CAPÍTULO VIII
FUEGO EN LA ESPESURA
Pete sabía, como los generales y los boxeadores hábiles, que hay un tiempo para la retirada y otro para el avance. Aquél era evidentemente el tiempo de la retirada... temporalmente, al menos.
Las balas zumbaban como abejas sobre las cabezas del sheriff y sus comisarios. Ocupaban una posición relativamente desamparada, y no podían confiar en que la suerte los protegiera indefinidamente. La luna iba subiendo, y si ellos decidían sostenerse donde se encontraban, los bandidos, apostados en lo alto del cañón, podrían ir cazándolos fácilmente. Pero Pete no tenía la menor intención de dejarse cazar como un conejo.
Hizo maniobrar a “Sonny” hábilmente y lo encaminó hacia la boca del desfiladero. Aunque también había enemigos por allí representaban el menor de los peligros. En aquel lugar tendrían que luchar al descubierto, y no parapetados como sus compañeros de la parte del cañón.
Silbaban y rebotaban las balas mientras los tres jinetes galopaban desalados hacia la boca del desfiladero. Y los 45 de Pete y sus comisarios contribuían al estrépito. Los bandidos, que habían creído poder cortarles la retirada, sufrieron una amarga decepción. Había allí como media docena de ellos. Tres volvieron grupas y no mostraron el menor deseo de combatir. Los otros tres abrieron fuego. Dos se desplomaron de sus sillas cuando los revólveres de “Miserias” y Teeny ladraron como perros rabioso. El tercero dio la vuelta a su caballo y siguió a sus más discretos compañeros, pero cortó el aire un característico siseo y caballo y jinete rodaron por el suelo.
Hicks “Miserias” había lanzado sus temibles “bolas”. Era un arma rudimentaria, compuesta por una tira de cuero, a la que iban unidos tres pesos. Uno de los clientes de la barbería de Hicks “Miserias” —antiguo gaucho argentino, y ahora vaquero en los alrededores de la Quebrada del Buitre— había regalado al comisario las bolas como una novedad, pero el barberillo no tardó en sacarles rendimiento práctico. Muchas veces, en sus luchas con los malhechores, las utilizaba en lugar del revólver. Eran casi tan eficaces, y ahorraban sangre. Estas bolas eran las que se habían enroscado en las delgadas patas del caballo que huía, derribándole.
Los policías no tuvieron tempo de detenerse para capturar al bandido caído. Siguieron galopando hacia la boca del cañón, y al llegar a un bosquecillo de álamos, desmontaron y buscaron abrigo para sus caballos.
Estaban todavía en peligro. Los proyectiles de los malhechores ocultos en el desfiladero se clavaban n los troncos de los árboles o cercenaban ramas enteras a su alrededor. No tenían blanco directo, pero procuraban desparramar el fuego, esperando que la ley de las probabilidades proporcionase a sus balas el obstáculo de un cuerpo humano.
Hicks “Miserias” escapó a la muerte por menos de una pulgada, cuando una posta le rozó la sien al sesgo y arrancó una partícula de carne el borde de su oreja izquierda.
Su revólver vomitaba llamas sin descanso. Pero Pete Rice se dio cuenta de que él y sus compañeros ocupaban un lugar poco estratégico. Todo lo que podían hacer era disparar hacia los fogonazos a medida que iban surgiendo.
El sheriff masticaba goma silenciosamente, reflexionando. Le llamó de pronto la atención que el humo de los revólveres de sus comisarios flotaba un momento en el aire de la noche... y después era arrastrado hacia el Este. ¡Y era en la parte Este donde los bandidos se habían parapetado!
Teeny Butler cogió el rifle que Pete había pedido prestado al comisario Les Moline. Teeny era de un temperamento más tranquilo que Hicks “miserias”. Había menos furia en sus ataques, pero procuraba no desperdiciar ni un tiro. Esperó, pues, la aparición de los fogonazos, y después apuntó con cuidado y disparó. Al tercer disparo se oyó un grito de dolor por la parte del cañón.
—¡Ya cayó uno, compañero! —dijo a “Miserias”—. ¡Escucha cómo aúllan los coyotes!
Pero Pete Rice veía que todavía estaban en gran desventajas. No podían retirarse sin peligro, pues a poca distancia empezaba un terreno muy poblado de bosque y los malhechores huidos podían estar acechando allí. Y en cuanto a seguir disparando contra los bandidos parapetados en el cañón, era casi malgastar en plomo. ¿Qué hacer? La segura puntería de Pete y sus compañeros no resolvía nada. Luchar, para Pete Rice, no era asunto de suerte o de conjetura. Él estaba acostumbrado a planear sus ataques y defensas con el frío cálculo de un general.
Teeny y “Miserias” se daban también cuenta de que la victoria, si es que llegaba, sería cosa muy lenta. Cada granizada de los del cañón llevaba en sí una posibilidad de muerte. Los comisarios podían de vez en cuando dejar a un bandido fuera de combate, pero había mil probabilidades contra una de que antes acabarían ellos con los comisarios.
El impetuoso “Miserias” sacudió la cabeza con desaliento.
