XVII
La velada en Rambouillet

—Me interesaría más por los animales si me interesase menos por los hombres —había dicho Roberto. Y Vicente respondió:

—Acaso cree usted a los hombres demasiado diferentes de ellos. No existe ningún gran descubrimiento en zootecnia que no haya tenido su repercusión en el conocimiento del hombre. Todo eso se toca y se relaciona; y creo que un novelista que se precie de psicólogo, no aparta nunca impunemente los ojos del espectáculo de la naturaleza ni permanece ignorante de sus leyes. En el Diario de los Goncourt, que me dejó usted para leer, se fijó mi atención en el relato de una visita a las galerías de historia natural del Jardín de Plantas, donde sus deliciosos autores lamentan la escasa fantasía de la Naturaleza o del Buen Dios. La tontería y la incomprensión de su limitado espíritu se manifiestan en esa pobre blasfemia. ¡Qué diversidad, por el contrario! Parece que la naturaleza ha ensayado alternativamente todas las maneras de estar viva, de moverse, ha empleado todas las concesiones de la materia y de sus leyes. ¡Qué lección en el desistimiento progresivo de ciertas empresas paleontológicas, irracionales e inelegantes! ¡Qué economía ha permitido la subsistencia de ciertas formas! La contemplación de éstas me explica el abandono de las otras. Hasta la botánica puede instruirnos. Cuando examino una rama observo que en el interior del ángulo de cada una de sus hojas, cobija un botón, capaz, al año siguiente, de vegetar a su vez. Cuando observo que de tantos botones, dos todo lo más se desarrollan, condenando a la atrofia, por su propio crecimiento, a todos los demás, me permito pensar que igual sucede con el hombre. Los botones que se desarrollan naturalmente son siempre los botones terminales, es decir, los que están más alejados del tronco familiar. Sólo la talla o el arqueamiento, al rechazar la savia, la obligan a animar los gérmenes cercanos al tronco, que hubiesen permanecido dormidos. Y así es como se hacen fructificar las especies más reacias que, de haberlas dejado medrar libremente, no hubiesen producido, sin duda, más que hojas. ¡Ah! ¡Qué buena escuela es un vergel, un jardín! ¡Y qué buen pedagogo podría hacerse, muchas veces, de un horticultor! Aprende uno más cosas, con frecuencia, por poco que se sepa observar, en un corral, en una perrera, en un acuario, en un conejar o en un establo que en los libros, e incluso, créame, que en la soledad de los hombres, donde todo está más o menos falsificado.

Vicente habló luego de la selección. Expuso el método corriente de los técnicos para conseguir los más bellos semilleros; su elección de las muestras más robustas, y aquella fantasía experimental de un horticultor audaz que, por horror a la rutina, diríase casi que por provocación, imaginó elegir por el contrario los individuos más débiles, y las floraciones incomparables que obtuvo.

Roberto, que al principio únicamente escuchaba a medias, como quien espera sólo aburrirse, no intentaba ya interrumpir. Su atención encantaba a Lilian, como un homenaje a su amante.

—Debías hablarnos —le dijo— de lo que me contabas el otro día de los peces y de su acomodamiento a los grados de salinidad del mar… ¿Es eso, verdad?

—Aparte de ciertas regiones —prosiguió Vicente—, ese grado de salinidad es aproximadamente constante; y la fauna marina no soporta generalmente más que variaciones de densidad muy pequeñas. Pero las regiones de que yo hablaba no están, sin embargo, deshabitadas; son las que se hallan sujetas a importantes evaporaciones, que reducen la cantidad de agua en relación con la proporción de sal, o aquellas, por el contrario, en que una aportación constante de agua dulce diluye la sal, y por decirlo así, desala el mar, las que están cercanas a las desembocaduras de los grandes ríos o a ciertas enormes corrientes, como la denominada del Golfo. En esas regiones, los animales llamados «estenohalinos» languidecen y van allí a perecer; y como son entonces incapaces de defenderse de los animales llamados «euryhalinos», en cuya presa se convierten, inevitablemente, los «euryhalinos» viven con preferencia en los confines de las grandes corrientes, donde la densidad de las aguas cambia, allí donde van a agonizar los «estenohalinos». Habrá usted comprendido, ¿verdad?, que los «esteno» son los que soportan tan sólo siempre el mismo grado de salinidad. Mientras que los «eury»…

—Son los desalados —interrumpió Roberto, que relacionaba con él toda idea y que no consideraba en una teoría más que aquello de que podría hacer uso.

—La mayoría de ellos son feroces —añadió Vicente, con gravedad.

—¡Cuando yo te decía que valía eso por todas las novelas! —exclamó Lilian, entusiasmada.

