IX
Eduardo y Oliverio vuelven a verse

No tendríamos que deplorar nada de lo que sucedió a continuación, con sólo que la alegría que sintieron Eduardo y Oliverio por volverse a ver hubiera sido más expresiva; pero una singular incapacidad de medir su crédito en el corazón y en el espíritu del prójimo les era común y les paralizaba a ambos; de modo que, al creerse que era el único emocionado cada uno de ellos, preocupado enteramente por su propia alegría y como avergonzado de sentirla tan viva, sólo le preocupaba a cada uno no dejarla traslucir con exceso.

Esto fue lo que hizo que Oliverio, lejos de ayudar a la alegría de Eduardo contándole el apresuramiento con que había ido a su encuentro, creyese conveniente hablar de un encargo que había tenido que hacer precisamente aquella mañana, como para disculparse por haber acudido. Excesivamente escrupulosa, su alma era hábil para persuadirse de que quizá Eduardo encontraba inoportuna su presencia. No bien hubo mentido, enrojeció. Eduardo sorprendió aquel rubor y, como desde el principio había cogido el brazo de Oliverio, apretándole cariñosamente, creyó, también por delicadeza, que era aquello lo que le hacía enrojecer.

Díjole primero:

—Me esforzaba en creer que no estarías allí; pero en el fondo estaba seguro de que vendrías.

Le pareció que Oliverio veía cierta presunción en aquella frase, oyéndole responder con aire desenvuelto:

—Tenía precisamente un encargo que hacer en este barrio.

Eduardo soltó el brazo de Oliverio y su exaltación se disipó inmediatamente. Hubiera querido preguntar a Oliverio si había éste comprendido que aquella postal dirigida a sus padres, la había escrito para él; a punto de interrogarle, no se atrevía sin embargo. Oliverio, temiendo aburrir a Eduardo o que éste le juzgase mal si hablaba de sí mismo, callaba. Miraba a Eduardo y le sorprendía cierto temblor en sus labios, y en seguida bajaba los ojos. Eduardo deseaba a la vez aquella mirada y temía que Oliverio le creyese demasiado viejo. Arrollaba nerviosamente entre sus dedos un trozo de papel. Era el resguardo que acababan de entregarle en la consigna, pero no se fijaba lo más mínimo.

—Si fuera el resguardo de la consigna —se decía Oliverio, viendo cómo lo arrugaba y cómo lo tiraba después— no lo tiraría.

Y se volvió un momento para ver cómo el viento arrastraba aquel pedazo de papel lejos, a su espalda, sobre la acera. Si hubiese mirado más tiempo habría podido ver que lo recogía un muchacho. Era Bernardo que les iba siguiendo, desde que salieron de la estación… Entretanto, Oliverio se desesperaba de no encontrar nada que decir a Eduardo, y el silencio entre ellos se hacía intolerable.

—Cuando lleguemos frente al liceo Condorcet, se repetía, le diré: «Ahora tengo que marcharme; hasta la vista.» Luego, una vez frente al liceo, se concedió una nueva tregua hasta la esquina de la calle de Provenza. Pero Eduardo, a quien aquel silencio pesaba igualmente, no podía admitir que se separasen así. Arrastró a su compañero a un café. Quizá el oporto que les sirvieron ayudaría a vencer su azoramiento.

Bebieron.

—Por tus éxitos —dijo Eduardo alzando su copa—. ¿Cuándo es el examen?

—Dentro de diez días.

—¿Y te encuentras preparado?

Oliverio se encogió de hombros.

—Eso nunca se sabe. Basta con estar en mala disposición ese día.

No se atrevía a contestar «sí», por miedo a mostrar demasiado aplomo. También le cohibía el deseo y el temor que sentía a la vez de tutear a Eduardo; se contentaba con dar a cada una de sus frases un giro indirecto del que estaba excluido, al menos, el «usted», de manera que quitaba con ello precisamente a Eduardo la ocasión de solicitar un tuteo que este último deseaba, y que había obtenido sin embargo, lo recordaba bien, días antes de su marcha.

—¿Has trabajado mucho?

—Bastante. Pero no tanto como hubiese querido.

—A los buenos trabajadores les parece siempre que podrían trabajar más aún —dijo Eduardo sentenciosamente.

Dijo esto involuntariamente, y en seguida encontró su frase ridícula.

—¿Sigues haciendo versos?

—De tiempo en tiempo… Tendría gran necesidad de consejos.

Alzaba los ojos hacia Eduardo: «de consejos de usted», quería él decir; «de tus consejos». Y la mirada, a falta de la voz, lo expresaba tan bien, que Eduardo creyó que decía aquello por deferencia o por amabilidad. Pero, ¿qué necesidad tenía de responder y con tanta brusquedad?:

—¡Oh, los consejos! Debe uno saber dárselos a sí mismo, buscarlos entre los camaradas; los de los mayores no valen nada.

Oliverio pensó: —No se los he pedido, sin embargo; ¿por qué protesta?

A cada uno de ellos le exasperaba el no poder mostrar más que sequedad y desasosiego; y cada uno de ellos, al notar la molestia y la irritación del otro, creía ser objeto y causa de ellas. Semejantes situaciones no pueden producir nada bueno, como no suceda algo que las resuelva. Y no sucedió nada.

Oliverio se había levantado de mal talante. La tristeza que había experimentado al despertar, por no ver ya a Bernardo a su lado y por haberle dejado marchar sin despedirse de él, aquella tristeza, disipada un instante por la alegría de ver otra vez a Eduardo, le invadía como una sombría oleada, sumergiendo todos sus pensamientos. Hubiese querido hablar de Bernardo, contarle a Eduardo todo, interesarle por su amigo.

Pero la menor sonrisa de Eduardo le hubiese herido y su expresión habría traicionado los sentimientos apasionados y tumultuosos que le agitaban, o hubiera quizá corrido el riesgo de parecer exagerada. Callaba; sentía que sus rasgos se endurecían; hubiese querido echarse en los brazos de Eduardo y llorar. Eduardo se equivocaba ante aquel silencio, ante la expresión de aquel rostro contraído; sentía demasiado cariño para no perder todo aplomo. No se atrevía apenas a mirar a Oliverio, a quien hubiese querido estrechar en sus brazos y mimar como a un niño; y al encontrarse con su mirada tristona:

—Es eso —pensaba—. Le aburro… Le canso, le irrito. ¡Pobre pequeño! No espera más que una palabra mía para marcharse.

Y Eduardo pronunció, irresistiblemente, aquella palabra, por compasión hacia el otro.

—Ahora debes marcharte. Estoy seguro de que tus padres te esperan para almorzar.

Oliverio, que pensaba lo mismo, se equivocó a su vez. Levantóse precipitadamente y le alargó la mano. Quiso decir al menos a Eduardo: —¿Cuándo volveré a verte? ¿Cuándo volveré a verle? ¿Cuándo nos veremos?

Eduardo esperaba estas palabras. No oyó más que un vulgar: —Adiós.