II
Diario de Eduardo:
En casa de los Vedel

(Continuación)

28 de septiembre.

«He encontrado a Raquel en la puerta del gran salón de estudio que está en el piso bajo del pensionado. Dos criadas limpiaban el suelo. Ella misma llevaba un delantal de sirvienta y tenía un trapo en la mano.

»—Ya sabía yo que podía contar con usted —me ha dicho tendiéndome la mano, con una expresión de tristeza dulce, resignada y, a pesar de todo, sonriente, más conmovedora que la belleza—. Si no tiene usted mucha prisa, lo mejor sería que subiera usted primero a hacer una pequeña visita al abuelo y luego a mamá. Si se enteran de que ha estado usted y no los ha visto, lo sentirán mucho. Pero resérveme usted un rato: tengo que hablarle imprescindiblemente. Venga aquí a buscarme; como usted ve, vigilo el trabajo.

»Por una especie de pudor no dice ella nunca: trabajo. Raquel ha querido borrarse toda su vida, y nada hay tan discreto ni tan modesto como su virtud. La abnegación es en ella tan natural que ninguno de los suyos sabe agradecerle su sacrificio perpetuo. Es la más bella alma de mujer que conozco.

»Subí al segundo, a las habitaciones de los Azaïs. El viejo no se mueve ya de su sillón. Me ha hecho sentarme a su lado y casi en seguida me ha hablado de La Pérouse.

»—Me preocupa saber que está sólo y quisiera persuadirle de que se viniese a vivir aquí. Ya sabe usted que somos viejos amigos. He ido a verle recientemente. Temo que el traslado de su querida esposa a Sainte-Périne, le haya afectado mucho. Su criada me dijo que no comía ya casi. Creo que, por lo general, comemos demasiado; pero en todo hay que observar una medida y pueden cometerse excesos en los dos sentidos. Le parece inútil que se guise para él sólo, pero si estuviese con nosotros, ver comer a los demás le animaría. Estaría aquí al lado de su encantador nieto, que sino no tendrá ocasión de ver; porque hay un viajecito desde la calle Vavin al barrio de Saint-Honoré. Por otro lado, no me gusta mucho dejar salir solo al niño por París. Conozco a Anatolio de La Pérouse desde hace mucho tiempo. Ha sido siempre un hombre raro. Esto no es un reproche; pero tiene un carácter un poco orgulloso y no aceptaría quizá la hospitalidad que le ofrezco sin compensación por su parte. He pensado, pues, que podría proponerle qbe vigilase las salas de estudio, lo cual no le fatigaría nada, y tendría, en cambio, la ventaja de distraerle, de hacerle salir un poco de sí mismo. Es un buen matemático y podría, en caso necesario, dar clases de Geometría o de Álgebra. Ahora que no tiene ya alumnos, sus muebles y su piano no le sirven para nada; debería dejar la casa; y como al venir aquí se ahorraría un alquiler, he pensado que, además, podríamos fijar de mutuo acuerdo un pequeño precio por su pensión, para dejarle más satisfecho y que no se creyese demasiado obligado. Debía usted intentar convencerle lo más pronto posible, porque con ese mal régimen temo que se debilite rápidamente. Además, la apertura de clases será dentro de dos días; sería conveniente saber a qué atenerse y si se puede contar con él… como puede él contar con nosotros.

»Prometí ir a hablar a La Pérouse a la mañana siguiente. Y como si se sintiera descargado de un peso:

»—¡Qué buen muchacho es Bernardo, su joven protegido! Se ha ofrecido a mí muy amablemente para ocuparse de algunas cosas de aquí; quería vigilar el estudio pequeño; pero temo que sea él también demasiado joven y no sepa hacerse respetar. He hablado largamente con él y me parece muy simpático. Con caracteres así se forjan los mejores cristianos. Es muy de lamentar, sin duda, que la dirección de esa alma haya sido falseada por su primera educación. Me ha confesado que no era creyente; pero me lo ha dicho en un tono que me da buenas esperanzas. Le he contestado que esperaba yo encontrar en él todas las cualidades necesarias para formar un buen soldadito de Cristo, y que debía preocuparse en hacer valer los talentos que Dios le había dado. Hemos releído juntos la parábola y creo que la buena semilla no ha caído en un mal terreno. Se ha mostrado conmovido por mis palabras y me ha prometido meditar en ello.