Vicente, como transfigurado, permanecía insensible al éxito. Estaba extraordinariamente serio y agregó en un tono más bajo, como si hablase consigo mismo:

—El descubrimiento más asombroso de estos últimos tiempos —al menos el que más me ha enseñado— es el de los aparatos fotogénicos de los animales de grandes profundidades.

—¡Oh, cuéntanos eso! —dijo Lilian, que dejaba apagar su cigarrillo y deshacerse el helado que acababan de servirles.

—La luz del día, como sabrán ustedes, sin duda, no penetra mucho en el mar. Sus profundidades son tenebrosas… abismos inmensos, que han podido creerse durante mucho tiempo deshabitados; más adelante, los dragados realizados han traído de esos infiernos una gran cantidad de animales extraños. Estos animales eran ciegos, según se creía. ¿Qué falta hace el sentido de la vista en la oscuridad? No tenían ojos, evidentemente; no podían, no debían tenerlos. Se les examinó, sin embargo, y se comprobó, con estupor, que algunos tenían ojos; que los tenían casi todos, contando a veces, por añadidura, con unas antenas de una sensibilidad prodigiosa. Se dudaba aún; se maravillaban los sabios: ¿para qué unos ojos?, ¿para no ver nada? Ojos sensibles, pero sensibles ¿a qué?… Y he aquí que se descubre al fin que cada uno de esos animales, que al principio se creía oscuros, emite y proyecta ante él, a su alrededor, «su» luz. Cada uno de ellos alumbra, ilumina, irradia. Cuando, ya de noche, los extraían del fondo del abismo y los echaban sobre la cubierta del barco, la noche parecía deslumbrada. Fuegos movedizos, vibrantes, versicolores, faros giratorios, centelleos de astros, de pedrerías, cuyo esplendor, según nos dicen quienes los han visto, nada puede igualar.

Vicente enmudeció. Permanecieron sin hablar largo rato.

—Volvamos; tengo frío —dijo Lilian de pronto.

Lady Lilian se sentó junto al chófer, un poco resguardada por el parabrisas. En el fondo del coche descubierto, los dos hombres siguieron hablando entre ellos. Durante casi todo el almuerzo, Roberto había guardado silencio, escuchando charlar a Vicente; le llegaba ahora su turno.

—Peces como nosotros, mi buen Vicente, agonizan en las aguas tranquilas —dijo primero, dando una palmada en el hombro de su amigo. Se permitía algunas familiaridades con Vicente, pero no hubiese soportado la recíproca; por lo demás, Vicente no era inclinado a ello.

—¿Sabe usted que le encuentro asombroso? ¡Qué conferenciante sería usted! Palabra: debía usted dejar la medicina. No le imagino a usted prescribiendo laxantes y en compañía de los enfermos. Una cátedra de biología comparada, o algo por el estilo, es lo que necesitaría usted…

—Ya he pensado en ello —dijo Vicente.

—Lilian debiera conseguirle eso, interesando en sus investigaciones a su amigo el príncipe de Monaco, que es, según creo, del oficio… Tengo que hablarla.

—Ya me ha hablado ella.

—Entonces, ¿no hay, realmente, medio de hacerle un favor? —dijo, afectando cierto enfado—; yo que iba, precisamente, a pedirle a usted uno.

—Será usted a su vez el que tenga que estarme agradecido. Me cree usted de mala memoria.

—¡Cómo! ¿Piensa usted todavía en los cinco mil francos? ¡Pero si me los ha devuelto usted, querido! No me debe usted nada… nada más que un poco de amistad, si acaso.

Añadía esto en un tono casi cariñoso, poniendo una mano sobre el brazo de Vicente.

—A su amistad voy a apelar.

—Le escucho —dijo entonces Vicente.

Pero en seguida, Passavant protestó, adjudicando su impaciencia a Vicente.

—¡Qué prisa tiene usted! Espero que de aquí a París, tendremos tiempo.

Passavant era especialmente hábil en endosar a otro sus propias variaciones de humor, y todo cuanto él prefería desaprobar. Luego, fingiendo abandonar aquel tema, como esos pescadores de truchas que, por miedo a espantar su presa, tiran muy lejos el cebo y después lo van trayendo insensiblemente:

—A propósito, le agradezco que me haya enviado su hermano. Temí que se olvidase usted.

Vicente hizo un gesto. Roberto continuó:

—¿Le ha visto usted después?… No ha tenido tiempo, ¿verdad?… Entonces es curioso que no me haya usted preguntado noticias de esa conversación. En el fondo, le es a usted indiferente. Se desliga usted por completo de su hermano. Lo que piensa Oliverio, lo que siente, lo que es y lo que quisiera ser, son cosas por las que no se preocupa usted nunca…

—¿Es un reproche?

