CAPÍTULO IX
EL HOMBRE DE LA CARA DE RATA
Pete se dio cuenta del peligro que corría. Los bandidos luchaban ahora a la desesperada. Tenían la furia del puma malherido o de la culebra en sus contorsiones de agonía. Sus balas atravesaban la cortina de llamas e iban a enterrarse a ambos lado del sheriff. Pero Pete no contestó a sus disparos ni se movió una pulgada del sitio en que estaba. No quería darles a conocer su posición exacta.
La humareda se cernía ahora en negras nubes sobre el borde del Cañón y pequeñas lenguas de fuego lamían ya el parapeto de los bandidos. Era sólo cuestión de segundos el que éstos se rindiesen. Y Pete decidió resistir durante aquel espacio e tiempo.
Una bala rozó su hombro y sintió que la sangre caliente le corría por el brazo. Pero no lanzó un grito. Un instante después, una voz ronca, medio ahogada por el humo, propuso la rendición.
—¡Vamos a salir, sheriff!
Pete no contestó, teniendo algún engaño. Los bandidos habían cesado de disparar.
Pasaron diez segundos mortales, Se destacaron unas formas, iluminadas por el resplandor de las llamas. Corrían de un lado a otro como enloquecidas; por todas partes la cortina de fuego les cerraba el paso.
—¡Arrojad las armas! —gritó Pete—. Nos ofrecéis un blanco magnífico. ¡Vamos ya, o disparamos!
Los bandidos arrojaron sus revólveres. Al llegar a un repecho donde el terreno era más seguro, levantaron las manos. Uno las bajó un instante, pero fue sólo para frotarse los ojos inflamados por el humo. Todos estaban como mareados y caminaban con vacilantes pasos.
Eran seis, y dijeron que habían sido diez en un principio. Los revólveres de los comisarios habían librado a tres de ellos de la amenaza de la prisión. Pete envió a “Miserias” allá arriba a buscar un cuarto bandido cuya vida podría aún salvarse con adecuado tratamiento.
Los seis hombres se alinearon bajo el ojo vigilante del revólver de Pete Rice. Uno de los bandidos, que parecía el jefe, sonrió mostrando sus dientes ennegrecidos por el tabaco.
—Este humo no es muy agradable para los ojos, sheriff —dijo, pasándose un dedo por los párpados—. Si usted me lo permite, voy a...
Se abatió su mano con la velocidad del relámpago. Surgió una diminuta pistola de debajo de su camisa.
¡Crack! Restalló el látigo de Teeny Butler. Su tralla se enroscó en la mano que empuñaba el arma. El revólver cayó a tierra, rebotando.
—Si tú me lo permites —dijo Pete remedando al individuo—, voy a ponerte en condiciones de no intentar una nueva traición. Registradles a todos, Teeny.
Teeny lo hizo así y no encontró más arma que una gran navaja en el bolsillo de uno de ellos. Hicks “Miserias” descendía trabajosamente por la senda cargado con el bandido que había quedado en lo alto. Pero llevaba ya un cadáver. El desgraciado había muerto desangrado a causa de un balazo en el cuello.
La fila de malhechores clavó la mirada en el cuerpo que “Miserias” depositó en el suelo.
—Este ha escapado de lo que a vosotros os espera —dijo Pete al que parecía el jefe—. Voy a interrogaros y empezaré por ti. ¿Cuál es tu nombre?
El forajido, que lucía unas hirsutas babazas, enarcó las negras cejas.
—Hay quien me llama una cosa y hay quien me llama otra —contestó con desparpajo—. Usted puede aplicarme el nombre que quiera y quedarse satisfecho.
—¿Para quién trabajas? —insistió Pete.
—¿Le gustaría a usted saberlo? —fue la respuesta, todavía más desafiadora que la anterior.
Pete fulminó al individuo con la mirada.
—Hay por aquí muchos álamos a los que podrías servir de adorno —dijo—. Pero como yo represento a la ley, dejaré que la ley siga su curso. Si tienes que decir algo, si tienes que manifestar alguna cosa que quizá rebaje tu condena a presidio, ahora es la ocasión.
El barbudo individuo miró de soslayo a sus compañeros.
—Nada tengo que decir... por el momento —dijo con maliciosa intención.
—O. K. —rezongó Pete.— Allá tú.
Sabía cuando no debía insistir sobre un punto. Según todas las apariencias, el forajido hablaría cuando no le escuchasen sus compañeros.
Los prisioneros fueron atados formando cuerda y llevados a la población.
Los muertos quedaron detrás. Más tarde se enviaría a buscar sus cadáveres.
Había una pequeña multitud esperando a la puerta de la prisión de Sutter´s Bend cuando Pete y sus comisarios introdujeron a los prisioneros en el pequeño edificio de adobes.
Los grises ojos de Pete recorrieron el grupo allí congregado. Algunos de los que lo formaban eran ociosos, ávidos de emociones, que lo mismo acudían a ver llegar los trenes a la estación como a ver meter a los presos en la cárcel. Pero, en opinión de Pete, algunos podían ser también espías.
