CAPÍTULO V

CASCOS HOMICIDAS

Al pasar por la calle principal para buscar a “Sonny”, Pete recaló en el despacho del comisario Les Moline y le dio cuenta de la muerte de Cuito, el indio. El rostro enérgico y redondo de Les Moline se puso serio al escuchar la noticia.

—Pete —dijo;— celebro que hayas caído por aquí con motivo de ese asunto de los caballos salvajes. Confieso que me vería muy apurado si tuviera que arreglármelas solo.

El comisario fumaba cigarrillos de papel de maíz y procedió a liar otro cilindro, pues el que estaba fumando le quemaba ya los dedos.

—Sam Teeping estuvo aquí y me dijo que le han robado nos periódicos —informó a Pete—. Creo que eran unos ejemplares que te interesaban. ¿Sabes lo que estoy pensado?

—¿Qué? —preguntó Pete.

—Pues que el autor del robo ha sido ese inglés Foxleigh. Te vio en la oficina del periódico. Armó entonces aquel barullo, quizá para hacerte salir de la casa, y uno de sus hombres lo aprovechó para robar los papeles mientras Sam estaba fuera.

Pete Rice había estado pensando lo mismo. Pero no dijo nada.

—No me gusta ese Foxleigh —prosiguió Moline, cuyo único defecto era la intolerancia. No le agradaban los forasteros, y particularmente los de otras nacionalidades—. Pero lo que no acabo de comprender es por qué Foxleigh ha arriesgado su vida sólo por hacerte salir a ti y a Sam Teeping de la redacción.

—No tiene nada de extraordinario —dijo Pete—. Los hechos actúan de modo diferente sobre cada individuo. Lo que hace a un hombre cobarde, convierte a otro en un desesperado. Tenme al corriente de todo lo que observes, Les —añadió, dirigiéndose hacia la puerta.

Salió a la calle, recogió a “Sonny” y saltó a la silla. Unos momentos después galopaba hacia la casa que Foxleigh había alquilado entre el rancho de “La Luna” de Clem Rogers y la extensa propiedad llamada La Horca.

* * *

Mientras Pete galopaba, sus angulares mandíbulas parecían guardar el compás con los cascos de “Sonny”. Masticaba goma y reflexionaba sin cesar sobre aquel nuevo y desconcertante caso que había surgido tan de repente, mientras se disponía a disfrutar sus proyectadas vacaciones.

¿Por qué había sido asesinado Job Bentley? ¿Qué poseía éste que tan desesperadamente deseaba su matador? Tal era la principal cuestión que se debatía en el cerebro de Pete Rice.

Los otros hechos, no menos emocionantes, tenían su explicación. Él, Pete Rice, había rehusado creer que la muerte de Job Bentley hubiese sido causada accidentalmente. Por lo tanto, el asesino de Bentley había tratado de quitar a Pete Rice de en medio antes de que las investigaciones siguieran adelante.

Los móviles del asesinato de Cuito no eran tampoco difíciles de adivinar. El homicida había visto entrar a Pete Rice en las oficinas de “La Bonanza” de Sutter´s Bend y revolver sus viejos archivos. Sabía, pues que Pete estaba enterado de que Cuito, el indio, había ido a buscar las respuestas de los misteriosos anuncios, y había matado a Cuito antes de que pudiera hablar y revelar el nombre del que le enviara a las oficinas del periódico.

Foxleigh era el que había visto a Pete en las oficinas. ¿Habría hecho el inglés deliberadamente que se desbocase su caballo para atraer a Pete y Teeping mientras un cómplice penetraba furtivamente en la Redacción y robaba los ejemplares que pudieran proporcionar una clave?

Pete recordaba ahora nuevos detalles que acentuaban sus sospechas sobre Foxleigh. Éste no había bajado a Charici Valley con Job Bentley en persecución de la manada de caballos salvajes.

Pero Foxleigh podría haber sido lo suficientemente cauto para mantenerse detrás ¿Habría enviado un cómplice? ¿Y habría sido ese mismo cómplice el que había robado los paquetes de periódicos de debajo de la mesa de Sam Teeping mientras Foxleigh sembraba la alarma en la calle principal?

