goma, sheriff, ¿Tiene usted más?

Pete se registró los bolsillos y le entregó un cuadradito de goma. El indio se lo colocó entre los blancos dientes y continuó:

—Empezaron a torturarnos. En este aspecto, nosotros no somos como los indios americanos. No resistimos la tortura bien. Consideré que era prudente aconsejar a Rubio que dijera lo que supiese.

—¿Rubio habló?

—Sí. Uno se alegra mucho de poder hablar después de un tratamiento como el que nos aplicaron.

El indio levantó las manos y enseñó las heridas de sus muñecas.

—Rubio dijo que me traía a mí para leer las inscripciones completas, pero que cuando él examinó los trozos de piedra había podido descifrar las palabras “documentos” y “enterrados” y “Cañón Chepultec”.

Pete hizo un gesto de satisfacción. Sabía ahora por qué el jefe de los bandidos había empleado a éstos en hacer funcionar los tractores a lo largo del Cañón.

—Yo tengo en Sutter´s Bend, y en lugar seguro, tres trozos de aquella piedra —dijo Pete—. Supongo que podrá leerlos sin dificultad.

—Puedo —contestó el indio.

Los negros ojos del joven Cori brillaron de un modo extraño.

—Rubio me dijo que usted ofreció pagar por leer esas inscripciones —añadió—. Yo me consideraría pagado si usted me dejase a solas con estos hombres que nos tuvieron cautivos. ¿Me lo concederá usted, sheriff?

Pede advirtió el odio mortal que expresaban aquellos negros ojos. Aunque culto y agradable, el joven indio era probablemente un experto en torturas.

—No. Lo siento; pero estos hombres tienen que ir a la ciudad a responder a sus delitos ante la Ley. Es mi deber.

El joven Cori se encogió de hombros.

Muy bien —dijo—. Supongo que esos son los procedimientos americanos. Pero creo que los nuestros son mejores. Los criminales escapan a veces a la ley, o no son suficientemente castigados. Con nuestros métodos no escapan nunca.

Pete interrogó a los bandidos, ya bien atados por Teeny y “Miserias”. Como esperaba, fingieron no saber más que lo que él ya conocía. El jefe era el hombre de la capa y el antifaz. Ellos nunca le habían visto la cara. Recibían sus órdenes por intermedio de Reese Spence, que era el lugarteniente del miserioso criminal.

—“¡All right!” —dijo Pete, al terminar—. ¿Dónde están vuestros caballos?

Uno de los bandidos explicó que los caballos estaban trabados en un Cañón ciego, a pocos metros de allí.

—Vete a buscarlos, Teeny —ordenó Pete.

Tenía prisa por volver a Sutter´s Bend y enterarse de lo que decía la inscripción de las piedras, causa de tantas muertes y derramamientos de sangre.