La mirada del sheriff fingió no conceder al hombre de la cara de rata más atención que lo corriente. Pero el rabillo del ojo no dejó de observar las reacciones del extraño individuo. Éste no tardó en apartarse disimuladamente de la multitud, encaminándose con afectada parsimonia hacia un callejón que desembocaba en la calle principal.
Pete se plantó de dos zancadas en la entrada del callejón y miró a lo largo. El hombre de la cara de rata, creyéndose ya libre de toda observación, caminaba apresuradamente, y al llegar al final de la calle echó a correr. ¿Qué relación podía tener con el asunto de los presos? No había duda de que había alguna.
Pete volvió a reunirse con sus comisarios cuando éstos hacían pasar al último prisionero por la puerta de la prisión.
—Encerradme bien a estos pájaros —ordenó—, y esperad aquí hasta que yo vuelva.
El sheriff echó a correr y, tras atravesar el callejón, salió a la calle principal. Todavía llegó a tiempo para ver al hombre de la cara de rata en el momento en que entraba en la taberna “El Filón de Oro”. Dos zancadas le bastaron a Pete para llegar y entrar también antes de que dejasen de oscilar las portezuelas empujadas por el perseguido. Pero el hombre de la cara de rata no esta ya en el salón. Pete miró a lo largo del mostrador y se asomó al reservado y a las mesas de juego. Todo estaba lleno de gente.
“El Filón de Oro” era la taberna más concurrida de Sutter´s Bend. Sus entretenimientos atraían a hombre de todas clases. Personas de posición como Ransome Beale y Mel Cantrell; individuos cultos como Clive Foxleigh y el Doctor Kent, que poseía un sanatorio en las afueras de la población; y también vagos, borrachos y fulleros de toda laya. Una vez más la penetrante mirada de Pete recorrió la taberna. El hombre de la cara de rata había entrado en el salón; de eso no había duda. Pero no era menos cierto que no se encontraba allí.
Había solamente una explicación. El hombre de la cara de rata tenía que haberse dirigido hacia la parte posterior de la casa donde Gunther, su panzudo propietario, tenía una especie de despacho. Pete Rice había estado en él en otra ocasión. Recordaba que tenía en el techo un tragaluz y que estaba instalado en una especie de prolongación de la casa, más baja que el resto del edificio. Si pudiera encaramarse al techo y asomarse al tragaluz, quizá se enteraría de algo interesante.
Pete giró sobre sus talones y salió pausadamente del salón. Pero en cuanto se encontró en el callejón que separaba “El Filón de Oro” del Hotel de Sutter´s Bend, aligeró el paso.
Recorrió el sombrío callejón. A su final encontró un barril de whisky. Lo hizo rodar hasta aproximarlo a la pared y se subió a él. Con sólo extender sus largos brazos y poner en acción sus acerados músculos, se encontró sobre el tejado. Se arrastró por él cautelosamente y llegó al tragaluz, a cuyo borde se tendió para mirar por el cristal.
Era claramente visible el interior de la pequeña habitación situada debajo. Una gran mesa de cubierta de corredera estaba ocupada por un hombre grueso y calvo. Frente a él, en una silla de respaldo recto se sentaba el individuo de la cara de rata.
Al principio, Pete no pudo oír su conversación. Alguien aporreaba un piano en la taberna, y el sheriff pudo ver que Gunther dirigía una mirada de impaciencia a la puerta del despacho y oyó que gritaba a su visitante. “¡Cierra esa maldita puerta! ¡Así no puede uno ni pensar!”
El de la cara de rata se puso en pie y se dirigió a la puerta. Pete había aprovechado el estruendo del piano para levantar la cubierta del tragaluz introduciendo bajo ella el cañón de su revólver. La pequeña abertura le permitía oír mejor.
El individuo cerró la puerta y volvió al asiento. Llegó hasta Pete el ronroneo de su voz, pero no sus palabras. No obstante oyó claramente el gruñido con que le contestó Gunther.
—¿Estás seguro de que Benge y Carter estaban entre ellos? Yo creía que eran lo bastante listos para no dejarse prender, ni aun por ese maldito Pete Rice.
—Estoy completamente seguro, Gunther. Los metieron a todos en la cárcel. Iban tiznados, como de humo.
El espía aproximó un poco más la silla a la mesa y, con gran disgusto de Pete, bajó la voz hasta convertirla en un cuchicheo. Parecía estar contando una historia bastante larga.
Pete se preguntó si podría levantar un poco más el tragaluz sin ser oído. Decidió probar. Desenfundó su segundo 45 y se arrastró hasta el otro lado del traga luz para meter el cañón a guisa de cuña. Al hacerlo, oyó un ruido que venía de lo alto del callejón. Se volvió y miró.
Un bulto negro se descolgaba desde una ventana del tercer piso del Hotel de Sutter´s Bend. A los pocos metros, el bulto se agarró a la cañería del agua adosada al costado del edificio, y se dejó deslizar.