En la imaginación de Pete Rice seguían amontonándose los indicios contra Foxleigh. Ante todo, el inglés era un forastero. Su pasado era por completo desconocido. Podría ser algún famoso impostor internacional que trabajase en aquella región con nombre supuesto, por razones sólo de él conocidas. Quizá sus manos se hubiesen manchado de sangre muchas veces antes de aquélla.

La mayor parte de los demás cazadores de la manada de caballos salvajes eran conocidos de Pete Rice o del comisario de Sutter´s Bend, Les Moline. Rex Galvin parecía fuera de toda sospecha. Era un muchacho alegre y bonachón que llevaba seis años trabajando para Mel Cantrell, dueño del rancho de la Horca.

Mel Cantrell y Ransome Beale eran ciudadanos de posición sólida y acreditada. Sus informes eran excelentes. García, el desbravador, nunca había estado en los calabozos de Sutter´s Bend, excepto cuando había tratado de beber toda la “tequila” que le pedía el cuerpo, en cuyas ocasiones se volvía bastante pendenciero.

Slim, Mike Curry, “Banty”, Tolliver, Reese Spence y demás rancheros y “punchers” que habían tomado parte en la caza de aquella noche, parecían hombres honrados e incapaces de cometer un crimen. Podían reñir y liarse a tiros, pero Pete no juzgaba a ninguno lo suficientemente malvado para asesinar a un hombre.

* * *

El sol iba hundiéndose lentamente cuando Pete ascendía por la senda de la loma camino de la casa de Foxleigh. Tras los picachos de los Pampanos se elevaba un haz de rayos dorados en forma de abanico.

El sheriff caminaba con cautela. El hombre que había construido aquella máquina infernal para matar al que había descubierto su delito no se contentaría con un solo atentado. Por esto Pete Rice había tenido la precaución de llevarse del despacho de Les Moline un buen rifle.

La cuesta de la loma era muy empinada. A largos trechos, y a ambos lados, estaba flanqueada por un precipicio. En algunos de los repechos, un hombre con un rifle podría hacer un buen blanco sobre el viajero que cruzase por allí.

Pete contempló, ensoñador, el panorama. Un poco más lejos, entre aquellos árboles y arbustos, había una región que hervía materialmente de caza. Pete nunca había matado animales por lo que algunos llaman “sport”, pero era tan buen tirador con un rifle como con un 45, y a menudo, en las sendas perdidas entre las montañas, su revólver le había proporcionado la cena. Estaba familiarizado con las costumbres de los animales salvajes.

Por consiguiente, salió de su ensueño al advertir que surgía un conejo por entre los árboles malezas de la ladera opuesta y que medio segundo después le seguía un coyote, delgado y hambriento. Pero el coyote no estaba cazando al conejo. Ambos huían ante la proximidad de otra criatura. ¿Un hombre?

El sheriff clavó sus espuelas en los ijares de “Sonny”. El alazán aceleró el paso. Pete buscaba el cobijo de una línea de árboles que se extendía a lo largo de la loma, y ya casi llegaba a ella cuando vio el fogonazo de un rifle al otro lado de la barranca.

Pero antes de que se oyese la detonación Pete había hecho alzarse a “Sonny” sobre sus ancas. La bala arrancó un trozo de corteza de un árbol próximo. Entonces Pete se arrojó del caballo, le palmoteó al flanco para que huyese y se ocultó entre unas malezas que crecían a un lado del sendero.

¡Buuuum! El rifle ladró de nuevo desde el otro lado de la barranca. La bala rozó los matojos a la derecha de Pete. Pero en el mismo instante chasqueó el rifle del sheriff. Había apuntado al fogonazo que brilló en la obscuridad.

El escopetero enemigo no contestó. ¿Le había alcanzado la bala de Pete? ¿Habría huido? Pete permaneció inmóvil unos momentos, luego se deslizó por entre la hierba en dirección a los árboles y se puso en pie detrás de uno de los troncos. Creyó percibir un movimiento a su espalda y envió una bala hacia allí. Pero tampoco hubo respuesta.

Avanzó, cautelosamente, de árbol en árbol; llegó a unos setos, donde “Sonny”, inteligentemente, se había detenido, y saltó a la silla.

