CAPÍTULO X

¡ENVENENADO!

La amable sonrisa de Clive Foxleigh trajo una sonrisa no menos amable al flaco rostro de Pete Rice. Parecían existir ahora pruebas concluyentes de que el estrafalario inglés vivía de su ingenio. Había visitado la habitación de Ransome Beale mientras éste estaba ausente, había robado todo lo que de valor pudo encontrar, y ahora, de regreso Beale al Hotel, le hacía una hipócrita visita de cumplido para desarmar sus sospechas.

Pero Pete estaba dispuesto a seguir disimulando en esta ocasión. El tal Foxleigh era un pillo de siete suelas y había que darle cuerda bastante para que se ahorcase.

—¡Bienvenido, sheriff! —dijo cariñosamente Beale, poniéndose en pie y ofreciéndole la mano—. Mi amigo Foxleigh y yo estábamos tomando unas copas. ¿Quiere usted acompañarnos?

.No, gracias —contestó Pete—. Acabo de enterarme de que para usted en este Hotel y he subido para preguntarle si ha sabido algo de Limpy Vedder.

Limpy Vedder era el ex capataz del rancho de Clem Rogers y no había sido visto desde la desgraciada muerte de su amo.

—Nada en absoluto —contestó Beale, ofreciendo al sheriff una silla. El brillo de sus ojos revelaba su interés—. ¿Cree usted, sheriff, que Limpy haya tenido alguna buena razón parar desaparecer?

—¡Qué emocionante es todo esto! —intervino Foxleigh—. Cuando vine a Arizona no creía que me divertiría tanto. Ser sheriff en esta tierra es una cosa envidiable.

—Sí, nos divertimos mucho... a veces —dijo Pete con sorna—. Reconozco que la mitad de las tristezas de esta vida provienen de sentirnos cansados de nuestros oficios.

El sheriff estudiaba el apacible rostro de Foxleigh. ¿Cuál era el juego de aquel hombre? El inglés parecía aficionado a la compañía de Ransome Beale. ¿Era debido a que éste era uno de los hombres más ricos de Sutter´s Bend? ¿Planeaba buen golpe contra el ricacho?

El avispado británico pareció leer los pensamientos del sheriff.

—Me agrada mucho visitar a mi amigo Beale —dijo—. Tenemos las mismas costumbres —añadió, haciendo un gesto malicioso, mientras se servía otro vaso de whisky, al que adicionó un chorro de agua—. Pero no fue ese mi propósito al venir esta noche a la ciudad, sheriff —continuó diciendo—. Desearía saber si usted está dispuesto a hacerme un favor.

—Según lo que sea —contestó Pete.

—Foxleigh me hablaba ahora de ello —intervino Beale—. Yo nunca creí que los ingleses fueran tan sentimentales. Pero Foxleigh le está a usted muy agradecido por haberle salvado la vida cuando se le desbocó el caballo. Y me estaba consultando si le ofendería a usted ofreciéndole un regalo.

Pete hizo un gesto de desagrado. Durante toda su carrera de sheriff del registro de Trinchera había sido enemigo de los obsequios. Jamás había aceptado un penique por sus heroicos servicios; al contrario, siempre que le sobraba algo de su módico salario, después de ayudar a su madre, lo empleaba en obras de caridad.

—Espero, querido amigo —se apresuró a decir Foxleigh—, que no interpretará usted torcidamente mi intención. Yo le estoy muy agradecido. Y me he dado cuenta de que mi mastín Vulcano le tiene afecto. Se enamoró de usted a primera vista. “por flechazo”. Quizá hasta pueda serle de alguna ayuda en su profesión.

Desapareció el ceño de la tostada frente de Pete. Era muy aficionado a los animales, particularmente a los caballos y perros. Además, aceptando el regalo de Foxleigh podría tener más cogido al inglés, le dejaría creer que le había sobornado y, luego cuando llegase la ocasión, le ataría corto.

—Su atención me halaga mucho —le dijo—. A diferencia de los humanos, cuando un animal quiere a una persona, es, generalmente, sincero.

—Le advierto a usted-dijo Foxleigh, gozoroso —, que “Vulcano” tiene un apetito endiablado.

—Bien —replicó Pete;— no creo que haya hombre tan pobre que no pueda alimentar a un perro. He conocido individuos en la miseria que mantenían a tres y cuatro. ¿Dónde está ese preciado animal, Mr. Foxleigh?

—En las cuadras de alquiler —contestó el inglés—. Vamos ahora mismo a buscarle. Aprecio que lo haya usted aceptado, sheriff. Crea que le estoy muy agradecido.

