CAPÍTULO IV
EL ANUNCIO MISTERIOSO
Sam Teeping, director de “La Bonanza” de Sutter´s Bend, levantó la vista cuando los talones de Pete Rice hicieron crujir el piso de madera de la oficina del periódico. Pero Sam no cesó de trabajar. Sus deberes abarcaban todas las secciones de la publicación. Recogía noticias, las redactaba, las encabezaba, las escribía a máquina y hasta las componía en la imprenta.
—Perdóneme si sigo trabajando, sheriff —dijo Teeping—. Es preciso trabajar de firme para ganar de comer en este negocio. Si volviera a nacer, créame que escogería profesión muy diferente.
Pete se echó a reír.
—El hombre que quiere volver a vivir tienen por lo general, más confianza en si mismo que la mayoría de sus congéneres dijo de buen humor. Además, usted no se sentiría feliz en ninguna otra profesión.
Sam hizo una mueca de resignación.
—Bien, quizá sea así —concedió—. ¿Y qué le trae por aquí, sheriff?
—Vengo a propósito de un anuncio —contestó Pete—. Supongo que usted se fijará en los que aparecen en su periódico.
El viejo editor giró sobre su desvencijado sillón.
—¿A qué se refiere usted, sheriff?
Pete apoyó sus largas piernas en la barandilla que separaba la mesa de redacción del antedespacho.
—Verá usted, Sam. Deseo echar un vistazo a algunos anuncios recientes y, luego preguntarle a usted quién se los envió para publicarlos.
—No hay inconveniente. —Sam se dirigió a un montón de papeles colocados en un rincón de la habitación—. Aquí tiene los ejemplares del mes, sheriff. Busque lo que le interese. Yo, con su permiso, seguiré trabajando en este artículo de fondo.
Volvió a su tarea y Pete se dedicó a revolver el montón de polvorientos papeles.
Empezó por los ejemplares más modernos. Recorrió cuidadosamente sus páginas, en busca de la anhelada clave. De pronto se detuvo y se aproximó a la ventana con unos de los ejemplares. En aquel momento pasaba por delante Clive Foxleigh, el inglés montado en un brioso caballo.
Foxleigh agitó la cabeza, levanto la mano en saludo y siguió su camino.
Pete le correspondió con un gesto y volvió a fijar la mirada en el pequeño rectángulo de caracteres impresos que había atraído su atención. El anuncio decía así:
B. —Los caballos correrán el martes por la noche. Choupomouk. Tres. Cautela.
Pete volvió a leer el anuncio una y otra vez. Aquello tenía que significar algo. ¿Pero qué? La “B” podría referirse a Bentley; probablemente era así. Choupomouk Peak, un alto picacho de la sierra de Pompano. Pero no acompañaba nombre alguno al anuncio.
Pete frunció el entrecejo hasta convertir su frente en un mapa de arrugas.
Se aproximó al periodista y le puso el anuncio delante.
—¿Tiene idea de quién mandó insertar esto, Sam? —le preguntó.
Sam Teeping pegó sus ojos al periódico y miró por encima de los aros de sus lentes de concha.
—Sí. Lo recuerdo perfectamente. Vino por correo. Sin ningún nombre. Nada más que el anuncio y el dinero para la inserción.
—¿No sabe usted, por lo general, quiénes son sus anunciantes? —preguntó Pete.
—Sí. Generalmente. Pero no en este caso. En aquel sobre venía dinero contante y no era cosa de devolver el anuncio a tan buen cliente.
—¿Envió esa persona algo más?
—Sí. Otros dos. Pero no sé en qué números salieron. Puede usted buscar en los archivos, si quiere.
—¡Ya lo creo que buscaré! —dijo Pete decidido.
Dejó a Sam entregado a su trabajo y se dedicó otra vez a revolver la polvorienta pila de papeles. Había ya recorrido minuciosamente varios ejemplares sin resultado alguno cuando oyó un grito que venía de la calle principal. Pete corrió a la ventana y se asomó.
Clive Foxleigh, el inglés, estaba pasando un mal rato con su cabalgadura, uno de los caballos de la manada salvaje que Rex Galvin, el desbravador, había domado a medias solamente un par de días antes. El audaz inglés estaba dispuesto a mantenerse en la silla. Pero el indómito potro estaba más resuelto todavía a arrojarle de ella.
Pete se dio cuenta en seguida de que el animal pertenecía al tipo de los homicidas. Tenía las orejas extrañamente inclinadas hacia atrás. Sus ojos parecían casi blancos por completo. Foxleigh era un jinete experimentado, al estilo inglés, pero Pete pudo ver que era casi novicio en el manejo de potros como el que montaba en aquel momento.
El animal tenía malas intenciones; Pete se dio cuenta de ello a la primera mirada. Sus botes tenían la violencia de trallazos. Empezó a hacer la rueda.
Pete no pudo resistir más y se lanzó a la calle para agarrar al animal por la brida. Pero en el momento en que llegaba a la acera sucedió lo que temía.