Si había conseguido matar al pertinaz asesino tiempo tendría de encontrar su cadáver a la mañana siguiente. Ahora lo principal era llegar a la casa de Clive Foxleigh y ver si el inglés estaba en ella. De no ser así, la conducta de Clive Foxleigh se haría todavía más sospechosa.

* * *

Foxleigh estaba en casa. Apareció en pantuflas y bata cuando Pete fue introducido en su gabinete por uno de los sirvientes mejicanos.

Pastas, bizcochos, una tetera y una taza descansaban sobre una mesa, delante de la chimenea, en la que ardía un pequeño fuego, pues en la sierra y en aquella estación las noches eran algo frías. Dos enormes mastines ingleses reposaban ante los chisporroteantes leños.

Uno gruñó un poco cuando Pete penetró en la habitación, pero el otro, mas grande, se levantó y meneó la cola. Luego olfateó las botas de Pete y se dejó acariciar la cabeza. Foxleigh no pudo estar más amable.

—A esto lo llamo yo un golpe de buena suerte, sheriff —dijo, alargando la mano a Pete—. Siéntese delante del fuego. ¿Quiere una taza de té? Considérese como en su casa.

Pete se sentó. Uno de los mastines se enroscó a sus pies. Pete le volvió a acariciar la cabeza, y la cola del animal aporreó el suelo.

Foxleigh envió a su sirviente mejicano a buscar otra taza. Pete observaba al rubio inglés. Este parecía la cortesía personificada. ¿Fingía? ¿Era aquel hombre, al parecer tan complacido por la visita del sheriff, el que una hora antes había intentado matarle disparando desde el otro lado de la barranca?

Evidentemente, el agresor no podía haber sido el mismo Foxleigh. Pero Foxleigh parecía ser de esos hombres que pagan a otros para que ejecuten sus malas acciones.

El sirviente regresó con otra taza, y Foxleigh sirvió el té a su huésped. Pete Rice rara vez bebía té. Pero resolvió hacer un sacrificio en honor de Foxleigh. Siempre que tropezaba con delincuentes ladinos procuraba serlo más que ellos. Pero de nada servían tales métodos con un individuo como Foxleigh. El inglés, de ser culpable, tendría que ser vencido con otras armas. No era prudente insinuarle sus sospechas para ponerle en guardia.

—No sabe lo que me complace el que haya venido a verme, sheriff —dijo Foxleigh mientras llenaba de té la taza de Pete, dedicándose después a saborear el suyo con evidente delicia.

—Oh, no me lo agradezca. Tenía que resolver un asuntillo por aquí —contestó Pete. Y era verdad. Pero no dijo que el asuntillo era estudiar al mismo Foxleigh y tratar de sonsacarle para averiguar si tenía algo que ver con el asesinato de Job Bentley y de Cuito, el indio—. Parece que le gusta a usted mucho esta parte del mundo, ¿verdad, Mr. Foxleigh? —preguntó, para iniciar la conversación.

—¡Oh, esto es maravilloso, sheriff! Casi me ha hecho olvidar a Inglaterra.

—Lo dudo. Comprendo que un hombre pueda arrojar de su cabeza el recuerdo de su país natal, pero no de su corazón. ¿Se propone usted permanecer mucho tiempo en estos bosques, Mr. Foxleigh?

—Oh, sí, algún tiempo —contestó el inglés—. Quiero cazar bastante antes de marchar. Me gustaría tropezarme otra vez con aquella manada de caballos salvajes. —Foxleigh sorbió el resto de su té—. Mal le fue a aquel pobre de Bentley. Parecía un buen sujeto. Por cierto que me sorprendió el saber que usted sospecha que se trata de un asesinato. ¿Tiene usted algunos indicios?

—No muchos —contestó Pete, evasivo.

Se había levantado de su asiento y se dedicaba a observar la colección de curiosidades de Foxleigh: mantas de Navajo, cacharros, amuletos indios y puntas de flecha.

Unidas a algunas de éstas y a algunos ejemplares de alfarería, se veían pequeñas tarjetas relatando su historia. Pete examinó la escritura atentamente. No se parecía a la letra apretada que había visto en la nota dirigida a Bentley y en el original del anuncio publicado en “la Bonanza”.