»Bernardo me había hablado ya de esa entrevista con el viejo; sabía yo lo que pensaba de aquello, de modo que la conversación se me hacía bastante penosa. Me levantaba ya para marcharme, pero él, reteniendo la mano que le tendí entre las suyas:

»—¡Ah! ¿No sabe usted? ¡He vuelto a ver a nuestra Laura! Sabía que esta querida niña había pasado un mes entero con usted en la hermosa montaña; parece ser que le ha sentado muy bien. Me alegra mucho saber que está de nuevo con su marido, que debía empezar a sufrir con su larga ausencia. Es una lástima que su trabajo no le haya permitido ir a reunirse con ustedes allí.

»Tiraba yo de mi mano para marcharme, sintiéndome cada vez más violento, pues ignoraba lo que Laura había podido contarle, pero con un gesto brusco y autoritario me atrajo hacia él e inclinándose sobre mi oído:

»—Laura me ha confiado que tenía esperanzas de… pero, ¡chist!… Prefiero que no se sepa todavía. Se lo digo a usted porque sé que está al corriente y porque usted y yo somos discretos. La pobre muchacha estaba toda confusa al hablarme y muy encarnada; ¡es tan reservada! Como se arrodilló ante mí, juntos hemos dado gracias a Dios por haberse dignado bendecir esta unión.

»Creo que hubiera ella hecho mejor en diferir esta confidencia, a la que no la obligaba aún su estado. De haberme consultado la hubiera aconsejado que esperase a ver de nuevo a Douviers antes de decir nada. Azaïs está ofuscado, pero no todos los de su casa son tan ingenuos.

»El viejo ha seguido ejecutando variaciones sobre diversos temas pastorales y luego me ha dicho que a su hija le alegraría volver a verme y he bajado otra vez al piso de los Vedel.

»Releo lo que antecede. Hablando así de Azaïs soy yo el que resulto odioso. Tal me parece a mí; y añado estas líneas dirigidas a Bernardo, para el caso en que su encantadora indiscreción le llevase a meter de nuevo la nariz en este cuaderno. A poco que siga tratando al viejo, comprenderá lo que quiero decir. Quiero mucho al viejo y “además”, como él dice, lo respeto; pero en cuanto estoy a su lado, me pongo fuera de mí, lo cual me hace bastante desagradable su compañía.

»Quiero mucho a su hija, la mujer del pastor. La señora Vedel se parece a la Elvira de Lamartine; una Elvira envejecida. Su conversación no carece de encanto. Le ocurre con frecuencia no terminar sus frases, lo cual da a su pensamiento una especie de esfumado poético. Crea el infinito con lo impreciso y lo inacabado. Espera de la vida futura todo lo que le falta en ésta; esto le permite ampliar indefinidamente sus esperanzas. Toma impulso sobre la estrechez de su suelo. El ver muy poco a Vedel, le permite imaginarse que le ama. El buen hombre está continuamente fuera, requerido por mil tareas, sermones, congresos, visitas de pobres y de enfermos. Le saluda a uno sólo de paso, pero, por eso mismo, más cordialmente.

»—Voy tan de prisa que no puedo charlar hoy.

»—¡Bah! Ya nos encontraremos en el cielo —le digo; pero él no tiene tiempo de oírme.