—Patrón —dijo:— ¿no crees que sería mejor cargar contra ellos? Siguiendo aquí, no podremos hacer gran cosa.
—Eso es precisamente lo que quieren que hagamos —replicó Pete—. Si nos lanzamos contra sus posiciones, correremos a nuestros funerales. Y yo no estoy por darles gusto. Tengo otra idea —añadió con maliciosa sonrisa.
Sus grises ojos seguían todavía las volutas de humo de los recalentados revólveres de sus comisarios. El aire de la noche continuaba arrastrando aquel humo hacia el Este.
—Manteneos a cubierto, muchachos —ordenó:— Yo voy a adelantarme un poco, arrastrándome.
—Iremos contigo, patrón —dijo “Miserias” alborozado.
—No, quedaos aquí. Me propongo desalojar a esas ratas por medio del fuego. El fuego es un buen servidor, pero un mal amo. Y yo haré que nos sirva a nosotros y que les mande a ellos. Creo que el viento favorecerá mis propósitos.
El sheriff enfundó su 45 de culata de nácar, y empezó a arrastrase hacia el interior del cañón. Hacía semanas que no había llovido. Las malezas que cubrían las paredes del desfiladero estaban tan secas como huesos al sol. Si el viento le ayudaba, Pete podría convertir en victoria la inminente derrota.
La bala de un rifle se hundió en el tronco de un álamo, a sus espaldas, en el momento en que surgía de un grupo de árboles, arrastrándose. Se aventuró entonces a ponerse en pie y atravesar corriendo el espacio abierto. Los bandidos se dieron cuenta de que algo se movía por allí y le lanzaron una lluvia de balas.
Pero Pete logró llegar a unos matorrales y se arrojó a tierra tras ellos.
Casi inmediatamente cambió de posición con la agilidad de un indio. Las balas de los del cañón acribillaron el sitio que ocupara un momento antes.
Pete siguió avanzando a rastras, lentamente. El crujir de las ramas a su alrededor era como música para sus oídos, ya que le anunciaban que arderían como yesca. Pero los bandidos, desde su alto parapeto, debían haber descubierto la dirección de sus movimientos. Las balas cercenaban malezas y arbustos a su alrededor.
Los malhechores parecían presentir algún movimiento estratégico, y centraban su fuego sobre el sheriff. Uno de ellos se asomó tanto, que Pete pudo ver a la luz de la luna el cañón de su rifle. El sheriff sacó su Colt. Pero antes de que pudiera disparar, surgió un fogonazo del sitio en que habían quedado “Miserias” y Teeny.
El bandido del rifle lanzó un grito y su cuerpo cayó dando volteretas por el aire. El cadáver rebotó a pocos metros de Pete. Siguió a esto un momentáneo silencio, pero los malhechores no tardaron en reanudar su ataque con renovada furia. Sus descargas eran contestadas como en eco por los revólveres de los comisarios.
Pete se metió la mano en un bolsillo y sacó un fósforo. Se encontraba en la parte más espesa de un trozo de terreno cubierto de malezas secas. Rascó el fósforo y lo abrigó entre sus manos. En el momento de surgir la pequeña llama, una bala pasó rozando la cabeza de Pete. Pero éste conservó su calma y aproximó el fósforo a la hojarasca.
Se inició el fuego. Se elevó una tenue columna de humo azul que quedó flotando en el aire como una cortina opaca, que protegió a Pete en su retirada, haciéndole invisible a los tiradores.
El fuego se comunicó a las malezas que cubrían las paredes el desfiladero, con un lento movimiento serpenteante. Mil rojas lenguas surgieron por todas partes haciendo crepitar las plantas a su paso. Se elevaba el humo en oleadas de nubes que el viento arrastraba hacia el Este.
Salieron gritos del grupo de bandidos parapetados al borde del precipicio. Se veían enracimarse sus sombras a medida que les cercaba el fuego. Se daban cuenta del peligro. No podían saltar el escarpado talud para escapar de la amenaza. Y si esperaban allí mucho tiempo, el fuego se correría a ambos lados y les cortaría la salida.
—¡Eh, los de abajo! —gritó una voz.
Pete se agazapó en las malezas, fuera del alcance de las llamas.
—¿Qué queréis? —respondió, gritando también.
—Queremos parlamentar, sheriff. Te cedemos lo que cogiste en la chimenea de Clem si nos dejas salir de aquí.
Pete se echó a reír.
—¡Sois muy generosos! —gritó—. ¡Ya saldréis de ese agujero si no queréis morir achicharrados! Y aquí os esperamos con los brazos abiertos para llevaros a la cárcel.
Nada contestaron los sitiados. Las llamas seguían avanzando, crepitantes.
Salió de allá arriba un terrible juramento.
—¡Buena nos la has jugado, sheriff! —clamó un vozarrón—. Pero no te va a durar mucho la satisfacción. ¡Todos a una contra él, muchachos!
Cayó una granizada de plomo sobre las malezas en que Pete se había refugiado. Una de las balas le rozó la sien derecha. Y Pete sintió que se desvanecía.