El sheriff escudriñó en la oscuridad. No podía ver el rostro del presunto escalador, pero cuando éste llegó al nivel de las ventanas del segundo piso, un haz de luz descubrió primero un par de botas de montar, luego unos calzones muy ceñidos y, finalmente, una camisa a cuadros.
El rostro del individuo permaneció invisible durante todo el descenso. Pete sólo pudo ver la parte posterior de su cabeza. Al poco rato aterrizaba en el callejón y se escurría cautelosamente. Pete no hizo ademán de seguirlo, pero tomó nota mental del cuarto del hotel del que había visto descolgarse. Más tarde averiguaría quién ocupaba la habitación y si le faltaba algo. En este caso, no sería difícil localizar a un hombre que llevaba botas de montar, calzones ceñidos y camisa de cuadros. La población de Sutter´s Bend no era tan grande como para que tan estrafalario indumento pasase sin ser notado.
Por otra parte, un robo era cuestión baladí comparada con lo que él podría descubrir escuchando la conversación de Gunther con el hombre de la cara de rata. Pete introdujo cuidadosamente el cañón de su 45 bajo el marco del tragaluz, pero no pudo evitar un gesto de disgusto al percibir que parte del polvo allí acumulado caía en el despacho.
Gunther se dio cuenta también y, con rápido movimiento, se llevó la mano a la cadera. ¡Bang! ¡Bang! Dos disparos de su 45 perforaron el tragaluz. Los cristales cayeron hechos trizas sobre la mesa.
Pete se puso instantáneamente en pie y corrió hacia lo alto del tejado. No había razón para repeler el ataque. Además, no deseaba herir a Gunther, cuyo papel exacto en el misterio de Sutter´s Bend no tenía medios de conocer todavía.
Pete tenía que ocultar su presencia. Aun la pequeña información conseguida —el conocimiento de que Gunther y el hombre de la cara de rata estaban en relación con los malhechores recientemente encarcelados— podría ser utilizada con ventaja si los dos cómplices no se daban cuenta de que él la conocía.
El sheriff cruzó el tejado, se dejó caer al callejón y se apresuró a salir a la calle principal. Corría la gente hacia la taberna “El Filón de Oro”, atraída por el ruido de los disparos. Pete se mezcló entre la multitud y se abrió paso para penetrar el primero en la taberna.
Los clientes habían corrido en tropel hacia el despacho de atrás. Pete les siguió hasta allí. En seguida se dio cuenta de que el individuo de la cara de rata había desaparecido. Pero Gunther continuaba detrás de la mesa, empuñando todavía su Colt.
—De aquí han salido unos disparos —dijo Pete con severidad—. ¿Cuál ha sido la causa?
—Alguien ha tratado de atentar contra mí —contestó Gunther—. En mi negocio se tienen mucho enemigos. Oí ruido en el tragaluz y hasta me pareció ver el cañón de un revólver. Me apresuré entonces a disparar antes que el que me espiaba y noté que corría por el tejado. Debe de haber logrado escapar. ¿Hay algo de censurable en mi actitud? —preguntó, dirigiéndose a Pete—. Se trataba de defender mi vida. Y suerte que la conservo todavía. ¿Quiere usted tomar una copa conmigo, sheriff?
—No tengo tiempo, gracias —contestó Pete. Le urgía seguir la pista al hombre de la cara de rata. Encargaría a Hicks “Miserias” que averiguase la relación que él y Gunther tenían con los detenidos.
Pete se apresuró, pues, a despedirse, pero al llegar a la calle y asomarse al callejón, notó que había luz en la ventana del hotel por donde había saltado el misterioso escalador. Sería interesante averiguar quién ocupaba aquella habitación.
Penetró en el hotel y se aproximó al mostrador. El empleado le saludó afablemente. Casi todos los habitantes del distrito de Trinchera conocían al sheriff “Pistol” Pete Rice.
—¿En qué puedo servirle, sheriff? —preguntó el empleado.
—Puede usted darme ciertos informes —contestó Pete—. ¿Quién ocupa la habitación cuya ventana da sobre la taberna “El Filón de Oro”?
El empleado consultó un registro.
—Creo que es el número 31 —dijo, y sus ojos recorrieron la página—. Mr. Beale es el que ocupa esa habitación. Como usted sabe, vive en una casa de campo, pero vienen de vez en cuando a la ciudad para despachar sus asuntos. ¿Quiere usted verle?
—Sí, deseo hablar con él.
—Suba por esas escaleras hasta el tercer piso, tuerza después a la derecha y siga hasta el final del pasillo. Es la última puerta a mano izquierda.
Pete siguió las instrucciones y llegó sin dificultad ante la puerta del cuarto Nº 31. Llamó con viveza.
—Entre —dijo la voz de Ransome Beale. El sheriff hizo girar el pestillo y entró.
Ransome Beale estaba sentado ante una mesa que sostenía un cuarto de botella de whisky y un par de vasos. El asiento opuesto lo ocupaba un individuo que vestía botas de montar, calzones ceñidos y camisa a cuadros.
El individuo era Clive Foxleigh.