»—No tiene un momento suyo —suspira la señora Vedel—. Si supiese usted todo lo que se echa encima desde que… Como saben que no se niega nunca, todo el mundo le… Cuando vuelve por la noche viene tan cansado a veces que no me atrevo casi a hablarle por miedo a… Se da de tal modo a los demás que no le queda ya nada para los suyos.

»Y mientras me hablaba, me acordaba de ciertos regresos de Vedel, en la época en que vivía yo en el pensionado. Le veía cogerse la cabeza con las manos y clamar por un poco de descanso. Pero ya entonces pensaba yo que aquel descanso lo temía él quizá más que lo deseaba, y que lo más penoso que podía dársele era un poco de tiempo para reflexionar.

»—¿Tomará usted una taza de té? —me preguntó la señora Vedel, mientras una doncellita traía una bandeja con el servicio.

»—Señora, no hay bastante azúcar.

»—Ya le he dicho que es a la señorita Raquel a quien tiene que pedírselo. Vaya pronto… ¿Ha avisado usted a los señores?

»—El señor Bernardo y el señor Boris han salido.

»—Bueno, ¿y el señor Armando?… Dése prisa.

»Y luego, sin esperar a que la criada saliese:

»—Esta pobre muchacha acaba de llegar de Estrasburgo No tiene ninguna… Hay que decirle todo… ¿a qué espera usted?

»La criada se volvió como una víbora a la que hubiesen pisado:

»—Está abajo el señor inspector de estudios, que quería subir. Dice que no se va hasta que le paguen.

»La cara de la señora Vedel expresó una contrariedad trágica.

»—¿Cuántas veces tendré que decirle a usted que no soy yo la que se ocupa de los pagos? Dígale que se dirija a la señorita. ¡Ande!… ¡No puedo estar ni una hora tranquila! No sé realmente en qué está pensando Raquel.

»—¿No la esperamos para tomar el té?

»—No lo toma nunca… ¡Ah, esta apertura nos da tantas preocupaciones! Los inspectores de estudios que acuden piden precios exorbitantes; o si sus precios son aceptables, ellos en cambio no lo son. Papá ha tenido muchos motivos de queja contra el último; se ha mostrado con él demasiado débil; y ahora le amenaza. Ya ha oído usted lo que decía la muchacha. Toda esa gente no piensa más que en el dinero… como si no hubiese otra cosa importante en el mundo… Entretanto no sabemos cómo sustituirle. Próspero cree siempre que no hay más que rezar a Dios para que todo se arregle…

»La criada volvía con el azúcar.

»—¿Ha visto usted al señor Armando?

»—Sí, señora; vendrá en seguida.

»—¿Y Sara? —pregunté.

»—No regresa hasta dentro de dos días. Está en Inglaterra, en casa de unos amigos; en casa de los padres de esa muchacha que ha visto usted aquí. Han sido muy amables y me alegra mucho que Sara pueda… Es como Laura. Le he encontrado mejor cara. Esa estancia en Suiza, después de la temporada en el Mediodía, le ha hecho mucho bien y se ha mostrado usted muy cariñoso, logrando convencerla. Sólo el pobre Armando no ha salido de París en todas las vacaciones.

»—¿Y Raquel?

»—Sí, es verdad, ella tampoco. La han invitado por varios lados, pero prefiere quedarse en París. Además le hacía falta al abuelo. En esta vida no siempre se hace lo que se quiere. Esto mismo tengo que repetírselo, de cuando en cuando, a los niños. Hay que pensar también en los demás. ¿Es que se cree usted que no me hubiera divertido, a mí también, ir a pasearme a Saas-Fée? ¿Y Próspero? ¿Cree usted que cuando viaja es por su gusto? Armando, ya sabes que no quiero que vengas aquí sin cuello —añadió, viendo entrar a su hijo.

»—Mamaíta, me has enseñado religiosamente a no dar importancia al traje —dijo tendiéndome la mano—; y muy oportunamente, porque la planchadora no vuelve hasta el martes y los cuellos que me quedan están rotos.