—Hombre, sí. No comprendo, no admito su apatía. Cuando estaba usted enfermo, en Pau, pase; no debía usted pensar más que en usted; el egoísmo formaba parte del tratamiento. ¡Pero ahora!… ¡Cómo! Tiene usted a su lado ese juvenil temperamento vibrante, esa inteligencia en acecho, llena de promesas, que espera sólo un consejo, un apoyo…

Olvidaba, en aquel momento, que él también tenía un hermano.

Vicente, sin embargo, no era nada tonto; la exageración de aquella salida, le revelaba que no era muy sincera, que la indignación se mostraba allí para traer otra cosa. Callaba, esperando que llegase. Pero Roberto se detuvo en seco; acababa de sorprender, a la luz del cigarrillo de Vicente, un extraño gesto en los labios de éste, que le pareció de ironía; y lo que más temía en el mundo era la ironía. ¿Fue aquello, sin embargo, lo que le hizo cambiar de tono? Me pregunto si fue más bien la brusca intuición de una especie de connivencia entre Vicente y él… Prosiguió, pues, simulando una perfecta naturalidad y como diciendo «con usted no es necesario fingir»:

—Pues tuve con el joven Oliverio una conversación de las más agradables. Me gusta mucho ese muchacho.

Passavant intentaba apresar la mirada de Vicente (la noche no era muy oscura); pero éste miraba fijamente hacia adelante…

—He aquí, mi querido Molinier, el pequeño favor que quería pedirle…

Pero, ahora también, sintió la necesidad de hacer una pausa y, por decirlo así, de abandonar un instante su papel a la manera de un actor completamente seguro de dominar a su público, deseoso de probarse a sí mismo y de probarle que le domina. Se inclinó, pues, hacia Lilian y, en voz muy alta, como para hacer resaltar el carácter confidencial de lo que había dicho y de lo que iba a decir:

—Mi querida amiga, ¿no tendrá usted frío de verdad? Tenemos aquí una manta sin utilizar…

Y luego, sin esperar la respuesta, arrinconado en el fondo del auto, junto a Vicente, en voz de nuevo baja:

—Verá usted: quisiera llevarme este verano a su hermano. Sí, se lo digo con toda sencillez, ¿para qué circunloquios entre nosotros?… No tengo el honor de que me conozcan sus padres, que no dejarán, naturalmente, marchar a Oliverio conmigo, como no intervenga usted directamente. Ya encontrará usted manera de disponerlos en favor mío. Supongo que les conocerá usted bien y que sabrá usted cómo atacarlos. ¿Quiere usted hacer eso por mí?

Esperó un instante y luego, como Vicente se callaba, prosiguió:

—Escuche usted, Vicente… Me iré pronto de París… no sé adonde. Necesito imprescindiblemente llevarme un secretario… Ya sabe usted que fundo una revista: he hablado de ello a Oliverio. Creo que tiene las cualidades requeridas… Pero no quiero colocarme solamente desde mi punto de vista egoísta: lo que digo es que todas las cualidades suyas me parecen tener aquí aplicación. Le he ofrecido el puesto de redactor jefe… ¡Redactor jefe de una revista, a su edad!… Reconocerá usted que eso no es lo corriente.

—Es tan poco corriente que temo que mis padres se asusten un poco —dijo Vicente volviendo por fin sus ojos hacia él y mirándole fijamente.

—Sí, debe usted tener razón. Quizá sea preferible no hablarles de eso. Podía usted hacerles resaltar el interés y el provecho de un viaje que le haría yo hacer, ¿no? Sus padres tendrán que comprender que, a su edad, necesita uno ver tierra. En fin, usted se arreglará con ellos, ¿verdad?

Tomó aliento, encendió otro cigarrillo y luego continuó sin cambiar de tono:

—Ya que accede usted a ser amable conmigo, voy a intentar hacer algo por usted. Creo que podré hacerle aprovecharse de algunos beneficios que me ofrecen en un negocio absolutamente excepcional… que un amigo mío, de la alta banca, reserva para unos cuantos privilegiados. Pero le ruego que quede esto entre nosotros; ni una palabra a Lilian. De todas maneras, no dispongo más que de un número restringido de acciones; no puedo ofrecerles su adquisición a ella y a usted a la vez… ¿Y sus cincuenta mil francos de anoche?…

—He dispuesto ya de ellos —lanzó Vicente un poco secamente, porque recordaba la advertencia de Lilian.

—Está bien, está bien… —replicó en seguida Roberto, como si se ofendiese—. No insisto. Y luego, con un gesto como de decir «no puedo enfadarme con usted»:

—Si cambiase usted acaso de opinión, avíseme en seguida… porque después de mañana, a las cinco, será ya demasiado tarde.

Vicente admiraba al conde de Passavant mucho más desde que no le tomaba ya en serio.