El potro se sacudió como un perro mojado. Foxleigh se deslizó hacia un lado y se agarró al pomo. El animal dio un bote. Foxleigh seguía agarrado al pomo con todas sus fuerzas. Habría sido mejor que el caballo le hubiera desmontado, pues Pete pudo ver que corría peligro, mucho mayor, de quedar colgado del estribo.
El potro daba ahora saltos a lo largo de la calle, culebreando de un lado a otro. Pete corrió entonces hacia “Sonny”, su alazán, que descansaba plácidamente frente a la oficina del comisario Moline. Un instante después se encontraba sobre la silla y espoleaba al noble bruto.
Lo que tanto temía sucedió al fin. Foxleigh no había podido seguir agarrado al pomo del arzón. Su cuerpo iba resbalando hacia tierra. Pero una de sus botas no había podido abandonar a tiempo el estribo. El potro caracoleó hacia un lado: Foxleigh se deslizó hacia el otro. Y su bota quedó cogida en el estribo como en un tornillo. Se había agarrado ansiosamente con una mano a una parte de la silla, pero parecía ir perdiendo fuerzas.
Pete clavó las espuelas en los ijares de “Sonny”. Acostumbraba a tratar bondadosamente al alazán, pero aquello era cuestión de vida o muerte.
“Sonny” salió disparado, como una bala. Sus cascos, al batir el duro suelo, sonaban como el tableteo de una ametralladora.
—¡Vamos, muchacho! ¡Todo lo que puedas, compañero!” —le gritaba Pete Rice.
El alazán respondió con inteligencia casi humana. Sus finas patas batieron el aire con la velocidad del relámpago. ¡Hala, hala! El traqueteo de sus cascos se convirtió en un vertiginoso torrente de sonidos.
Foxleigh había soltado su débil agarradero. Colgaba ahora completamente del estribo. El animal botaba en saltos frenéticos. El cráneo del jinete chocó contra el duro empedrado de la calle.
“Sonny” se colocó a unos sesenta pies del enloquecido potro, y la mano de Pete buscó el rollo de cuerda que colgaba de su arzón. Un instante después el lazo trazaba círculos sobre su cabeza.
La cuerda salió disparada como una culebra, y fue a caer rodeando el sudoroso cuello del enloquecido caballo. Pete tiró del lazo con precaución; un tirón demasiado enérgico podría derribar al animal, que aplastaría con su peso al inerme jinete colgado del estribo.
Pete tiró, pues, gradualmente, procurando que “Sonny” fuese al mismo tiempo aproximándose. Y en el momento preciso se arrojó de la silla, agarrando la cuerda con mano firme, esforzándose por llegar a Foxleigh. Un segundo después desenganchaba del estribo de cuero el pie del jinete y colocaba su cuerpo semi inconsciente, fuera del alcance de los cascos del frenético bruto.
Rex Galvin, el desbravador, había salido precipitadamente de la talabartería del pueblo y sujetaba al animal por la brida. Pete llevó a Foxleigh hasta la acera, y le tendió en ella cuidadosamente.
Foxleigh mostraba sus blancos dientes de gamo en una débil mueca. Tenía un brazo magullado y una gran brecha en la cabeza, pero no había fractura.
—¡Vaya jinete que estoy hecho! —dijo con amargura—. Mejor será que en adelante me dedique a amaestrar “ponies”.
—Se sostuvo usted muy bien —le dijo Pete—. Pero ese caballo es un homicida. Siga mi consejo y no trate de montarle otra vez.
—¡Gracias, sheriff! Y gracias también por haber hecho lo que hizo. Me salvó usted la vida.
—¡Oh!, no hablemos de eso —dijo Pete, azorado.
Sam Teeping, Clem Rogers y un tropel de ciudadanos corrían hacia allí, y Pete trató de terminar rápidamente el incidente. Pero Foxleigh insistió en seguir hablando de él.
—¿Puedo hacer algo por usted, sheiff?
Pete hizo un gesto de impaciencia.
—El distrito me paga para que cumpla con mi deber-contestó con brusquedad —. Olvidelo. Y proporcionese un caballo bien domado para que le lleve a casa, si es que está en usted en condiciones de montar.
—Puedo hacerlo perfectamente —contestó el inglés, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo de los calzones—. Gracias de nuevo, sheriff.
Cojeando ligeramente, se abrió paso entre la curiosa multitud y se encaminó hacia las cuadras de alquiler para proporcionarse un nuevo caballo.
Pete regresó con Sam Teeping, mientras penetraban en el destartalado edificio.
—Creo que ahora podré ayudarle en aquel asunto, sheriff. He encontrado una pila de ejemplares recientes debajo de mi mesa. Estoy seguro de que son los que llevan un par de aquellos anuncios, y...
Se agachó para buscar bajo la mesa y, de pronto, levantó la mirada hacia Pete.
—¡Cosa más extraña! —exclamó—. Los papeles estaban aquí mismo cuando corrí a la calle. Los vi con mis propios ojos. ¡Y ahora no queda ni rastro!
Brillaron con dureza los grises ojos de Pete.
—Bien, si han desaparecido, no hay nada que hacer —dijo—. Sam, usted que conoce a casi todos los vecinos, ¿quién es ese Foxleigh?