»Recordé lo que me había dicho Oliverio de su compañero, y me pareció, en efecto, que una expresión de honda preocupación se ocultaba bajo su perversa ironía. El ros tro de Armando se había afinado; su nariz se afilaba, se arqueaba sobre sus labios enflaquecidos y descoloridos. Proseguía:

»—¿Le has comunicado al señor, tu noble visitante, que hemos agregado a nuestra compañía ordinaria y contratado, para la apertura de nuestra temporada de invierno, algunas “estrellas” sensacionales: al hijo de un senador creyente y al joven vizconde de Passavant, hermano de un autor ilustre? Sin contar dos adquisiciones que conoce usted ya, pero que no por eso son menos honrosas: el príncipe Boris y el marqués de Profitendieu: más algunas otras cuyos títulos y virtudes quedan por descubrir.

»—Como usted ve, no cambia —dijo la pobre madre, que sonreía ante aquellas bromas.

»Tenía yo tanto miedo a que empezase a hablar de Laura, que acorté mi visita y bajé lo más de prisa posible a buscar a Raquel.

»Se había levantado las mangas de su blusa para ayudar al arreglo del salón de estudios; pero se las volvió a bajar precipitadamente al verme acercar.

»—Me es penosísimo tener que recurrir a usted —empezó ella arrastrándome a una salita contigua, que sirve para las clases particulares—. Hubiese querido dirigirme a Douviers, que me lo había rogado; pero desde que he visto de nuevo a Laura he comprendido que no podía ya hacerlo…

»Estaba muy pálida y, al pronunciar estas últimas palabras, su barbilla y sus labios se agitaron con un temblor convulsivo que le impidió hablar durante unos instantes. Por temor a cohibirla, desvié de ella mi mirada. Se apoyó contra la puerta que había vuelto a cerrar. Quise cogerle la mano, pero ella la desprendió de las mías. Al fin continuó, con la voz como contraída por un violento esfuerzo:

»—¿Puede usted prestarme diez mil francos? La apertura se anuncia bastante nutrida y espero poder devolvérselos a usted muy pronto.

»—¿Cuándo los necesita usted?

»No respondió ella.

»—Creo llevar aquí un poco más de mil francos —seguí diciendo—. Mañana por la mañana completaré la cantidad… O esta misma noche, si es necesario.

»—No; basta que sea mañana. Pero si puede usted, sin que le cause extorsión, dejarme ahora mil francos…

»Los saqué de mi cartera y se los tendí.

»—¿Quiere usted mil cuatrocientos francos?

»Bajó la cabeza, dijo un “sí” tan débil que apenas le oí, y luego llegó vacilante hasta un banco de colegial, sobre el cual se dejó caer; y con los codos apoyados en el pupitre de delante, permaneció unos instantes con la cara oculta sobre el hombro, alzó la frente y vi que sus ojos estaban secos.

»—Raquel —le dije—, no le violente a usted haberme pedido esto. Me satisface mucho poderla ayudar.

»Me miró ella gravemente:

»—Lo que me resulta penoso es tener que rogarle que no hable de esto a mi abuelo, ni a mamá. Desde que me han encargado de las cuentas del pensionado, les dejo creer que… en fin, lo ignoran todo. No les diga usted nada, se lo suplico. Abuelo es muy viejo y mamá se mata trabajando.

»—Raquel, no es ella la que se mata trabajando… sino usted.

»—Ella ha trabajado mucho; hoy está cansada. Ahora me toca a mí. No tengo otra cosa que hacer.

»Decía con toda sencillez estas palabras tan sencillas. No notaba yo en su resignación amargura alguna, sino, al contrario, una especie de serenidad.

»—Pero no crea usted que la cosa va mal —siguió ella diciendo—. Es, simplemente, un momento difícil porque algunos acreedores se muestran impacientes.