Pete acompañó al británico a las cuadras de alquiler. Era ya tarde, y Foxleigh no podría volver a la habitación de Beale. Pete quería ver a éste solo, para preguntarle si había echado de menos algo. De ser así, tendría fundamentos para detener a Foxleigh por robo con escalo; luego, una vez en la cárcel esperando el proceso, sería la ocasión de averiguar sus antecedentes.

“Vulcano”, el gran mastín inglés, agitó furiosamente la cola cuando vio a “Pistol” Pete Rice. El sheriff estuvo de acuerdo con Foxleigh en que aquello era una especie de amor “por flechazo”. Palmoteó la cabeza del perro, y éste le correspondió con sus mejores halagos.

Era un magnífico animal de estatura ni alta ni baja, pero muy bien proporcionado. La cabeza era grande, los ojos inteligentes y fieros, y negruzcos la boca y los labios.

Foxleigh explicó sus cualidades con el entusiasmo de un profesional, y llamó la atención sobre gruesa mandíbula inferior, a cuyos lados los colmillos sobresalían más que los otros dientes. El rostro del perro tenía cierto parecido con el del león, y contribuían a la semejanza el pelo abundante y el ancho pecho.

Pete Rice se convenció de que el inglés era un excelente actor cuando le oyó decir:

—Sheriff, quiero a este animal más que a nada en el mundo... con excepción de su hermano, Samson. Pero tengo un verdadero placer en regalárselo. Sé que será feliz con usted, y me atrevo a decir que llegará una ocasión en que le será de utilidad.

—Así lo espero —convino Pete—. El animal es una pura sangre y, por lo que he visto, la nobleza en los animales es cosa mucho más importante que en los seres humanos.

Foxleigh rió de buena gana y le tendió la mano.

—Bien, me vuelvo a casa, sheriff. Espero que cogerá usted al pillo que está causando tantos estragos.

Pete aceptó la mano que se le tendía y la estrechó.

—Eso es lo que me propongo —dijo—. Quizá esté usted presente cuando le echen la cuerda al cuello, Mr. Foxleigh.

El sheriff dejó a “Vulcano” en el establo por el momento, y regresó al Hotel de Sutter´s Bend. Trepó hasta el tercer piso y llamó a la puerta de la habitación Ransome Beale. Beale se disponía a acostarse, pero recibió a Pete Rice tan afectuosamente como siempre y le hizo tomar asiento.

—¿Se le ofrece a usted algo, sheriff? —preguntó.

—Quería hacerle algunas preguntas acerca de Foxleigh. ¿Qué sabe usted de él?

—No mucho. Parece una persona muy agradable. Sus costumbres son diferentes de las nuestras, por supuesto, pero yo las encuentro muy divertidas.

—Parece ser que le gusta su compañía —observó Pete.

Beale se echó a reír.

—Así es. Y todo proviene de que en tiempos hice yo una excursión a Inglaterra. Él se enteró de eso y me considera casi como su compatriota. No creo que haya hombres que piensen tanto en su tierra como estos ingleses. Le agrada venir a verme y charlar de Inglaterra... y tomar conmigo unas cuantas copas, de paso.

Pete reflexionó un momento. La experiencia le había enseñado el valor de la discreción. ¿Debía decir a Beale que había visto a Foxleigh descolgarse por la ventana de su cuarto?

Finalmente decidió no mencionar el asunto. Beale y Foxleigh parecían entenderse bastante bien. Si revelaba a Beale lo hecho por Foxleigh, probablemente se apresuraría a pedir explicaciones a su amigo. Y el inglés se mantendría entonces en guardia.

El sheriff habló de generalidades con Beale y se despidió; Beale le acompañó hasta la puerta.

—Apreciamos lo que trata usted de hacer en Sutter´s Bend, sheriff —le dijo—. Hasta aquí habíamos sido una respetable comunidad limpia de criminales, y queremos seguir siéndolo. Si en cualquier momento necesita usted ayuda, no dude en venir a visitarme.

—Así lo haré —prometió Pete.

Estrechó la gruesa mano de Beale y se encaminó hacia la prisión.

Al pasar por el restaurante, unas cuantas puertas antes de la cárcel, le hirió el olfato el tentador olor del café y del tocino con huevos. Aquello le decidió a entrar en el establecimiento, pues llevaba casi todo el día sin comer.

Pero se limitó a ordenar que le preparasen un cubierto. Necesitaba llegar a la prisión y hablar con el barbudo jefe de los bandidos capturados en el Cañón. Este jefe había sido colocado en una celda aparte. Pete creía que, aislado de sus compañeros, se prestaría a revelar quién era el responsable de aquel ataque contra los defensores de la ley.