—Dicen que es un Inglés con mucho dinero —contestó Teeping—. Es simpático, ¿verdad?
—Sí —dijo Pete secamente.
—Ha alquilado una de las más hermosas casas de la población —prosiguió Teeping—, y se dedica a coleccionar cosas como mantas de Navajo, cacharros, piedras indias de la buena suerte y otras chucherías.
El editor chasqueó los dedos.
—Hombre —dijo;— esto me trae una cosa a la memoria. Cuando llegó el último anuncio puse la copia en uno de estos cajones. Quizá lo encuentre.
Revolvió los cajones de su mesa, sacó algunos papeles y, finalmente, alargó uno a Pete:
—Aquí está, sheriff.
Pete examinó el papel. Era la misma escritura apretada y desfigurada que había visto en la misteriosa nota encontrada en la choza de Job Bentley. Decía así:
“Se recompensará bien al que informe acerca del paradero de dos piedras indias de la suerte. Llevan en uno de los lados una inscripción jeroglífica indio mexicana. Contestad a este periódico.”
Pete estudió el anuncio.
—¿Hubo alguna contestación? —preguntó a Sam.
—Sí, dos o tres, si mal no recuerdo.
—¿Y quién vino a buscar las respuestas?
—Un indio viejo que merodea por los alrededores de la estación y duerme en la sala de equipajes. Le llaman Cuito.
—Pues voy a ver si charlo un poco con él —dijo Pete.
* * *
Pete abandonó la redacción de “La Bonanza” y se dirigió a la estación del ferrocarril. Por el camino recogió a Teeny Buttley y a Hicks “Miserias”.
Ninguno de los comisarios había sido hasta entonces de mucha utilidad en el caso que ocupaba a Pete Rice. Se dedicaban a matar el tiempo y parecían muy mohínos. Pero quizá no tardara en llegar la ocasión de que sus rápidas pistolas y sus contundentes puños tuvieran que entrar en juego.
“Miserias”, cuyo oficio de barbero le había hecho maestro en habladurías y secretos de vecindad, manejaba de firme sus cortas piernas para mantenerse al nivel de las largas zancadas de Teeny Butler y Pete Rice.
—He vigilado mucho por aquí, patrón —informó a Pete—. Clem Rogers ha vuelto a su hacienda de “La Luna”. Y en cuanto a ese Foxleigh, que tú salvaste de hacerse trizas, se detuvo con Ransome Beale a tomar unas copas antes de marchar a casa. ¿Sabes lo que dicen de él, patrón? Pues dicen que es un lord o un duque o algo parecido. Creo que en Inglaterra le llaman Sir Clive Foxleigh.
—Bien, eso no le hace ni mejor ni peor —replicó Pete—. Los títulos tienen también su misión en la vida. Atraen la atención hacia mucha gente que, de otro modo, se encontraría perdida entre la morralla.
El trío había penetrado en la pequeña estación de ferrocarril. El jefe estaba ocupado en preparar algunas mercancías para su embarque.
—¿Está por aquí el indio que llaman Cuito? —le preguntó Pete.
El jefe se alejó y miró por una ventana.
—Creí que se encontraría junto a la vía —dijo—. Le gusta mucho ver llegar los trenes. Pero no está allí. Esto me hace recordar que hace horas que no veo al viejo. Quizá se encuentre durmiendo en la sala de equipajes. Es muy haragán.
Pete se dirigió a la sala de equipajes, situada a la derecha del depósito. Golpeó la puerta con violencia. No hubo contestación. La empujó y estaba cerrada. Se presentó el jefe con una llave.
—Sospecho que Cuito no está dentro —dijo—. Pero, de todos modos, voy a sacar un baúl que hay que facturar en el tren que está al llegar.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. La pequeña sala de equipajes, rara vez utilizada en aquella corta línea, era húmeda y obscura. Sus dos ventanas estaban llenas de polvo y espesas telarañas.
Pero la penetrante mirada de Pete Rice pudo ver pronto en la obscuridad. De un montón de cajas de madera y rollos de lona sobresalían dos piernas con zahones.
—Ahí está Cuito, dormido —dijo el jefe, mientras arrastraba un baúl hacia la puerta—. ¿Quién le encerraría aquí? No recuerdo que yo lo hiciera.
Pete se adelantó, contempló los pies calzados con mocasines, y se agachó al ver una mancha en el suelo. Parecía el rastro dejado por un sapo sobre un terrero arenoso. Pero era una mancha de sangre seca y coagulada. Un examen más atento reveló que la hoja de un cuchillo había atravesado el corazón del indio.
—Sí, está dormido, bien dormido —dijo lúgubremente Pete Rice—. ¡Pero no despertará jamás! Teeny, corre y tráete al joven que actúa de “coroner” suplente. “Miserias” se quedará aquí con el cadáver hasta que vuelvas.
—¿Y tú adónde vas, patrón? —preguntó “Miserias”.
—No tardaré en regresar —contestó el sheriff—. Voy a ver si charlo un rato con ese Clive Foxleigh.