»—Hace un rato he oído decir a la criada de un inspector de estudios que reclamaba lo que se le debía.

»—Sí, ha venido a armar un escándalo muy desagradable al abuelo, que no he podido, desgraciadamente, evitar. Es un hombre brutal y vulgar. Tengo que ir a pagarle.

»—¿Quiere usted que vaya yo por usted?

»Titubeó un momento, esforzándose en vano por sonreír.

»—Gracias. Pero no; es preferible que vaya yo… Venga usted conmigo, si quiere. Me da un poco de miedo. Si lo ve a usted, no se atreverá, seguramente, a decir nada.

»El patio del pensionado domina por unos escalones el jardín que lo prolonga y del que está separado por una balaustrada, sobre la cual se apoyaba el maestro, con los codos hacia atrás. Se cubría con un gran fieltro y fumaba en pipa. Mientras Raquel parlamentaba con él, Armando se acercó a mí.

»—Raquel le ha dado a usted un sablazo —dijo cínicamente—. Llega usted que ni de encargo para sacarla de un momento feo. La culpa es, otra vez, de Alejandro, ese cochino hermano mío, que se ha entrampado en las colonias. Ha querido ella ocultárselo a mis padres. Había ya cedido la mitad de su dote para aumentar un poco la de Laura; pero ahora se le ha ido el resto. Apuesto a que no le ha dicho a usted nada de eso. Su modestia me exaspera. Es una de las bromas más siniestras de este asqueroso mundo: cada vez que alguien se sacrifica por los demás, puede uno estar seguro de que vale más que ellos… ¡Lo que ha hecho ella por Laura! ¡Y cómo se lo ha pagado la indigna!…

»—¡Armando! —exclamé, con enojo—. ¡No tiene usted derecho a juzgar a su hermana!

Pero él continuó con una voz entrecortada y silbante:

»—Al contrario; precisamente porque no soy mejor que ella, es por lo que la juzgo. Sé lo que digo. Raquel, por su parte, no nos juzga. Ella no juzga nunca a nadie… Sí, la indigna… Le juro a usted que no he necesitado embajadores para decirle lo que pienso de ella… ¡Y usted, que ha tapado y que ha protegido todo esto! Usted, que sabía… El abuelo está ciego. Mamá procura no comprender nada. En cuanto a papá, apela al Señor: es más cómodo. A cada nueva dificultad, se pone a rezar y deja a Raquel que se las arregle. Lo único que desea es no advertir nada. Corre, se agita, no está casi nunca en casa. Comprendo que se ahogue aquí; yo estallo. Procura aturdirse, ¡caray! Entretanto, mamá hace versos. ¡Oh, no me burlo de ella! Yo también los hago. Pero, al menos, yo sé que soy un indecente y no he intentado nunca pasar por otra cosa. Dígame usted si no es asqueante: el abuelo echándoselas de “caritativo” con La Pérouse porque necesita un inspector de estudios…

»Y de pronto:

»—¿Qué se está atreviendo el cochino ese a decir a mi hermana? Si no la saluda al irse, le rompo la cara de un puñetazo…

»Se lanzó hacia el exigente y creí que iba a pegarle. Pero el otro, al verle acercarse, saludó con un gran sombrerazo declamatorio e irónico y después se adentró bajo la bóveda. En cuyo momento la puerta cochera se abrió para dejar paso al pastor. Venía de levita, sombrero de copa y guantes negros, como quien llega de un bautizo, o de un entierro. El ex inspector y él cambiaron un saludo ceremonioso.

»Raquel y Armando se acercaban. Cuando Vedel les alcanzó cerca de mí:

»—Está todo arreglado —dijo Raquel a su padre.

»Éste la besó en la frente:

—¿Qué te decía yo, hija mía? Dios no abandona nunca a quienes se confían a Él.

»Y luego, tendiéndome la mano:

»—¿Se va usted ya?… Hasta uno de estos días, ¿verdad?