—En seguida vuelvo, muchacho —fijo al camarero—. Sólo quiero entrar un momento a ver qué hacen en la cárcel.

El camarero se echó a reír.

—Los presos se están dando buena vida estos días —comentó—. Hace unos minutos han venido a buscar una bandeja para uno de ellos. Un individuo me pidió la mejor chuleta de mi cocina para un compañero que tiene en el calabozo. ¡Se cuidan esos pájaros, se cuidan!

Pete era todo atención.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó.

—Pues, como media hora, minuto más o menos.

El sheriff abandonó el restaurante y corrió a la prisión. Sabía que en muchas cárceles se permite a los huéspedes que tienen dinero enviar a buscar alimentos a los establecimientos vecinos. Pero a Pete le daba el corazón que allí había algo de extraño.

Hank, el carcelero, esta leyendo el último número de “La Bonanza” de Sutter´s Bend, sentado ante una pequeña mesa colocada en el vestíbulo. Al entrar Pete, levantó la cabeza.

—¿Qué preso envió a buscar comida del restaurante? —preguntó el sheriff.

—Ese barbudo que está solo en la celda —contestó el carcelero—. Estamos en unos tiempos en que los presos viven mejor que el que los custodia. Usted debería...

Pero Pete no esperó a oír más. Corrió al bloque de celdas y se detuvo ante el cubil del forajido de las barbas. Éste estaba sentado en su camastro con la espalda apoyada en la pared. Una bandeja que contenía una chuleta a medio comer había rodado hasta el suelo.

—¡Hank! —gritó Pete—. Ven aquí con las llaves.

El carcelero se levantó trabajosamente de su asiento y se sacó un atado de llaves en un enorme bolsillo. Después eligió lentamente una y abrió la puerta de la celda.

Entraron él y Pete. El sheriff sacudió al preso vigorosamente. El bandido no respondió. Pete le aplicó el oído al pecho. El corazón latía casi imperceptiblemente.

—Hank, vete a buscar en seguida al doctor Deane —ordenó al carcelero—. Y si no, espera aquí —corrigió inmediatamente.

Hank era de una extrema corpulencia y el caso corría prisa. El doctor se había ya retirado a descansar, pero a los diez minutos él y Pete entraban en la celda del preso de las barbas.

Pete permanecía observando mientras los largos y blancos dedos del médico se movían con precisión sobre el rígido cuerpo. El doctor escuchó los latidos del corazón, y luego examinó la piel, la boca, las pupilas. Al fin movió la cabeza con desaliento.

—Ha muerto —dijo.

—¿Envenenado? —preguntó Pete.

Una vez más el doctor hizo un rápido examen del cuerpo.

—Eso es... y con un poderoso veneno. Quizá no lleve muerto ni cinco minutos —dictaminó.

Pete rezongó. Cinco minutos eran tan buenos —o tan malos— como cinco mil años. Alguien de Sutter´s Bend se había tomado el trabajo de cerrar para siempre la boca del bandido. ¿Quién podría haber sido? Pete tuvo una idea.

Corrió al restaurante.

—¿Quién pidió aquella comida para la prisión? —preguntó al dependiente.

—No lo sé con certeza. El individuo se paró en el callejón cerca de la ventana de la cocina. Ya sabe usted que aquello está muy obscuro. Pasaba en un carretón y me dijo que pusiera mi mejor chuleta al fuego.

—¿Era un individuo bajo, de nariz larga y mostacho caído?

—Bien pudiera ser bajo y tener mostacho. Pero no le pude distinguir bien en la obscuridad.

Pete se apresuró a volver a la prisión.

—¿Quién trajo aquella bandeja con comida? —preguntó a Hank.

—Un muchachito mejicano, sheriff.

Pete masticó su goma, pensativo. Era casi seguro que había sido el hombre de la cara de rata, el espía de Gunther, el que había encargado la comida y la había envenenado. A continuación habría dado unos céntimos a un muchacho mejicano para que llevase la bandeja a la prisión con encargo de entregarla a Carter, el bandido muerto. Pete llamó a Hicks “Miserias” y le hizo una descripción del hombre de la cara de rata.

—Búscamele, “Miserias” —le ordenó—. Registra todas las tabernas, garitos y guaridas Sutter´s Bend.

—¡Voy que vuelo, patrón! —contestó “Miserias”—. ¡Este gato será el que coja esa rata, si no se ha escabullido de la ciudad!