Pero de ser culpable, Foxleigh se habría cuidado de que las letras no se pareciesen. Probablemente se trataba de un falsificador internacional capaz de cambiar su escritura a voluntad.

Una cosa es segura: si Foxleigh era el asesino de Job Bentley y Cuito, costaría trabajo poder entregarle a la justicia. El hombre era ingenioso, culto, experimentado... No sería tan fácil arrancarle una confesión. Habría que manejarle hábilmente. En resumen, que el asunto requería tiempo.

Pete estaba convencido de esto, cuando dando por terminada su extraña visita buscó un pretexto y se despidió de Foxleigh.

El mastín amigo siguió a Pete hasta el caballo. El sheriff le acarició de nuevo la cabeza antes de saltar a al asilla. Al marchar notó que Foxleigh le miraba de modo extraño.

*****

Era completamente de noche cuando Pete Rice galopaba sobre “Sonny” de regreso a la población. En un lugar en que el camino bordeaba Charici Valley, Pete oyó gritos. Rex Galvin, García, Mike Curry y el resto de los muchachos debían de andar otra vez tras aquel cauto jefe de la manada de caballos salvajes.

Por lo general, los caballos salvajes se acosaban sobre la meseta, llevando los cazadores animales de carga, provisiones para varios días y una reata de veloces potros para el acoso. Pero los boys de los ranchos de los alrededores recorrían el valle en sus ratos de ocio, no para cazar caballos, en el sentido regular de la palabra, sino para ver quién conseguía echar primero el lazo a aquel soberbio garañón de color castaño.

El sheriff hizo detenerse a “Sonny” y escuchó. No tardó en oír el extraño y sibilantes resoplido del caballo padre y, a continuación, los gritos de sus perseguidores.

La excitación de aquellos gritos contagió su sangre. Sería emocionante descender al valle por aquel intrincado sendero y capturar al garañón con ayuda de su seguro lazo y de la asombrosa velocidad de “Sonny”. Después llevaría al animal a la Quebrada del Buitre como regalo para Sam Hollis, uno de sus amigos y el más ardiente aficionado de todo Arizona a los buenos caballos.

Aunque fracasase en su empreño de atrapar el garañón, no habría perdido el tiempo. La carrera a través del valle le serviría para acercarse a la hacienda de Clem Rogers. O quizá encontrase al mismo Rogers entre los cazadores.

Pete Rice se sentía obsesionado por el nuevo caso. Tenía que obrar lenta y cautelosamente para coger a Foxleigh en algo; pro tratándose de Clem Rogers no eran necesarios tantos disimulos y se imponía la acción directa. Clem tenía muchas cosas que explicar: él era el que había llamado ladrón a Job Bentley, el que había registrado su cabaña y el que siempre se había conducido del modo más extraño. Además, tendría que justificar el empleo de su tiempo a la hora en que ocurrió el asesinato de Cuito, el indio.

El sheriff hizo galopar a “Sonny” sendero abajo, en dirección a Charici Valley. Al llegar a éste oyó los gritos de los cazadores hacia la parte Norte. Habían amontonado allí ramas y troncos para desviar al garañón hacia la garganta de un desfiladero que terminaba en el “cañón del Ciego”.

Pero los gritos y juramentos de los cazadores dijeron a Pete que el caballo había sido demasiado cauto para morder el cebo. Llegaba hasta allí el trueno de los cascos de la manada salvaje en su huída a través del valle, perseguidos una vez más por los excitados jinetes.

La manada acabó por diseminarse. Un grupo de yeguas, potros y algunos garañones corrían despavoridos, al parecer, sin rumbo fijo. Pete encaminó a “Sonny” hacia los jinetes que perseguían al núcleo principal, y ya iba a alcanzarlos cuando se vio detenido por un lamento inconfundible que salió de detrás de un montón de ramas colocado allí como obstáculo. Refrenó entonces a “Sonny” y se apeó precipitadamente.

Tras el montón de ramas apareció el cuerpo de un hombre tendido boca abajo. Pete le dio la vuelta suavemente. Encendió un fósforo en la suela de su bota. Su débil llama reveló las facciones de Clem Rogers, contorsionadas por la agonía. ¡Y en una de sus sienes veía la huella de un casco de caballo!